Los señores de la instrumentalidad (133 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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La niña de más edad respondió con un gorjeo tan veloz que Casher no le entendió.

T'ruth se volvió hacia Casher.

—La niña ha dicho que está en el Lugar Muerto, donde el aire no se mueve y donde los muertos se ocupan de sus asuntos. Se refiere a nosotros. —T'ruth habló de nuevo con los niños del viento—. ¿Qué... os... gustaría... más?

La niña mayor consultó a los demás. Todos cabecearon enérgicamente. Formaron un círculo y se pusieron a cantar. Con la segunda repetición, Casher pudo comprender:

¡Trilalá, trilalá, trilordo,

sólo queremos un pato gordo!

¡Trilalá, trilalá, trilordo!

Tras repetirlo por cuarta o quinta vez, todos callaron y miraron a T'ruth, quien sin dudas era la dueña de casa. T'ruth le habló a Casher O'Neill.

—Quieren un festín tribal de pato crudo. Lo que recibirán son vacunas contra las peores enfermedades de este planeta, varios patos, y la libertad. Pero ante todo necesitan algo más.
Puedes saber qué es, Casher, si te esfuerzas por descubrirlo.

Todos los ojos se volvieron hacia Casher: los ojos humanos de las personas y subpersonas, las lentes lechosas de los robots.

Casher se quedó boquiabierto.

—¿Es una prueba? —preguntó en voz baja.

—Podrías llamarlo así —dijo T'ruth, desviando la mirada.

Casher pensó enérgica y rápidamente. No serviría de nada transformar a los niños en sin-memorias. Ya había bastantes en la casa. T'ruth había anunciado un plan para liberarlos de nuevo. El señor y propietario Murray Madigan debía de haberle dicho, en alguna oportunidad, que hiciera algo con la gente de los vientos. T'ruth intentaba hacerlo. Toda la multitud observaba a Casher. ¿Qué esperaba T'ruth de él?

La respuesta se le ocurrió de golpe.

Si se le preguntaba a él, algo tendría que ver con Casher, era algo que únicamente él —entre esa multitud de personas, subpersonas y robots— había llevado a la mansión de Beauregard, sitiada por los vientos.

De pronto lo supo.

—Úsame a mí, dama Ruth —declaró Casher dirigiéndose a ella con un título incorrecto adrede—, para imprimirles mi configuración emocional, aunque no mi memoria intelectual. De nada les serviría tener conocimientos acerca de Mizzer, donde los Doce Nilos se abren paso entre las Arenas Intermedias. Ni sobre Pontoppidan, el Planeta de las Gemas. Ni sobre Olimpia, donde los vendedores ciegos se pasean bajo nubes numeradas. Saber cosas no ayudaría a estos niños. Pero
anhelarlas...

Casher era único. Había deseado volver a Mizzer. Había anhelado ese regreso más allá de los sueños de sangre y venganza. Había ansiado las cosas fiera y salvajemente, y erraba buscándolas por la galaxia.

T'ruth le habló de nuevo, en voz baja y apremiante, pero lo bastante alta como para que los demás la oyeran.

—¿Y qué debería darles de ti, Casher O'Neill?

—Mi estructura emocional. Mi determinación. Mi anhelo. Nada más. Dales eso y devuélvelos a los vientos. Si desean algo con suficiente fervor, quizá logren averiguar qué es.

Un suave murmullo de aprobación recorrió la sala.

T'ruth titubeó un instante y asintió.

—Has respondido, Casher. Has respondido rápida y sensatamente. Trae siete cascos, Eunice. Quédate aquí, doctor.

La sin-memoria Eunice se marchó con dos robots.

—Un silla —pidió T'ruth—. Para él.

Un subhombre fornido y corpulento se abrió paso por entre la muchedumbre y arrastró una silla hasta el extremo de la sala.

T'ruth indicó a Casher que se sentara.

Se plantó frente a él.

Resulta extraño
, pensó Casher,
que ella sea una gran dama y al mismo tiempo una niña pequeña.
¿Cómo hallaría jamás una muchacha como ella? Casher ni siquiera tenía miedo del misterio del Pez, ni de la imagen del hombre clavado en los dos maderos. Ya no temía al espacio tres, en donde tantos viajeros habían entrado y del cual tan pocos habían salido. Se sentía confortado por la sabiduría y la autoridad de T'ruth. Intuía que nunca más vería algo parecido: una niña gobernando con gran competencia un planeta; un hombre medio muerto sobreviviendo gracias a la infatigable devoción de su criada; una feroz hipnotizadora que conservaba todas las angustias y furias de una humanidad desaparecida, pero sostenida por la habilidad y tenacidad de los genes de tortuga que le habían implantado en su nueva forma.

—Adivino qué estás pensando —dijo T'ruth—, pero ya hemos dicho cuanto debíamos decir. Te he sondeado la mente muchas veces y sé que ansias tanto regresar a Mizzer que el espacio tres te escupirá en la fortaleza derruida donde comienza el gran recodo del Séptimo Nilo. A mi manera te amo, Casher, pero no podría retenerte aquí sin convertirte en un sin-memoria y en un sirviente de mi amo. Sabes que tengo una prioridad, y la tendré siempre.

