Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
»Pero entretanto tendrá que esforzarse. Le insertaremos controles en el cuerpo. Empezaremos por unas válvulas en las arterias del pecho. Luego sondaremos el agua. Practicaremos una colostomía artificial que le saldrá justo por aquí, delante de la articulación de la cadera. Como la ingestión de agua tiene cierto valor psicológico, dejaremos que usted beba un cinco por ciento del agua con un vaso. El resto irá directamente a la corriente sanguínea, al igual que un décimo de los alimentos. ¿Entiende?
—¿Quiere decir —preguntó Helen— que comeré un diez por ciento y recibiré el resto por vía intravenosa?
—Así es —respondió el médico—. Aquí están los concentrados. Ése es el reconstructor. Estas tuberías tienen una doble conexión. Un haz de conexiones va a la máquina de mantenimiento. Ése será el sostén logístico de su cuerpo. Y estos tubos son el cordón umbilical de un ser humano que está solo entre los astros. Representan la vida para usted.
»Si se rompen, o si usted se cae, puede sufrir un desmayo de un par de años. En tal caso el sistema local se hace cargo de todo; es la caja que usted lleva en la espalda.
»En la Tierra pesa tanto como usted; ya se ha entrenado con el modelo. Sabe que es fácil de manejar en el espacio. Eso la mantendrá durante un período subjetivo de dos horas. Nadie ha inventado aún un reloj que congenie con la mente humana, así que en vez de darle un reloj le conectaremos al pulso un odómetro graduado. Si lo observa en períodos de decenas de miles de pulsaciones, quizá le proporcione alguna información.
»No sabemos exactamente qué información, pero quizá le sirva para algo.
El técnico miró a Helen un instante y se volvió hacía la mesa de instrumental para mostrarle una brillante aguja con un disco en la punta.
—Bien, volvamos al trabajo. Tendremos que llegar al cerebro. Esto actúa también como un agente químico.
—Usted dijo que no me tocaría la cabeza —interrumpió Helen América.
—Solamente la aguja. No hay ningún otro modo de llegar al cerebro y modificarlo para que transcurran cuarenta años en un mes.
El técnico sonrió de mal talante, pero sintió una momentánea ternura cuando reparó en la valiente obstinación de la muchacha, su pueril, admirable y lamentable tozudez.
—No discutiré —dijo Helen—. Esto es tan malo como un matrimonio, y mi prometido son las estrellas.
Evocó un momento la imagen del navegante, pero no dijo nada.
El técnico siguió hablando.
—La estructura que preparamos para usted ya contiene elementos psicopáticos. Ni sueñe en conservar la cordura. Pero no se preocupe. Tendrá que estar chiflada para manejar las velas y sobrevivir todo un mes en completa soledad. Y el problema es que ese mes equivaldrá a cuarenta años. En la nave no hay espejos, pero quizás encuentre superficies pulidas para mirarse.
»No tendrá buen aspecto. Se verá más vieja cada vez que se mire. No sé cómo reaccionará. A los hombres les afectó bastante.
»En cuanto al pelo, no representará tanto problema como en el caso de los hombres. A ellos tuvimos que matarles las raíces capilares para que no se asfixiaran entre sus propias barbas. Y se desperdiciarían muchas sustancias nutritivas para hacer crecer pelos que ninguna máquina podría cortar con la suficiente rapidez y que sólo significarían un estorbo. A usted le inhibiremos el crecimiento del cabello. Ya veremos si luego le crece o no del mismo color. ¿Conoció al navegante que vino de las estrellas?
El médico sabía que sí lo conocía. No sabía que el navegante de las estrellas era el motivo de su viaje. Helen logró conservar la compostura mientras sonreía diciendo:
—Sí, recuerdo que los técnicos le injertaron cuero cabelludo. El cabello le creció negro, y le pusieron ese apodo, el Señor Ya-no-cano.
—Si usted está lista el próximo martes, nosotros también lo estaremos. ¿Cree que podrá, mi Dama?
Helen se sintió rara al oír que ese hombre viejo y serio la llamaba «Dama», pero sabía que era un homenaje a una profesión y no a un individuo.
—Hasta el martes hay tiempo de sobra.
Helen se sintió satisfecha. El anticuado médico conocía los nombres arcaicos de los días, y usaba esos nombres. Era indicio de que en la universidad no sólo había estudiado las cosas esenciales, sino que también había aprendido ciertas intrascendencias elegantes.
Dos semanas después, según los cronómetros de la cabina, habían transcurrido veintiún años. Helen miró las velas por diezmilésima vez.
La espalda le palpitaba de dolor.
El corazón le rugía como un vibrador, latiendo con ritmo más veloz que el de su conciencia. Helen se examinaba el medidor de la muñeca y veía que las agujas señalaban, muy despacio, decenas de miles de pulsaciones.
El aire le silbaba en la garganta mientras la mera velocidad le hacía temblar los pulmones.
