Los señores de la instrumentalidad (41 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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El cuerpo era en verdad suntuoso. Debía de haber costado la tarifa de cuarenta o cincuenta aterrizajes en el planeta. La forma humana estaba imitada a la perfección. Los labios se movían sobre dientes genuinos; las palabras se formaban en la garganta, el paladar, la lengua, los dientes y los labios; no en un micrófono implantado en la cabeza. El cuerpo era una auténtica pieza de museo. Quizá fuera una copia exacta de la misma dama Pane Ashash cuando vivía. El efecto de sus sonrisas era indescriptiblemente seductor. La dama vestía el atuendo de una época pasada, un imponente vestido de tela gruesa y azul, orlado en el ruedo, la cintura y el corpiño. Llevaba el cabello recogido y adornado con peinetas enjoyadas. Parecía muy natural, pero tenía polvo en un costado.

El robot sonrió.

—Soy anticuado. Ha transcurrido mucho tiempo desde que fui yo. Pero he pensado, querida, que te resultaría más fácil hablar con este viejo cuerpo y no con la ventana...

Elena asintió en silencio.

—¿Sabes que esto no soy yo? —chilló el cuerpo.

Elena meneó la cabeza. No lo sabía; tenía la impresión de no saber nada en absoluto.

La dama Pane Ashash la miró intensamente.

—Esto no soy yo. Es un cuerpo robotizado. Me miras como si fuera una persona verdadera. Y yo tampoco soy yo. A veces duele. ¿Sabes que una máquina puede producir dolor? Yo puedo. Pero... no soy
yo.

—¿Quién eres? —preguntó Elena a la bonita mujer.

—Antes de morir fui la dama Pane Ashash, como ya te he dicho. Ahora soy una máquina, y una parte de tu destino. Nos ayudaremos mutuamente para cambiar el destino de muchos mundos, también quizá para devolver la humanidad a los seres humanos.

Elena la miró perpleja. Éste no era un robot común. Parecía una persona verdadera
y
hablaba con cálida autoridad. Y esta cosa, fuera lo que fuese, parecía saber mucho sobre ella. Nadie más le había demostrado afecto. Las cuidadoras del hogar infantil de la Tierra habían dicho «otra niña bruja, y muy bonita; no causan problemas», y habían dejado que continuara su vida.

Al fin Elena se atrevió a contemplar la cara que no era una cara. El encanto, el humor, la expresividad aún estaban allí.

—¿Qué... qué... —tartamudeó Elena—, qué hago ahora?

—Nada —contestó la difunta dama Pane Ashash—, excepto encontrar tu destino.

—¿Te refieres a mi amante?

—¡Qué impaciente! —rió muy humanamente la grabación de la dama muerta—. Cuánta prisa. El amante primero y el destino después. Yo también era así a tu edad.

—Pero, ¿qué hago? —insistió Elena.

Ya había anochecido del todo. Las luces centelleaban en las calles desiertas y sucias. Algunas puertas, todas las cuales quedaban a cierta distancia, estaban iluminadas por rectángulos de luz o sombra: luz si estaban lejos de los faroles de la calle, de modo que las luces del interior irradiaban brillo; sombra si estaban tan cerca de las luces grandes que cortaban el resplandor.

—Atraviesa esa puerta —indicó la simpática mujer.

Pero señaló la blancura difusa de una pared. No había ninguna puerta.

—No hay ninguna puerta —observó Elena.

—Si hubiera una puerta —dijo la dama Pane Ashash— no necesitarías que yo te dijera que la atravieses. Pero, efectivamente, me necesitas.

—¿Por qué?

—Porque te he esperado cientos de años.

—¡Esa no es una respuesta! —exclamó Elena.