—Madigan.

—Madigan —respondió ella, y en su boca el nombre sonaba como una plegaria.

Eunice regresó con los cascos.

—Cuando hayamos terminado con esto, Casher, les ordenaré que te lleven a la sala de condicionamiento. ¡Adiós, Casher, mi amante imposible!

Frente a todos, le dio un ardiente beso en los labios.

Él se quedó sentado en la silla, paciente y satisfecho. Mientras se le nublaba la vista, entrevió la sutil túnica que cubría la silueta de niña y recordó la tierna risa que acechaba en la sonrisa de T'ruth.

En el último instante de conciencia, vio que otra figura se había unido a la multitud: el viejo alto de bata raída, ojos azules y desvaídos, cabello fino y amarillo. Murray Madigan se había levantado de su vida-en-muerte para ver por última vez a Casher O'Neill. No tenía un aspecto débil ni tonto. Parecía un gran hombre, sabio y extraño más allá de la compresión de Casher.

La manita de T'ruth le tocó el brazo y todo fue un aterciopelado, atestado y oscuro silencio dentro de su propia mente.

14

Despertó desnudo y abrasado bajo el caliente cielo de Mizzer. Dos soldados con insignias médicas lo acostaban en una camilla de lona.

—¡Mizzer! —se dijo. Tenía la garganta demasiado seca para emitir sonidos—. Estoy en casa.

De pronto acudieron los recuerdos. Forcejeó por capturarlos, pero se disolvieron antes de que consiguiera papel para anotarlos.

Recuerdo: la sala, él disponiéndose a dormir en la silla, con el gigantesco Murray Madigan en el límite de la multitud y la tierna y ligera T'ruth —su niña, su niña, ahora a incontables años-luz de distancia— apoyándole la mano en el brazo.

Recuerdo: otro cuarto, con imágenes de vidrieras e incienso, y las tristes escenas de una gran vida mostrada en frescos de la pared. Había dos maderos, y un hombre sufriente clavado en ellos; pero Casher sabía que tenía la suprema e invencible sabiduría del Signo del Pez codificada en la mente; sabía que nunca más podría temer al miedo.

Recuerdo: una mesa de juego en un salón brillante, donde le acercaban la fortuna de mil mundos. Él era una mujer, fuerte, de busto generoso, enjoyada y orgullosa. Era Agatha Madigan, ganando una partida.
(Debí recibir esto
, pensó,
cuando me implantaron a T'ruth)
Y en la mente de la hechicera, que ahora era suya, también estaba el conocimiento de cómo conquistar a hombres y mujeres, oficiales y soldados, y aun subpersonas y robots, para su causa, sin una gota de sangre ni una palabra de ira.

El hombre, al incorporarlo en la camilla, le despertó rojas oleadas de calor y dolor. Casher oyó decir:

—Quemaduras graves. Me pregunto cómo ha perdido la ropa.

Las palabras eran descriptivas y el comentario no era relevante; pero esa cadencia era el idioma de Mizzer.

Cuando se lo llevaban, recordó el rostro de Rankin Meiklejohn, ojos enormes mirando con desesperación íntima por encima del borde de una copa. El administrador de Henriada. El hombre que le envió a Beauregard, más allá de Ambiloxi, a las dos setenta y cinco de la mañana. La camilla se bamboleaba. Casher pensó en las húmedas marismas de Henriada y supo que pronto las olvidaría. Los tornados zigzagueantes que se acercaban al linde de la finca. La cara sabia y loca de John Joy Tree.

¿Espacio tres? ¿Espacio tres? Ya ni recordaba cómo lo habían puesto allí.

Y el espacio tres mismo...

Todas las pesadillas que ha sufrido la humanidad se agolparon en la mente de Casher. Se convulsionó agónicamente cuando la camilla llegó a una ambulancia militar. Entrevió la cara de una muchacha —¿cómo se llamaba?— y se durmió.

15

Catorce días después llegó al primera prueba.

Un coronel médico y un coronel de inteligencia, ambos con el uniforme de faena de las Fuerzas Especiales del coronel Wedder, estaban junto a su cama.

—Te llamas Casher O'Neill y no sabemos cómo caíste entre los combatientes —dijo el médico, ruda y categóricamente.

Casher O'Neill volvió la cabeza sobre la almohada y lo miró.

—¡Di algo más! —le susurró al médico.

——Eres un intruso político y no sabemos cómo te mezclaste con nuestras tropas —continuó el médico—. Ni siquiera sabemos cómo regresaste a este planeta. Te hallamos en el Séptimo Nilo.

El coronel de inteligencia asintió en un gesto de aprobación.

—¿Piensas lo mismo, coronel? —le susurró Casher O'Neill al coronel de inteligencia.

—Yo hago preguntas. No las contesto —respondió el coronel en tono huraño.

Casher notó que les sondeaba la mente con una especie de dedo cuya existencia desconocía. Era difícil expresarlo en palabras, pero era como si alguien le hubiera dicho: «Casher, ése es vulnerable en el área frontal izquierda de la conciencia, pero el otro está bien protegido y hay que llegar a él por la zona media del cerebro.»

