Los señores de la instrumentalidad (13 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Todos los mundos saben ahora cómo se ejecutó el plan. Fue tal como el Oso había previsto. Los sedientos funcionarios de los Jwindz, después de haber ingerido alimentos excesivamente salados, bebieron con avidez el agua del
cenote
y pronto fueron drogados. No opusieron ninguna resistencia a los rebeldes, que pronto abandonaron el refugio de los árboles luchadores.

Joachim estaba triste.

—Uno de mis hermanos se había unido a ellos —se lamentó. Laird lo consoló apoyándole un brazo en el hombro.

—Bien, sólo está bajo los efectos de las drogas. Quizá podamos ayudarlo cuando se recobre.

—Quizá, pero viola todos mis principios.

—No seas tan intransigente, Joachim. Está bien tener principios, pero existe algo llamado rehabilitación.

Y así fue como se fundó la Instrumentalidad de lo Humano. Con el tiempo gobernaría muchos mundos. Juli, en calidad de Vomacht, llegó a ser una de las primeras Damas de la Instrumentalidad. Laird, siendo su esposo, se convirtió en uno de los primeros Señores.

Juli vivió lo suficiente para ver cómo algunos de sus descendientes llegaban a contarse entre los primeros observadores del espacio. Estaba muy orgullosa, y muy vieja. Laird, desde luego, continuaba tan joven como siempre. Todos los amigos que ella tenía entre las personas derivadas de animales habían muerto hacía tiempo. Los echaba de menos, aunque Laird le era siempre fiel.

Al fin, tan vieja que le costaba moverse, Juli llamó a Laird. Le miró el bello rostro y le dijo:

—Querido mío, me has hecho muy feliz, tanto como a Carlotta. Pero ahora estoy vieja y creo que ha llegado mi hora. Tú aún eres joven y vigoroso. Ojalá pudiera someterme al rejuvenecimiento, pero no puedo, así que he decidido que deberíamos traer a Karla.

Él respondió tan deprisa que en cierto modo hirió los sentimientos de Juli.

—Sí, creo que deberíamos traer a Karla. Se apartó de ella un instante.

—Sé que la harás muy feliz y la amarás mucho —comentó ella al borde de las lágrimas.

Él guardó silencio un segundo antes de volverse hacia ella. De pronto Juli descubrió arrugas en la cara de su esposo, arrugas que nunca le había visto.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó.

—Mi querida y mi último amor —dijo Laird—. No soportaría perderte por segunda vez. He pedido al médico sustancias para contrarrestar el rejuvenecimiento. Dentro de una hora seré tan viejo como tú. Nos iremos juntos. En alguna parte nos reuniremos con Carlotta y los tres nos cogeremos de la mano entre las estrellas. Karla encontrará su propio hombre y su propio destino.

Se sentaron juntos a contemplar el descenso de la nave espacial de Karla.

Los observadores viven en vano

Martel estaba furioso. Ni siquiera se ajustó la sangre contra la furia. Atravesó la habitación con paso enérgico, sin mirar. Cuando descubrió que la mesa caía al suelo, y notó por la expresión de Lucí que había causado un gran estrépito, miró hacia abajo para comprobar si tenía la pierna rota. No era así. Observador hasta la médula, se observó a sí mismo en un acto reflejo y automático. El inventario incluyó las piernas, el abdomen, la caja torácica de instrumentos, las manos, los brazos, la cara y la espalda en el espejo. Al concluir, Martel se sumió de nuevo en la ira. Habló con la voz, aunque sabía que lucí odiaba esos trompetazos y prefería que él escribiera.

—Te digo que he de entrar en
cranch.
Lo necesito. Esto es asunto mío, ¿verdad?

Cuando Lucí respondió, Martel sólo vio unas pocas palabras al leerle los labios:

—Querido... eres mi esposo... derecho a quererte... peligroso... hacerlo... peligroso... espera...

Martel se situó frente a ella pero emitió sonidos articulados, dejando que los trompetazos la lastimaran de nuevo:

—Te digo que entraré en
cranch.

Al ver la expresión de Lucí, Martel se entristeció y se enterneció:

—¿No comprendes lo que significa para mí? Salir de esta horrible prisión, de mi propia cabeza... Ser de nuevo un hombre, oír tu voz, oler el humo... Sentir otra vez, notar los pies en el suelo, percibir el aire en la cara... ¿No comprendes lo que esto significa?

La ansiosa aprensión de Lucí lo volvió a sacar de quicio. Leyó sólo unas palabras en los labios de ella:

—Te amo... tu propio bien... por supuesto deseo que seas humano... no entiendes... tu propio bien... demasiado... dijo... dijeron...

Al protestar, Martel notó que la voz sonaba de forma particularmente desagradable. Supo que el sonido hería a Lucí tanto como las palabras:

—¿Crees que yo quería que te casaras con un observador? ¿No te dije que éramos casi tan despreciables como los hábermans? Estamos muertos. Tenemos que estar muertos. De lo contrario no podríamos ir arriba-afuera. ¿Imaginas lo que es el espacio vacío? Te lo advertí. Pero te casaste conmigo. Bien, te casaste con un hombre. Pues déjame ser un hombre. Déjame oír tu voz, percibir el calor de estar vivo, de ser humano. ¡Déjame!

