Los señores de la instrumentalidad (147 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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La tercera parte del asunto se reveló algo después.

El coronel Plugg estaba en G-2. Llamó al señor Spatz, pero no se pudo poner en contacto con él, así que me llamó a mí.

—¿Qué le pasa a su jefe? —preguntó—. ¿Nunca está en la oficina?

—No, si yo puedo evitarlo. Él me manda a mí, no yo a él. ¿Qué desea, coronel?

—Mire —gruñó el coronel—, se supone que ustedes deben darme dinero para tareas de enlace. No sé cuántos enlaces serán necesarios, ni siquiera sé si es cosa mía. Se lo pregunté a mi superior y él tampoco sabe nada. Quizá deberíamos apartarnos y dejar que se encarguen del asunto los muchachos de Inteligencia. O enviarlo a la Secretaría del Estado. Ustedes se pasan la vida diciéndome si yo puedo tener enlaces o no y dándome el dinero para ello. ¿Por qué no vienen aquí y asumen la responsabilidad, para variar?

Corrí a la oficina de Plugg. Era un problema de Ejército.

Éstos son los datos.

El asistente del agregado militar soviético, un tal teniente coronel Potariskov, solicitó una entrevista. Cuando se presentó, no traía nada consigo. Ni siquiera un traductor. Su inglés no era brillante, pero se entendía.

En esencia, Potariskov alegaba que no le parecía muy educado que los militares norteamericanos interfirieran con solemnes informes meteorológicos introduciendo bromas en el radar soviético. Si las fuerzas norteamericanas no tenían nada mejor que hacer, ¿por qué no se gastaban bromas entre ellas en vez de fastidiar a las fuerzas soviéticas?

Esto no tenía mucho sentido.

El coronel Plugg trató de averiguar de qué hablaba el hombre. El ruso parecía estar fuera de juicio e insistía en hablar de bromas.

Resultó que Potariskov llevaba un papel en el bolsillo. Lo sacó y se lo entregó a Plugg.

El papel tenía una dirección: Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota.

Resultó que Hopkins, Minnesota era un suburbio de Minneapolis. No tardamos mucho en averiguarlo.

Esto no significaba nada para el coronel Plugg, quien preguntó a Potariskov qué deseaba.

Potariskov preguntó si el coronel estaba dispuesto a confesar la broma de Angerhelm.

Potariskov dijo que en Inteligencia nunca mencionan las bromas que gastan al Cuerpo de Señales. Plugg insistió en que no sabía nada. Dijo que trataría de hacer averiguaciones y que se pondría en contacto con Potariskov. El ruso se fue.

Plugg llamó al Cuerpo de Señales, y cuando terminó sus conferencias tenía otra pista que conducía de nuevo al Valle. La gente del Valle se enteró y de inmediato envió a un hombre.

Aquí entré yo. Él no podía comunicarse con el señor Spatz, y habían surgido problemas.

Lo cierto es que las tres pistas confluían. Los muchachos del Valle habían conseguido un nombre (no me corresponde a mí revelar cómo). El nombre Angerhelm había circulado por todo el sistema de comunicaciones soviético. Se había preguntado a casi todos los funcionarios rusos de todo el mundo si sabían algo sobre Nelson Angerhelm, y por lo que sabían los muchachos del Valle, todos habían respondido que no tenían la menor noticia.

Alguna referencia a la conversación de Khruschev con el secretario de Estado sugería que el caso Angerhelm podía estar vinculado con ella. Investigamos un poco más. Al parecer, Angerhelm era la referencia correcta. Los muchachos del Valle ya habían averiguado algo sobre él. Habían consultado al FBI.

El FBI había declarado que Nelson Angerhelm era un granjero retirado de sesenta y dos años. Había servido en las fuerzas armadas durante la Primera Guerra Mundial.

Su servicio había sido breve. Había llegado a Plattsburg, New York, se había roto un tobillo, pasó cuatro meses en un hospital, y la lesión se complicó. Desde entonces cobraba una pensión de la Administración de Veteranos. Nunca había salido de Estados Unidos, no se había afiliado a ninguna organización subversiva, no se había casado, jamás había gastado un céntimo. Por lo que pudo averiguar el FBI, la vida de Angerhelm no tenía nada de interesante.

Esto dejaba el asunto en el aire. No había nada que lo conectara con la Unión Soviética.

Resultó que no me necesitaban. Spatz entró en la oficina y anunció que se había convocado a una conferencia de toda la comunidad de Inteligencia. Gente de la Secretaría de Estado y un representante especial de la Casa Blanca estarían presentes en la reunión.

Alguien preguntó quién era Nelson Angerhelm, y qué debíamos hacer.

Un agente que se especializaba en fingir que era un hombre del Servicio Fiscal Interno había redactado un informe.