—Sí lo es —sonrió la mujer, y su falta de hostilidad no era la habitual en un robot. Era la amabilidad y el aplomo de un ser humano maduro. Miró a Elena a los ojos y murmuró con énfasis—: Lo sé porque lo sé. No porque esté muerta, pues eso ya no importa, sino porque soy una máquina muy antigua. Entrarás en el Pasillo Marrón y Amarillo y pensarás en tu amante, y cumplirás tu misión, y los hombres te perseguirán. Pero todo terminará felizmente. ¿Comprendes?

—No —dijo Elena—, no comprendo. —Pero tendió la mano a la dulce anciana y la dama la cogió. El contacto era cálido y muy humano.

—No tienes que comprender, tan sólo hacerlo. Y sé que lo harás. Así que en marcha.

Elena trató de sonreírle, pero se sentía turbada, más preocupada que nunca antes. Algo real le estaba ocurriendo, algo individual, por fin.

—¿Cómo atravesaré la puerta?

—Yo la abriré —sonrió la dama Pane Ashash, soltando la mano de Elena—, y conocerás a tu amante cuando él te cante el poema.

—¿Qué poema? —preguntó Elena, tratando de ganar tiempo, asustada de una puerta que ni siquiera existía.

—Empieza así: «Te conocí y te amé, y te conquisté, en Kalma...» Lo reconocerás. Entra. Al principio te molestará, pero cuando conozcas al Cazador todo será diferente.

—¿Has entrado alguna vez ahí?

—Claro que no —respondió la simpática dama—. Yo soy una máquina. Ese lugar está herméticamente cerrado. Nadie puede penetrarlo con la vista, el oído, el pensamiento ni el habla. Es un refugio que ha quedado de las antiguas guerras, cuando el menor indicio de pensamiento habría destruido todo el lugar. Por eso lo construyó el señor Englok, mucho antes de mis tiempos. Pero tú puedes entrar. Y entrarás. Aquí está la puerta.

La dama robot no esperó más. Le dirigió una extraña sonrisa, en parte de orgullo y en parte de disculpa. Sus firmes dedos apretaron el codo izquierdo de Elena. Avanzaron unos pasos hacia la pared.

—Aquí está —señaló la dama Pane Ashash, y empujó.

Elena se asustó cuando se vio empujada contra la pared.

Antes de darse cuenta, la había atravesado. Varios olores la sacudieron como un rugido de batalla. El aire estaba caliente. La luz era opaca. Parecía una reproducción del Planeta del Dolor, perdido en alguna parte del espacio. Los poetas luego intentaron describir a Elena ante la puerta con un poema que comienza:

Los había pardos y azules

y blancos y más blancos

en la. oculta y prohibida

ciudad baja de Clown Town.

Los había feos y más feos

en el Pasillo Marrón y Amarillo.

La verdad fue mucho más simple.

Había nacido bruja y la habían educado como a una bruja, y captó la verdad al instante. Todas las personas que tenía ante ella estaban enfermas. Necesitaban ayuda. Necesitaban a Elena.

Pero era una broma a costa de Elena, pues no podía ayudar a nadie. Ninguna de ellas era una persona real. Eran sólo animales, bestias con forma humana. Subgente. Escoria.

Y ella estaba condicionada hasta la médula para no ayudarlos.

No supo por qué los músculos de sus piernas la obligaron a avanzar, pero lo hizo.

Hay muchos cuadros de esa escena.

La dama Pane Ashash, a quien había conocido sólo momentos antes, parecía parte de un pasado remoto. Y la ciudad de Kalma, la ciudad nueva, que quedaba diez pisos más arriba, parecía como si nunca hubiese existido. Esto sí era real.

Miró a las subpersonas.

Y esta vez, por primera vez en su vida, le devolvieron la mirada. Nunca había visto nada igual.

No la intimidaban; la sorprendían. Elena pensó que el miedo vendría después. Pronto, quizá, pero no en aquel lugar ni en aquel momento.

4

Una criatura que parecía una mujer madura se le acercó y le dijo:

—¿Eres la muerte?

—¿La muerte? —respondió la sorprendida Elena—. ¿Qué quieres decir? Soy Elena.

