Los señores de la instrumentalidad (29 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Le habló en lenguaje humano, aunque las palabras no significaban nada para un gato cuando el luminictor no estaba conectado.

—Es una vergüenza. Enviar a una cosita dulce como tú a la frialdad del vacío para perseguir ratas que son más grandes y peligrosas que todos nosotros juntos. Tú no pediste esta clase de vida, ¿verdad?

Por respuesta, ella le lamió la mano, ronroneó, le acarició la mejilla con la larga y velluda cola, volvió hacia él los ojos dorados y brillantes.

Por un instante se contemplaron, el hombre en cuclillas, la gata erguida sobre las patas traseras, las uñas delanteras clavadas en la rodilla de él. Los ojos humanos y los gatunos se examinaron a través de una inmensidad indescriptible en palabras, pero que el afecto abarcaba en una sola mirada.

—Hora de entrar —dijo él.

Ella caminó dócilmente hacia su nave esferoide. Entró. Él comprobó que el luminictor en miniatura de la gata se adaptara firme y cómodamente contra la base del cerebro. Se aseguró de que tuviera las uñas protegidas por las almohadillas, para que no se hiriera a sí misma en el furor de la batalla.

—¿Preparada? —le murmuró.

Ella respondió lamiéndose el lomo hasta donde el arnés lo permitía y ronroneó suavemente.

Underhill cerró la tapa y miró cómo el líquido sellador cubría las juntas. Lady May permanecería varias horas encerrada en el proyectil hasta que un mecánico con soplete la sacara, una vez cumplida la misión.

Underhill cogió el proyectil y lo colocó en el tubo de eyección. Cerró la tapa del tubo, hizo girar la cerradura, se sentó en su lugar y se puso el luminictor.

Una vez más pulsó el interruptor.

Estaba sentado en un cuarto pequeño,
pequeño, pequeño, tibio, tibio
, y los cuerpos de los otros tres se movían cerca. La tangible luz del techo era brillante y densa contra sus párpados cerrados.

Cuando el luminictor se calentó, desapareció el cuarto. Las otras personas dejaron de ser personas y se convirtieron en pequeñas y fulgurantes llamaradas, brasas, oscuro fuego rojo, con la conciencia de la vida ardiendo como rescoldos en una chimenea campestre.

Cuando el luminictor se calentó un poco más, Underhill sintió la Tierra bajo él, sintió que la nave se alejaba, sintió la Luna girando al otro lado del mundo, sintió los planetas y la caliente y nítida benevolencia del Sol, que alejaba a los dragones del mundo natal de los hombres.

Al fin alcanzó una lucidez plena.

Estaba telepáticamente vivo a millones de kilómetros de distancia. Percibió el polvo que había visto antes muy por encima de la eclíptica. Con un escozor de tibieza y ternura, recibió la conciencia de Lady May derramándose en la suya. La conciencia de la gata era suave y clara, pero acre como aceite perfumado en la mente. Le infundía calma y seguridad. Notó que ella lo aceptaba con agrado. No llegaba a ser un pensamiento, apenas una cruda emoción de bienvenida.

Al fin volvían a ser uno.

En un remoto rincón de la mente, pequeño como el más pequeño juguete que hubiera visto en su infancia, aún veía el cuarto y la nave, y a Papá Moontree llamando por teléfono al capitán de viaje que estaba a cargo de la nave.

Su mente telepática captó la idea antes de que sus oídos interpretaran las palabras. El sonido siguió a la idea tal como el trueno sobre una playa sigue al relámpago que viene del mar.

—La sala de combate está lista. Listos para la planoforma.

4. El juego

A Underhill siempre le irritaba que Lady May experimentara las cosas antes que él.

Estaba preparado para el rápido y agrio escozor de la planoforma, pero captó las sensaciones de Lady May antes de que sus propios nervios registraran lo que sucedía.

La Tierra había quedado tan lejos que tanteó varios milisegundos antes de hallar el Sol en la esquina superior derecha y trasera de su mente telepática.

Un buen salto
, pensó.
Así llegaremos allá en cuatro o cinco etapas.

En aquel momento Lady May, a varios cientos de kilómetros de la nave, pensó:


¡Hombre cálido, generoso, gigantesco! ¡Compañero valiente, cordial, tierno y enorme! OH maravilloso contigo, contigo tan bueno, bueno, bueno, tibio, tibio, ahora a pelear, ahora a ir, bueno contigo...

Underhill sabía que ella no pensaba en palabras, que su propia mente recibía el claro y cordial chachareo del intelecto gatuno y lo traducía a imágenes que su propio pensamiento podía registrar y entender.

Pero ninguno de los dos estaba totalmente absorto en ese juego de saludos mutuos. Él indagaba mucho más allá del alcance de la percepción de Lady May para ver si había algo cerca de la nave. Resultaba raro que uno pudiera hacer dos cosas al mismo tiempo. Podía escrutar el espacio con la mente conectada al luminictor y también captar una divagación de Lady May, un pensamiento de amor y afecto acerca de un hijo que había tenido cara dorada y el pecho cubierto de un pelaje suave y blanco como edredón.