Al ver el afligido gesto de asentimiento de Lucí, Martel supo que había ganado la discusión. No volvió a usar la voz. En cambio, levantó la tablilla que le colgaba del pecho. Usando la afilada uña del dedo índice de la mano derecha —la uña parlante del observador—, escribió con letra rápida y clara:
Pr fvr, qurd, ¿dónd stá I Imbr d crnch?

Lucí sacó el largo alambre recubierto de oro del bolsillo del delantal. Dejó caer la esfera inductora en el suelo alfombrado. Rápida y dócilmente, como buena esposa de observador, enrolló el alambre alrededor de la cabeza de Martel, y luego en espiral alrededor del cuello y el pecho. Evitó tocar los instrumentos del pecho. También evitó las cicatrices que rodeaban los instrumentos, el estigma propio de los hombres que habían ido arriba y se habían internado afuera. Mecánicamente, Martel levantó un pie para que Lucí deslizara el alambre por debajo. lucí lo tensó y lo conectó al tablero, junto al lector cardíaco de Martel. Lo ayudó a sentarse, le colocó bien las manos y le apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Luego lo miró de frente para que Marte! pudiera leerle los labios. Lucí se había tranquilizado.

Se arrodilló, abrió la esfera del otro extremo del alambre y se puso de pie de espaldas a Martel. Éste observó la postura de lucí y no vio sino pena, algo que sólo un observador podía notar. Lucí habló: él vio que movía los músculos del pecho. Ella cayó en la cuenta de que Martel no le veía la cara y entonces se volvió.

—¿Listo?

Martel sonrió un
sí.

Lucí le dio la espalda otra vez. (No soportaba verlo ir bajo el alambre) Lanzó la esfera al aire. El campo magnético la atrapó y la esfera quedó flotando. De pronto refulgió. Eso fue todo. Todo, menos el rojo, repentino y pestilente rugido de la vuelta a los sentidos. La vuelta a través del espantoso umbral del dolor.

Cuando Martel despertó bajo el alambre, no tuvo la sensación de
cranch.
Aunque era el segundo
cranch
de esa semana, se encontraba bien. Estaba recostado en la silla. Sus oídos absorbieron el roce del aire con los objetos del cuarto. Percibió la respiración de Lucí en la otra habitación, donde estaba colgando el alambre para que se enfriara. Olió los mil y un olores que flotaban en todo el cuarto: la cortante frescura del quemador de gérmenes, el dejo agridulce del humectante, los aromas de la reciente cena, el olor de la ropa, los muebles, las personas. Todo era puro deleite. Cantó una o dos frases de su canción favorita:

Brindo por el háberman, ¡arriba-afuera! ¡Arriba, oh, y afuera, oh! ¡arriba-afuera!

Martel oyó que Lucí reía en el otro cuarto. Escuchó embelesado el susurro del vestido mientras ella se acercaba corriendo a la puerta.

Lucí lo miró con una sonrisita picara.

—Tienes buen aspecto. ¿Estás bien? ¿De verdad? A pesar de la exuberancia sensitiva, Martel observó. Realizó un inventario relámpago que constituía su habilidad profesional. Sus ojos recorrieron los informes del instrumental. Todo estaba en orden, menos la compresión nerviosa que vacilaba al borde de
Peligro.
Pero Martel no podía preocuparse por la caja de los nervios. Las alteraciones eran frecuentes con el
cranch
. Era imposible pasar bajo el alambre sin que dejara un rastro en la caja de los nervios. Algún día la caja pasaría a
Sobrecarga
y bajaría a
Muerto.
Así era como terminaba un háberman. No se podía tener todo. Los que iban arriba-afuera tenían que pagar el precio del espacio.

¡Pero más le valía preocuparse! Era un observador. Un buen observador, y lo sabía. Si él no podía observarse, ¿quién podría? El
cranch
no era tan peligroso. Peligroso sí, pero no tanto.

Lucí le acarició el cabello como si le hubiera leído los pensamientos en vez de sólo seguirlos:

—¡Pero tú sabes que no debiste hacerlo! ¡No debiste!

—¡Sin embargo, lo hice! —sonrió Martel. Con una alegría forzada, Lucí propuso:

—Vamos, querido, pasemos un buen rato. Tengo la nevera llena con lo que más te gusta. Y dos nuevos registros de olores. Yo misma los he probado, y aun a mí me han gustado. Y tú me conoces...

—¿Cuáles?

—¿Cuáles qué, querido?

Martel posó la mano en el hombro de Lucí mientras salía cojeando del cuarto. (Cada vez que volvía a sentir el suelo bajo los pies, el aire contra la cara, se notaba aturdido y torpe. Como si el
cranch
fuese real, y ser un háberman se convirtiera en una pesadilla. Pero él
era
un háberman, y un observador.)

—Ya sabes, Lucí.... los olores que tienes. ¿Cuál de los olores del registro te gustó?