—¡Al diablo con eso! —soltó la mujer-animal—. ¿Eres la muerte?

Elena no conocía la palabra «diablo» pero estaba segura de que «muerte», incluso para esas criaturas, significaba simplemente «fin de la vida».

—Claro que no —respondió Elena—. Soy sólo una persona. Una bruja, como diría la gente normal. No tenemos nada que ver con las subpersonas. Nada que ver.

Elena advirtió que la mujer-animal llevaba un aparatoso peinado de pelo castaño, suave y pegajoso, tenía la cara enrojecida por el sudor y los dientes torcidos, que se le veían cuando entreabría la boca.

—Todos dicen lo mismo. No saben que son la muerte. ¿Cómo crees que morimos? Cuando enviáis robots contaminados por enfermedades. Todos morimos cuando lo hacéis, y luego más subpersonas vuelven a encontrar este lugar y se refugian aquí, y viven algunas generaciones hasta que las máquinas de la muerte, cosas como tú, recorren la ciudad y nos matan a todos de nuevo. Esto es Clown Town, el lugar del subpueblo. ¿No lo has oído nombrar?

Elena intentó pasar de largo, pero la mujer-animal le aferró el brazo. Esto no pudo haber ocurrido antes en toda la historia del mundo: ¡una subpersona cogiendo a una persona verdadera!

—¡Suéltame! —gritó Elena.

La mujer-animal le soltó el brazo y se puso frente a los demás.

Su voz había cambiado.

Ya no era estridente e histérica, sino tranquila y sorprendida.

—No sé. Quizá sea una persona verdadera. ¿No os parece una broma? Se ha extraviado y ha llegado aquí. O quizá sea la muerte. No sé. ¿Qué opinas, Charley-cariño-mío?

El hombre a quien le hablaba se adelantó. Elena pensó que en otro tiempo y en otro lugar ese subhombre hubiera podido pasar por un ser humano atractivo. Un gesto inteligente y alerta le iluminaba la cara. Contempló a Elena como si jamás la hubiera visto, pues, en efecto, jamás la había visto; pero la observó con ojos tan agudos e intensos que se sintió inquieta. Luego el subhombre habló con voz enérgica, aguda, clara y amistosa; en ese lugar trágico, era la caricatura de una voz, como si hubieran programado el habla del animal a partir de un humano, persuasivo por profesión, como los que se veían en las cajas narradoras emitiendo mensajes que no eran buenos ni importantes, sino meramente ocurrentes. Su propia hermosura era una deformidad. Elena se preguntó si sería de origen caprino.

—Bienvenida, joven dama —saludó Charley-cariño-mío—. Ahora que estás aquí, ¿cómo vas a salir? Si le diésemos vueltas a su cabeza, Mabel —le dijo a la submujer que había recibido a Elena—, si le diésemos ocho o diez vueltas, se saldría. Entonces podríamos vivir unas semanas o meses más antes de que nuestros señores y creadores nos hallaran y nos mataran a todos. ¿Qué dices, joven dama? ¿Debemos matarte?

—¿Matarme? ¿Hablas de finalizar la vida? No podéis. Va contra la ley. Ni siquiera la Instrumentalidad puede hacerlo sin un juicio previo. No podéis. Sois sólo subgente.

—Pero moriremos si sales por esa puerta —objetó Charley-cariño-mío, dirigiéndole su inteligente sonrisa—. La policía leerá en tu mente acerca del Pasillo Marrón y Amarillo, y nos rociará con veneno o nos pulverizará con enfermedades que nos matarán a nosotros y a nuestros hijos.

Elena lo miró a los ojos.

La apasionada ira no le alteraba la sonrisa ni el tono persuasivo, pero los músculos de los ojos y la frente revelaban la gran tensión. El resultado era una expresión que Elena nunca había visto, una especie de autodominio que superaba los límites de la demencia.

Él también la miró.

