Los señores de la instrumentalidad (15 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
2.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nadie lo sabe. Nadie lo sabe.

—Nadie lo sabrá nunca. Hay demasiadas variables. ¿Cómo conocemos el primer efecto?

—Por el gran dolor del espacio —respondió el coro.

—¿Y por qué otro indicio?

—Por la necesidad, oh, por la necesidad de la muerte.

—¿Y quién acabó con la necesidad de la muerte? —inquirió Vomact.

—Henry Haberman conquistó el primer efecto, en el año 83 del Espacio.

—¿Cómo, observadores?

—Hizo los hábermans.

—¿Cómo, observadores, se hacen los hábermans?

—Con los cortes. Los cortes aíslan el cerebro del corazón, de los pulmones. Aíslan el cerebro de los oídos, de la nariz. Aíslan el cerebro de la boca, del vientre. Aíslan el cerebro del deseo y del dolor. Aíslan el cerebro del mundo. Menos los ojos. Menos el control de la carne viva.

—¿Y cómo, observadores, se controla la carne?

—Con las cajas insertas en la carne, los tableros del pecho, las señales que gobiernan el cuerpo, las señales que proporcionan vida al cuerpo.

—¿Cómo vive un háberman?

—El háberman vive gracias al control de las cajas.

—¿De dónde vienen los hábermans?

Martel sintió la respuesta como un gran rugido de voces cascadas resonando en la sala mientras los observadores, que al mismo tiempo eran hábermans, añadían sonido a los movimientos de los labios.

—Los hábermans son la escoria de la humanidad. Los hábermans son los débiles, los crueles, los crédulos y los inadaptados. Los hábermans son los sentenciados-a-más-que-muerte. Los hábermans viven sólo en la mente. Los matan para el espacio, pero viven para el espacio. Dominan las naves que unen las Tierras. Viven en el gran dolor mientras los hombres normales duermen el helado sueño del tránsito.

—Hermanos y observadores, os pregunto ahora: ¿somos o no hábermans?

—Somos hábermans en carne y hueso. Nos cortan y nos aíslan el cerebro del cuerpo. Estamos listos para ir arriba-afuera. Hemos pasado por el aparato de Háberman.

Los ojos de Vomact centellearon cuando formuló la pregunta ritual:

—Entonces, ¿somos hábermans?

La coreada respuesta estuvo acompañada otra vez por un rugido de voces que sólo Martel oyó:

—Hábermans somos, y más, y más. Somos los escogidos, que se transforman en hábermans por propia y libre voluntad. Somos los agentes de la Instrumentalidad de lo Humano.

—¿Qué deben decirnos los demás?

—Deben decirnos: «Sois los más valientes entre los valientes, los más diestros entre los diestros. Toda la humanidad honra al observador, que une las Tierras de la humanidad. Los observadores son los protectores de los hábermans, los jueces en el arriba-afuera. Permiten que los hombres vivan donde los hombres necesitan desesperadamente morir. ¡No hay nadie más respetado en toda la humanidad, e incluso los jefes de la Instrumentalidad se complacen en rendirles homenaje!» Vomact se irguió aún más.

—¿Qué deber secreto tiene un observador?

—Mantener la ley en secreto y destruir a quienes lleguen a conocerla.

—¿Cómo destruirlos?

—Dos veces
Sobrecarga
atrás y
Muerte.

—Si mueren hábermans, ¿cuál es nuestro deber? Los observadores respondieron apretando los labios. (El código era silencio.) Martel, que conocía el ritual desde hacía tiempo y estaba un poco aburrido de la ceremonia, miró alrededor y notó que Chang respiraba entrecortadamente; estiró la mano y le ajustó el control de pulmones. Chang lo miró con gratitud. Vomact advirtió la interrupción y los fulminó con la mirada. Martel se relajó tratando de imitar la fría y muerta inexpresividad de los demás, lo cual no resultaba fácil cuando se estaba en
cranch
.

