Los señores de la instrumentalidad (135 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
2.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Has hablado con Wedder? —exclamó ella—. ¿Y no te ha matado?

—No me ha reconocido.

—¿Wedder no te ha reconocido?

—Te aseguro, madre, que no me reconoció.

—Debes de ser un hombre muy poderoso, hijo mío. Quizá puedas reparar la fortuna de la casa de Kuraf O'Neill, después de todo el daño que has causado y la aflicción que provocaste a mi hermano. Sabrás que tu esposa ha muerto.

—Me lo dijeron —dijo Casher—. Espero que muriera instantáneamente en un accidente, sin dolor.

—Desde luego fue un accidente. ¿De qué otra manera muere la gente hoy en día? Ella y su esposo estaban probando una de esas nuevas embarcaciones y se volcó.

—Lo lamento, yo no estaba allí.

—Lo sé. Lo sé muy bien, hijo mío. Tú estabas en otra parte, así que tuve que mirar las estrellas con miedo. Podía mirar el cielo y buscar a mi hijo, quien acechaba allá arriba con sangre y ruina, con una venganza tras otra apiladas sobre todos nosotros, sólo porque consideraba que tenía razón. He tenido miedo de ti durante mucho tiempo, y pensé que si alguna vez volvía a verte te temería de todo corazón. Pero al parecer no eres lo que yo esperaba, Casher. Quizá puedas acabar gustándome. Quizá pueda llegar a amarte como una madre. Qué más da. Tú y yo ya somos viejos.

—Ya no estoy embarcado en esa misión, madre. He estado en este viejo cuarto el tiempo suficiente y te deseo el bien. Pero deseo el bien a muchas otras personas. Hice lo que era mi deber. Será mejor que me despida. Quizá más adelante venga a verte de nuevo, cuando ambos sepamos mejor qué debemos hacer.

—¿Ni siquiera quieres ver a tu hija?

—¿Hija? —se sorprendió Casher O'Neill—. ¿Tengo una hija?

—Qué tonto eres. ¿Ni siquiera eso averiguaste después de irte? Tu esposa dio a luz a tu hija, claro que sí. Incluso sufrió la anticuada molestia de un nacimiento natural. La niña se parece un poco a lo que tú eras. A decir verdad, es arrogante como tú. Puedes visitarla si quieres. Vive en la casa que está frente a la plaza de Laut Dorado, en el barrio de los curtidores. Su esposo se llama Ali Ali. Búscala si quieres.

Ella le ofreció la mano. Casher se la cogió como si fuera una reina y le besó los fríos dedos. Mirando a su madre a la cara, volvió a emplear las aptitudes que traía de Henriada. Escudriñó y palpó la personalidad de la anciana como si fuera un cirujano del alma, pero en este caso no podía hacer nada, No estaba ante una personalidad dinámica que luchaba, peleaba y se esforzaba contra las fuerzas de la vida, la esperanza y la desilusión. Se enfrentaba a otra cosa, una persona afincada en la vida, inmóvil, determinada, inalcanzable incluso para un hombre cuyas artes curativas podían destruir una flota con el pensamiento o devolver la normalidad a un idiota. Notó que este caso quedaba más allá de sus poderes.

Palmeó con afecto la vieja mano. Su madre le sonrió cálida—mente, sin entender.

—Si alguien pregunta —dijo Casher—, me hago llamar doctor Bindaoud. Bindaoud el técnico. ¿Lo recordarás, madre? —Bindaoud el técnico —repitió ella, acompañándolo hasta la puerta.

Veinte minutos después, Casher llamaba a la puerta de su hija.

3

Su hija en persona respondió a la llamada. Abrió la puerta de par en par. Miró a ese hombre extraño, lo estudió de pies a cabeza. Reparó en las insignias médicas del uniforme. Reparó en su rango. Lo evaluó astutamente, deprisa, y supo que él no tenía nada que hacer en el barrio de los curtidores.

—¿Quién eres? —canturreó con claridad.

