Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Se comprenderá que estas circunstancias no facilitaran las cosas para la niña.
Helen América fue un maravilloso ejemplo de materia prima humana que vence a sus torturadores. A los cuatro años hablaba seis idiomas y empezaba a descifrar algunos de los viejos textos marcianos. A los cinco años la enviaron a la escuela. Los otros niños pronto le dedicaron una cancioncilla:
Helen, Helen, gorda y tonta, nada sabe de su papá.
Helen soportó todo esto y, quizá por casualidad, llegó a convertirse en una personita segura: una jovencita trigueña muy seria. Acuciada por sus estudios, perseguida por la publicidad, se volvió cautelosa y reservada ante los amigos, y se sentía desesperadamente sola.
Cuando Helen América tenía dieciséis años, la madre terminó mal. Mona Muggeridge anunció que se fugaba con un hombre que era el esposo perfecto para el matrimonio perfecto, que hasta el momento había pasado inadvertido para la humanidad. El marido perfecto era un experto pulidor de máquinas. Ya tenía mujer y cuatro hijos. Bebía cerveza y su interés en la señorita Muggeridge parecía residir en una afable camaradería combinada con un notable conocimiento de su cuenta bancaria. El yate planetario en el cual se habían fugado infringió las normas volando fuera de todo horario. La mujer y los hijos del novio habían alertado a la policía. El resultado fue una colisión con una lancha-robot y dos cuerpos inidentificables.
A los dieciséis años, Helen era famosa, y a los diecisiete ya la habían olvidado, y se sentía muy sola.
Era la época de los navegantes. Miles de proyectiles de reconocimiento fotográfico y de medición regresaban de las estrellas con nuevos datos. La humanidad fue anexionando un planeta tras otro. Los proyectiles de exploración interestelar aportaban fotografías de los nuevos mundos, muestras atmosféricas, mediciones de la gravedad, la densidad de las nubes, la composición química y datos por el estilo. De los muchos proyectiles que regresaron al cabo de doscientos o trescientos años, tres trajeron noticias de Nueva Tierra, un mundo tan parecido a la Tierra que podía ser colonizado.
Los primeros navegantes habían zarpado casi cien años atrás, con pequeños velámenes de no más de tres mil kilómetros cuadrados. Poco a poco, el tamaño de las velas fue aumentando. La técnica de embalajes adiabáticos y el transporte de pasajeros en cápsulas individuales incrementó el nivel de seguridad. Fue una gran novedad cuando regresó a la Tierra un navegante, un hombre que había nacido y crecido a la luz de otra estrella. Era un hombre que había soportado un mes de sufrimiento y dolor, transportando unos cuantos colonos congelados, guiando la inmensa nave de vela fotónica que había surcado las honduras interestelares en un tiempo objetivo de cuarenta años.
La humanidad contempló por primera vez a un navegante. Caminaba como un oso. Movía el cuello con rigidez brusca y mecánica. No era joven ni viejo. Había permanecido despierto y consciente durante cuarenta años, gracias a una droga que permitía una especie de vigilia limitada. Cuando lo interrogaron los psicólogos, primero para informar a la Instrumentalidad y luego para los servicios de noticias, resultó obvio que esos cuarenta años para él eran sólo un mes. Nunca se ofreció para volver, pues en realidad había envejecido cuarenta años. Era joven, y tenía esperanzas y ansias de hombre joven, pero había consumido la cuarta parte de una vida humana en una experiencia singular y devastadora.
En esa época, Helen América viajó a Cambridge. El Lady Joan's College era el mejor internado de señoritas del mundo atlántico. Cambridge había reconstruido sus tradiciones protohistóricas y los neobritánicos habían recuperado la destreza arquitectónica que permitía enlazar dichas tradiciones con la más remota antigüedad.
Desde luego, el idioma era el terráqueo cosmopolita y no el inglés arcaico, pero los estudiantes se enorgullecían de vivir en una universidad reconstruida que, según los datos arqueológicos, se parecía mucho a lo que había sido antes del período de confusión y tinieblas. Helen se destacó un poco en este renacimiento.
Los servicios de noticias la perseguían con extrema crueldad. Revivieron el nombre de Helen y la historia de la madre. Luego la olvidaron de nuevo. Se había inscrito para seis profesiones, y la última fue «navegante». Era la primera mujer que hacía la solicitud, pues era la única mujer que no superaba el límite de edad y que también cumplía todos los requisitos científicos.
La fotografía de la muchacha apareció junto a la del joven navegante en las pantallas antes de que ambos se conocieran.
En realidad, ella no correspondía a su imagen. En su infancia había sufrido tanto con el
Helen, Helen, gorda y tonta
que no tenía ambiciones salvo en lo estrictamente profesional. Odiaba, amaba y extrañaba a la tremenda madre que había perdido, y se empeñó tan decididamente en no parecerse a ella que terminó siendo la antítesis personificada de Mona.
