Los señores de la instrumentalidad (26 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—¿Pero, qué es él? ¿Qué eres tú? —insistió Talatashar, casi en una súplica—. Yo estaba a punto de cometer un crimen terrible y vosotros me salvasteis. ¿Sois imaginarios o reales?

—Eso es filosofía. Yo soy un producto de la ciencia, así que no lo sé —respondió el capitán.

—Por favor —rogó Veesey—, cuéntanos qué te parece. No qué es, sino qué opinas tú.

El capitán se relajó, como si se le hubiera ido la disciplina, como si de pronto fuera terriblemente viejo.

—Cuando hablo y actúo, supongo que me siento como cualquier otro capitán del espacio. Si me detengo a pensarlo, me encuentro perturbador. Sé que soy sólo un eco en vuestras mentes, combinado con la experiencia y la sabiduría que se ha introducido en el cubo. Así que hago lo mismo que la gente verdadera: no pienso mucho en ello. Me ocupo de mis asuntos. —Se enderezó y se irguió recobrando la compostura—. Mis asuntos —repitió.

—¿Y qué sientes por Sh'san? —preguntó Trece. Una expresión reverente, casi de terror, surcó la cara del capitán.

—¿Él? OH, él. —El tono maravillado le enriquecía la voz y la hacía reverberar en la pequeña cabina—. Sh'san. Él es el pensador de todo pensamiento, el «ser» de lo que es, el hacedor del hacer. Es más poderoso de lo que os imagináis. Me da vida a partir de vuestras mentes vivas. En realidad —concluyó el capitán con una mueca—, es un cerebro de ratón muerto laminado con plástico, y no tengo idea de quién soy
yo
. ¡Buenas noches a todos!

El capitán se caló la gorra sobre la frente y atravesó el casco. Veesey corrió hacia un visor, pero en el exterior no había nada. Nada. Y mucho menos un capitán.

—Creo que no tenemos más remedio que obedecer —dijo Talatashar.

Obedecieron. Se acostaron en sus lechos. Talatashar ajustó los electrodos de Veesey y de Trece antes de acostarse y ajustarse los suyos. Se despidieron amablemente mientras se cerraban las tapas.

Durmieron.

VI

En el puerto de destino, la gente de Wereid Schemering recogió las cápsulas, las velas y la nave. No despertaron a los durmientes hasta que llegaron a tierra y se cercioraron de que estaban sanos y salvos.

Despertaron a los tres ocupantes de la cabina al mismo tiempo. Veesey, Trece y Talatashar estuvieron tan ocupados respondiendo preguntas sobre el navegante muerto, las velas reparadas y sus problemas a bordo que no tuvieron tiempo de hablar entre sí.

Veesey vio que Talatashar estaba muy guapo. Los médicos del puerto le habían reparado la cara, así que tenía la apariencia de un joven-viejo extrañamente digno. Por fin, Trece tuvo una oportunidad de hablarle.

—Adiós, niña. Vete a la escuela y luego encuentra un buen hombre. Lo lamento.

—¿Qué lamentas? —dijo ella con temor.

—Haber hecho esas cosas contigo antes de que surgiera el problema. Eres sólo una niña. Pero eres una buena niña. Le acarició el pelo, giró sobre los talones y se fue. La compungida Veesey se quedó de pie en medio del cuarto. Tenía ganas de llorar. ¿De qué había servido ella en el viaje?

Talatashar se le había acercado. Extendió la mano. Ella la cogió.

—Dale tiempo, niña —la animó Talatashar. De nuevo
niña
, pensó ella.

—Quizá nos veamos de nuevo —respondió cortésmente—. Éste es un mundo pequeño.

La cara de Talatashar se encendió en una sonrisa extrañamente agradable. Era maravilloso que la parálisis lateral hubiera desaparecido. Ya no parecía viejo.

—Veesey —dijo Talatashar con ansiedad—, recuerdo algunas cosas. Recuerdo lo que estuvo a punto de ocurrir. Recuerdo lo que creíamos ver. Quizá vimos todas esas cosas. No las veremos en tierra. Pero quiero que recuerdes esto. Nos salvaste a todos. A mí también. Y a Trece, y a las treinta mil personas que llevábamos.

—¿Yo? —preguntó ella—. ¿Qué hice yo?

—Pediste ayuda. Dejaste trabajar a Sh'san. Todo ocurrió a través de ti. Si no hubieras sido sincera, bondadosa y afable, si no hubieras sido tan inteligente, ningún cubo habría funcionado. No fue un ratón muerto el que obró los milagros. Tu mente y tu bondad nos salvaron. El cubo sólo añadió los efectos sonoros. De no haber sido por ti, dos muertos navegarían hacia la Gran Nada arrastrando treinta mil cuerpos en decadencia. Nos salvaste a todos. Quizá no sepas cómo, pero lo hiciste.

Un funcionario le tocó el brazo. Tala replicó, con firmeza pero con cortesía:

—Un momento. —Y añadió dirigiéndose a la joven—: Supongo que eso es todo.

Veesey sintió un arrebato de rebeldía: tenía que hablar, aunque con ello se arriesgara a la infelicidad.