Aún estaba indagando cuando Lady May le advirtió:


¡Saltamos de nuevo!

Habían saltado, en efecto. La nave se había desplazado a una segunda planoforma. Las estrellas brillaban distintas. El Sol estaba a una distancia inconmensurable. Incluso las estrellas más cercanas quedaban lejos. Ésta era una comarca de dragones, un espacio abierto, hostil, vacío. Indagó más lejos, más deprisa, buscando la amenaza, listo para arrojar a Lady May contra el peligro donde lo encontrara.

El terror le ardió en la mente, claro y desgarrador como una herida física.

La niña llamada West había encontrado algo: algo inmenso, largo, negro, agudo, voraz, horrendo. La niña lanzó al Capitán Wow.

Underhill trató de conservar la mente despejada.


¡Cuidado!
—gritó telepáticamente a los demás, tratando de desplazar a Lady May.

En un rincón de la batalla, sintió el lascivo furor del Capitán Wow cuando el gato persa hizo detonar la luz al acercarse a la estría de polvo que amenazaba peligrosamente a la nave y al pasaje.

El rayo erró por poco.

El polvo se acható y dejó de ser un pez raya para transformarse en una lanza.

No habían transcurrido tres milisegundos.

Papá Moontree articulaba palabras humanas y decía en una voz que parecía miel vertiéndose de un jarra:

—C-a-p-i-t-á-n.

Underhill supo que la frase sería: «¡Capitán, dese prisa!»

La batalla estaría decidida antes de que Papá Moontree terminara de hablar.

Ahora, fracciones de milisegundo después, Lady May estaba en línea.

Aquí entraba en juego la destreza y velocidad de los compañeros. La gata podía reaccionar más rápidamente que un humano. Ella podía ver la amenaza como una inmensa rata que se le abalanzaba, podía disparar bombas de luz con mayor precisión.

Él estaba conectado con la mente de la gata, pero no podía seguirla.

La conciencia de Underhill absorbió la desgarrante herida infligida por el enemigo alienígena. No se parecía a ninguna herida de la Tierra: un dolor brutal y desbocado que empezaba como una quemadura en el ombligo. Se contorsionó en el asiento.

En realidad, aún no había atinado a mover un solo músculo cuando Lady May devolvió el golpe.

Cinco ardientes bombas fotonucleares atravesaron más de cien mil kilómetros.

El dolor desapareció de la mente y el cuerpo de Underhill.

Percibió una euforia feroz, terrible y primitiva en la mente de Lady May cuando la gata ultimó la presa. Los gatos siempre se desilusionaban al descubrir que el enemigo desaparecía en el momento de la destrucción.

Luego sintió el dolor de ella, el temor que los barría a ambos mientras la batalla empezaba y terminaba en un santiamén. En el mismo instante le asaltó el áspero y ácido retortijón de la planoforma.

La nave saltó a otra etapa.

Recibió el pensamiento de Woodley:


No te preocupes. Este viejo hijo de perra y yo nos haremos cargo.

De nuevo, dos veces, la sensación del salto.

Underhill no supo dónde estaba hasta que vio debajo las brillantes luces del puerto espacial de Caledonia.

Con una fatiga que casi trascendía los límites del pensamiento, volvió a proyectar la mente en el luminictor, acomodando el proyectil de Lady May en el tubo de lanzamiento.

Ella estaba medio muerta de cansancio, pero Underhill sintió los latidos de su corazón, escuchó sus jadeos y captó una nota de gratitud gatuna.

5. El resultado

Lo ingresaron en un hospital de Caledonia. El médico se mostró amable pero firme.

—Ese dragón le ha herido de veras. Nunca vi a nadie que escapara por tan poco. Todo ha sucedido tan rápido que tardaremos mucho en saber científicamente qué ocurrió, pero creo que si el contacto hubiera durado algunas décimas de milisegundo más, ahora iría camino del manicomio. ¿Qué clase de gato iba con usted?

Underhill sintió que las palabras le brotaban despacio. Las palabras le parecían torpes comparadas con la rapidez y la alegría del pensamiento transmitido mente a mente, con precisión y claridad. Pero sólo disponía de palabras ante gente común como ese médico.

Movió la boca pastosamente.

—No llame gatos a nuestros compañeros. El nombre correcto es compañeros. Pelean por nosotros en equipo. Usted debe de saber que los llamamos compañeros, no gatos. ¿Cómo está el mío?

—No lo sé —dijo contritamente el médico—. Lo averiguaremos. Entretanto, tómeselo con tranquilidad. Sólo el reposo lo ayudará. ¿Puede dormir, o prefiere que le administremos un sedante?

—Puedo dormir —afirmó Underhill—. Sólo quiero saber cómo está Lady May.

