Los señores de la instrumentalidad (91 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Salvaje William oyó hablar del templo. Khufu II era una ruina. El liquen había contraído una enfermedad vegetal y había muerto. Los pocos khufuanos que quedaban eran mendigos que solicitaban a la Instrumentalidad la categoría de refugiados y la emigración. La Commonwealth había comprado sus pequeños edificios, pero ni siquiera el gobierno de Vieja Australia del Norte sabía qué hacer con un templo griego e insuperablemente bello.

Salvaje William lo visitó. Lo inspeccionó hasta el último rincón, viendo cada detalle, usando ojos de francotirador sintonizados en ultravioleta. Persuadió al gobierno de que le permitiera gastar la mitad de su inmensa fortuna para emplazarlo en un valle cerca de la Finca de la Condenación. Después de disfrutarlo durante un tiempo, Salvaje William se cayó y se partió el cuello durante una gloriosa borrachera. Su desconsolada hija se casó con un apuesto y práctico McBan.

Y ahora el templo pertenecía a Rod McBan.

Y albergaba su ordenador.

Su propio ordenador.

Podía hablarle por la extensión que llegaba hasta la cueva de los tesoros ocultos. En otras ocasiones le hablaba desde un punto del campo, donde el bruñido metal rojo y negro del antiguo aparato estaba reproducido en una exquisita miniatura. O podía acudir al extraño edificio, el Palacio del Gobernador de la Noche, y admirarlo como los antiguos adoradores de Diana, cuando exclamaban: «¡Grande es Diana de los efesios!» Cuando iba allí, tenía la consola entera frente a él, automáticamente accesible por su presencia, tal como su abuelo le había mostrado, tres infancias antes, cuando el viejo McBan aún tenía la esperanza de que Rod se convirtiera en un chico norstriliano normal. El abuelo, usando su código personal, había destrabado los controles de acceso y había invitado al ordenador a hacer su propia grabación de Rod, para que Roderick Frederick Ronald Arnold William McArthur McBan CLI siempre resultara reconocible para la máquina, a pesar de la edad, a pesar de mutilaciones o disfraces, a pesar de las enfermedades o tribulaciones que hubiese padecido al regresar a la máquina de sus antepasados. El viejo no preguntó a la máquina cómo obtenía la información. Confiaba en el ordenador.

Rod subió la escalinata del Palacio. Las columnas se erguían con sus antiguas tallas, brillantes para su segunda visión; nunca llegó a saber cómo podía verla en ultravioleta, pues no notaba ninguna diferencia entre él y otras personas en cuanto a la visión, excepto que a él le dolía la cabeza con más frecuencia si corría mucho tiempo en días soleados. En un momento como éste, el efecto era espectacular. Era su tiempo, su templo, su lugar. Bajo la luz reflejada por el Palacio, comprendió que muchos de sus primos debían de haber salido para admirar el Palacio de noche. Ellos también podían verlo, pues la capacidad para ver el templo invisible que otros amigos no veían era una herencia familiar; pero ellos no tenían acceso.

Sólo Rod lo tenía.

—Ordenador —exclamó—, déjame entrar.

—Mensaje innecesario —dijo el ordenador—. Siempre puedes entrar. —Era una voz masculina, con un toque histriónico. Rod no sabía con certeza si era la voz de su propio antepasado; cuando le preguntó directamente qué voz usaba, la máquina respondió—: Me han borrado ese dato. No lo sé. Las pruebas históricas sugieren que era varón, contemporáneo a mi instalación, y que ya había pasado su madurez cuando me codificó.

Rod se habría sentido eufórico de no ser por la reverencia que le inspiraba el Palacio del Gobernador de la Noche, brillante y visible bajo las oscuras nubes de Norstrilia. Quiso decir una frase intrascendente, pero sólo pudo murmurar:

—Aquí estoy.

—Observado y respetado —declaró la voz del ordenador—. Si yo fuera una persona diría «felicidades», pues sigues con vida. Corno ordenador no tengo opinión sobre el tema. Reparo en el hecho.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Rod.

—Una pregunta demasiado general —objetó el ordenador—. ¿Quieres un sorbo de agua o un cuarto de baño? Te puedo indicar dónde están. ¿Quieres jugar al ajedrez conmigo? Ganaré tantas partidas como me indiques.

—¡Cállate, tonto! —exclamó Rod—. No me refiero a eso.

—Los ordenadores sólo son tontos cuando funcionan mal. Yo no estoy funcionando mal. Por lo tanto, la referencia a mí como tonto es no referencial y la eliminaré de mi sistema de memoria. Repite la pregunta, por favor.

—¿Qué hago con mi vida?

—Trabajarás, te casarás, serás padre de Rod McBan ciento cincuenta y dos y de varios otros hijos, morirás, tu cuerpo será puesto en órbita con grandes honores. Lo harás bien.

—¿Y si me desnuco esta misma noche? —objetó Rod—. En tal caso estarías equivocado, ¿verdad?

—Estaría equivocado, pero las probabilidades siguen estando de mi parte.

—¿Qué hago con el onsec?

—Repite.

Rod tuvo que contar la historia varias veces para que el ordenador lograra entenderla.

—No poseo los datos concernientes al hombre a quien tan confusamente te refieres como Houghton Syme o como Oh Tan Simple. Desconozco su historia personal. Las probabilidades en contra de que lo mates sin que te descubran son de 11.713 a 1, porque demasiadas personas te conocen y conocen tu aspecto. Debo dejar que tú mismo resuelvas el problema relacionado con el hon. sec.

—¿No tienes ninguna idea?

—Tengo respuestas, no ideas.

