Los señores de la instrumentalidad (126 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Radar es lo que usabas para ver durante la tormenta, cuando la visibilidad era nula.

Gosigo siguió conduciendo, y le faltó poco para chocar contra un árbol.

—¿Eso? Eso era sólo visión artificial. ¿Por qué has usado la palabra «radar antimisiles»? Aquí no hay ninguno de esos aparatos, salvo los que tenemos en la máquina, aunque es posible que la dama nos esté observando si tiene su equipo conectado.

—Esas torres —dijo Casher—. Parecen torres antimisiles de los viejos tiempos.

—Torres. Aquí no hay torres —replicó Gosigo.

—Mira —exclamó Casher—. Aquí hay dos más.

—Estas cosas no están hechas por el hombre. No son edificios. Son sólo corales aéreos. Algunos corales que la gente trajo de la Tierra mutaron y se adaptaron a la vida en el aire. Los colonos los plantaban como parapetos, antes de largarse de Henriada. No sirvieron de mucho, pero son bonitos.

Siguieron viaje en silencio. Los altos árboles estaban festoneados de musgo negro. Estaban cerca del mar. Aparecieron pequeñas marismas a los lados del camino; ahí, donde no llegaban los incesantes tornados, todo parecía un vergel. La finca de Beauregard no se parecía al resto de Henriada: era una zona apaciblemente silvestre en un mundo que se arruinaba deprisa, volviéndose inhabitable. Incluso Gosigo parecía más relajado y alegre mientras conducía el vehículo por la agradable carretera elevada. Gosigo suspiró, se inclinó hacia delante y detuvo el coche.

Se volvió serenamente hacia Casher O'Neill.

—¿Tienes el cuchillo?

Casher lo buscó a tientas. Allí estaba, envainado en la bota. Casher asintió.

—Tienes tus órdenes.

—¿Matar a la muchacha?

—Así es —dijo Gosigo—. Matar a la muchacha.

—Lo recuerdo. No era necesario que detuvieras el coche para decirme eso.

—Pues hazlo —insistió Gosigo. No había humor ni ira en su sabio rostro indio.

—¿Matarla? ¿En cuanto la vea?

—Hazlo —repitió Gosigo—. Debes cumplir las órdenes.

—Yo juzgaré eso. Pesará en mi conciencia. ¿Me estás vigilando por encargo del administrador?

—¿Ese necio borracho? El no me importa, salvo porque soy un sin-memoria y le pertenezco. Ahora estamos en territorio de
ella.
Harás lo que ella quiera. Tienes órdenes de matarla. Bien, mátala.

—¿Quieres decir que ella quiere que la asesinen?

—¡Claro que no! —exclamó Gosigo, con la impaciencia de un adulto que tiene que explicar demasiadas cosas a un niño preguntón.

—¿Cómo puedo matarla sin averiguar qué se esconde detrás de todo esto?

—Ella conoce. Se conoce a sí misma. Conoce a su amo. Conoce este planeta. Me conoce a mí y a ti te conoce un poco. Ve y mátala, pues ésas son tus órdenes. Si ella quiere morir, ni tú ni yo podemos decidir nada al respecto. Es cosa de ella. Si ella no quiere morir, no conseguirás nada.

—Me gustaría ver quién sería capaz de detenerme si la ataco de pronto con el cuchillo —objetó Casher—. ¿Le has dicho que yo venía?

—Yo no le he dicho nada, pero ella sabe que vienes y también a qué vienes. No pienses. Haz lo que te han dicho. Lánzate sobre ella con el cuchillo. Ella se encargará del asunto.

—Pero...

—Deja de hacer preguntas —dijo Gosigo—. Cumple tus órdenes y recuerda que ella cuidará de ti. Incluso de ti.

Puso el coche en marcha.