Elena no sentía miedo. La subgente no podía torcer el cuello a las personas verdaderas; iba contra todas las normas.

Un pensamiento la asaltó. Tal vez esas normas no tuvieran vigencia en aquel lugar, donde animales ilegales esperaban sin remisión una muerte repentina. El ser que tenía frente a ella era lo bastante fuerte como para torcerle la cabeza diez veces en uno u otro sentido. Por sus lecciones de anatomía, sabía que la cabeza se separaría en algún momento. Elena examinó al subhombre con interés. El condicionamiento le había eliminado los miedos animales, pero descubrió que sentía una extrema repugnancia por la finalización de la vida en circunstancias accidentales. Quizá su educación de «bruja» ayudara. Trató de fingir que él era un hombre verdadero. Llegó al diagnóstico «hipertensión: agresión crónica, ahora frustrada, que conduce a estímulos excesivos y neurosis; mala nutrición, probable trastorno hormonal».

Trató de hablar con una nueva voz.

—Soy más pequeña que tú —señaló—, y puedes «matarme» tanto ahora como más tarde. Será mejor que nos conozcamos. Soy Elena, me han enviado aquí desde la Cuna del Hombre.

El efecto fue espectacular.

Charley-cariño-mío retrocedió. Mabel abrió la boca. Los otros la miraron perplejos. Un par de ellos, más rápidos que los demás, empezaron a cuchichear.

Al fin Charley-cariño-mío habló.

—Bienvenida, mi señora. ¿Te puedo llamar así? —supongo que no— Bienvenida, Elena. Somos tu pueblo. Haremos lo que tú digas. Claro que has logrado entrar. La dama Pane Ashash te ha enviado. Durante cien años nos ha dicho que alguien vendría de la Tierra, una persona verdadera con un nombre animal, sin número, y que una niña llamada P'Juana debía estar preparada para recoger los hilos del destino. Por favor, siéntate. ¿Quieres un poco de agua? No tenemos vasos limpios aquí. Todos somos subpersonas y hemos usado cuanto tenemos, de forma que está contaminado para una persona verdadera. —Un pensamiento le asaltó—. Bebé-bebé, ¿tienes en el horno una taza nueva? —Por lo visto vio que alguien asentía, porque continuó hablando—. Sácala, pues, para nuestra invitada, con pinzas. Con unas pinzas nuevas. No la toques. Llénala de agua en la pequeña cascada. Así nuestra huésped podrá beber agua no contaminada. Agua limpia.

Su hospitalidad era tan ridícula como genuina. Elena no se vio con valor para rechazar el agua.

Elena esperó. Ellos esperaron.

Los ojos de la bruja se habían acostumbrado a la oscuridad. Veía que el pasillo principal estaba pintado de un amarillo manchado y desleído, con un marrón claro haciendo contraste. Se preguntó qué mente humana habría escogido una combinación tan inarmónica. Parecía haber pasillos transversales; al menos vio arcadas iluminadas más allá, y gente que salía ágilmente de ellas. Nadie podía salir ágilmente de un nicho angosto, así que esas arcadas debían de conducir a alguna parte.

También pudo ver a las subpersonas. No se diferenciaban mucho de las personas normales. Algunos individuos revertían a su animalidad: un hombre-caballo cuyo hocico había recobrado el tamaño ancestral, una mujer-rata con rasgos humanos normales salvo por unos bigotes blancos que parecían de nailon, doce o catorce a cada lado de la cara, de veinte centímetros de largo. Había una joven y hermosa mujer que se parecía mucho a una persona, y estaba sentada en un banco a ocho o diez metros, sin prestar atención a la multitud, a Mabel, a Charley-cariño-mío ni a Elena.

—¿Quién es? —preguntó Elena, señalándola con la cabeza.

Mabel, aliviada de la tensión que había sufrido al preguntar a Elena si era la muerte, respondió con una cordialidad que resultaba chocante en aquel ámbito:

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