Los señores de la instrumentalidad (24 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Trece era ahora el novio de Veesey, pero era un idilio tan ingenuo que podría haber ocurrido en la hierba, bajo los olmos, a orillas de un sedoso río de la Tierra.

Una vez Veesey sorprendió a ambos jóvenes en medio de una discusión y exclamó:

—¡Basta! ¡No podéis pelearos!

Cuando dejaron de pegarse, ella dijo con voz intrigada:

—Creí que
no podíais
hacerlo. Las cajas. Los dispositivos de seguridad. Esas cosas que nos pusieron.

Talatashar respondió, con voz infinitamente desagradable:

—Eso creían
ellos.
Yo tiré esas cosas hace meses. No las quiero en la nave.

Trece se quedó tan desencajado como si hubiera entrado sin darse cuenta en uno de los Antiguos Terrenos Enajenantes. Inmóvil, los ojos desorbitados, atinó a decir con voz transida de temor:

—¡Por... eso... peleábamos...!

—¿Te refieres a las cajas? Ya no las tenemos.

—Pero —jadeó Trece—, cada caja nos protegía a uno de nosotros. Todos estábamos protegidos de nosotros mismos. ¡Dios nos ayude!

—¿Qué es Dios? —preguntó Talatashar.

—No tiene importancia. Es una vieja palabra. Se la oí decir a un robot. Pero ¿qué haremos? ¿Qué harás tú? —le dijo acusatoriamente a Talatashar.

—Yo no haré nada —respondió Talatashar—. Todo sigue igual. —El costado móvil de su cara se torció en una sonrisa insidiosa.

Veesey los observó a ambos.

No comprendía ese peligro indefinido, pero lo temía.

Talatashar soltó su masculina y desagradable risotada, pero esta vez Trece no lo acompañó. Miró boquiabierto al otro hombre.

Talatashar fingió valor e indiferencia.

—Ha terminado mi turno —dijo—, y me voy a dormir. Veesey asintió y trató de decir buenas noches, pero no le salieron las palabras. Sentía miedo y curiosidad. La curiosidad era lo peor. La acompañaban unas treinta mil personas, pero sólo estas dos estaban vivas y presentes. Sabían algo que ella ignoraba.

Talatashar alardeó de ello al decirle:

—Prepara algo especial para el gran banquete de mañana. Que no se te olvide, muchacha.

Talatashar subió por la pared.

Cuando Veesey se volvió hacia Trece, fue él quien cayó en brazos de la joven.

—Tengo miedo —dijo—. Podemos hacer frente a cualquier cosa en el espacio, pero no podemos enfrentarnos con nosotros mismos. Empiezo a sospechar que el navegante se suicidó. Su defensa psicológica también falló. Y ahora estamos solos con nosotros mismos.

Veesey miró alrededor.

—Todo sigue igual que antes. Nosotros tres, esta pequeña sala, y el arriba-afuera en el exterior.

—¿No lo comprendes, cariño? —Trece le aferró los hombros—. Las cajas nos protegían de nosotros mismos. Y ahora no están. Nos hemos quedado indefensos. No hay nada que nos pueda proteger. Nada hiere al hombre tanto como el hombre. Nada mata a las personas como las personas. No nos aguarda peligro mayor que nosotros mismos.

Ella intentó apartarlo.

—No es tan grave.

Sin decir palabra, él la aferró. Intentó desgarrarle la ropa, La chaqueta y los pantalones cortos eran omnitextiles y ceñidos, como los de él. La joven se resistió, pero sin miedo. Le daba lástima el muchacho, y en ese momento sólo le preocupaba que Talatashar se despertara e intentara ayudarla. Eso sería demasiado.

Le resultó fácil detener a Trece.

Lo persuadió de que se sentara y ambos flotaron juntos hacía el sillón grande.

Él lloraba tanto como ella.

Esa noche no hicieron el amor.