Y sentía el dolor palpitante de una extensa tubería que transportaba una inmensa cantidad de agua densa a la arteria del cuello.
Su abdomen era una hoguera. El tubo de evacuación funcionaba automáticamente, pero Helen América lo sentía en la piel como una brasa ardiente. Una sonda que conectaba la vejiga con otro tubo la aguijoneaba como el pinchazo de una aguja al rojo. Le dolía la cabeza, y se le nublaba la vista.
Pero aún podía ver los instrumentos y observar las velas. A veces llegaba a distinguir, tenue como una polvareda, la inmensa madeja de gente y cargamento que flotaba detrás.
No se podía sentar. El cuerpo le dolía demasiado.
Sólo podía estar cómoda y descansar en una posición: apoyada en el panel de instrumentos, las costillas inferiores contra el panel, la fatigada frente sobre los medidores.
Una vez estuvo así apoyada y descubrió que tardaba dos meses y medio en levantarse. Sabía que el descanso no tenía sentido, y veía los movimientos de su cara, una distorsionada imagen que envejecía en la superficie de cristal del medidor de «peso aparente». Se veía borrosamente los brazos, y la piel que se tensaba y se aflojaba con los cambios de temperatura.
Miró de nuevo las velas y decidió recoger el trinquete. Se arrastró fatigosamente sobre el panel con un servo-robot. Escogió el mando apropiado y tardó una semana en conectarlo. Esperó, sintiendo el zumbido del corazón, el silbido del aire en la garganta, las uñas que se le partían al crecer. Finalmente verificó si era el mando correcto, lo desconectó de nuevo, y no pasó nada.
Movió el mando por tercera vez.
No hubo reacción.
Volvió al panel principal, leyó de nuevo el instrumental, verificó la dirección de la luz y descubrió cierta cantidad de presión infrarroja que tendría que haber detectado antes. Las velas, muy gradualmente, habían llegado casi a la velocidad de la luz, pues se desplazaban de prisa con un lado a oscuras; selladas contra el tiempo y la eternidad, las cápsulas nadaban detrás, dóciles y ligeras.
Helen observó; la lectura había sido correcta.
La vela se había averiado.
Volvió al panel de emergencia. No ocurrió nada.
Activó un robot de reparaciones y lo envió después de haberle insertado las tarjetas de información con la mayor rapidez posible. El robot salió y un instante (tres días) después respondió. El panel del robot de reparaciones decía; «No responde.»
Helen envió un segundo robot de reparaciones, que tampoco consiguió hacer el trabajo.
Envió un tercer robot, el último. Dos luces brillantes relampaguearon: «No responde.» Helen llevó los servo-robots al otro lado del velamen y tiró con fuerza.
La vela aún no estaba en el ángulo indicado.
Helen, agotada y perdida en el espacio, rezó.
—No por mí, Señor, pues yo huyo de una vida que no deseaba; por las almas de esta nave y por los pobres necios que llevo, que tienen el valor de querer adorarte a su propio modo y necesitan la luz de otra estrella; por ellos te pido, Señor, que me ayudes ahora.
Pensó que había rezado con mucho fervor y esperó una respuesta.
No la recibió. Helen se quedó desconcertada y sola.
No había sol. No había nada salvo la diminuta cabina, y allí estaba Helen, más sola que ninguna mujer en toda la historia. Sintió el tirón y el temblor de los músculos, que sufrían al paso de los días mientras su mente sólo registraba el transcurso de unos pocos minutos. Se inclinó hacia delante, se obligó a no sucumbir, y al fin recordó que uno de los entrometidos funcionarios había incluido un arma.
Ella no sabía para qué usarla.
El arma apuntaba. Tenía un alcance de cuatrocientos mil kilómetros. El blanco se podía escoger de forma automática.
Helen se arrodilló, arrastrando el tubo de excreción y el de alimentación, las sondas y los cables del casco conectados al panel. Se agachó bajo el panel de los servo-robots y sacó un manual. Al rato encontró la frecuencia correcta del arma. La preparó y se acercó a la ventana.
En el último instante pensó:
Quizá aquellos tontos me hagan destrozar la ventana. El arma tendría que estar diseñada para disparar a través de la ventana sin romperla. Así debería ser.
Reflexionó un par de semanas.
Antes de dispararla se volvió y allí, junto a ella, estaba él, su navegante de las estrellas, el Señor Ya-no-cano, quien dijo:
—Así no funcionará.
El navegante se erguía seguro y apuesto, tal como ella lo había visto en Nueva Madrid. No llevaba tubos, no temblaba, y el pecho le subía y bajaba normalmente cuando respiraba, aproximadamente una vez por hora. Una parte de la mente de Helen supo que el navegante era una alucinación; otra parte creyó que era real. Estaba loca y se alegraba de estarlo, y dejó que la alucinación la aconsejara. Helen montó de nuevo el arma para que disparara a través de la pared de la cabina y apuntó al mecanismo de reparación, más allá de la vela retorcida e inmóvil.
