Los señores de la instrumentalidad (128 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—No es tan grave como crees —le tranquilizó la niña, levantándose también. Miró cariñosamente a Casher—. ¿Crees que yo tengo miedo, Casher?

—No —admitió él.

—No recordarás esto, Casher, cuando te vayas. No soy sólo la niña-tortuga T'ruth. Soy también la personalidad de la ciudadana Agatha. ¿Alguna vez oíste hablar de ella?

—¿Agatha Madigan? —Casher meneó la cabeza—. No, no entiendo cómo... No, estoy seguro de que nunca he oído hablar le ella.

—¿Nunca te han contado la historia de la Hechicera de Gonfalón?

Casher se sorprendió.

—Claro que la vi. Es una obra. Un drama. Se dice que está basada en una leyenda de tiempos remotos. La llamaban la «bruja del espacio», y creaba flotas enteras a partir de la nada mediante hipnosis. Es una vieja historia.

—No tanto, sólo tiene mil cien años. Esta noche cumplirá mil cien años y catorce meses locales.

—Tú no estabas viva hace mil cien años —espetó Casher como una acusación.

Se alejó de la mesa y caminó hacia la ventana. Esa joya religiosa le había hecho sentir incómodo. Sabía que llevar una religión de un mundo a otro infringía todas las leyes. ¿Qué haría ahora que había visto una imagen del Dios Clavado en lo Alto? Ése era precisamente el contrabando que buscaban la policía y los robots aduaneros de cientos de mundos.

La Instrumentalidad se mostraba tolerante con muchas cosas, pero era obsesivamente hostil al traslado de religiones. Aun así, las religiones se filtraban de un mundo a otro. Se decía que a veces incluso las subpersonas y los robots llevaban fragmentos de religión por el espacio, aunque esto le parecía improbable. La Instrumentalidad dejaba la religión en paz cuando permanecía restringida a un planeta, pero los señores de la Instrumentalidad rehuían la vida devota y procuraban evitar que entre las estrellas surgieran fanatismos que revivieran desbocadas esperanzas y llevaran el exterminio a todos los mundos.

Hasta ahora
, pensó Casher,
la Instrumentalidad se ha mostrado bondadosa conmigo a su manera impersonal y colectiva, pero ¿qué hará cuando mi cerebro esté inflamado de conocimientos prohibidos?

—Te daré la solución a tu problema, Casher —dijo la niña—, si tan sólo te dignas escuchar. Yo soy la Hechicera de Gonfalón, al menos en la medida en que puede serlo una persona impresa en otra.

Casher se volvió hacia ella, boquiabierto.

—¿Quieres decir, niña, que de veras te han traspasado la personalidad de Agatha Madigan? ¿Te la han grabado?

—Poseo todas sus habilidades, Casher —admitió la niña en voz baja—, además de otras que he aprendido por mi cuenta.

—Pero pensé que era sólo una fantasía... Si eres esa terrible mujer de Gonfalón, no me necesitas. Me largo. Ahora mismo.

Casher se dirigió a la puerta disgustado, harto. Aunque ella fuera una niña, aunque fuera encantadora, aunque le hiciera falta ayuda, no necesitaba de él si tenía algo que ver con esa terrible y vieja historia.

—Oh no, no te irás —dijo la niña.

9

De pronto, T'ruth le cerró el paso.

Tenía en la mano la imagen del hombre clavado en los dos maderos.

Casher no tenía por costumbre empujar a las damas. Pero esta vez tenía tanta prisa que la empujó. Fue como tocar acero fundido: ni la túnica ni el cuerpo cedieron una milésima de milímetro ante su empellón.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella con dulzura.

Mirando hacia atrás, Casher vio a la verdadera T'ruth, la sonriente mujer-niña, de pie junto a la ventana.

Interiormente se desmoronó. Había oído hablar de hipnotizadores capaces de proyectar imágenes, pero nunca se había enfrentado a un hipnotismo tan fuerte.

Ella lo estaba haciendo. ¿Cómo lo hacía? ¿O no lo hacía? La operación podía ser inconsciente. Quizás hubiera un arte heredado de su pasado animal que ni siquiera su mente reformada podía explicar. Operaciones demasiado sutiles, demasiado primitivas para analizarlas. O habilidades que ella usaba sin comprender.

—Estoy proyectando —dijo T'ruth.

—Ya veo —replicó él de mal talante.

—Yo hago telequinesia —dijo ella. El cuchillo de Casher salió de la bota y flotó en el aire.

Él lo agarró. El cuchillo se debatió un poco en su mano, pero sin más fuerza que la que se sentía al pasar frente a grandes máquinas magnéticas.

—Yo enceguezco —continuó T'ruth. El cuarto quedó totalmente a oscuras.

—Yo oigo —dijo Casher, y se abalanzó sobre ella como una fiera, guiándose por el recuerdo de la habitación y por el suave sonido de la respiración de la niña. Había advertido que la imagen que T'ruth había puesto en la puerta no emitía ningún sonido, ni siquiera el de la respiración.

Casher sabía que estaba cerca de la niña. Buscó el hombro o la garganta con los dedos. No se proponía lastimarla, sólo mostrarle que él también conocía algunos trucos.