El «hombre del Servicio Fiscal Interno» era uno de los mejores expertos del FBI en actividades subversivas. Era un gran conocedor del espionaje y lo sabía todo sobre las conexiones sospechosas. Podía oler a un conspirador a tres kilómetros en un día claro. Si pasaba un rato sentado en una habitación, era capaz de distinguir si alguien había asistido a una reunión ilegal en los tres años anteriores. Tal vez exagero un poco, pero no demasiado.

Este sujeto, un verdadero especialista en detectar comunistas y cualquier cosa remotamente parecida a un comunista, aportó nueva información sobre Angerhelm.

Angerhelm mantenía un único contacto con el resto del mundo. Tenía un hermano menor llamado Tice. Un nombre exótico. Alguien nos contó después que derivaba de Theiss Ankerhjelm, un almirante sueco que vivió hace doscientos años. Tal vez la familia estaba orgullosa de eso.

El hermano menor había estudiado en West Point. Había hecho una carrera normal, según nos informó la Oficina del Ayudante General.

La novedad era que el hermano menor había muerto hacía dos meses. Él también era soltero. Uno de los psiquiatras que participó en el caso exclamó: «¡Qué madre!»

Tice Angerhelm había viajado mucho. En realidad, estaba relacionado con dos o tres de los proyectos en los que yo había trabajado. Esto sugería diversas consecuencias.

Pero estaba muerto. Nunca había trabajado de forma directa en asuntos soviéticos. No tenía amigos soviéticos, no había estado en la Unión Soviética, ni había conocido a militares soviéticos. Ni siquiera había asistido a una recepción oficial de la Embajada soviética.

El hombre no había tenido ningún conocimiento especializado, excepto artillería, un poco de francés y el programa de misiles. Le gustaba jugar a las cartas, era buen pescador de truchas y don Juan los sábados por la noche.

Era momento de la cuarta etapa.

Ordenaron al coronel Plugg que se comunicara con el teniente coronel Potariskov y averiguara qué sabía. Esta vez Potariskov respondió que prefería que su jefe, el embajador soviético, visitara al secretario o al subsecretario del Estado.

Intercambiaron algunos regateos. El secretario se había ausentado, el subsecretario dijo que tendría mucho placer en atender al embajador soviético si había algo que preguntar. Dijo que habíamos hallado a Angerhelm, y si las autoridades soviéticas querían entrevistarse con él bien podían viajar hasta Hopkins, Minnesota.

Esto causó una situación embarazosa, pues se descubrió que la zona de Hopkins, Minnesota estaba en la región «vedada» a los diplomáticos soviéticos, en represalia por las regiones «vedadas» impuestas a los diplomáticos norteamericanos en la Unión Soviética.

El problema fue resuelto. Se preguntó al embajador soviético si deseaba visitar al granjero de Minnesota.

El embajador soviético respondió que no sentía gran interés por los granjeros, pero que le agradaría ver al señor Angerhelm en una fecha posterior si al gobierno norteamericano le parecía bien. El asunto se dio por terminado.

No ocurrió nada. Presumiblemente los rusos enviaban mensajes a Moscú mediante correos especiales, cartas o los misteriosos sistemas que emplean los rusos cuando actúan con mucha premeditación y solemnidad.

Yo no oí nada y la gente que vigilaba la Embajada soviética no detectó ningún contacto inusual.

Nelson Angerhelm aún no había entrado en la historia.

Sólo sabía que varios personajes raros le habían preguntado acerca de veteranos que él apenas conocía, alegando que estaban investigando una cuestión de seguridad.

Y un agente del Servicio Fiscal Interno mantuvo una larga y exhaustiva conversación con él acerca de las propiedades del hermano. Eso no parecía conducir a ninguna parte.

Angerhelm siguió alimentando a los pollos de su granja. Tenía televisión y Minneapolis cuenta con muchas emisoras. De vez en cuando iba a la iglesia; aunque visitaba la tienda con mayor frecuencia.

Casi siempre salía de la ciudad para evitar los nuevos centros comerciales. No le gustaba el modo como se había desarrollado Hopkins, y prefería los pequeños centros campestres donde todavía había colmados en los que se encontraba de todo. Éste parecía ser el único placer del viejo.

Al cabo de diecinueve días, y ahora puedo contar casi cada hora de esos días, debió de llegar la respuesta de Moscú. Quizá la trajo el mensajero castaño y corpulento que hacía el viaje cada quince días. Uno de los muchachos del Valle me lo contó. Se suponía que yo no debía saberlo, y entonces no importaba.

Al parecer el embajador soviético tenía órdenes de no armar mucho alboroto. El embajador visitó al subsecretario del Estado y terminaron hablando de los precios internacionales de la mantequilla y el efecto que las exportaciones norteamericanas de aceite a Pakistán provocaba en los intentos soviéticos de intercambiar aceite por cáñamo.