El disparo a baja intensidad funcionó. La interferencia había sido una circunstancia que escapaba a toda previsión técnica. El arma había eliminado la misteriosa obstrucción y liberado a los servo-robots, que se pusieron a trabajar como hormigas enloquecidas. Tenían defensas incorporadas contra los impedimentos menores del espacio. Ahora corrían y brincaban con animación.
Con unción casi religiosa, Helen vio cómo el viento de luz estelar henchía las inmensas velas, que volvieron de pronto a su posición normal. Sintió el tirón de la gravedad cuando volvió a adquirir peso.
El Alma
estaba de nuevo en camino.
—Es una muchacha —le aseguraron en Nueva Tierra—. Es una muchacha. Debía de tener dieciocho años.
El Señor Ya-no-cano no daba crédito a las palabras. Pero se dirigió al hospital, y allí vio a Helen América.
—Aquí estoy, navegante —murmuró Helen—. Yo también he navegado. —Tenía la cara pálida como tiza, la expresión de una muchacha de veinte años y el cuerpo de una bien conservada mujer de sesenta.
En cuanto al Señor Ya-no-cano, no había cambiado, pues había regresado en una cápsula.
El Señor Ya-no-cano contempló a Helen. Entornó los ojos y, en un repentino cambio de papeles, fue él quien se arrodilló junto a la cama para cubrirle las manos de lágrimas.
—Huí de ti porque te amaba mucho —balbuceó—. Regresé a este lugar porque aquí no me seguirías, y si lo hacías aún serías una mujer joven, y yo demasiado viejo. Pero trajiste
El Alma
y me amaste.
La enfermera de Nueva Tierra ignoraba qué reglas se aplicaban a los navegantes. Salió del cuarto en silencio, sonriendo con ternura y compasión humanas ante el amor que descubría en ellos. Pero era una mujer práctica con ciertas ideas sobre su propio ascenso. Llamó a un amigo del servicio de informativos.
—Creo que tengo la mayor historia de amor de todos los tiempos —dijo—. Si vienes pronto tendrás la primicia del idilio entre Helen América y el Señor Ya-no-cano. Se conocieron de pronto. Tal vez se hubieran visto antes en alguna parte. Se conocieron de pronto y se enamoraron.
La enfermera no sabía que ellos se habían jurado amor en la Tierra. La enfermera no sabía que Helen América había hecho un viaje solitario con un decidido propósito, ignoraba que la descabellada imagen del Señor Ya-no-cano, el navegante, había salido de la nada para acompañar a Helen durante veinte años, en la negra hondura del espacio interestelar.
La niña había crecido, se había casado, y ahora tenía su propia hija. La madre no había cambiado, pero el spieltier había envejecido mucho. Había sobrevivido a todas las maravillosas adaptaciones, y hacía años que desempeñaba únicamente el papel de una rubia muñeca de ojos azules. Por razones sentimentales, la muchacha había vestido al spieltier con una blusa azul y pantalones a juego. El animalito se arrastró por el suelo, apoyándose en las manitas humanas, usando las rodillas como patas traseras. La falsa cara humana levantó la ciega mirada y chilló pidiendo leche.
—Mamá —dijo la joven madre—, tendrías que librarte de esta cosa. Está vieja y queda fatal con los muebles modernos.
—Creí que te gustaba —se sorprendió la mujer mayor.
—Claro que sí —suspiró la hija—. Cuando yo era pequeña, el spieltier era muy mono. Pero ya no soy pequeña, y el spieltier ni siquiera funciona.
El spieltier se había levantado trabajosamente y se apretaba contra el tobillo de la dueña. La mujer mayor lo apartó con delicadeza y puso en el suelo un plato de leche y una taza del tamaño de un dedal. El spieltier intentó hacer una reverencia, como le habían enseñado hacía mucho tiempo, patinó y cayó de lado lloriqueando. La madre lo levantó y el pequeño animal-juguete metió el dedal en el plato para llevárselo a la boquita vieja y desdentada.
—¿Recuerdas, mamá...? —empezó la mujer más joven, y se interrumpió.
—¿Si recuerdo qué, querida?
—Tu me hablaste de Helen América y el Señor Ya-no-cano cuando la historia era nueva.
—Sí, primor, quizá te la conté.
—No me lo contaste todo —declaró la mujer más joven con tono acusatorio.
—Claro que no. Eras una niña.
—No me contaste que fue espantoso. Aquella gente tan complicada, y la terrible vida de los navegantes. No entiendo por qué idealizaste la historia y la llamaste idilio...
—Pero lo fue. Lo es —insistió la madre.
—¡Romance! ¡Un cuerno! —exclamó la hija—. Es tan desagradable como verte con ese spieltier estropeado. —La muchacha señaló la muñequita viva y envejecida que se había dormido junto a la leche—. Es horrible. Tendrías que deshacerte de esto. Y el mundo tendría que deshacerse de los navegantes.