En susurros y jadeos él le contó la historia de la
Vieja Veintidós
. Le dijo que cuando las gentes viajaban entre los astros, los sentimientos antiguos que llevaban en el interior despertaban, y el abismo de sus mentes era más espantoso que los más negros abismos del espacio. El espacio no cometía crímenes. Sólo mataba. La naturaleza podía transmitir la muerte, pero sólo el hombre podía contagiar el crimen de un mundo a otro. Sin las cajas, atisbaban las insondables honduras de sus identidades desconocidas.

Veesey no comprendía, pero intentó hacerlo.

Él se durmió —su turno había terminado hacía rato— murmurando una y otra vez:

—¡Veesey, Veesey, protégeme de mí! ¿Qué puedo hacer ahora, ahora, ahora, para no cometer algo terrible después? ¿Qué puedo hacer? Tengo miedo de mí, Veesey, y tengo miedo de la
Vieja Veintidós
. Veesey, Veesey, sálvame de mí mismo. ¿Qué puedo hacer ahora, ahora, ahora...?

Ella no tenía respuesta. Se durmió cuando lo vio descansando. Las luces amarillas resplandecían sobre los dos. El tablero robot, al detectar que ningún ser humano estaba
conectado
, asumió el control de la nave y las velas.

Talatashar los despertó por la mañana.

Nadie habló de las cajas aquel día ni en los siguientes. No había nada que decir.

Pero los dos hombres se vigilaban como bestias desconfiadas, y Veesey también empezó a vigilarlos. Algo maligno y vital había entrado en la sala, una exuberancia de vida cuya existencia ella ignoraba. No podía olería, verla ni tocarla con los dedos. Sin embargo, era real. Quizá fuera lo que en otra época la gente llamaba
peligro.

Trató de mostrarse afable con los dos hombres. Eso aplacaba un poco la inquietud de Veesey. Pero Trece se volvió taciturno y celoso, y Talatashar sonreía con su característica expresión deforme y falsa.

IV

El peligro llegó por sorpresa.

Las manos de Talatashar arrancaron a Veesey de la caja donde dormía.

Veesey intentó resistirse pero él se mostró implacable como una máquina.

La levantó, le dio media vuelta y la dejó flotar en el aire.

Ella no tocó el suelo durante un par de minutos, y obviamente él pensaba aferraría de nuevo. Y mientras se retorcía en el aire preguntándose qué había pasado, Veesey vio que Trece le seguía con la mirada. Una fracción de segundo después, Veesey se fijó en Trece. Estaba atado con alambre de emergencia, y sujeto a un montante de la pared. Trece estaba más indefenso que ella.

Un miedo frío y profundo la dominó.

—¿Es esto un crimen? —susurró Veesey al aire—. Si esto es el crimen, ¿qué me estás haciendo?

Talatashar no respondió, sino que la aferró por los hombros con firmeza. Le dio la vuelta. Ella lo abofeteó. El hombre le devolvió la bofetada, golpeándola con tal fuerza que le magulló la mandíbula.

Veesey se había hecho daño por accidente varias veces; los médicos-robot siempre habían corrido en su ayuda. Pero nunca la había lastimado otro ser humano. ¡La gente no hería a los demás, salvo en los juegos de hombres! No se hacía. No podía ocurrir. Pero había sucedido.

De pronto recordó lo que Trece le había contado sobre la
Vieja Veintidós
, y lo que ocurría cuando la gente dejaba de ser lo que era por fuera y cometía maldades dictadas desde dentro. El interior de los seres humanos no había cambiado en un millón de años, y los seguía a todas partes, incluso hasta en el espacio.

El crimen regresaba al hombre.

—¿Vas a cometer crímenes? —atinó a preguntarle a Talatashar—. ¿En esta nave? ¿Conmigo?

La expresión de Talatashar era inescrutable, con media cara congelada en un rictus risueño. Ahora estaban cara a cara. La bofetada había dejado un rastro caliente en la cara de Vessey, pero el lado bueno de la cara de Talatashar no revelaba el mismo efecto a pesar del golpe recibido. Sólo evidenciaba decisión, concentración y una suerte de armonía perversa.

