Los señores de la instrumentalidad (25 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
2.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

Veesey se había preguntado a veces cómo sería la muerte. Pensó:
Es esto.

Su cuerpo aún luchaba contra Talatashar en la cabina. El maniatado y amordazado Trece continuaba gruñendo. Veesey trató de arañar los ojos de Talatashar, pero al pensar en la muerte se sintió lejos. Muy lejos, dentro de sí misma.

En su propio interior, en donde nadie podía llegar, pasara lo que pasase.

Desde esa lejanía profunda pero cercana, le llegaron unas palabras:

Niña,

si un hombre te molesta,

piensa azul,

cuenta hasta dos y busca un zapato rojo.

Pensar azul no resultaba difícil. Sólo imaginó que las luces amarillas de la cabina se volvían azules. Contar «uno, dos» era lo más simple del mundo. Y aun mientras Talatashar intentaba cogerle la mano libre, logró recordar los bellos zapatos rojos que había visto en
Marcia y los hombres de la Luna
.

Las luces fluctuaron un instante y una voz profunda rugió desde el tablero de control.

—¡Emergencia, emergencia máxima! ¡Hay gente fuera de control!

Talatashar se sorprendió tanto que la soltó.

El tablero chillaba como una sirena. Era como si el ordenador sollozara.

Con una voz muy distinta de la que usaba en su furor apasionado y locuaz, Talatashar preguntó:

—Tu cubo. ¿No me deshice también de tu cubo?

Un golpe sonó en la pared. Un golpe desde un vacío de millones de kilómetros. Un golpe desde ninguna parte.

Una persona que nunca habían visto entró en la nave, atravesando la doble pared como si fuera un jirón de niebla.

Era un hombre. Un hombre maduro, de cara delgada, complexión robusta, vestido con una ropa muy anticuada. En el cinturón llevaba varias armas, y en la mano empuñaba un látigo.

El forastero le dijo a Talatashar:

—Desata a ese hombre.

Señaló a Trece con el mango del látigo.

Talatashar se repuso de la sorpresa.

—Eres el fantasma de un cubo. ¡No eres real!

El látigo siseó en el aire y dejó un largo cardenal rojo en la muñeca de Talatashar. Las gotas de sangre empezaron a flotar junto a él antes de que atinara a hablar.

Veesey no logró articular una palabra; se le iban la mente y el cuerpo.

Mientras caía al suelo, vio que Talatashar se sacudía, caminaba hacia Trece y empezaba a desatar los nudos.

Cuando Talatashar le quitó la mordaza, Trece le preguntó al forastero:

—¿Quién eres?

—No existo —dijo el forastero—, pero puedo mataros si lo deseo. Será mejor que ejecutéis mis órdenes. Escuchad con atención. Tú también —añadió volviéndose hacia Veesey—. Tú también escucha, pues tú me has llamado.

Los tres escucharon. Ya no tenían ganas de pelear. Trece se frotó las muñecas y sacudió las manos para estimular la circulación de la sangre.

El forastero se volvió con elegancia hacia Talatashar.

—Provengo del cubo de la joven. ¿Habéis visto cómo oscilaban las luces? Tigabelas dejó un cubo falso en su caja pero me ocultó en la nave. Cuando ella pensó las palabras clave, una fracción de microvoltio elevó la potencia de mis terminales. Estoy hecho del cerebro de un pequeño animal, pero poseo la personalidad y la fuerza de Tigabelas. Duraré mil millones de años. Cuando la corriente cobró plena potencia, me puse en funcionamiento como una distorsión de vuestras mentes. No existo —aclaró dirigiéndose a Talatashar—, pero si desenfundara mi pistola imaginaria y te disparara a la cabeza, mi control es tan poderoso que tu hueso obedecería mi orden. Se te abriría un boquete en la cabeza y por allí se te derramarían la sangre y los sesos, tal como ahora brota sangre de tu mano. Mírate la mano si quieres, y créeme.

Talatashar se negó a mirar.