—¿Y lo que me dijiste sobre las muchachas... entonces... aquella vez?

—Lo recuerdo. —Por un instante la cara de Tala pareció recobrar su antigua fealdad—. Lo recuerdo. Pero estaba equivocado. Equivocado.

Mirándolo, ella pensó en el cielo
azul
, en las
dos
puertas que tenían detrás, en los
zapatos rojos
que llevaba en el equipaje. No se produjo ningún milagro. Ni Sh'san, ni voces, ni cubos mágicos.

Excepto que él se volvió, regresó hacia ella y dijo:

—Oye, veámonos la semana que viene. Esa gente del mostrador nos puede decir dónde estaremos, así que sabremos cómo encontrarnos. Vamos a molestarlos. Fueron juntos al mostrador de inmigración.

El coronel volvió de la nada
1. Desnudo y solitario

Miramos por la mirilla de la puerta del hospital.

El coronel Harkening se había arrancado de nuevo el pijama y yacía desnudo y de bruces.

Tenía el cuerpo rígido.

Volvía la cara bruscamente hacia la izquierda, de modo que se apreciaban los músculos del cuello. El brazo derecho se separaba del cuerpo en línea recta.

El codo formaba un ángulo recto, y el antebrazo y la mano apuntaban hacia arriba. El brazo izquierdo también salía en línea recta, pero la mano y el antebrazo apuntaban hacía abajo, paralelos al cuerpo.

Las piernas parodiaban la posición de un corredor.

Pero el coronel Harkening no estaba corriendo.

Estaba tendido en el suelo.

Aplastado, como si tratara de privarse de la tercera dimensión para yacer sólo en dos planos.
Grosbeck
retrocedió y cedió a Timofeyev su turno ante la mirilla.

—Insisto en que necesita una mujer desnuda —dijo Grosbeck. Grosbeck siempre buscaba causas elementales.

Teníamos atropina, surgital, toda una gama de digitalínidos, una variedad de narcóticos, electroterapia, hidroterapia, terapia subsónica, shock de temperatura, shock audiovisual, hipnosis mecánica, hipnosis por gas.

Nada de eso había surtido efecto en el coronel Harkening.

Cuando levantábamos al coronel, él trataba de acostarse.

Cuando le poníamos ropa, la rompía.

Ya habíamos llamado a su esposa para que lo viera. Ella había llorado porque el mundo había aclamado a su esposo como un héroe muerto en el vasto y temible vacío del espacio. Su milagroso retorno había asombrado a siete continentes de la Tierra y a las colonias de Venus y Marte.

Harkening había sido piloto de pruebas del nuevo aparato desarrollado por un equipo de la Oficina de Investigaciones de la Instrumentalidad.

Lo llamaban cronoplasto, aunque una minoría prefería el término planoforma.

Yo no entendía la teoría, aunque el propósito era bastante simple. A grandes rasgos, se trataba de comprimir los cuerpos vivos en un marco bidimensional mientras se lanzaba la materia orgánica con sus accesorios tangibles a través de sólo dos dimensiones hacia un punto del espacio inconcebiblemente remoto. Con nuestra anterior tecnología, habríamos tardado por lo menos un siglo en llegar a Alfa Centauro, la estrella más cercana.

Desmond Harkening, que ostentaba el rango titular de coronel bajo los Jefes de la Instrumentalidad, era uno de los mejores navegantes del espacio que teníamos. Disponía de una vista perfecta, una mente analítica, un cuerpo magnífico, una experiencia de primera. ¿Qué más podíamos pedir?

La humanidad lo había enviado en una diminuta nave espacial, no mucho mayor que el ascensor de una casa corriente. En alguna parte entre la Tierra y la Luna, mientras miles de espectadores de televídeo seguían su trayectoria, había desaparecido.

Había conectado el cronoplasto y se había convertido en el primer hombre que entró en planoforma.

Nunca volvimos a ver su nave.

Pero encontramos al coronel.

Yacía desnudo en el centro del Central Park de Nueva York, más de cien kilómetros al oeste de las antiguas ruinas.

Estaba en la grotesca posición que acabábamos de observar en la celda del hospital, formando una especie de estrella de mar humana.

Habían pasado cuatro meses y habíamos logrado muy pocos progresos con el coronel.

Resultaba fácil mantenerlo con vida, pues le administrábamos dosis masivas de los elementos necesarios para la supervivencia biológica, por vía rectal o intravenosa. El no se resistía. No forcejeaba, excepto cuando le poníamos ropa o tratábamos de mantenerlo demasiado tiempo fuera del plano horizontal.

Cuando permanecía erguido mucho tiempo, despertaba en un estado de furia rabiosa, callada, desatada; y luchaba contra los enfermeros, la camisa de fuerza, todo lo que se interpusiera en su camino.

En una desdichada ocasión, el pobre hombre había sufrido durante una semana entera, firmemente sujeto con lona y luchando cada minuto para liberarse y retomar su posición de pesadilla.

La visita de la esposa, la semana anterior, no había provocado más mejoras de las que en mi opinión causaría esta semana la sugerencia de Grosbeck.

