Los señores de la instrumentalidad (63 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Esas sentencias eran corrientes en Olimpia, donde los colonos quedaron ciegos hace mucho tiempo y ahora se creen superiores a los videntes. Cables de radar les cosquillean en el cerebro; perciben la radiación con pequeños acuarios colgados en medio de la cara. Sus imágenes son nítidas, y exigen nitidez. Sus edificios se elevan en ángulos imposibles. Sus niños ciegos cantan canciones mientras el clima artificial obedece las cifras, geométrico como un caleidoscopio.

Allá fue el hombre, Bozart en persona. Entre los ciegos, sus sueños crecieron, y pagó dinero por informes que ninguna persona viva había visto.

Olimpia, nubes agudas y cuello acuoso, flotaba alrededor de Bozart como un sueño ajeno. No se proponía demorarse allí, pues tenía una cita con la muerte en el espacio pegajoso y chispeante que rodeaba Norstrilia.

Una vez en Olimpia, Benjacomin realizó sus preparativos para atacar Vieja Australia del Norte. Su segundo día en el planeta había sido muy provechoso. Conoció a un hombre llamado Lavender y tuvo la certeza de haber oído antes ese nombre. No formaba parte de su propia Liga de Ladrones, sino que era un malandrín audaz con mala reputación entre las estrellas,

No era casual que hubiera conocido a Lavender. La semana anterior, su almohada le había contado la historia de Lavender quince veces mientras él dormía. Cuando Benjacomin soñaba, tenía sueños que el contraespionaje norstriliano le había introducido en la mente. Lo habían condicionado para llegar primero a Olimpia y estaban dispuestos a darle su merecido. La policía de Norstrilia no era cruel, pero defendía su mundo con tenacidad. Y también quería vengar el asesinato de un niño.

La entrevista decisiva entre Benjacomin y Lavender fue conflictiva, pues Lavender se negaba a llegar a un acuerdo.

—No iré a ningún lado. No atacaré a nadie. No robaré nada. He corrido riesgos, claro que sí. Pero no me haré matar, y eso es lo que me estás pidiendo.

—Piensa en lo que tendremos. Una fortuna. Te digo que allí hay más dinero que en ninguna otra parte.

—¿Crees que no conozco esa frase? —rió Lavender—. Tú eres un pillo, igual que yo. Pero no perseguiré una quimera.

Quiero dinero contante y sonante. Yo soy un luchador y tú eres un ladrón. No preguntaré qué te propones, pero quiero el dinero de antemano.

—No lo tengo —dijo Benjacomin.

Lavender se levantó.

—Entonces no tendrías que haberme hablado. Ahora te costará dinero cerrarme el pico, me contrates o no.

Empezaron los regateos.

Lavender era feo de veras. Era un hombre normal y corriente que se había tomado mucho trabajo para volverse malo. El pecado es agotador. El esfuerzo mayúsculo que exige se evidencia a veces en el rostro.

Bozart lo miró con una sonrisa tranquila, ni siquiera desdeñosa.

—Tápame mientras saco algo del bolsillo —dijo Bozart.

Lavender ni siquiera prestó atención a la frase. No mostró un arma. Se pasó el pulgar izquierdo por el canto de la mano. Benjacomin reconoció la seña, pero no se inmutó.

—¿Ves? Un crédito planetario.

—Eso también lo conozco —rió Lavender.

—Cógelo —le ofreció Bozart.

El aventurero cogió la tarjeta laminada. Se le ensancharon los ojos.

—Es auténtica. Auténtica —jadeó, alzando la vista. Y añadió, mucho más afable—; Nunca había visto una de éstas. ¿Cuáles son tus condiciones?

Entretanto, los brillantes y vividos olimpianos caminaban entre ellos, vestidos de blanco y negro en intenso contraste. Diseños geométricos increíbles brillaban en las túnicas y los sombreros. Los dos hombres ignoraban a los nativos, concentrados en sus propias negociaciones.

Benjacomin se sentía bastante seguro. Entregaba el importe de un año de servicios de todo el planeta de Viola Sidérea a cambio de los servicios completos del capitán Lavender, ex infante de la Patrulla Espacial Interna del Imperio. Entregó la hipoteca. El año de garantía estaba estipulado dentro. Aun en Olimpia había máquinas de contabilidad que transmitieron el trato de la Tierra, transformando la hipoteca en un compromiso válido e ineludible, que incluía todo el planeta de los ladrones por garantía.

«Éste ha sido el primer paso de la venganza», pensó Lavender. Cuando el asesino hubiera desaparecido, su pueblo tendría que pagar religiosamente. Lavender miró a Benjacomin con interés clínico.

Benjacomin tomó esa expresión por amistad y respondió con su sonrisa lenta, encantadora y serena. Momentáneamente feliz, extendió el brazo derecho para dar al trato el carácter de un pacto fraternal. Ambos se dieron la mano y Bozart nunca supo a qué cosa le había dado la mano.