El forastero continuó con voz firme:

—De mi pistola no saldría nada: ningún rayo, ninguna bala, ninguna descarga, nada. Pero tu carne me creería, aunque tus pensamientos se resistieran. Tu estructura ósea me creería, aunque tú pensaras lo contrario. Me estoy comunicando con cada célula de tu cuerpo, con todo lo que está vivo. Si pienso
bala
, tus huesos se abrirán en una herida imaginaria. Se te desgajará la piel, se te desparramarán los sesos. No ocurrirá mediante una fuerza física sino mediante una comunicación. Comunicación directa, idiota. Quizá no sea una violencia real, pero cumplirá igualmente con mi propósito. ¿Comprendes ahora? Mírate la muñeca.

Talatashar no le quitaba los ojos de encima.

—Te creo —dijo con voz extraña y fría—. Supongo que estoy loco. ¿Vas a matarme?

—No lo sé —respondió el forastero.

—Por favor —dijo Trece—, ¿eres una persona o una máquina?

—No lo sé —dijo el forastero.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Veesey—. ¿Te dieron un nombre cuando te hicieron para mandarte con nosotros?

—Mi nombre —contestó el forastero con una inclinaciones Sh'san.

—Me alegro de conocerte, Sh'san —saludó Trece, tendiéndole la mano.

Se dieron la mano.

—He sentido tu tacto —dijo Trece. Miró a los otros dos asombrado—. He sentido su tacto, lo he sentido. ¿Qué hacías en el espacio todo este tiempo?

El forastero sonrió.

—Tengo trabajo que hacer, no quiero hablar.

—¿Qué quieres que hagamos, ahora que mandas tú? —preguntó Talatashar.

—No mando yo —dijo Sh'san—, y vosotros haréis vuestro trabajo. ¿No es ésa la naturaleza de las personas?

—Pero, por favor... —suplicó Veesey.

El forastero desapareció y los tres quedaron nuevamente solos en la cabina. La mordaza y las ligaduras de Trece habían caído despacio hacia la alfombra, pero la sangre de Tala aún flotaba en el aire.

Talatashar habló con dificultad.

—Bien, ha terminado. ¿Diríais que yo estaba loco?

—¿Loco? —preguntó Veesey—. No conozco la palabra.

—Con lesiones mentales —explicó Trece. Se volvió a Talatashar para hablarle—. Creo que...

Lo interrumpió el tablero de control. Sonaron campanillas y se encendió un letrero. Todos lo vieron.
Se acercan visitantes
, decía el letrero.

La puerta del almacén se abrió y una bella mujer entró en la cabina. Los miró como si los conociera a todos. Veesey y Trece sintieron asombro y curiosidad, pero Talatashar se puso blanco.

V

Veesey vio que la mujer llevaba un vestido que había pasado de moda una generación atrás, una moda que entonces sólo se veía en las cajas narrativas. El vestido no tenía espalda.

La dama lucía un audaz diseño cosmético que se expandía desde la columna vertebral.

Por delante, el vestido colgaba de las acostumbradas piezas magnéticas insertadas en la zona grasa y chata del pecho, pero en este caso las piezas se situaban encima de las clavículas, de modo que el vestido se erguía con un aire de anticuado recato. Debajo de la caja torácica, otras piezas magnéticas sostenían la semifalda, que era muy amplia, en un ancho abanico de pliegues sueltos. La dama llevaba un collar y un brazalete de coral de otro mundo. Ni siquiera miró a Veesey. Caminó directamente hacia Talatashar y le habló con amor perentorio.

—Tala, sé bueno. Te has portado mal.

—Mamá —jadeó Talatashar—. ¡Mamá, tú estás muerta!

—No discutas conmigo —replicó ella—. Sé bueno. Cuida de esa niña. ¿Dónde está la niña? —Miró alrededor buscando a Veesey—. Esta niña —añadió—. Sé bueno, con
esta
niña. Arruinarás la vida de tu madre, romperás el corazón de tu madre, como hizo tu padre. No me obligues a decirlo dos veces.