El coronel no le prestó a su esposa más atención que a nosotros, los médicos.

Si había regresado de las estrellas, del frío que se extendía más allá de la Luna, de los terrores del arriba-afuera; si había regresado por medios desconocidos para los hombres vivientes; si había regresado siendo él mismo pero sin ser él mismo, ¿cómo iba a reaccionar ante los toscos estímulos del conocimiento humano previo?

Cuando Timofeyev y Grosbeck se volvieron hacia mí después de mirarlo por milésima vez, les dije que no lograríamos avanzar en el caso si nos valíamos de métodos comunes.

—Empecemos de nuevo. Este hombre está aquí. Pero no puede estar aquí porque nadie puede regresar de las estrellas desnudo como un recién nacido, y aterrizar en Central Park tan suavemente que no muestra la menor abrasión. Por lo tanto, no está en ese cuarto, y nosotros no estamos hablando de nada, y no hay ningún problema. ¿Correcto?

—No —respondieron a coro.

Me volví a Grosbeck, el más recalcitrante de los dos.

—Como prefiráis. Premisa principal, él está allí. Segunda premisa, no puede estar allí. Nosotros no existimos.
Quod erat demonstrandum.
¿Os parece mejor?

—No, señor y doctor, jefe y líder —dijo Grosbeck, ateniéndose a las normas de cortesía a pesar de su exasperación—. Tú intentas destruir el contexto del caso, y esto nos conducirá hacia métodos aún más heterodoxos de tratamiento. ¡Por el Señor y por el Cielo! No podemos seguir este camino. Ese hombre está loco. No importa cómo llegó a Central Park. Eso es problema de los ingenieros. No es un problema médico. Su locura sí lo es. Podemos tratar de sanarle o podemos dejarle a su aire. Pero no iremos a ninguna parte si mezclamos la medicina con la ingeniería...

—No es tan serio —interrumpió suavemente Timofeyev. Como el mayor de mis colegas, tenía derecho a dirigirse a mí por el título más breve. Se volvió hacia mí.

—Estoy de acuerdo contigo, señor y doctor Anderson, en que la ingeniería tiene mucho que ver con el estado físico y mental de este hombre. A fin de cuentas, es la primera persona que ha viajado en un cronoplasto y ni nosotros ni los ingenieros ni nadie tiene la menor idea de lo que le pasó. Los ingenieros no encuentran la máquina, y nosotros no encontramos la conciencia del coronel. Dejemos la máquina para los ingenieros, pero perseveremos en el aspecto médico del caso.

No dije nada, esperaba a que se desahogaran hasta que estuvieran preparados para razonar conmigo en vez de sólo gritar de desesperación.

Me miraron, guardando silencio a regañadientes y tratando de darme la iniciativa en este desagradable caso.

—Abre la puerta de la celda —ordené—. En esa posición no escapará. Sólo desea permanecer en posición horizontal.

—Más achatado que una tortita escocesa en un infierno chino —dijo Grosbeck—, y no irás a ninguna parte si lo dejas en esta posición. Antes fue un ser humano, y el único modo de lograr que un ser humano sea humano es apelando a su aspecto antropomórfico, no a un imaginario aspecto plano que se introdujo en él mientras estaba... dondequiera que haya estado. —Grosbeck torció la cara en una sonrisa irónica. En ocasiones su propia vehemencia le resultaba graciosa—. Digamos que estuvo
debajo del espacio
, señor y doctor, jefe y líder.

—Es un buen modo de expresarlo —reconocí—. Más tarde puedes probar tu idea de la mujer desnuda, pero, francamente, yo no creo que dé resultado. Los procesos cerebrales de este hombre no superan los del invertebrado más simple, excepto cuando está en esa grotesca posición. Si no piensa, no ve. Y si no ve, una mujer le resultará tan indiferente como cualquier otra cosa. No hay ningún problema corporal. El problema reside en el cerebro. Aún considero que el problema es llegar al cerebro.

—O al alma —jadeó Timofeyev, cuyo nombre completo era Herbert Hoover Timofeyev, y que procedía de la región más religiosa de Rusia—, A veces no se puede excluir el alma, doctor...

Entramos en la celda y nos quedamos mirando al hombre desnudo.

El paciente respiraba muy despacio. Tenía los ojos abiertos; no habíamos conseguido hacerlo parpadear, ni siquiera con un flash fotográfico. El paciente cobraba una grotesca y elemental humanidad cuando lo sacábamos de la posición plana. Su mente alcanzaba, intelectualmente hablando, un punto no más complejo al de una ardilla aterrada, asustada, desquiciada. Cuando lo vestíamos o lo poníamos en otra posición, luchaba furiosamente, golpeando sin discriminación a objetos y personas.

¡Pobre coronel Harkening! Se suponía que nosotros tres éramos los mejores médicos de la Tierra, y no podíamos hacer nada por él. Incluso habíamos intentado estudiar su modo de debatirse para comprobar si los movimientos musculares y oculares involucrados en el forcejeo revelaban dónde había estado o qué experiencias había sufrido. También eso resultó infructuoso. Luchaba como un niño de nueve meses, usando su fuerza adulta, pero sin discriminación.

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