Menos de un kilómetro después cruzaron una loma y Beauregard apareció frente a ellos: una mansión a orillas de las aguas, columnas blancas y resplandecientes, pérgolas reluciendo en el aire brillante, pulcros patios y palmares. Casher era valiente, pero las palmas de las manos se le humedecieron cuando comprendió que al cabo de pocos instantes tendría que matar.

7

El coche entró en el camino y se detuvo. Sin decir palabra, Gosigo activó la portezuela. El aire, calmo pero fresco, tenía un olor húmedo y salado.

Casher bajó de un brinco y corrió hacia la puerta.

Se sorprendió al advertir que le temblaban las piernas.

Había matado a hombres verdaderos en riñas verdaderas. ¿Por qué le afectaba un mero animal? La puerta lo detuvo. Sin pensar, trató de abrirla. El picaporte no cedió, y no había controles automáticos a la vista.

Era una casa muy antigua. Golpeó la puerta con las manos. Los golpes retumbaron alrededor de él. No pudo discernir si retumbaban dentro de la casa. La puerta no produjo ningún eco, ningún sonido.

Ensayó la frase: «Quiero ver al señor y propietario de Madigan...»

La puerta se abrió.

Vio a una muchacha.

Casher la conocía. Siempre la había conocido. Era su novia de la infancia. Era la hermana que nunca había tenido. Era su propia madre de joven. Estaba en esa edad maravillosa, entre los diez y los trece años, en que una niña —como reza el dicho— «se convierte en niña grande y no en adulta». Era amable, serena, inteligente, ansiosa, calma, insinuante, valerosa. Se parecía a alguien del pasado, pero Casher era consciente de que no la había visto antes.

Se oyó preguntando por el señor y propietario Madigan mientras reflexionaba si la niña sería la hija de Madigan. Ni Rankin Meiklejohn ni el vice administrador le habían comentado nada acerca de una familia humana.

La niña le miró a los ojos.

Al parecer, él ya había terminado su pregunta.

—El señor y propietario Madigan —respondió la niña— no recibe visitas hoy, pero me tienes a mí. —Lo miró serenamente. Había cierto humor, cierta temeridad en su expresión.

—¿Quién eres? —barbotó Casher.

—Soy la casera.

—¿Tú? —exclamó Casher alarmado.

—Mi nombre es T'ruth.

Casher tuvo el cuchillo en la mano aun antes de comprender que lo había desenvainado. Recordó el consejo del administrador:
ataca, apuñala, corre.

Ella vio el cuchillo pero sostuvo la mirada.

El la contempló con incertidumbre.

Si la niña era una subpersona, era la subpersona más notable que había visto. Pero incluso Gosigo le había aconsejado que cumpliera con su deber, que apuñalara y matara a la mujer llamada T'ruth.

Aquí estaba ella y Casher no podía asesinarla.

Hizo girar el cuchillo en el aire, lo cogió por la punta y se lo dio a ella por el mango.

—Me han enviado para matarte —dijo—, pero no puedo hacerlo. Acabo de perder un crucero.

—Mátame si quieres, no tengo miedo de ti.

Esas tranquillas palabras le parecieron tan insólitas que Casher empuñó el cuchillo con la mano derecha y alzó el brazo para apuñalarla.

Bajó el brazo.

—No puedo —gimió—. ¿Qué me has hecho?

—No te he hecho nada. Tú no quieres matar a una niña, y te parezco una niña. Además, creo que me amas. En tal caso, tiene que resultar muy incómodo para ti.

Casher soltó el cuchillo y lo oyó caer al suelo. Nunca antes lo había soltado de aquella forma.

—¿Quién eres y por qué me haces esto? —jadeó.

—Yo soy yo —contestó ella, con la voz tranquilla y feliz de cualquier niña sorprendida en un momento de gran dicha—. Soy la casera. —Sonrió con picardía y añadió—: Creo que además gobierno este planeta. —La voz se puso seria—.
Hombre
, ¿no lo ves, hombre? Soy un animal, una tortuga. Soy incapaz de desobedecer la palabra del hombre. Cuando era pequeña, me adiestraron y me dieron órdenes. Cumpliré esas órdenes mientras viva. Cuando te miro, me siento extraña. Parece como si ya me amaras, pero no sabes qué hacer. Espera un momento. Debo despedirme de Gosigo.

