Los señores de la instrumentalidad (27 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Nunca logramos que emitiera un sonido.

Respiraba entrecortadamente mientras luchaba. La saliva burbujeaba. Los labios se le llenaban de espuma. Hacía torpes movimientos con las manos para arrancarse las camisas y batas y andadores que le poníamos. A veces se desgarraba la piel con las uñas al arrancarse guantes o zapatos.

Siempre volvía a la misma posición:

En el suelo. De bruces.

Formando una esvástica con los brazos y las piernas.

Había regresado del espacio exterior. Era el primer hombre que regresaba, pero en realidad no había vuelto.

Mientras lo mirábamos impotentes, Timofeyev planteó la primera sugerencia seria del día.

—¿Os atreveríais a probar suerte mediante un telépata secundario?

Grosbeck lo miró asombrado.

Reflexioné sobre el asunto. Los telépatas secundarios tenían mala reputación porque se suponía que debían acudir a los hospitales para que les eliminaran la capacidad telepática, en cuanto se demostraba que no eran telépatas verdaderos con auténtica capacidad para una comunicación plena.

Bajo la Ley Antigua, muchos de ellos podían eludirnos, de hecho lo hacían.

Con su peligrosa capacidad telepática parcial, se dedicaban a la charlatanería y el curanderismo de la peor especie: pretendían hablar con los muertos, transformaban a neuróticos en psicóticos, curaban a unos pocos enfermos y arruinaban diez casos por cada uno que curaban, atentando en general contra el buen orden de la sociedad.

No obstante, si todo lo demás había fallado...

2. La telépata secundaria

Un día después estábamos de vuelta en la celda de Harkening, casi en la misma posición.

Los tres rodeábamos el cuerpo del coronel desnudo y tendido en el suelo.

Nos acompañaba una cuarta persona, una muchacha.

Timofeyev la había encontrado. Ella era miembro de su grupo religioso, los Cuáqueros Orientales Ortodoxos Postsoviéticos. Se les notaba, pues hablaban de un modo especial.

Timofeyev me miró.

Yo asentí en silencio.

Timofeyev se volvió hacia la muchacha.

—¿Puedes ayudarlo, hermana?

Era una niña de doce años. Era menuda, de cara larga y delgada, boca inquieta, rápidos ojos color verde grisáceo; una melena parda le caía sobre los hombros. Tenía las manos expresivas y delgadas. No se escandalizó al ver un hombre desnudo en el abismo de la locura.

Se arrodilló en el suelo y habló dulcemente al oído del coronel Harkening.

—¿Me oyes, hermano? He venido a ayudarte. Soy tu hermana Liana. Soy tu hermana bajo el amor de Dios. Soy tu hermana nacida de la carne del hombre. Soy tu hermana bajo el cielo. Soy tu hermana para ayudarte. Soy tu hermana, hermano. Soy tu hermana. Despierta un poco y te ayudaré. Despierta un poco por el amor y la esperanza. Despierta para recibir el amor. Despierta para que el amor te desvele más. Despierta para que la humanidad llegue a ti. Despierta para regresar, para volver al reino del hombre. El reino del hombre es acogedor. La amistad del hombre es acogedora. Tu amiga es tu hermana Liana. Tu amiga está aquí. Despierta un poco al oír las palabras de tu amiga...

Advertí que mientras Liana hablaba hacía un suave movimiento con la mano izquierda, indicándonos que saliéramos del cuarto.

Hice una seña a mis dos colegas, indicando el pasillo con la cabeza. Nos quedamos a un paso de la puerta para mirar.

La niña continuó con su incesante salmodia.

Grosbeck estaba rígido, y fulminaba a la niña con la mirada, como si ella fuera una intrusa en el campo de la medicina convencional. Timofeyev intentó expresar dulzura, benevolencia, espiritualidad; pero se distrajo y sólo expresaba excitación. Yo me cansé y empecé a preguntarme cuándo podría interrumpir a la niña. No parecía obtener ningún resultado.