—Y aturdo —dijo T'ruth, y su voz retumbó en todas partes: desde el cielo raso, desde las cinco paredes de esa extraña y vieja habitación, desde las ventanas abiertas, desde ambas puertas. Casher se sintió como si lo elevaran al espacio y le privaran del peso. Trató de recobrar el dominio de sí, de captar el único sonido verdadero entre los muchos sonidos fingidos, de sorprender a la niña en un error.

—Yo hago recordar —añadió la voz múltiple y reverberante.

Por un instante él no entendió cómo podía esto ser un arma, aunque la niña-tortuga hubiera aprendido todas las artimañas de la Hechicera de Gonfalon.

Pero de pronto lo supo.

Vio de nuevo a su tío Kuraf. Contempló sus viejos aposentos. Kuraf estaba allí. El viejo le parecía lamentable, odioso, horrible. Estaba borracho; la muchacha que se sentaba en las rodillas de Kuraf se rió de Casher O'Neill, y también se rió de Kuraf.

Casher había sentido el apasionado interés de los adolescentes por la sexualidad, y también había experimentado el espantoso temor de un joven ante todas las implicaciones invisibles de lo que podía representar una relación entre hombre y mujer cuando se agriaba, se descarriaba, se arruinaba. El Casher del presente recordó al Casher del pasado, y al girar en la telaraña de los poderes hipnóticos de T'ruth volvió a vivir su recuerdo más desagradable.

Las matanzas en el palacio de Mizzer.

Los coroneles habían tomado Kaheer y habían permitido que Kuraf huyera a Ttiollé, el planeta de los placeres.

Pero los compañeros de Kuraf, que habían pervertido la vieja república de los Doce Nilos, no pudieron irse. Los enfurecidos soldados los apuñalaron.

Casher evocó la sangre pegajosa en el piso, la sangre húmeda y púrpura en las alfombras, la sangre roja y brillante saltando a borbotones de una garganta blanca, sangrientas huellas de manos adquiriendo una coloración parda en las mesas de mármol. El dulce y nauseabundo hedor de la sangre había impregnado el tibio palacio. El joven Casher no sabía que la gente tenía tanta sangre dentro, ni que la sangre pudiera empapar las sábanas perfumadas y las mesas rebosantes de manjares y bebidas; ni que pudiera formar charcos mientras los moribundos gemían entre estertores.

Antes del fin de ese día de exterminio, de los palacios antes ocupados por Kuraf sacaron mil trescientos once cuerpos subhumanos, cuyas edades oscilaban entre los dos meses y los ochenta y nueve años. Kuraf esperaba bajo el efecto de los sedantes a que una nave estelar lo llevara al exilio perpetuo y Casher —¡el mismo Casher O'Neill!— estrechaba la mano del coronel Wedder, cuyas órdenes habían causado el baño de sangre. La mano estaba limpia, y las uñas se veían recortadas y aseadas, pero el puño de la manga aún estaba orlado por la sangre seca de otro ser humano. El coronel Wedder no se había fijado en el puño, o no le había dado importancia.

—¡Ríndete! —dijo la voz de la niña desde ninguna parte.

Casher se encontró a gatas en la habitación. De pronto había recobrado la vista. El cuarto no había cambiado. T'ruth sonreía.

—He luchado contigo —dijo T'ruth.

Casher cabeceó. No se atrevía a hablar.

Buscó el vaso de agua y lo examinó para cerciorarse de que no tenía sangre.

Claro que no había sangre. No allí. No en ese momento y lugar.

Se puso en pie.

La muchacha tuvo la sensatez de no ayudarlo.

Permaneció quieta, envuelta en su discreta y tenue túnica, comportándose como una niña sabia mientras él se levantaba y bebía ansiosamente. Casher llenó de nuevo el vaso y volvió a beber.

Sólo entonces se volvió hacia ella:

—¿Tú haces todo eso?

Ella asintió.

—¿Sola? ¿Sin drogas ni máquinas?

Ella cabeceó de nuevo.

—¡Niña —exclamó Casher—, tú no eres una persona! Eres todo un sistema de armamentos. ¿Qué eres? ¿Quién eres?

—Soy la niña-tortuga T'ruth, y soy la leal propiedad y amante servidora de mi buen amo, el señor y propietario Murray Madigan.

Tienes casi mil años —dijo Casher—. Estoy bajo tu poder. Espero que luego me dejes en libertad y que me borres aquella imagen religiosa de la mente.

Ella levantó un relicario de la mesa. Casher no lo había visto. Era un antiguo reloj o una cajita redonda, que pendía de una cadena de oro.

—Mira esto —dijo la niña—, si confías en mí, y repite lo que yo diré.

(Nada ocurrió: nada, en ninguna parte.)

—Me estás mareando con el oscilar de este adorno —dijo Casher—. Déjalo donde estaba. ¿No es el que llevabas puesto?

—No, Casher, no es el mismo.

—¿De qué estábamos hablando?

—:De algo. ¿No recuerdas?