5

«Gris era la tierra, oh. Hierba gris de cielo a cielo. Aunque no cerca del dique. Ni una montaña, alta o baja, sólo cerros y gris. Observa las trémulas manchas titilando entre los astros.

»Esto es Norstrilia.

»Ha terminado la fatigosa búsqueda, el trajín y la espera y el dolor.

»Pardas ovejas yacen en la hierba gris azulada mientras las nubes pasan a poca altura, como caños de hierro techando el mundo.

»Toma un rebaño de ovejas enfermas, hombre, pues las enfermas producen beneficios. Estornúdame un planeta, hombre, o téseme una pizca de inmortalidad. Si resulta excéntrico allá, donde viven los tontos y enanos como tú, aquí está muy bien.

ȃsa es la norma, muchacho.

»Si no has visto Norstrilia, no la has visto. Si la vieras, no lo creerías.

»Los mapas la llamaron Vieja Australia del Norte.»

En el corazón del mundo una granja protegía el planeta. Era la finca Hitton.

La rodeaban torres, y entre ellas colgaban alambres, algunos flojos y otros reluciendo con una pátina que no era propia de ningún metal fabricado por los hombres de la Tierra.

Dentro del perímetro marcado por las torres había terreno abierto. Y dentro del campo abierto había doce mil hectáreas de cemento. Un radar llegaba hasta milímetros de la superficie de cemento y el otro radar barría la delgada franja molecular. La granja continuaba. En el centro se alzaba un grupo de edificios. Allí era donde Katherine Hitton se encargaba de la tarea que su familia había aceptado para defender su mundo.

No entraba ni salía ningún germen. Todos los alimentos llegaban por transmisor espacial. Dentro vivían animales. Los animales dependían sólo de ella. En caso de que ella muriera de repente, por azar o atacada por uno de los animales, las autoridades de su mundo tenían facsímiles completos de Katherine Hitton con los cuales entrenar a nuevos cuidadores de animales bajo hipnosis.

El viento gris brincaba desde los cerros, corría sobre el cemento gris, azotaba las torres de radar. La Luna cautiva, bruñida y facetada, siempre colgaba en lo alto. El viento golpeaba los grises edificios antes de barrer el cemento y perderse silbando entre los cerros.

En el exterior de los edificios, el valle no había requerido mucho camuflaje. Se parecía al resto de Norstrilia. El cemento estaba ligeramente teñido para dar la impresión de un suelo pobre, árido, natural. Ésta era la granja, y ésta era la mujer. Juntos formaban la defensa exterior del mundo más rico que había construido la humanidad.

Katherine Hitton miró por la ventana y pensó que faltaban cuarenta y dos días para ir al mercado,
y
que sería gran día cuando llegara allá y oyera el ritmo de una música:

¡Oh, caminar en día de mercado

y ver a mi gente orgulloso, y feliz!

Dio un profundo suspiro. Amaba los cerros grises, aunque en su juventud había visto muchos otros mundos. Regresó al edificio donde la aguardaban los animales y sus obligaciones. Ella era la única Mamá Hitton y éstos eran sus mininos.

Caminó entre ellos. Ella y su padre los habían creado a partir de visones terráqueos que se contaban entre los visones feroces, más pequeños y más locos que se habían embarcado desde la Cuna del Hombre. Con estos visones ahuyentaban a otros depredadores que pudieran atacar a las ovejas productoras de
stroon.
Pero estos visones eran locos de nacimiento.

Habían criado generaciones de ellos, psicóticos hasta la médula. Vivían para morir y morían para sobrevivir. Eran los mininos de Norstrilia. Animales en los que el miedo, la furia, el hambre y el sexo se encontraban totalmente entremezclados; podían devorarse a sí mismos o a sus congéneres; podían devorar su prole, a la gente, cualquier cosa orgánica; chillaban ansiosos de matar cuando sentían amor, habían nacido para odiarse a sí mismos con un sentimiento feroz y lívido, y sobrevivían sólo porque pasaban sus períodos de vigilia en jaulas, cada garra fuertemente atada para que no pudieran herirse ni lastimar a otros. Mamá Hitton los dejaba despertar sólo de dos en dos.

Durante toda la tarde Mamá Hitton caminó de jaula en jaula. Los animales dormidos descansaban bien. El alimento les circulaba por la corriente sanguínea, a veces vivían años sin despertar. Machos despiertos a medias se apareaban con hembras apenas despabiladas, y la misma Mamá Hitton sacaba las crías cuando las madres dormidas parían. Luego alimentando a los pequeños durante unas pocas semanas de feliz «miniñez», hasta que se hacían adultos, los ojos se les enrojecían de locura y ardor y sus emociones estallaban en gritos agudos y feroces que resonaban en el edificio: contorsionaban las suaves y velludas caritas, revolvían los locos y brillantes ojos, tensaban las afiladas garras.

Esta vez no despertó a ninguno.

En cambio, tersó las correas. Les quitó el alimento. Les dio un medicamento de estímulo retardado que los despejaría de golpe cuando despertaran, sin un período intermedio de aturdimiento.