—Ahora y en estas circunstancias, uso el nombre de Bindaoud el experto, técnico y médico de las Fuerzas Especiales del coronel Wedder. Estoy de permiso, pero quizás algún día averigües quién soy, y creí que era mejor que te lo dijera personalmente. Soy tu padre.

Ella no se movió. Lo más impresionante es que no se movió en absoluto. Casher la estudió y descubrió la configuración de sus propios huesos en la cara de la muchacha, la longitud de sus propios dedos repetidos en las manos de ella. Advirtió que las tormentas del deber, que lo habían arrastrado de pena en pena; el viento de la conciencia, que había mantenido vivos sus sueños de venganza, se habían convertido en ella en algo muy distinto. También era una fuerza, pero no una fuerza que pudiera comprender él.

—Ahora tengo hijos y preferiría que no los conocieras. A decir verdad, nunca has hecho nada bueno por mí, salvo engendrarme. Nunca me has perjudicado, excepto porque amenazabas mi vida desde las estrellas. Estoy cansada de ti y de todo lo que representas o pudiste haber representado. Olvidémoslo. ¿Por qué no sigues tu camino y me dejas en paz? Soy tu hija sólo porque no puedo evitarlo.

—Como quieras. He corrido muchas aventuras y no me propongo contártelas. Veo que llevas una vida satisfactoria, y espero que mis actos de esta mañana en el palacio la hayan mejorado. Pronto lo averiguarás. Adiós.

La puerta se cerró y Casher O'Neill emprendió el regreso por el soleado mercado de los curtidores. Allí había cueros dorados. Cueros de animales diestramente grabados con láminas de oro batido, de tal modo que relucían al sol.

¿Adonde iré?
, pensó.
¿Adonde iré, si ya he hecho cuanto debía hacer, si he amado a todos los que quería amar, si he sido cuanto debía ser?¿Qué hace un hombre con una misión cuando la misión está cumplida? ¿Quién puede ser más hueco que un vencedor? Si hubiera perdido, aún ansiaría venganza. Pero no he perdido, sino que he ganado. Y no he ganado nada. No quería nada para mí de esta querida ciudad. No quiero nada de este querido mundo. No está en mi poder dar ni tomar. ¿Adonde ir, si no tengo a donde ir? ¿En qué me he transformado, si no estoy preparado para la muerte y no tengo razones para la vida?

En su memoria surgió el recuerdo del mundo de Henriada, con los serpenteantes tornados. Vio la cara delgada, pálida y callada de la niña T'ruth y al fin recordó qué empuñaba ella. Era la magia. Era el signo secreto de la Vieja Religión Fuerte. Era el hombre que agonizaba eternamente clavado a dos maderos. Era el misterio que alentaba detrás de la civilización de todas las estrellas. Era el estremecimiento del Primer Prohibido, el Segundo Prohibido, el Tercer Prohibido. Era el misterio sobre el cual coincidieron el robot, la rata y el copto cuando regresaron del espacio tres. Casher supo lo que tenía que hacer.

No podía encontrarse a sí mismo porque no había nada que encontrar. Era una herramienta usada, un recipiente vacío. Era una astilla arrojada a las ruinas del tiempo, y sin embargo era un hombre con ojos y cerebro para pensar y con muchos poderes inusitados.

Hurgó el cielo con la mente, llamando una máquina voladora pública.

—Ven a buscarme —dijo, y la gran máquina, que parecía un pájaro, aleteó sobre los tejados y se posó suavemente en la plaza.

—Me pareció oír tu llamada, señor.

Casher buscó en el bolsillo y extrajo un pase imaginario firmado por Wedder, autorizándolo a usar todos los vehículos de la república al servicio secreto del coronel Wedder. El sargento reconoció el pase y lo miró con ojos desorbitados por el respeto.

—¿Puedes llegar al Noveno Nilo con esta máquina?

—Desde luego, señor. Pero será mejor que lleves zapatos. Zapatos de hierro, por allí casi todo el suelo es de cristal volcánico.

—Aguarda aquí —ordenó Casher—. ¿Dónde puedo conseguir los zapatos?