—No —dijo Casher con enfado—. Lo lamento, pero vuelvo a tener hambre. —Engulló un panecillo recubierto de azúcar y decorado con frutas. Con la boca llena, empujó la comida con agua. Al fin dijo—: ¿Y ahora qué?

Ella lo miraba con gracia intemporal.

—No hay prisa, Casher. Minutos u horas, no importan.

—¿No querías que peleara con alguien, cuando Gosigo se fue?

—En efecto —dijo ella con impresionante calma.

—Me parece haber librado una lucha en esta habitación.

Miró estúpidamente en torno a sí. Ella también miró.

—No parece que nadie haya luchado aquí, ¿verdad?

—No hay sangre, nada de sangre. Todo está limpio —admitió Casher.

—Así es.

—Entonces, ¿por qué me parece haber luchado?

—El desapacible clima de Henriada a veces trastorna a los visitantes, hasta que se habitúan —comentó T'ruth.

—Si no he luchado en el pasado, ¿lucharé en el futuro?

El viejo cuarto con muebles de roble dorado flotaba alrededor de él. El mundo exterior le parecía extraño, con marismas soleadas y extensas ensenadas que se extendían hasta la ruidosa tormenta, más allá del horizonte, más allá de las máquinas climáticas. Casher se encogió de hombros y tiritó. Contempló a la muchacha. Ella se irguió y lo observó con la firmeza de una emperatriz. Los senos incipientes se perfilaban apenas a través de la delgada túnica; la niña llevaba zapatos dorados de tacón bajo. Del cuello le colgaba una cadenilla de oro, pero el objeto que pendía de la cadena quedaba dentro del vestido. Casher se excitó al pensar en ese pecho chato y floreciente. Nunca había sido hombre a quien le gustaran indecorosamente las niñas, pero en esa persona había algo que no era infantil.

—Eres una niña y no lo eres... —comentó, desconcertado.

Ella asintió con gravedad.

—Eres esa mujer del cuento, la Hechicera de Gonfalón. Has renacido.

Ella negó con la cabeza tan seria como antes.

—No, no he vuelto a nacer. Soy una niña-tortuga, una subpersona muy longeva, y llevo impresa la personalidad de la ciudadana Agatha. Eso es todo.

—Aturdes —dijo él—, pero no sé cómo lo consigues.

—Aturdo —admitió ella.

Casher evocó jirones de recuerdos dolorosos.

—Ahora recuerdo —dijo—. Me tienes aquí para matar a alguien. Me enviarás a pelar.

—Irás a pelear, Casher. Ojalá pudiera enviar a otro en tu lugar, pero aquí eres la única persona con fuerza suficiente para llevar a cabo esa tarea.

Impulsivamente, Casher le cogió la mano. En cuanto la tocó, T'ruth dejó de ser una niña o una subpersona. Le pareció tierna y excitante, la persona más deseable e importante que había conocido. ¿Su hermana? Pero él no tenía hermanas. Mentía que él tenía una importancia terrible, casi intolerable, para ella. No quería soltarle la mano, pero ella se zafó con una autoridad que ningún hombre decente podía resistir.

—Debes pelear a muerte, Casher. Ahora —anunció ella, mirándolo como un comandante que pasara revista a un soldado en particular, escogido para una misión peligrosa.

Él asintió. Estaba cansado de tanta confusión. Sabía que algo le había ocurrido cuando Gosigo, el sin-memoria, lo había dejado ante la puerta, pero no sabía qué era. Creía haber comido algo en la habitación. Se sentía enamorado de la niña. Sabía que ella ni siquiera era un ser humano, que viviría noventa mil años, que había heredado el nombre y las habilidades de la mayor hipnotizadora de combate de la historia, la Hechicera de Gonfalón. Algo extraño y temible se escondía en esa cadena que colgaba del cuello de T'ruth; pero había cosas que Casher prefería ignorar.

Se tensó ante ese pensamiento, que estalló como una burbuja.

—Soy un luchador —dijo—. Dame mi lucha y déjame saber.

—Él puede matarte. Espero que no. Tú no debes matarlo. Es inmortal y demente. Pero según la ley de Vieja Australia del Norte, de donde se exilió mi amo, el señor y propietario Murray Madigan, no debemos lastimar a un huésped, ni podemos echarlo en tiempos de gran necesidad.

—¿Qué debo hacer? —exclamó Casher con impaciencia.

—Pelea con él. Asústalo. Que su pobre y loca mente tema enfrentarse a ti de nuevo.

—Se supone que debo hacerlo.

—Puedes hacerlo —afirmó ella con seriedad—. Ya te he probado. Eso te ha provocado un paréntesis de amnesia acerca de este cuarto.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué molestarse? ¿Por qué no ordenas a tus sirvientes humanos que lo amarren o lo encierren en un cuarto acolchado?

—No pueden hacerle frente. Él es demasiado fuerte, demasiado grande, demasiado listo, y está demasiado loco. Además, no se atreven a seguirlo.

—¿Adonde va?

—A la sala de control —respondió T'ruth, como si fuera la frase más triste jamás pronunciada.

—¿Qué tiene de malo? Aun un sitio tan cuidado como Beauregard no puede tener una gran sala de control. Ciérrala con llave.

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