Se inclinó para besarle la frente, y Veesey creyó ver por un instante que ambos lados de la cara del hombre eran igualmente deformes.

La dama se irguió, dio media vuelta, saludó cortésmente a Trece y Veesey, y regresó al almacén, cerrando la puerta.

Talatashar la siguió, abriendo la puerta y cerrándola de un golpe. Trece le gritó:

—No te quedes allí mucho rato. Te congelarás. —Y añadió, dirigiéndose a Veesey—. Esto lo ha hecho tu cubo. Ese Sh'san es el custodio más poderoso que he visto en mi vida. Tu guardia psicológico debía de ser un genio. ¿Sabes cuál es el problema de Talatashar? —Señaló la puerta cerrada—. Me lo contó una vez, muy por encima. Lo crió su madre. Nació en el cinturón de asteroides y ella no lo entregó.

—¿Su propia madre? —se extrañó Veesey.

—Sí, su madre genealógica —dijo Trece.

—¡Qué repugnante! —exclamó Veesey—. Nunca había oído algo parecido.

Talatashar regresó a la sala y no les dirigió la palabra.

La madre no volvió.

Pero Sh'san, el hombre eidético impreso en el cubo, continuó ejerciendo su autoridad sobre los tres.

Tres días después apareció Marcia, habló media hora con Vessey sobre sus aventuras con los hombres de la Luna, y desapareció. Cuando Marcia aparecía no fingía ser real. Era demasiado bonita para ser real. Una espesa melena amarilla coronaba una armoniosa cabeza; cejas oscuras enmarcaban unos ojos vividos y castaños; y su encantadora y picara sonrisa complacía a Veesey, Trece y Talatashar. Marcia admitió que era la heroína imaginaria de una serie dramática de las cajas narradoras. Talatashar se había aplacado por completo después de la aparición de Sh'san y su madre. Parecía ansioso por llegar al fondo de la cuestión. Intentó hacerlo interrogando a Marcia.

Ella respondió de buena gana.

—¿Qué eres? —preguntó Talatashar intrigado. La sonrisa afable del lado bueno de su cara parecía más temible que un gesto hostil.

—Soy una niña, tonto —respondió Marcia.

—Pero no eres real —insistió él.

—No —concedió Marcia—, pero ¿lo eres tú? Soltó una risa aniñada y feliz: la adolescente enredando al adulto desconcertado en su propia paradoja.

—Mira —razonó él—, ya sabes a qué me refiero. Sólo eres una imagen que Vessey vio en las cajas narradoras y has venido a darle zapatos rojos imaginarios.

—Si quieres, puedes tocar los zapatos cuando yo me voy —alegó Marcia.

—Eso sólo significa que el cubo los ha fabricado con algún elemento de esta nave —explicó triunfalmente Talatashar.

—¿Por qué no? —dijo Marcia—. No sé nada sobre naves. Supongo que tú sí.

—Pero aunque los zapatos sean reales, tú no lo eres —la acosó Talatashar—. ¿Adonde vas cuando nos «abandonas»?

—No sé —admitió Marcia—. He venido aquí a visitar a Veesey. Supongo que al irme estaré en el mismo sitio que antes de venir.

—¿Dónde es eso?

—En ninguna parte —respondió Marcia, con aspecto sólido y real.

—¿Ninguna parte? Entonces, ¿admites que no eres nada?

—Lo admitiré si quieres —concedió Marcia—, pero esta conversación no tiene ningún sentido. ¿Dónde estabas tú antes de estar aquí?

—¿Aquí? ¿Quieres decir en esta cabina? Estaba en la Tierra —respondió Talatashar.

—¿Dónde estabas antes de estar en este universo?

—No había nacido, así que no existía.

—Bien —concluyó Marcia—, lo mismo me ocurre a mí, sólo que es un poco diferente. Antes de existir, yo no existía. Cuando existo, estoy aquí. Soy un eco de la personalidad de Veesey y trato de ayudarla a recordar que es una joven bonita. Me siento tan real como tú. ¡Ya ves!