Por último, se administró un potente sedante, se reclinó en una silla y esperó la inminente llamada.

Cuando llegara la alerta y recibiera la llamada, tendría que hacer lo que había hecho miles de veces.

Haría sonar una alarma ensordecedora en todo el laboratorio.

Cientos de visones mutantes despertarían. Al despertar, se zambullirían en la vigilia con hambre, odio, furia y sexo, se lanzarían contra sus ataduras, lucharían por matarse entre sí matar a su prole, matarse a sí mismos, matarla a ella. Lucharían contra todo y en todas partes, y nada los detendría.

Ella lo sabía.

En medio de la sala había un sintonizador, un retransmisor directo y empático, capaz de captar la banda más simple de comunicaciones telepáticas. Este sintonizador recibía las emociones concentradas de los mininos de Mamá Hitton.

La furia, el odio, el hambre y el sexo se transmitían más allá de lo tolerable, y el sintonizador los amplificaba. Después, la banda de frecuencia de este control telepático se amplificaba a su vez, más allá del estudio, en las altas torres que vigilaban el risco montañoso, hasta más allá del valle donde se encontraba el laboratorio. Y la luna de Mamá Hitton, girando geométricamente, lanzaba la transmisión a una esfera hueca.

De la luna facetada se lanzaba a los satélites, dieciséis de ellos, aparentemente pertenecientes al sistema de control climático. No sólo custodiaban el espacio, sino el subespacio cercano. Los norstrilianos habían pensado en todo.

Breves sacudidas de alerta llegaron desde el banco de transmisión de Mamá Hitton.

Entró una llamada. Un pulgar pulsó un botón.

El ruido estalló.

Los visones despertaron.

La sala se llenó de murmullos, rasguños, siseos, gruñidos y aullidos.

Bajo el ruido de las voces animales se oía otro sonido: chasquidos crepitantes como granizo cayendo sobre un lago congelado. Eran las zarpas de cientos de visones tratando de abrirse camino a través de planchas de metal.

Mamá Hitton oyó un gorgoteo. Uno de los visones había conseguido liberarse la zarpa y empezaba a desgarrarse el pescuezo: Mamá Hitton reconoció la laceración del pelaje, el corte de las venas percibió una voz que se apagaba en medio del ruido que hacían los demás. Un visón menos.

Mamá Hitton estaba parcialmente protegida de la transmisión telepática, pero no del todo. A pesar de su avanzada edad, se sintió atravesada por sueños salvajes. Tembló de odio pensando en seres que sufrían más allá de ella, que sufrían terriblemente, pues no estaban protegidos por las defensas del sistema de comunicaciones norstriliano.

Sintió el galope desbocado de una olvidada lujuria.

Ansió muchas cosas que ni siquiera sabía que recordaba. Sufrió los espasmos de miedo que experimentaban los cientos de animales.

Debajo de esto, su mente cuerda seguía preguntando: «¿Cuánto más podré resistir? ¿Cuánto más deberé resistir? ¡Dios mío, muéstrate benévolo con tu pueblo en este mundo! ¡Sé clemente conmigo!»

La luz verde se encendió.

Mamá Hitton pulsó un botón en el otro lado de la silla. El gas entró con un siseo. Ella se desvaneció sabiendo que sus mininos también se desvanecían.

Despertaría antes que ellos y luego empezarían sus deberes: examinar a los sobrevivientes, sacar al que se había desgarrado la garganta y los que habían muerto de ataques cardíacos, reordenarlos, vendarles las heridas, cuidarlos, aparearlos. Vivirían dormidos hasta que la próxima llamada los despertara para defender los tesoros que bendecían y maldecían el mundo natal de Mamá Hitton.

6

Todo había salido bien. Lavender había encontrado una nave de planoforma ilegal. Era una hazaña digna de mención, pues las naves de planoforma tenían permisos muy estrictos y conseguir una ilegal era una misión que en un planeta lleno de malandrines podría haber llevado toda una vida.

Lavender había recibido una suma suculenta: el dinero de Benjacomin.

La fortuna honrada del planeta de los ladrones había servido para pagar las falsificaciones y grandes deudas, los transportes imaginarios que entrarían en los ordenadores como naves, cargamentos y pasajes que serían casi imposibles de rastrear, mezclados con el tráfico de diez mil mundos.

—Que pague —dijo Lavender a uno de sus compinches, un falso criminal que también era agente norstriliano—. Esto es pagar buen dinero por mal dinero. Será mejor que gastes mucho.

Poco antes de la partida de Benjacomin, Lavender envió otro mensaje.

Lo envió a través del capitán de viaje, que por lo general no transmitía mensajes. El capitán era un comandante de retransmisión de la flota norstriliana, pero se le había ordenado que no lo pareciera.

El mensaje se relacionaba con la licencia de planoforma: una veintena de tabletas de
stroon
que podían hipotecar Viola Sidérea por cientos y cientos de años más.

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