Ella misma me dio la respuesta.

Rompió a llorar.

Continuó hablando mientras lloraba. Los sollozos le quebraban la voz, las lágrimas le resbalaban por las mejillas y caían sobre el rostro del coronel.

El hombre parecía hecho de cemento.

Respiraba, pero no movía las pupilas. No estaba más vivo de lo que había estado en las últimas semanas. Desde luego no más vivo, pero tampoco menos.

Ningún cambio. Por fin la muchacha dejó de sollozar y hablar, y salió al pasillo.

—¿Eres un hombre valiente, Anderson, señor y doctor, jefe y líder? —me preguntó.

Era una pregunta tonta. ¿Qué podía responder?

—Supongo que sí. ¿Qué quieres hacer?

—Os quiero a los tres —respondió ella con la solemnidad de una hechicera—. Quiero que los tres os pongáis el casco de los luminictores y me acompañéis al infierno. Esa alma está perdida. Está congelada por una fuerza que desconozco, congelada más allá de las estrellas, que la han capturado, así que el pobre hombre y hermano que veis allí en realidad se encuentra entre nosotros, mientras su alma llora en el placer depravado entre los astros, donde está alejado de la misericordia de Dios y la amistad del hombre. ¿Hombre valiente, señor y doctor, jefe y líder, me acompañarás al infierno?

¿Cómo podía negarme?

3. El regreso

Aquella noche emprendimos el regreso desde la nada. Había cinco cascos de luminicción, aparatos toscos, correctores mecánicos de la telepatía natural, dispositivos para transmitir las sinapsis de una mente a otra para que los cinco pudiéramos albergar los mismos pensamientos.

Era la primera vez que yo estaba en contacto con la mente de Grosbeck y Timofeyev.

Me sorprendieron.

Timofeyev aparecía limpio de veras, limpio y simple como ropa recién lavada. Era en verdad un hombre muy sencillo. Las urgencias y presiones de la vida cotidiana no llegaban a su interior.

Grosbeck me pareció muy distinto. Era inquieto, bullicioso y violento como una bandada de aves de corral. Su mente estaba sucia en ciertas zonas, limpia en otras. Era reluciente, fragante, vivida, agitada.

Capté en ellos un eco de mi propia personalidad. Para Timofeyev yo era altivo, glacial y misterioso; a Grosbeck le parecía un trozo de carbón. No podía penetrar mucho en el interior de mi mente ni deseaba hacerlo.

Todos nos proyectamos hacia Liana, y al bucear en su mente encontramos la personalidad del coronel.

Nunca he tropezado con algo tan terrible.

Era placer puro.

Como médico he observado el placer: el placer de la morfina destructiva, el placer de la fennina que mata y deteriora, e incluso el placer del electrodo inserto en el cerebro vivo.

Como médico había tenido que supervisar la ejecución de los hombres más malvados por orden legal. Era bastante simple. Conectábamos un cable muy delgado en el centro de placer cerebral. El delincuente acercaba la cabeza a un campo eléctrico con la fase y el voltaje adecuados. Era simple. Moría de placer al cabo de pocas horas.

Esto era peor.

Este placer no tenía forma humana.

Liana estaba cerca y capté sus pensamientos:

—Debemos ir allí, señores y doctores, jefes y líderes.

»Debemos ir juntos, los cuatro, a donde ningún hombre ha ido, a la nada, a la esperanza y el corazón del dolor, al dolor, para que este hombre regrese; ir al poder que es más vasto que el espacio, al poder que lo ha enviado de regreso, al lugar que no es un lugar, hallar la fuerza que no es una fuerza, forzar a la fuerza que no es una fuerza para que entregue este corazón, para que lo devuelva.

»Venid conmigo, si estáis dispuestos. Venid conmigo al confín de las cosas. Venid conmigo...

De pronto un relámpago nos barrió la mente.