Aparentemente se trataba de un asunto extraordinario y confidencial, para que lo mencionara el embajador soviético. El subsecretario se habría impresionado más si hubiera podido averiguar por qué de pronto el embajador soviético había anunciado que su país había concedido un crédito de ciento veinte millones de dólares a Pakistán para construir carreteras innecesarias. Así pudo responder, con cierta aspereza, que si alguna vez la Unión Soviética decidía desestabilizar los mercados internacionales con la cooperación de Estados Unidos, nos alegraría mucho colaborar. Pero no era momento de hablar de dinero o de tratos justos cuando ellos estaban arrojando cualquier basura exportable en nuestra dirección.

Este embajador soviético solía tomar estas réplicas con calma. Por lo visto su misión consistía en no tener misión. Se marchó y eso fue todo.

Potariskov regresó al Pentágono, esta vez acompañado por un civil ruso. El inglés del nuevo sujeto era más que perfecto. Era tan bueno que resultaba irritante.

Potariskov parecía un jovenzuelo corpulento de tez oscura, con pelo y ojos castaños. Logré verlo porque me hicieron sentar en un rincón de la oficina de Plugg, fingiendo que esperaba a alguien.

La conversación fue muy simple. Potariskov extrajo una cinta de grabación. Era una cinta norteamericana corriente.

Plugg la miró y dijo:

—¿Quiere que la escuchemos?

Potariskov asintió.

La taquígrafa trajo un magnetófono. En ese momento entraron tres o cuatro oficiales, y ninguno de ellos parecía dispuesto a irse. En realidad, uno de ellos ni siquiera era oficial, pero ese día vestía uniforme.

Pusieron la cinta y escuché. Había zumbidos, siseos y chasquidos. Luego más zumbidos. Era el sonido que produce una radio cuando la encendemos y ni siquiera hay estática. Sólo se captan sonidos raros y zumbones que indican que alguien está emitiendo, pero ni siquiera tiene la coherencia necesaria para producir chirridos de estática.

Todos escuchábamos con cierta solemnidad. Plugg, militar hasta la médula, estaba rígido y movía los ojos, mirando tan pronto al magnetófono como a la cara de Potariskov. Potariskov observó a Plugg y luego a todo el grupo.

El civil ruso, que era venenoso como una serpiente, nos estudió uno por uno. Obviamente nos estaba evaluando y ansiaba averiguar si alguno de nosotros oía algo que a él se le escapaba. Ninguno de nosotros entendía nada.

Cuando terminó la cinta, Plugg quiso apagar la máquina.

—No la apague —dijo Potariskov.

—¿No lo han oído? —preguntó el otro ruso.

Todos meneamos la cabeza. No habíamos oído nada.

—Por favor, pásela de nuevo —pidió Potariskov con extraña cortesía.

La pasamos de nuevo. Sólo oíamos zumbidos y chasquidos.

Al cabo de quince minutos empezamos a hartarnos. Un par de hombres se fueron. Ésos eran los verdaderos visitantes. Los otros permanecieron en el cuarto.

El coronel Plugg ofreció a Potariskov un cigarrillo. Potariskov aceptó. Ambos fumaron y pasamos la cinta por tercera vez.

—Apáguela —dijo Potariskov después de la tercera vez. Y preguntó—: ¿Ha oído eso?

—¿Qué? —preguntó Plugg.

—El nombre y la dirección.

Me dominó una sensación muy rara. Yo sabía que había oído algo y me volví hacia el coronel.

—Es raro —murmuré—, no sé dónde ni cómo lo oí, pero sé algo que antes no sabía.

—¿Qué es? —intervino el civil ruso con la cara radiante.

—Nelson —respondí, queriendo decir «Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota». Lo que había visto en los documentos secretos «galácticos». Desde luego, cerré el pico. Eso estaba en el documento y era muy secreto. Yo no tenía que saberlo.

El civil ruso me miró. Me dirigió una sonrisa rara, malvada, amigable y perversa.

—¿No oyó «Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota», pero sin saber cuándo lo oía?

Todos preguntaron qué había pasado.

Potariskov habló con singular franqueza. Hasta su acompañante ruso se mostró franco.

—Creemos que se trata de percepción marginal. Hemos reproducido esta grabación. Ésta es, como pueden imaginar, una copia. Tenemos muchas más. Toda nuestra gente la ha escuchado. Nadie puede especificar en qué punto lo oye. Hemos puesto en esto a nuestros mejores expertos. Algunos dicen que está en el minuto tres. Otros hablan del minuto doce. Algunos sugieren el minuto trece y medio. Pero diversas personas con diversos examinadores creen haber oído «Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota». Lo hemos probado con chinos.

El civil ruso lo interrumpió.

—Sí, lo probamos con chinos y ellos oyeron lo mismo. Nelson Angerhelm. Aunque no sepan el idioma oyen «Nelson Angerhelm». Aunque no sepan nada más oyen eso y captan el número. El número está siempre en inglés. No pueden grabarlo. La grabación sólo presenta este ruido, y sin embargo sale el número. ¿Qué opinan?

Lo que dijeron resultó ser cierto. Nosotros también lo probamos, cuando ellos se fueron.

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