—¿No quiere saber cómo están las demás personas? —intervino la enfermera con cierta hostilidad.

—Están bien —respondió Underhill—. Lo sabía antes de entrar aquí.

Estiró los brazos, suspiró, sonrió. Vio que empezaban a relajarse y a tratarlo como una persona en vez de un paciente.

—Estoy bien —dijo—. Sólo quiero saber cuándo puedo ver a mi compañera.

Lo asaltó un nuevo pensamiento. Miró intensamente al médico.

—No la habrán enviado de vuelta a bordo de la nave, ¿verdad?

—Lo averiguaré enseguida —aseguró el médico. Estrujó afectuosamente el hombro de Underhill y salió del cuarto.

La enfermera apartó una servilleta de una copa de zumo de fruta helado.

Underhill intentó sonreírle. A esa muchacha le pasaba algo. Él hubiese preferido que se fuera. Antes ella había intentado ser cordial pero ahora se mostraba distante de nuevo.
Es un fastidio ser telépata
, pensó.
Sigues tratando de llegar aun cuando no logres un contacto.

De pronto la enfermera lo miró a los ojos.

—¡Bah, los luminictores! ¡Vosotros y esos malditos gatos vuestros!

Mientras ella salía, él penetró en su mente. Se vio a sí mismo: un héroe radiante, vestido con su suave uniforme de gamuza, la corona del luminictor brillando como antiguas joyas reales alrededor de su cabeza. Vio su propia cara, apuesta y viril, brillando en la mente de la enfermera. Se vio desde lejos, y descubrió que ella lo odiaba.

Ella lo odiaba en el fondo de la mente. Lo odiaba porque lo consideraba soberbio, extraño y superior, mejor y más bello que la gente como ella.

Dejó de atisbar la mente de la enfermera y enterró la cara en la almohada. Captó una imagen de Lady May.

Es una gata
—pensó—.
Eso es ella... ¡Una gata!

Pero su mente veía otra cosa: ágil más allá de todo sueño de velocidad, aguda, sagaz, increíblemente grácil, bella, callada y tierna.

¿Dónde iba a encontrar a una mujer que se le pareciera?

El abrasamiento del cerebro
1. Dolores OH

Os digo: es triste, más que triste, es pavoroso, porque resulta horrible ir al arriba-afuera, volar sin volar, moverse entre los astros como una polilla entre las hojas de una noche estival.

De todos los hombres que pilotaban las grandes naves de planoforma, ninguno fue más valiente ni más fuerte que el capitán Magno Taliano.

Los observadores habían desaparecido siglos atrás, y el efecto jonasoidal se había vuelto tan simple que para la mayoría de los pasajeros de las grandes naves atravesar los años-luz no resultaba más difícil que trasladarse de un cuarto al otro.

Para los pasajeros resultaba fácil.

Para la tripulación no.

Y menos aún para el capitán.

El capitán de una nave jonasoidal que emprendía un viaje interestelar era un hombre sometido a extrañas y abrumadoras tensiones.

El arte de vencer las complicaciones del espacio se parecía más al viaje por mares turbulentos de los antiguos días que a las travesías en velero que hombres legendarios realizaron otrora por aguas serenas.

Magno Taliano era capitán de viaje de la
Wu-Feinstein
, la mejor nave de su clase.

De él se decía: «Podría navegar a través del infierno con sólo los músculos del ojo izquierdo. Podría sondear el espacio directamente con el cerebro si le fallara el instrumental.»

La esposa del capitán era Dolores OH. El nombre era japonés, una nación de los antiguos días. Dolores OH había sido bella, tan hermosa que dejaba a los hombres sin respiración, volvía tontos a los sabios, arrojaba a los jóvenes a pesadillas de lascivia y deseo. Adondequiera que había ido, los hombres se habían peleado por ella.

Pero Dolores OH era orgullosa más allá de los límites normales del orgullo. Se negaba a someterse a un rejuvenecimiento común. Un terrible deseo de cien años o más debía de dominarla. Quizá se lo había dicho a sí misma, en la esperanza y el terror que provoca un espejo en una habitación silenciosa:

—Sin duda soy yo. Tiene que haber un
yo
más allá de la belleza de mi rostro, tiene que haber algo más que la delicada piel y los accidentales rasgos de mi barbilla y mis pómulos.

»¿Qué han amado los hombres sino a mí? ¿Podré averiguar alguna vez quién soy o qué soy sí no dejo que la belleza perezca y continúo viviendo, no importa la edad que me dé la carne?

Había conocido al capitán de viaje y se había casado con él, en un idilio que desató rumores en cuarenta planetas y dejó sin habla a la mitad de las líneas navieras.

Magno Taliano estaba en el principio de su carrera. El espacio es turbulento, os digo, turbulento como las aguas más huracanadas, plagado de peligros que sólo pueden superar los hombres más perspicaces, más rápidos y más audaces.

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