Vio el reluciente cuchillo en el umbral. Pasó por encima de él.

Gosigo había salido del vehículo. La recibió con una inclinación respetuosa y formal.

—Dime —exclamó ella con voz afable, como si se tratara de un viejo juego—, ¿qué acabas de ver?

—He visto a Casher O'Neill subiendo la escalera. Tú has abierto la puerta. El te hundió la daga en la garganta y la sangre brotó a torrentes, oscura y roja. Has muerto en el umbral. Por alguna razón Casher O'Neill entró en la casa sin decirme nada. Yo me asusté y huí.

No parecía asustado.

—Si estoy muerta, ¿cómo puedo estar hablándote?

—No me lo preguntes —respondió Gosigo—. Soy sólo un sin-memoria. Siempre regreso al honorable Rankin Meiklejohn, cada vez que te asesinan, y le cuento la verdad de lo que vi. Luego él me da la medicina y le cuento algo más. Entonces él vuelve a estar ebrio y alicaído, como de costumbre.

—Es una pena —suspiró la niña—. Ojalá pudiera ayudarlo, pero no está en mis manos. Se niega a venir a Beauregard.

—¿El? —rió Gosigo—. ¡Oh, él no vendrá jamás! Sólo manda más gente para matarte.

—Y nunca está satisfecho —añadió la niña con tristeza—. ¡No importa cuántas veces me mate!

—Nunca —dijo alegremente Gosigo, subiendo al coche—. Adiós.

—Espera un momento. ¿No te agradaría comer o beber algo antes de regresar? Peligrosas tormentas se ciernen sobre la carretera.

—No —dijo Gosigo—. Él podría castigarme y convertirme de nuevo en sin-memoria. Tal vez eso ya haya ocurrido en el pasado. Quizá yo sea un sin-memoria que ha sufrido este castigo varias veces, no sólo una. —Y exclamó con voz esperanzada—: ¡T'ruth! ¡T'ruth! ¿Puedes decírmelo?

—¿Y qué ocurriría si te lo dijera?

Gosigo se entristeció.

—Tendría una convulsión y olvidaría. Bien, adiós. Afrontaré las tormentas. Si llegas a ver a ese Casher O'Neill —añadió Gosigo, mirando a Casher O'Neill sin verlo—, dile que me caía bien, pero que nunca nos volveremos a ver.

—Se lo diré —afirmó gentilmente la niña. El hombre corpulento y moreno subió ágilmente al coche. La tapa se cerró sin ruido. Las ruedas giraron y al cabo de unos instantes el coche había desaparecido por detrás de los palmares.

Casher miraba a la niña mientras ella le hablaba a Gosigo con voz cálida y aguda. Adivinaba los frágiles hombros bajo la túnica celeste. La tela era tan tenue que debajo se insinuaban unas bragas. Las caderas aún no estaban desarrolladas. Mirándole el perfil, Casher vio la mejilla tersa, el pelo bien peinado, los senos pequeños que apenas empezaban a florecer. ¿Quién era esa niña que actuaba como una emperatriz?

Ella se volvió hacia O'Neill con una cálida sonrisa.

—Gosigo y yo siempre hablamos de esta historia. Luego él regresa, Meiklejohn no le cree y pasa infelices meses planeando de nuevo mi asesinato. Bien, supongo que no debería llamarlo «asesinato», pues soy sólo un animal, pero yo me resisto, desde luego. No me importa por mí, pero tengo órdenes, severas órdenes de proteger a mi amo y su casa.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Casher, y añadió—: Si puedes decir la verdad.

—No puedo decir nada más que la verdad. Estoy condicionada. Tengo novecientos seis años, tiempo de la Tierra.