Era un rayo brillante, delicado, multicolor, suave. Nos anegó como una catarata de color y brillo intenso. La luz vino.

Digo que la luz vino.

Extraño.

Y se fue.

Eso fue todo.

La experiencia sucedió tan rápida que ni siquiera se la puede considerar instantánea. Ocurrió en menos de un instante, si tal cosa se puede imaginar. Los cinco sentimos que nos habían enlazado, observado.
Sentimos que nos habían convertido en juguetes o mascotas de una gigantesca forma de vida que trascendía los límites de la imaginación humana, y que esa vida, al observarnos a los cuatro —los tres médicos y Liana—, nos había, visto junto al coronel, y había comprendido que el coronel tenía que volver a los suyos.

Porque fuimos cinco, no cuatro, los que nos levantamos.

El coronel temblaba, pero estaba cuerdo. Seguía con vida. Había recuperado la humanidad.

—¿Dónde estoy? —murmuró débilmente—. ¿En un hospital de la Tierra?

Y cayó en brazos de Timofeyev. Liana ya se escabullía por la puerta. La seguí. La niña se volvió hacia mí.

—Señor y doctor, jefe y líder, sólo pido que no me des las gracias ni dinero, y que no divulgues lo que ha ocurrido. Mis poderes provienen de la bondad de la gracia del Señor y de la amistad del hombre. No quiero entrometerme en el campo de la medicina. Sólo he accedido a venir porque mi amigo Timofeyev me pidió que lo ayudara por una cuestión de misericordia. Que el mérito sea para tu hospital, señor y doctor, jefe y líder, pero tú y tus amigos debéis olvidarme.

—Pero los informes... —tartamudeé.

—Redacta los informes como desees, pero, por favor, no me menciones.

—¿Y nuestro paciente? Él es nuestro paciente, Liana. Sonrió con dulzura, con amistad infantil.

—Si él me necesita, acudiré a su lado.

El mundo fue mejor, pero no aumentó en sabiduría.

La nave cronoplástica nunca se encontró. El regreso del coronel nunca pudo explicarse. El coronel nunca volvió a salir de la Tierra. Sólo supo que había pulsado un botón cerca de la Luna y que había despertado en un hospital al cabo de cuatro meses inexplicablemente perdidos.

Y el mundo sólo supo que él y su esposa habían adoptado sin ninguna razón aparente a una extraña pero hermosa niña, pobre en sus orígenes, pero rica en la humilde generosidad de su espíritu.

El juego de la rata y el dragón
1. La mesa

La luminicción era un pésimo modo de ganarse la vida. Underhill entró y cerró la puerta con furia. No tenía sentido llevar uniforme y tener una apariencia marcial si la gente no apreciaba lo que uno hacía.

Se sentó en la silla, apoyó la cabeza en el respaldo y se caló el casco sobre la frente.

Mientras esperaba a que se calentara el luminictor, recordó a la muchacha del pasillo. Ella había mirado el aparato y después lo había observado a él despectivamente.

—Miau. —No había dicho nada más. Pero lo había cortado como un cuchillo.

¿Qué se creía esa muchacha? ¿Que él era un tonto, un vago, una nulidad con uniforme? ¿No sabía que por cada medía hora de luminicción necesitaba dos meses de hospital?

El aparato ya estaba caliente. Underhill sintió los cuadrados del espacio a su alrededor, se captó a sí mismo en el centro de una cuadrícula inmensa, una cuadrícula cúbica, llena de nada. En ese vacío captó el horror hueco y doloroso del espacio mismo, la terrible angustia a que se enfrentaba su mente cada vez que tropezaba con el más leve rastro de polvo inerte.

Relajándose, Underhill sintió la tranquilizadora solidez del Sol, el mecanismo preciso de los planetas conocidos y la Luna. Nuestro sistema solar era simple y encantador como un viejo reloj de cucú, con su tictac familiar y sus ruidos familiares. Los extraños satélites de Marte giraban alrededor del planeta como ratones frenéticos, pero esa regularidad confirmaba que todo andaba bien. Arriba, muy por encima del plano de la eclíptica, Underhill captó media tonelada de polvo que se alejaba de las rutas humanas.