La madre había sido equina, rubia, grande: la clase de mujer que es feminista porque no resulta muy femenina. Helen pensaba más en sí misma que en su condición de mujer. Habría tenido la cara rechoncha de haber sido rechoncha, pero no lo era. De pelo negro, ojos oscuros, cuerpo ancho pero esbelto, era la exhibición genética de un padre desconocido. Muchos profesores le tenían miedo. La pálida y callada Helen dominaba cualquier tema.
Los demás estudiantes habían inventado chistes sobre ella las primeras semanas, y luego la mayoría se unió para protestar contra la indecencia de la prensa. Cuando un programa de noticias divulgó comentarios ridículos sobre Mona, muerta mucho tiempo atrás, circuló un murmullo por el Lady Joan's College:
—Que no se entere Helen... ya han empezado de nuevo.
—No dejéis que Helen vea las noticias. Es lo mejor que tenemos en ciencias no colaterales, y no podemos permitir que algo la perturbe antes de los exámenes.
La protegieron, y si Helen vio su cara en las noticias, se debió sólo a una casualidad. Junto a su propia cara vio la fotografía de un hombre que parecía un monito viejo. En seguida leyó: MUCHACHA PERFECTA QUIERE SER NAVEGANTE. ¿DEBERÁ UN NAVEGANTE SALIR CON LA MUCHACHA PERFECTA? A Helen le ardieron las mejillas con impotente e inevitable rabia y vergüenza, pero se había vuelto demasiado experta en ser ella misma para caer en lo que habría hecho años antes: odiar al hombre. Sabía que él no tenía la culpa. Ni siquiera los tontos y agresivos hombres y mujeres de los servicios de noticias la tenían. Era la época, la costumbre, la humanidad. Pero Helen sólo tenía que ser ella misma, siempre que pudiera descubrir qué significaba eso.
Sus citas, cuando ambos se conocieron, fueron de pesadilla.
Un servicio de noticias envió a una mujer para que comunicara a Helen que había ganado una semana de vacaciones en Nueva Madrid.
Con el navegante de las estrellas.
Helen rehusó.
Luego también él rechazó el premio, con una reacción algo drástica para el gusto de la joven. Helen sintió cierta curiosidad por él.
Transcurrieron dos semanas, y en las oficinas del servicio de noticias un tesorero llevó dos papeles al director. Eran los resguardos que concedían a Helen América y al Señor Ya-no-cano la primera clase de más lujo en Nueva Madrid.
—Los hemos emitido y registrado ante la Instrumentalidad como regalos —dijo el tesorero—, ¿Hay que anularlos?
Ese día el director estaba harto de historias, y se sintió humanitario. En un arrebato ordenó al tesorero:
—Entregue esos billetes a los jóvenes. Sin publicidad. Nos mantendremos al margen. Si no nos quieren, no tienen por qué aguantarnos. Dese prisa. Eso es todo. Lárguese.
El billete volvió a manos de Helen. La joven había obtenido las más altas calificaciones documentadas en esa universidad, y necesitaba un descanso. Cuando la mujer del servicio de noticias le dio el billete, Helen dijo:
—¿Es una trampa? —Le aseguraron que no, y ella preguntó—: ¿Va también ese hombre?
No pudo decir «el navegante» (le recordaba demasiado al modo en que la gente hablaba de ella) y en realidad no recordaba el otro nombre.
La mujer no sabía.
—¿Tendré que verlo? —preguntó Helen.
—Desde luego que no —aseguró la mujer; el regalo no imponía condiciones.
Helen rió amargamente.
—De acuerdo, lo acepto y lo agradezco sinceramente. Pero escúcheme bien: un fotógrafo, un solo fotógrafo, y lo abandono todo. O tal vez lo abandone también sin ningún motivo. ¿De acuerdo?
La mujer estuvo conforme.
Cuatro días después, Helen estaba en el mundo de placeres de Nueva Madrid, y un maestro de ceremonias la presentaba a un raro e inquieto anciano de pelo negro.
—La joven científica Helen América... El navegante de las estrellas, el Señor Ya-no-cano.
El maestro los miró con picardía, esbozó una sonrisa de complicidad, y añadió una frase huera y muy profesional:
—He tenido el honor y me retiro.
Helen y el Señor Ya-no-cano se quedaron a solas en un rincón del comedor. El navegante dirigió una intensa y seria mirada a Helen.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Eres alguien que ya conozco? ¿Debería recordarte? Hay demasiada gente en este planeta. ¿Qué hacemos ahora? ¿Qué deberíamos hacer? ¿Quieres sentarte?
Helen respondió que sí a todas esas preguntas, sin imaginar que cientos de grandes actrices, cada cual a su manera, repetirían esas simples respuestas en los siglos venideros.
Se sentaron.
Ninguno de los dos supo nunca con exactitud cómo ocurrió lo demás.
Helen tuvo que calmarlo, casi como si estuviera hablando con un enfermo de la Casa de Recuperación. Le describió los platos, y cuando advirtió que seguía indeciso pidió para él las recomendaciones del robot. Le recordó amablemente los buenos modales cuando él olvidó las simples normas que todos conocían, tales como ponerse en pie para desplegar la servilleta o dejar la migajas en la bandeja disolvente y los cubiertos de plata en el transportador.