Talatashar respondió al fin, como si vagara por entre las maravillas de su propia alma:

—Haré lo que me plazca. Lo que
me
plazca. ¿Entiendes?

—¿Por qué no nos preguntas? —balbuceó Veesey—. Trece y yo haremos lo que quieras. Estamos solos en esta pequeña nave, a millones de kilómetros de todas partes. ¿Por qué no íbamos a hacer lo que tú quieras? Suelta a Trece. Y habla conmigo. Haremos lo que quieras. Cualquier cosa. Tú también tienes derechos.

Él soltó una risotada que parecía un grito demente. Le acercó la cara y susurró, salpicándole las mejillas y las orejas de saliva:

—¡No quiero derechos! —gritó—. No quiero lo que es mío. No quiero hacer lo correcto. ¿Crees que no os he oído a ambos, una noche tras otra, jadeando de amor cuando la cabina está a oscuras? ¿Por qué crees que arrojé los cubos al espacio? ¿Por qué crees que necesitaba poder?

—No lo sé —respondió ella con docilidad y tristeza. No había renunciado a la esperanza. Mientras él hablara, quedaba la posibilidad de que entrara en razón. Había oído hablar de robots cuyos circuitos estallaban y de otros robots que debían perseguirlos. Pero no creía que aquello pasara también con las personas.

Talatashar gruñó. La historia del hombre se resumía en aquel gruñido: el furor ante la vida, que promete tanto pero ofrece tan poco; y la desesperación por el tiempo, que engaña al hombre mientras lo moldea. Se sentó en el aire y descendió hacia el suelo de la cabina, cuya alfombra magnética atraía los sedosos filamentos metálicos de su ropa.

—Estás pensando que se me pasará, ¿verdad? —dijo él. Ella asintió.

—Estás pensando que me volveré razonable y os dejaré en paz, ¿verdad?

Ella asintió de nuevo.

—Estás pensando que Talatashar sanará cuando lleguemos a Wereid Schemering, y los médicos le arreglarán la cara, y todos volveremos a ser felices. Eso estás pensando, ¿verdad?

Ella asintió una vez más. Detrás de ella el amordazado Trece gruñó, pero Veesey no se atrevió a apartar la mirada de Talatashar y su horrible y deforme rostro.

—Pues te equivocas, Veesey —dijo él. La voz sonó tajante y serena—, Veesey, no llegarás a destino. Haré lo que tengo que hacer. Te haré cosas que nadie ha hecho jamás en el espacio, y luego arrojaré tu cuerpo por la escotilla de desperdicios. Pero dejaré que Trece lo vea todo antes de matarlo. Y luego, ¿sabes qué haré?

Una emoción extraña —miedo, quizá— tensaba los músculos de la garganta de Veesey. Tenía la boca seca. Apenas logró articular:

—No, no sé qué harás entonces...

Talatashar parecía estar mirando en su propio interior.

—Yo tampoco, pero no es algo que desee hacer. No quiero hacerlo. Es cruel y sucio, y cuando termine no tendré con quien hablar. Pero tengo que hacerlo. Es justicia, de alguna manera extraña. Tenéis que morir porque sois malos. Y yo también soy malo; pero si ambos estáis muertos, yo no seré tan malo.

La miró con ojos brillantes, casi como si la situación fuera normal.

—¿Sabes de qué hablo? ¿Entiendes?