—A dos calles de aquí. Será mejor que también traigas dos botellas de agua.

4

Regresó en cuestión de minutos y llenó las botellas en la fuente. El sargento le miró las insignias médicas sin ponerlas en duda y le indicó cómo sentarse en el estrecho asiento de emergencia de la gran máquina-pájaro. Se ajustaron los cinturones, el sargento preguntó si estaba listo y el ornitóptero desplegó las alas para remontarse en el aire.

Las enormes alas eran como remos bogando en un gran mar. La máquina se elevó rápidamente y Kaheer pronto quedó abajo, con los frágiles minaretes, la blanca arena con el hipódromo a orillas del río, los verdes campos y las pirámides copiadas de alguna construcción de la Antigua Tierra.

El piloto manipuló un mando y la máquina voló más deprisa. Las alas, aunque mucho más lentas que cualquier reactor, eran firmes y se movían con respetable velocidad sobre el ancho y seco desierto. Casher aún llevaba el reloj decimal de Henriada. Pasaron dos horas decimales hasta que el sargento se volvió, lo pellizcó suavemente para arrancarlo de su sopor y gritó algo señalando hacia abajo. Una franja plateada bordeada por dos zonas verdes atravesaba una extensión negra, reluciente y titilante. La arena gris del inabarcable desierto se extendía por doquier en la distancia.

—¿El Noveno Nilo? —gritó Casher. El sargento sonrió con expresión de un hombre que no ha entendido pero que desea mostrarse simpático, y el ornitóptero enfiló bruscamente hacia recodo del río. Unos pocos edificios se hicieron visibles. Eran modestos y pequeños. Cabañas para uso del turista, quizá. Nada más.

No era asunto del sargento hacer preguntas a quien cumplía órdenes secretas del coronel Wedder. Indicó al entumecido Casher O'Neill cómo salir del ornitóptero, se puso en pie, se ladró y preguntó si necesitaba algo más.

—No —dijo Casher—. Seguiré mi camino. Si te preguntan quién soy, responde que soy el doctor Bindaoud y que me dejaste aquí cumpliendo órdenes.

—De acuerdo —declaró el sargento, y la gran máquina desplegó las relucientes alas, aleteó, se elevó en espiral, se relujo a un punto y desapareció.

Casher se quedó solo. Totalmente solo. Durante muchos años lo había impulsado un propósito, el afán de hacer algo, y ahora el afán y el propósito habían desaparecido. Su futuro carecía de objetivos, y él no tenía nada. Sólo imaginación, salud y grandes poderes. Esto no era lo que quería. Quería la liberación de Mizzer. Pero ya lo había conseguido. ¿Qué quedaba pues? Caminó inseguro hacia uno de los edificios. Se oyó una voz de mujer. La voz amigable de una anciana. —Te estaba esperando, Casher —dijo inesperadamente—. Acércate.

5

Él la miró asombrado.

—Te conozco. Te he visto en alguna parte. Te conozco bien. Has influido en mi destino. Interviniste de alguna forma y sin embargo no sé quién eres. ¿Cómo podías estar aquí para recibirme si ni siquiera yo sabía que venía?

—Todo a su tiempo —dijo la mujer—. Hay un tiempo para cada cosa, y lo que necesitas ahora es descanso. Soy P'alma, la mujer-perro de Pontoppidan. La que lavaba los platos.

—Ella —exclamó Casher.

—Yo —afirmó ella.

—Pero... ¿cómo has llegado hasta aquí?

—He llegado. ¿No te parece evidente?

—¿Quién te envía?

—Tú eres parte del camino hacia la verdad. Será conveniente que oigas un poco más sobre ella. Me envió un señor cuyo nombre jamás mencionaré. Un señor del subpueblo, que actúa desde la Tierra. Envió a otra mujer-perro para reemplazarme. Y me hizo embarcar hasta aquí como mero equipaje. Trabajé en el hospital donde te recobraste y te leí la mente mientras te reponías. Supe lo que le harías a Wedder y estaba segura de que vendrías al Noveno Nilo, porque es el camino que han de tomar todos los que buscan.