Marcia continuó hablando de sus aventuras con los hombres de la Luna. Veesey quedó fascinada al oír todas las cosas que habían tenido que suprimir en la versión proyectada de la caja. Cuando Marcia terminó, estrechó la mano de ambos hombres, besó a Veesey en la mejilla izquierda y atravesó el casco para salir al lacerante vacío del espacio, donde los negros romboides de las velas ocultaban parte de los cielos.

Talatashar descargó el puño en la. mano abierta.

—La ciencia ha ido demasiado lejos. Tantas precauciones nos matarán.

—¿Y tú qué habrías hecho? —ironizó Trece.

Talatashar cayó en un sombrío silencio.

Al cabo de diez días, las apariciones cesaron. El poder del cubo se concentró en una imagen. Al parecer, el cubo y los ordenadores de la nave habían intercambiado datos.

La persona que les visitó esta vez fue un capitán del espacio, canoso, arrugado, erguido, bronceado por la radiación de mil mundos.

—Sabéis quién soy —dijo.

—Sí, señor, un capitán —contestó Veesey.

—No te conozco —refunfuñó Talatashar—, y no estoy seguro de creer en ti.

—¿Se te ha curado la mano? —preguntó irónicamente el capitán.

Talatashar no replicó. El capitán exigió atención.

—Escuchad. No viviréis por vosotros mismos el tiempo suficiente para llegar a las estrellas con el curso actual. Quiero que Trece fije la macro cronografía en intervalos de noventa y cinco años, y que os asigne turnos de vigilancia de cinco años, con dos de vosotros por turno. Eso bastará para orientar las velas, evitar que se enreden las líneas de las cápsulas y enviar señales. Esta nave debería tener un navegante, pero no disponemos del equipo necesario para convertir a ninguno de vosotros en navegante, así que utilizaremos los controles robot mientras los tres descansáis en vuestra congelación. Vuestro navegante murió de un coágulo y los robots lo sacaron de la cabina antes de despertaros...

Trece hizo una mueca.

—Creí que se había suicidado.

—En absoluto —dijo el capitán—. Escuchad. Llegaréis en tres períodos de sueño si obedecéis mis órdenes. De lo contrario, no llegaréis nunca.

—No me importa por mí —intervino Talatashar—, pero esta niña tiene que llegar a Wereid Schemering con vida. Una de vuestras malditas apariciones me dijo que cuidara de ella, pero la idea me parece buena de todos modos.

—A mí también —dijo Trece—, No advertí que era apenas una niña hasta que la vi hablando con la otra niña, Marcia. Tal vez un día yo tenga una hija como ella.

El capitán sólo respondió con la plena y feliz sonrisa de un hombre viejo y sabio.

Una hora después habían terminado de comprobar la nave. Los tres estaban preparados para acostarse. El capitán se dispuso a despedirse.

—No puedo evitar preguntarlo —dijo Talatashar—, ¿quién eres?

—Un capitán —respondió el capitán.

—Ya sabes a qué me refiero —insinuó Tala fatigosamente. El capitán pareció mirar en su propio interior.

—Soy una personalidad artificial y provisional creada a partir de vuestras mentes por la personalidad que llamáis Sh'san. Sh'san está en la nave, pero escondido, para que no le causéis daño. Sh'san lleva grabada la personalidad de un hombre verdadero llamado Tigabelas. Sh'san también lleva la grabación de cinco o seis buenos oficiales del espacio, por si se necesitaban sus aptitudes. Una pequeña cantidad de electricidad estática lo mantiene alerta; cuando Sh'san está en la posición adecuada, un mecanismo activador le permite tomar más corriente del suministro de la nave.

Other books

ATONEMENT by S. W. Frank
A Dark Autumn by Rufty, Kristopher
Murder in the Forum by Rosemary Rowe
Sandra Hill - [Vikings I 03] by The Tarnished Lady
First Night by Leah Braemel
In the Garden of Temptation by Cynthia Wicklund
Saving Grace by Christine Zolendz