—¿Novecientos? —exclamó Casher—. Pero pareces una niña...

—Soy una niña y no lo soy. Soy una tortuga a quien se le dio forma humana para conveniencia del hombre. Mi expectativa de vida aumentó trescientas veces cuando me modificaron.

Dicen que la duración normal de mi vida habría sido de trescientos años. Ahora es de noventa mil, y a veces tengo miedo. Tú morirás siendo un anciano feliz, Casher O'Neill, y yo todavía estaré descorriendo las cortinas de esta casa para dejar entrar la luz. Pero no nos quedemos hablando en la puerta. Entremos a tomar un refrigerio. Tú no irás a ninguna parte.

Casher la siguió, diciendo con preocupación:

—Quieres decir que soy tu prisionero.

—No mi prisionero, Casher, sino el tuyo. ¿Cómo podrías repetir el trayecto que has recorrido en el vehículo de superficie? Podrías llegar hasta los límites de mi propiedad, pero luego las tormentas te arrastrarían hacia una muerte que nadie vería siquiera.

Entró en una gran sala con muebles de madera clara.

Casher titubeó. Había guardado el cuchillo al salir del vestíbulo. Se sentía muy extraño ahora, sentado frente a su víctima.

T'ruth permanecía tranquila. Agitó una campanilla de bronce que había en una anticuada mesa redonda. Pasos femeninos sonaron en el vestíbulo. Una criada entró en la sala, ataviada con un vestido negro y un delantal blanco. Casher había visto a criadas como aquélla en los cubos de dramas, pero nunca había esperado conocer a una en persona.

—Tomaremos el té —dijo T'ruth—. Qué prefieres, Casher, ¿té o café? También tengo cerveza y vinos. E incluso dos botellas de whisky importadas de la Tierra.

—Tomaré café.

—Y tú sabes qué tomo, Eunice —indicó T'ruth a la criada.

—Sí —dijo la criada, marchándose.

Casher se inclinó hacia delante.

—Esta criada, ¿es humana?

—Desde luego.

—¿Y por qué trabaja para una subpersona como tú? No quiero ofenderte, pero eso va contra todas las leyes.

—No en Henriada.

—¿Y por qué no? —insistió Casher.

—Porque en Henriada yo soy la ley.

—Pero el gobierno...

—Ha desaparecido.

—¿La Instrumentalidad?

T'ruth frunció el ceño. Parecía una niña sabia e intrigada.

—Quizá tú conozcas esa parte mejor que yo. Dejan aquí un administrador, quizá porque no tienen otro lugar donde destinarlo y porque él necesita algún trabajo para mantenerse activo. Pero no le otorgan autoridad suficiente para arrestar a mi amo ni para matarme. Me ignoran. Si yo no desafío a la Instrumentalidad, la Instrumentalidad me deja en paz.

—Pero sus reglas... —insistió Casher.

—No las aplican. Ni en Beauregard ni en la ciudad de Ambiloxi. Dejan en mis manos la administración de estos lugares. Yo lo hago lo mejor que puedo.

—¿Y por qué te dieron la criada?

—Oh, no —rió la mujer niña—. Ella vino a matarme hace veinte años, pero era una sin-memoria y no tenía adonde ir, así que la eduqué como criada. Tiene un contrato con mi amo, y su salario se deposita cada mes en el satélite que hay sobre el planeta. Se puede ir cuando quiera, pero no creo que nos deje.

Casher suspiró.

—Todo esto resulta difícil de creer. Eres una niña, pero tienes casi mil años. Eres una subpersona, pero mandas en un planeta entero...

—¡Sólo cuando es preciso! —interrumpió ella.

—Eres más sabia que la mayoría de las personas que he conocido, y sin embargo pareces joven. ¿De qué edad te sientes?

—Me siento como una niña, una niña de mil años. Y me han impreso en el cerebro la educación, la memoria y la experiencia de una sabia dama.

—¿Quién era esa dama? —preguntó Casher.

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