—¿Quieres decir que conoces el camino hacia...? —Casher titubeó y al fin redondeó su pregunta—: ¿Hacia el Santo de los No Santos, el Decimotercero Nilo?

—No he dicho nada de eso, Casher. Pero será mejor que te quites esos zapatos de hierro; aún no los necesitas. Ven aquí, entra.

Él abrió las cortinas de cuentas y entró en la cabaña. Era el simple habitáculo de un funcionario de frontera. Había catres, un cuarto al fondo, un comedor a la derecha; se veían papeles, una máquina visor, naipes y juegos de mesa. El cuarto era asombrosamente fresco.

—Casher, tienes que relajarte —aconsejó P'alma—. Y eso es lo más difícil de lograr. Conseguir el descanso, cuando has tenido una misión durante años.

—Lo sé, lo sé. Pero saberlo y hacerlo no es lo mismo.

—Ahora puedes hacerlo —dijo P'alma.

—¿Hacer qué? —exclamó Casher.

—Relajarte, de eso hablábamos. Aquí sólo tendrás que disfrutar de buenas comidas, dormir un poco, nadar en el río si lo deseas. Despedí a todos y me he quedado sola, y ahora tú y yo tendremos esta casa. Yo soy una mujer vieja, ni siquiera un ser humano. Tú eres un hombre, un hombre verdadero que ha conquistado mil mundos y que finalmente ha triunfado sobre Wedder. Creo que nos llevaremos bien. Y cuando estés preparado para el viaje, te llevaré.

Los días transcurrieron como ella había predicho. Con amable pero firme insistencia, P'alma lo obligó a jugar: juegos simples e infantiles, con dados y naipes. Un par de veces él intentó hipnotizarla para que lanzara los dados a favor de su contrincante. Le cambiaba los naipes que tenía en la mano. Descubrió que ella tenía muy poco poder telepático ofensivo, pero que contaba con unas defensas magníficas. La mujer sonreía cuando lo sorprendía en estos trucos. Y los trucos fallaban.

La atmósfera de sencillez empezó a relajarle. Convivía con la mujer que le había hablado de felicidad en Pontoppidan, cuando él ignoraba qué era la felicidad, cuando había abandonado a la adorable Genevieve para continuar con su búsqueda de venganza.

—¿Aún vive ese viejo caballo? —preguntó Casher una vez.

—Claro que sí —contestó P'alma—. Es probable que ese caballo nos sobreviva a ambos. Cree que está en Mizzer, aunque cabalga dentro de una cápsula espacial. Juega, es tu turno.

El mostró las cartas, y poco a poco sucumbió a la paz, la simplicidad, la tranquilizadora y calma dulzura de la situación.

Casher empezó a captar la sabiduría de esta terapia. Sólo consistía en aplacarlo. Casher tenía que encontrarse a sí mismo.

Diez o catorce días después, Casher preguntó:

—¿Cuándo nos vamos?

—He esperado esa pregunta, ahora estamos preparados. Nos vamos.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Ponte los zapatos. No te serán imprescindibles, pero quizá los necesites cuando aterricemos. Te guiaré durante una parte del camino.

Al cabo de unos minutos salieron al patio. Más allá se extendía el río donde Casher había nadado. En el extremo del patio había un cobertizo que él no había visto antes. P'alma abrió la cerradura de la puerta. Sacó un esqueleto de ornitóptero: motor, alas, colas y un cuerpo que consistía sólo en una barra de metal. La fuente de alimentación era, como de costumbre, una batería nuclear ultraminiaturizada. Los asientos eran muy pequeños, como los de las bicicletas de la Vieja Tierra que Casher había visto en museos.

Other books

Strands of Love by Walters, N. J.
Secrets by Linda Chapman
Knots (Club Imperial Book 4) by Rhodes, Katherine
Timepiece by Richard Paul Evans
A Father for Philip by Gill, Judy Griffith
The Jugger by Richard Stark