Aquí no había nada contra lo que luchar, nada que desafiara la mente, nada que arrancara el alma del cuerpo de raíz haciéndole manar un efluvio tangible como la sangre.

Nunca entraba nada en el sistema solar. Aquí podía usar el luminictor hasta el cansancio sin ser más que un astrónomo telepático, un hombre que sentía la caliente y tibia protección del Sol palpitando y ardiendo en su mente.

Entró Woodley.

—El mundo sigue sin novedad —dijo Underhill—. Como siempre. Ahora me explico por qué no crearon el luminictor antes de la planoforma. Aquí abajo se está bien, tan tranquilo, con el caliente Sol alrededor. Sientes que todo gira y da vueltas. Agradable, preciso, sólido. Casi como estar en casa.

Woodley soltó un gruñido. No le entusiasmaban los vuelos de la fantasía.

—Ser un antiguo no tenía que ser tan malo —continuó Underhill, impertérrito—. Me pregunto por qué arrasaron su mundo con guerras. No tenían que planoformar. No tenían que ir a ganarse la vida entre las estrellas. No tenían que esquivar a las ratas ni jugar la partida. No tuvieron que inventar la luminicción porque no la necesitaban. ¿Verdad, Woodley?

—Aja —gruñó Woodley.

Woodley tenía veintiséis años y se retiraría al año siguiente. Ya había escogido una granja. Había dedicado diez años al duro oficio de la luminicción, junto con los mejores. Había conservado la cordura, sin dejar que el trabajo lo obsesionara, haciendo frente a las tensiones sólo cuando era imprescindible, y sin prestar atención a las obligaciones del cargo hasta la siguiente emergencia. Woodley nunca se había esforzado por suscitar estimación. Ningún compañero le tenía gran simpatía, y algunos lo odiaban. Se sospechaba que a veces Woodley tenía malos pensamientos acerca de los compañeros, pero como ninguno de ellos había presentado nunca una queja concreta, los demás luminictores y los jefes de la Instrumentalidad lo dejaban en paz.

Underhill aún estaba deslumbrado por su trabajo.

—¿Qué nos ocurre en la planoforma? —continuó—. ¿Crees que es como morir? ¿Alguna vez has visto a alguien a quien le hubieran arrancado el alma?

—Lo de arrancar almas es sólo un modo de expresarlo —dijo Woodley—. Después de tantos años ya nadie sabe si tenemos alma.

—Pues una vez yo vi un alma. Vi a Dogwood cuando se hizo trizas. Interesante. Una cosa húmeda, pegajosa y sanguinolenta que manaba de Dogwood. ¿Y sabes qué le hicieron? Se lo llevaron y lo metieron en esa parte del hospital adonde nunca vamos tú ni yo, allá arriba, donde están los otros, adonde tienen que ir los otros si siguen con vida después de una dentellada de las ratas del arriba-afuera.

Woodley se sentó y encendió una vieja pipa; quemaba algo llamado tabaco. Era una costumbre sucia, pero le daba un aire audaz y aventurero.

—No te preocupes por eso, amigo. La luminicción progresa día a día. Los compañeros mejoran. He visto la luminicción de dos ratas que estaban a setenta millones de kilómetros. La operación duró una milésima y media de segundo. Cuando las personas tenían que manejar los luminictores, existía siempre la posibilidad de que con ese mínimo de cuatrocientas milésimas de segundo que necesita la mente humana para la luminicción no lográramos bombardear a las ratas tan deprisa como para proteger nuestras naves de planoforma. Todo eso cambió con los compañeros. Cuando entran en el juego son más veloces que las ratas. Siempre lo serán. Sé que no resulta fácil compartir la mente con un compañero...

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