—Si mueren otros, ¿cuál es nuestro deber?

—Los observadores informan juntos a la Instrumentalidad. Los observadores aceptan juntos el castigo. Los observadores resuelven juntos el problema.

—¿Y sí el castigo es severo?

—Entonces no salen las naves.

—¿Y si no se honra a los observadores?

—Entonces no salen las naves.

—¿Y si el observador no recibe su paga?

—Entonces no salen las naves.

—¿Y si los Otros y la Instrumentalidad no cumplen en todo momento y en todos los aspectos con sus obligaciones hacia los observadores?

—Entonces no salen las naves.

—¿Y qué ocurre, observadores, si no salen las naves?

—Se separan las Tierras. Regresa el Yermo. Vuelven las Viejas Máquinas y las Bestias.

—¿Cuál es el primer deber de un observador?

—No dormirse arriba-afuera.

—¿Cuál es el segundo deber de un observador?

—No recordar el nombre del miedo.

—¿Cuál es el tercer deber de un observador?

—Usar el alambre de Eustace
Cranch
con cuidado y moderación. —Varios pares de ojos buscaron a Martel—. El alambre sólo en casa, sólo entre amigos, sólo para recordar, descansar o procrear.

—¿Qué han prometido los observadores?

—Fidelidad aun cuando les acose la muerte.

—¿Cuál es el lema del observador?

—Atención aun cuando estén rodeados por el silencio.

—¿Cuál es la misión del observador?

—Ahínco aun en las alturas del arriba-afuera, lealtad aun en las honduras de las Tierras.

—¿Cómo se conoce a un observador?

—Nosotros nos conocemos. Estamos muertos aunque estamos vivos. Y hablamos con la tablilla y la uña.

—¿Qué es este código?

—Este código es la antigua y cordial sabiduría de los observadores, sintetizada para que nuestra mutua lealtad nos anime y nos aliente.

A estas alturas el ritual continuaba: «Concluimos el código. ¿Hay una misión o un mensaje para los observadores?» En cambio Vomact dijo:

—Emergencia máxima. Emergencia máxima. Los otros observadores indicaron
Presentes y atentos.
Vomact dijo, mientras todos se esforzaban por leerle los labios:

—¿Alguien conoce los trabajos de Adam Stone? Martel vio labios que se movían diciendo:

—El Asteroide Rojo. El Otro que vive en el borde del espacio.

—Adam Stone ha hablado con los Señores de la Instrumentalidad. Afirma que ha descubierto una eficaz protección contra el dolor del espacio. Asegura que puede lograrse que los hombres normales trabajen y estén despiertos arriba-afuera sin correr peligro. Afirma que los observadores ya no son necesarios.

Las luces de cinturones relampaguearon por toda la sala cuando los observadores solicitaron autorización para hablar. Vomact señaló a uno de los más veteranos.

—Hablará el observador Smith.

Smith avanzó despacio hacia la luz, mirándose los pies. Se volvió para que le vieran la cara.

—Afirmo que no es cierto —dijo—. Afirmo que Adam Stone miente descaradamente. Digo que la Instrumentalidad no debe dejarse engañar.

Hizo una pausa. Luego continuó, respondiendo a una pregunta de los presentes que la mayoría no había visto:

—Invoco la misión secreta de los observadores. Smith abrió la mano derecha pidiendo atención de emergencia:

—Afirmo que Stone debe morir.

Martel, todavía en
cranch
, se estremeció al oír los abucheos, quejidos, gritos, chillidos, gruñidos y gemidos de los observadores, que en la excitación se olvidaban del ruido y trataban de que sus cuerpos inertes hablaran a los oídos sordos de los demás. Las luces de los cinturones parpadeaban frenéticamente. Algunos observadores se lanzaron a la tribuna, y se arremolinaron al pie pidiendo la palabra hasta que Parizianski —el más corpulento— ganó el lugar a empellones e interpeló al grupo.