—No, no, no —tartamudeó Veesey, sin poder evitarlo. Talatashar no la miró a ella, sino al rostro invisible de su inminente crimen. Añadió, casi jovialmente:

—Sería mejor que entendieras. Eres tú quien morirá por ello, y después él. Hace mucho tiempo me hiciste un mal sucio e intolerable. No tú, la que está sentada aquí. Tú no eres lo bastante importante ni lista como para hacer algo tan espantoso como lo que me hicieron. No fue este tú, sino el tú verdadero que llevas dentro. Y ahora voy a cortarte, quemarte, estrangularte y reanimarte con medicamentos para cortarte, quemarte y estrangularte de nuevo, mientras tu cuerpo lo resista. Y cuando tu cuerpo esté agotado, te pondré un traje de emergencia y empujaré tu cadáver al espacio. Él puede salir vivo, me da lo mismo. Sin traje, durará un par de resuellos. Y así parte de mi justicia se cumplirá. Eso es lo que la gente llama crimen. Es una justicia que brota de la intimidad del hombre. ¿Entiendes, Veesey?

Ella asintió con la cabeza. Negó con el gesto. Asintió de nuevo. No sabía qué responder.

—Y tendré que hacer otras cosas —continuó él con un ronroneo—. ¿Sabes qué hay en el exterior de esta nave, esperando mi crimen?

Ella meneó la cabeza, así que él dio la respuesta.

—Treinta mil personas van detrás de esta nave en cápsulas. Las traeré de dos en dos y conseguiré chicas jóvenes. Dejaré a los demás a la deriva, en el espacio. Y con las chicas averiguaré lo que siempre he tenido que hacer y nunca he sabido. Nunca lo he sabido, Veesey, hasta que me encontré contigo en el espacio.

Con voz somnolienta se sumió en sus propios pensamientos. El lado deforme de su cara mostraba esa risotada incesante, pero el lado móvil aparecía pensativo y melancólico, así que Veesey pensó que había algo comprensible en el interior de Talatashar: sólo necesitaba rapidez e imaginación para descubrirlo.

Con la garganta seca, logró susurrar:

—¿Me odias? ¿Por qué quieres hacerme daño? ¿Odias a las muchachas?

—No odio a las muchachas —rugió Talatashar—. Me odio a mí mismo. Lo descubrí en el espacio. Tú no eres una persona. Las chicas no son personas. Son suaves, bonitas, simpáticas, tiernas y cálidas, pero no tienen sentimientos. Yo era guapo antes de que se me estropeara la cara, pero eso no importaba. Siempre he sabido que las chicas no eran personas. Son como robots. Tienen todo el poder del mundo y ninguna de las responsabilidades. Los hombres tienen que obedecer, suplicar, sufrir, porque están hechos para sufrir y tienen que padecer y obedecer. Basta con que una muchacha sonría con simpatía o cruce las bonitas piernas para que el hombre ceda todo aquello por lo que ha luchado, tan sólo para convertirse en esclavo de ella. Y luego la chica —Talatashar estaba gritando de nuevo, con voz estridente y aguda— llega a ser mujer y tiene hijos, más niñas para fastidiar a los hombres, más varones para que caigan víctimas de las mujeres. Más crueldad y más esclavos. ¡Eres cruel conmigo, Veesey! Eres tan cruel que ni siquiera sabes de tu crueldad. Si hubieras sabido cómo te deseaba, habrías sufrido como una persona. Pero no sufrías. Eres una joven. Bien, ahora lo sabrás. Sufrirás y morirás. Pero no morirás hasta que sepas lo que sienten los hombres por las mujeres.

—Tala —dijo ella, usando el apodo con que lo llamaban muy rara vez—. Tala, no, no es así. Nunca he querido que tú sufrieras.

—Claro que no —ladró Talatashar—. Las chicas no saben lo que hacen. Por eso son chicas. Son peores que serpientes, peores que máquinas.

Estaba loco, loco de remate, en el abismo del espacio. Se levantó tan repentinamente que salió disparado hacia arriba y tuvo que sujetarse al techo.

Un ruido en el costado de la cabina llamó la atención de ambos. Trece trataba en vano de zafarse de sus ligaduras. Veesey se lanzó hacia el joven, pero Talatashar la aferró por el hombro. Le dio media vuelta. Los ojos brillaban en esa cara deforme.

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