Al fin el Señor Ya-no-cano se tranquilizó, y pareció menos viejo.
Olvidando por un instante los miles de veces en que le habían formulado preguntas tontas, Helen dijo:
—¿Por qué te hiciste navegante?
El Señor Ya-no-cano la miró inquisitivamente, como si ella hubiera hablado en una lengua desconocida y ahora esperara una respuesta. Al fin murmuró:
—¿Tú... también crees que... no debería haberlo hecho? Helen América se llevó la mano a la boca, excusándose instintivamente.
—No, no, no. Yo también he solicitado ser navegante. Él se limitó a mirarla, observándola atentamente con ojos jóvenes-viejos. No la examinaba fijamente, sino que parecía tratar de entender palabras que captaba por separado pero que resultaban descabelladas en su conjunto. Helen América no desvió los ojos, a pesar de la extraña mirada del Señor Ya-no-cano. Advertía una vez más la indescriptible peculiaridad de ese hombre que había guiado enormes velas en una ciega y vacía negrura entre estrellas inmóviles. El Señor Ya-no-cano parecía un muchacho. El cabello que le daba su nombre era lustroso y negro. Debían de haberle depilado la barba de forma permanente, pues la cara evocaba la de una mujer madura: cuidada, agradable, pero con las inequívocas arrugas de la edad y sin vestigios de la descuidada barba que lucían los hombres de la cultura de Helen. La piel tenía edad sin experiencia. Los músculos habían envejecido, pero no mostraban
cómo
había madurado esa persona.
Helen había aprendido a observar a la gente cuando su madre se prendaba de un fanático tras otro. Sabía muy bien que las personas llevan su biografía personal escrita en los músculos de la cara, y que un extraño con quien nos cruzamos en la calle nos cuenta (quiéralo o no) sus más profundas intimidades. Si miramos atentamente, y bajo la luz adecuada, vemos si el temor, la esperanza o la diversión han colmado las horas de su vida; adivinamos el origen y el resultado de sus placeres sensuales más secretos, captamos la borrosa pero persistente impronta de otras personalidades.
Nada de esto se apreciaba en el Señor Ya-no-cano; tenía la edad sin los estigmas de los años; había crecido sin las marcas normales del desarrollo; había vivido sin vivir, en una época y un mundo donde casi todos se mantenían jóvenes aun viviendo demasiado.
Helen nunca había visto a una persona tan opuesta a Mona, y comprendió, con una punzada de vaga aprensión, que este hombre sería muy importante para ella. Vio en él a un joven soltero, prematuramente viejo, que se había enamorado del vacío y del horror, no de las recompensas y frustraciones tangibles de la vida humana. El espacio entero había sido su amante, y lo había tratado con rudeza. Aunque todavía joven, era viejo; y a pesar de ser viejo, era joven.
Helen América jamás había visto semejante combinación, y sospechó que tampoco los demás la habían visto. Al principio de su vida él conocía la pena, la compasión y la sabiduría que la mayoría de la gente alcanza sólo hacia el final.
El Señor Ya-no-cano rompió el silencio.
—¿Has dicho que deseabas ser navegante? Helen dio una respuesta que aun a ella le pareció tonta y pueril.
—Soy la primera mujer que satisface los requisitos científicos y es lo bastante joven para aprobar el examen físico...
—Has de ser una muchacha excepcional —comentó el Señor Ya-no-cano.
Helen América comprendió con emoción, con agridulce esperanza, que este joven-viejo de las estrellas nunca había oído hablar de la «criatura perfecta» que fue el hazmerreír de todos al nacer, la muchacha cuyo padre era toda Norteamérica, que era famosa y excepcional, y estaba tan sola que ni siquiera podía imaginarse como una mujer común, feliz, decente o simple.
Pensó:
Sólo un monstruo sabio que llega de las estrellas puede ignorar quién soy
, pero al Señor Ya-no-cano le dijo:
—Tanto da si soy «excepcional». Estoy cansada de esta Tierra, y ya que no tengo que morir para dejarla, me gustaría viajar a las estrellas. No tengo mucho que perder...
Iba a hablarle de Mona Muggeridge, pero calló a tiempo.
Sus ojos grises y compasivos contemplaban a Helen; ahora era él quien dominaba la situación, no ella. Helen estudió esos ojos: habían permanecido abiertos cuarenta años en la honda negrura de la diminuta cabina. Los tenues indicadores habían brillado como soles llameantes, lastimándole las cansadas retinas antes de que él pudiera apartar la mirada. A veces el Señor Ya-no-cano había mirado la negrura del vacío y allí había visto las siluetas de las velas, negro tenue sobre negro absoluto, que absorbían la energía de la luz para impulsarlo a él y a su congelado pasaje a velocidades inconmensurables en un océano de insondable silencio. Aun así, ella quería hacer lo mismo que él había hecho.