Casher no temía revelar su pensamiento con la expresión. Tenía quemaduras muy serias y sentía demasiado dolor como para revelar nada con sus muecas. (¡En alguna parte había oído la descabellada historia de la Hechicera de Gonfalón! ¡En alguna parte incesantes tormentas barrían pantanos ruinosos bajo un cielo nuboso y amarillo! ¿Pero dónde, cuándo, qué era eso...? No podía perder tiempo en recordar. Tenía que luchar por sobrevivir.)

—La paz sea con vosotros —les susurró a ambos.

—La paz sea contigo —respondieron al unísono, algo sorprendidos.

—Levantadme, por favor —pidió Casher—, así no tendré que gritar.

Lo levantaron.

Entre los recursos de su memoria y su inteligencia, Casher encontró la nota de súplica adecuada para elevar su voz como una ola y someterlos a su voluntad.

—Esto es Mizzer —susurró.

—Claro que es Mizzer —ladró el coronel de inteligencia—, y tú eres Casher O'Neill. ¿Qué haces aquí?

—Acérquense, caballeros —murmuró Casher O'Neill, bajando la voz hasta tal punto que se hizo casi inaudible.

Ambos se inclinaron.

Él les tendió las manos quemadas. Como estaba enfermo y desarmado, los oficiales se dejaron tocar.

De pronto Casher percibió el fulgor de ambas mentes, tan brillante como si hubiera engullido los dos cerebros de un solo trago.

No habló más.

Proyectó sus pensamientos, corrientes torrenciales e irresistibles.

No soy Casher O'Neill. Encontrarán su cuerpo en un cuarto, cuatro pisos más abajo. Soy el civil Bindaoud.

Los dos coroneles jadearon.

Ninguno pronunció una palabra.

—Nuestras huellas dactilares y antecedentes se han mezclado —continuó Casher—. Denme las huellas y documentos del difunto Casher O'Neill. Luego sepúltenlo, discretamente pero con honor. Una vez amó a su jefe y no es necesario difundir insensatos rumores sobre personas que vuelven del espacio. Soy Bindaoud. Encontrarán mi historial en la oficina. No soy un soldado. Soy un técnico civil que realiza estudios sobre la sal en la química sanguínea en situación de campaña. Me han oído, caballeros. Me oyen ahora. Me oirán siempre. Pero no recordarán esto, caballeros, cuando despierten. Estoy enfermo. Denme agua y un sedante.

Ambos permanecían inmóviles, cautivados por el contacto de las manos quemadas.

—Despertad —dijo Casher O'Neill.

Les soltó las manos.

El coronel médico parpadeó y dijo afablemente: —Te pondrás mejor, señor y doctor Bindaoud. Diré al enfermero que te traiga agua y un sedante. —Y dirigiéndose al otro oficial añadió—: Tengo un interesante cadáver cuatro pisos más abajo. Creo que deberías verlo.

Casher O'Neill intentó pensar en el pasado reciente, pero la luz azul de Mizzer lo rodeaba, el olor de la arena, el ruido de caballos al galope. Por un instante pensó en el vestido azul de una niña y no supo por qué le ahogaba el llanto.

PARTE III: En el Planeta de Arena

Ésta es la historia del planeta de arena, Mizzer, que había perdido toda esperanza cuando el tirano Wedder impuso el reinado del terror y la virtud. Y de su liberador, Casher O'Neill, de quien se contaron cosas extrañas, desde el día de muerte en que huyó de su nativa ciudad Kaheer, hasta que regresó para finalizar el derramamiento de sangre por el resto del futuro.

Dondequiera que Casher había ido, le había obsesionado un único pensamiento: liberar su mundo natal de los tiranos a quienes él mismo había cedido el poder cuando conspiraban contra su tío, el disoluto Kuraf. Nunca olvidó, ni despierto ni dormido. Nunca olvidó Kaheer del Primer Nilo, donde los caballos corrían por la hierba cerca de la arena. Nunca olvidó los cielos azules de su hogar ni las grandes dunas del desierto que se extendía entre los Nilos. Recordaba la libertad de un planeta consagrado a la libertad. Nunca olvidó que el precio de la sangre es la sangre, que el precio de la libertad es la lucha, que el riesgo de la lucha es la muerte. Pero no era ingenuo. Estaba dispuesto a morir, pero no quería una batalla desfavorable que lo atrajera como a un conejo hacia una trampa de acero. No quería que la policía del dictador "Wedder lo apresara.

Y al fin encontró el camino de su cruzada, al principio sin saberlo. Llegó al final de todas las cosas, todos los problemas, todas las preocupaciones. Llegó al final de la esperanza común.

Conoció a T'ruth. Los sutiles poderes de la muchacha ahora pertenecían a Casher O'Neill, y podía usarlos a su antojo.

Se alegraba de regresar a Mizzer, entrar en Kaheer, enfrentarse a Wedder.

¿Por qué no había de ir? Era su hogar y estaba sediento de venganza. Más que venganza, ansiaba justicia. Había vivido muchos años para ese momento, y el momento había llegado.

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