—Hermanos observadores, prestadme ojos.

Abajo los hombres seguían forcejeando y empujándose con torpeza. Vomact se plantó ante Parizianski, miró a los demás y dijo:

—¡Observadores, observad! Prestadle ojos.

Parizianski no era buen orador. Movía los labios con excesiva rapidez. Movía las manos, con lo cual los demás distraían la atención de su boca. Sin embargo, Martel pudo captar gran parte del mensaje:

—... no podemos hacerlo. Quizá Stone tuvo éxito. Si lo tuvo, es el fin de los observadores. También es el fin de los hábermans. Ninguno de nosotros tendrá que luchar arriba-afuera. Ya nadie tendrá que entrar en
cranch
para ser humano por unas horas o unos días. Todos seremos Otros. Nadie tendrá necesidad del alambre nunca más. Los hombres serán hombres. Se podrá matar a los hábermans con decencia y decoro, como se ejecutaba a los hombres en los viejos tiempos, no será necesario mantenerlos con vida. ¡No tendrán que trabajar arriba-afuera! No habrá más gran dolor. ¡Pensadlo! ¡No... más... gran... dolor! ¿Cómo saber si Stone miente...?

Las luces de los cinturones apuntaron hacia los ojos de Parizianski. (Éste era el peor insulto que un observador podía hacer a un compañero.)

Vomact ejerció de nuevo su autoridad. Se puso delante de Parizianski y le dijo algo que los demás no pudieron ver. Parizianski bajó de la tribuna. Vomact tomó la palabra:

—Creo que algunos observadores no están de acuerdo con el hermano Parizianski. Sugiero que suspendamos el uso de la tribuna hasta que hayamos discutido la situación en privado. Reanudaré la sesión en quince minutos.

Martel buscó a Vomact. El decano se había unido al grupo de los de abajo. Martel escribió un rápido mensaje en la tablilla y aguardó la oportunidad de poner la tablilla ante los ojos del decano. Había escrito:

Sty n crnch. Sicito rsptusment prmso pr rtrrm ahr, spr órdns.

El
cranch
producía un extraño efecto en Martel. La mayoría de las reuniones siempre le habían parecido formales, alentadoramente ceremoniosas, reuniones que iluminaban la oscura eternidad interior de la habermanidad. Cuando no estaba en
cranch
, Martel sólo sentía el cuerpo como un busto de mármol siente el pedestal de mármol. Había estado antes con los observadores. Había estado con ellos durante horas, sin esfuerzo, mientras el largo ritual se abría paso por la terrible soledad que había detrás de los ojos, y había sentido que los observadores, aun siendo una hermandad de marginados, eran respetados por las mutilaciones que constituían una necesidad profesional.

Esta vez era distinto. En
cranch
, y en plena posesión del olfato-sonido-gusto, Martel reaccionaba casi como un hombre normal. Vio a sus amigos y colegas como fantasmas crueles que celebraban el estéril rito de su propia e irrevocable condenación. ¿Qué importaba lo demás cuando uno se transformaba en háberman? ¿A qué venía ese parloteo sobre hábermans y observadores? Los hábermans eran criminales o herejes, y los observadores caballeros voluntarios; pero todos estaban en el mismo tren, con una sola diferencia: los observadores podían disfrutar de un breve regreso al mundo de los hombres mediante el alambre de
cranch
, mientras que los hábermans quedaban desconectados cuando las naves llegaban a puerto y se los dejaba en suspensión hasta que era preciso despertarlos, en alguna emergencia o dificultad, para que cumplieran otra fase de su condena. Era raro ver a un háberman en la calle; tenía que ser alguien muy audaz o muy destacado para que le permitieran mirar a los hombres desde la terrible cárcel de un cuerpo mecanizado. Pero ¿qué observador se apiadaba de un háberman? ¿Qué observador se dirigía a un háberman salvo con displicencia, y como mero deber? ¿Qué habían hecho los observadores, como gremio y como clase, por los hábermans, excepto asesinarlos torciéndoles la muñeca cada vez que un háberman, que había pasado tanto tiempo junto al observador, llegaba a dominar el oficio de la observación y aprendía a vivir por su propia voluntad, y no bajo el mandato impuesto por los observadores? ¿Qué podían saber los Otros, los hombres normales, de lo que pasaba en las naves? Los Otros dormían en los cilindros, piadosamente inconscientes hasta que despertaban en la Tierra de destino. ¿Qué podían saber los Otros de los hombres que tenían que permanecer vivos dentro de la nave?