—Bien —respondió Lucí, reflexionando—, había unas costillas de cordero que eran de lo más extraño...

—¿Qué son costillas-de-cordero?

—Espera a olerías. Luego adivina. Sólo te diré una cosa. Es un olor de hace cientos de años. Lo descubrieron en los viejos libros.

—¿Una costilla-de-cordero es una Bestia?

—No te lo diré. Tendrás que esperar. —Lucí se rió mientras lo ayudaba a sentarse y le servía los platos de sabores. Martel quería evocar la cena primero, probando todas las cosas buenas que había comido, saboreándolas con los labios y la lengua ahora vivos.

Cuando lucí encontró el alambre de música y lanzó hacia arriba la esfera del extremo al campo magnético, Martel le recordó los nuevos olores. lucí sacó los largos registros de cristal y puso el primero en un transmisor.

—¡Huele!

Un aroma raro, intimidatorio y excitante, invadió el cuarto. No se parecía a nada de este mundo, ni a nada de arriba-afuera. Sin embargo, resultaba familiar. A Martel se le hizo agua la boca. El pulso se le aceleró, observó la caja del corazón. (En efecto, latía más deprisa.) Pero ¿qué era ese olor? En una mueca de perplejidad, cogió las manos de Lucí, la miró a los ojos y gruñó:

—¡Dímelo, querida! ¡Dímelo o te como!

—¡Acertaste!

—¿Qué?

—Acertaste. Es lógico que te diera ganas de comerme. Es carne.

—¿Carne? ¿Quién?

—No es una persona —dijo Lucí, con aire de suficiencia—, es una Bestia. Una Bestia que la gente comía en otro tiempo. Un cordero es una oveja pequeña... Has visto ovejas en el Yermo, ¿verdad? Una costilla es una parte del medio... ¡de aquí! —lucí se señaló el pecho.

Martel no la oyó. Todas sus cajas se habían puesto en situación de
Alarma
algunas en
Peligro.
Luchó contra el rugido de su mente, que le excitaba el cuerpo en exceso. Qué fácil era ser observador cuando uno estaba fuera del propio cuerpo, a lo háberman, y lo contemplaba sólo con los ojos. Entonces resultaba fácil de manejar, de dominarlo fríamente, aun en el persistente sufrimiento del espacio. ¡Pero advertir que uno
era
un cuerpo, que esta circunstancia prevalecía, que la mente podía golpear la carne y llenarla de pánico rugiente! Eso era malo. Trató de recordar los días en que aún no había entrado en el aparato de Haberman, antes que lo cortaran en pedazos para el arriba-afuera. ¿Había estado siempre sujeto a ese torrente de emociones que iban de la mente al cuerpo y del cuerpo a la mente, confundiéndolo tanto que le impedían observarse? Pero entonces aún no era un observador.

De pronto supo el porqué de la
Alarma
. Lo supo entre los rugidos de sus propias palpitaciones. En la pesadilla del arriba-afuera había sentido ese olor, mientras la nave ardía frente a Venus y los hábermans luchaban contra el metal derretido con las manos desnudas. Martel había observado entonces:

Todos estaban en
Peligro.
Las cajas torácicas subían a
Sobrecarga
y bajaban a
Muerto
mientras él iba de hombre en hombre, apartando los cadáveres amontonados y tratando de observar a cada uno, asegurando tornillos en piernas rotas, abriendo la válvula de sueño en hombres cuyos instrumentos rozaban peligrosamente el límite de
Sobrecarga
. Entre hombres que trataban de trabajar y lo maldecían por ser observador, mientras se empeñaba en cumplir su misión con celo profesional y mantenerlos vivos en el gran dolor del espacio, Martel había percibido ese olor. El olor había atravesado los nervios reconstruidos, los cortes de háberman, todas las defensas de la disciplina física y mental. Justo en la hora más espantosa de la tragedia, Martel había olido. Recordó que era como un mal
cranch
asociado con la furia y la pesadilla que lo rodeaban. Incluso había interrumpido el trabajo para observarse, temiendo la aparición del primer efecto, que atravesaría todos los cortes de háberman para destruirlo con el dolor del espacio. Pero se había salvado. El instrumental se mantuvo en
Peligro
, sin acercarse a
Sobrecarga
. Había cumplido su misión, y había recibido elogios. Incluso olvidó la nave en llamas.

Todo menos el olor.

Y ese olor regresaba, el olor de carne-con-fuego...

Lucí lo miró con una preocupación de esposa. Sin duda pensaba que Martel había abusado del
cranch
y que estaba volviendo a ser háberman. Trató de aparentar buen humor.

—Te convendría descansar, mi vida.

—Apaga... ese... olor... —susurró Martel. Lucí no discutió. Apagó el transmisor. Incluso fue a subir los controles del cuarto hasta que una suave brisa empujó los olores hacia el techo.

Martel se incorporó, cansado y rígido. (Los instrumentos indicaban normalidad, excepto en los rápidos latidos del corazón y algunos nervios que se situaban al borde de
Peligro.)

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