¿Qué podían saber los Otros del arriba-afuera? ¿Cuántos podían contemplar la hiriente y ácida belleza de los astros en el espacio abierto? ¿Qué podían decir del gran dolor, que empezaba agazapado en la médula, como un malestar, y que seguía con fatiga y náusea en cada neurona, cada célula del cerebro, cada punto sensible del cuerpo, hasta que la vida misma se convertía en una terrible y penosa ansiedad de silencio y muerte?

Martel era un observador. Claro que lo era. Era observador desde que, siendo todavía un hombre normal, había jurado bajo la luz del Sol, ante un subjefe de la Instrumentalidad:

—Entrego mi honor y mi vida a la humanidad. Me sacrificaré voluntariamente por el bienestar de la humanidad. Al aceptar este peligroso y austero honor, cedo todos mis derechos a los honorables Señores de la Instrumentalidad y a la honorable hermandad de los observadores.

Martel había jurado.

Había entrado en el aparato de Haberman.

Recordaba aquel infierno. El paso no había resultado tan malo, aunque le pareció que duraba cien millones de años, cien millones de años de insomnio. Había aprendido a sentir con los ojos. Había aprendido a ver a pesar de las gruesas placas que le instalaron detrás de las órbitas de los ojos para aislarlas del resto del cuerpo. Había aprendido a mirarse la piel. Aún recordaba la vez en que había notado la camisa húmeda y al sacar el espejo de observación descubrió que se había abierto una herida en el costado al apoyarse en una máquina vibradora. (Eso ya no le sucedía: ahora era un experto en la lectura de sus instrumentos.) Recordaba cómo había ido arriba-afuera, y cómo le había golpeado el gran dolor, aunque el tacto, el olfato, la sensibilidad y el oído prácticamente no existían. Recordaba haber matado hábermans, y haber conservado a otros con vida, y haber permanecido en pie y despierto durante meses junto al honorable observador piloto. Recordaba haber desembarcado en Tierra Cuatro, un planeta que no le había gustado. Y ese día había entendido que nunca habría ninguna recompensa.

Ahora Martel estaba de píe entre los demás observadores. Odiaba la torpeza con que se movían, odiaba su inmovilidad cuando estaban quietos. Odiaba la rara mezcla de olores que despedían esos cuerpos. Odiaba esos gruñidos, gemidos y graznidos que ellos nunca oían. Odiaba a los observadores, y se odiaba a sí mismo.

¿Cómo lo soportaba Lucí? Durante semanas, mientras la cortejaba, el instrumental que llevaba en el pecho le había indicado
Peligro
: había usado el alambre ilegalmente, pasando de un
cranch
al otro sin prestar atención a los indicadores que oscilaban al filo de
Sobrecarga
. La había conquistado sin pensar qué ocurriría si ella le daba el sí. Lucí le había aceptado complacida.

Other books

Sword by Amy Bai
The Lace Balcony by Johanna Nicholls
Foreign Devils by Jacobs, John Hornor
Coming Up Roses by Duncan, Alice
El secreto de los Assassini by Mario Escobar Golderos
Apples by Milward, Richard
Grailblazers by Tom Holt