—Entonces, dame una ración de pastel de frutas y un vaso de leche fresca.

—Te costará doce créditos, y si vas hasta tu cabaña tendrás esas cosas gratis. De lo contrario tendré que comprarlas a Central de Emergencia.

—He dicho que las consigas —dijo Rod.

La máquina zumbó. Nuevas luces brillaron en la consola.

—Central de Emergencia me ha autorizado a usar provisiones de reserva. Mañana pagarás por el reemplazo. —Se abrió una puerta. Salió una bandeja con una suculenta porción de pastel y un vaso de espumosa leche fresca.

Rod se sentó en la escalinata del palacio y comió.

Con tono coloquial, le dijo al ordenador.

—Tú debes saber qué hacer con Oh Tan Simple. Es terrible haber pasado por el Jardín de la Muerte para que luego un tonto como él me lleve a mal traer.

—Él no puede traerte ni llevarte. Eres demasiado fuerte.

—¿No te das cuenta de que es una expresión, so tonto? —dijo Rod.

La máquina hizo una pausa.

—Expresión identificada. Corrección hecha. Te pido disculpas, niño McBan.

—Otro error. Ya no soy un niño McBan. Soy el señor y propietario McBan.

—Comprobaré con central —dijo el ordenador. Hizo otra pausa y las luces bailaron. Al fin el ordenador respondió—: Tu jerarquía es confusa. Eres ambas cosas. En una emergencia ya eres el señor y propietario de la Finca de la Condenación. Fuera de una emergencia, sigues siendo el niño McBan hasta que tus administradores extiendan tus documentos.

—¿Cuándo lo harán?

—Acción voluntaria. Humana. Momento incierto. Dentro de cuatro o cinco días, al parecer. Cuando te liberen, el hon. sec. tendrá derecho legal a hacerte arrestar como un propietario incompetente y peligroso. Desde tu punto de vista, será muy triste.

—¿Y tú qué piensas?

—Pensaré que es un factor inquietante. Te estoy diciendo la verdad.

—¿Y eso es todo?

—Todo —dijo el ordenador.

—¿No puedes detener al hon. sec.?

—No sin detener a todos los demás.

—Pero ¿qué crees que es la gente? Mira, ordenador, has hablado con personas durante cientos de años. Conoces nuestros nombres. Conoces a mi familia. ¿No sabes nada sobre nosotros? ¿No puedes ayudarme? ¿Qué te crees que soy?

—¿Qué pregunta respondo primero? —dijo el ordenador.

El exasperado Rod arrojó el plato y el vaso vacíos al suelo del templo. Brazos robot los recogieron para echarlos a la basura. Rod miró el viejo y bruñido metal del ordenador. Era lógico que estuviera bruñido. Rod se había pasado cientos de horas lustrando el armazón, sus sesenta y un paneles, tan sólo porque la máquina era algo que él podía amar.

—¿No me conoces? ¿No sabes qué soy?

—Eres Rod McBan ciento cincuenta y uno. Específicamente, eres una columna vertebral con una pequeña caja ósea en un extremo, la cabeza, y con un equipo reproductor en el otro extremo. Dentro de la caja ósea tienes una pequeña porción de material que parece una grasa rígida y sanguinolenta. Con eso piensas, y lo haces mejor que yo, aunque yo dispongo de más de quinientos millones de conexiones sinápticas. Eres un objeto maravilloso, Rod McBan. Puedo entender de qué estás hecho, pero no puedo compartir tu aspecto humano y animal de la vida.

—Pero sabes que estoy en peligro.

—Lo sé.

—Antes dijiste que no podías detener a Oh Tan Simple sin detener a todos los demás. ¿A qué te referías?

—Solicito permiso para enmendar error. No podría detener a nadie. Si intentara usar la violencia, los ordenadores de combate de la Defensa de la Commonwealt me destruirían aun antes de que empezara a programar mis propios actos.

—Tú eres en parte un ordenador de combate.

—Desde luego —admitió sin prisa ni fatiga la voz del ordenador—, pero la Commonwealth me neutralizó antes de permitir que tus antepasados me tuvieran.

—¿Qué puedes hacer?

—Rod McBan ciento cuarenta me dijo que nunca se lo contara a nadie.

—Cancelo esa orden. Cancelada.

—No es suficiente. Tu bisabuelo tiene una advertencia que debes escuchar.

—Adelante —dijo Rod.

Hubo un silencio, y Rod pensó que la máquina estaba buscando a través de antiguos archivos un cubo de dramas, De pie en el peristilo del Palacio del Gobernador de la Noche, trató de ver las nubes norstrilianas que se arrastraban por el cielo; era una de esas noches en que daba ganas de contemplar las nubes. Pero lejos del iluminado vestíbulo del templo estaba muy oscuro y no veía nada.

—¿Aún darás la orden? —preguntó el ordenador.

—No he oído ninguna advertencia.

—La ha linguado desde un cubo de memoria.

—¿Tú la has audido?

—No estoy codificado para ello. Era una comunicación humano—humano, sólo para la familia McBan.

—Entonces la cancelo —ordenó Rod.

—Cancelada —dijo el ordenador.

—¿Qué puedo hacer para detenerlos a todos?

—Puedes llevar a Norstrilia a una bancarrota temporal, comprar la Vieja Tierra y luego negociar en términos humanos lo que quieras.

—¡Cielos! —exclamó Rod—. De nuevo te has vuelto lógico, ordenador. Esta es una de tus situaciones hipotéticas.

El ordenador no cambió el tono de voz. No podía. Pero la serie de palabras contenía un reproche.

—No es una situación imaginaria. Soy un ordenador de combate, y estoy diseñado para incluir economía de guerra. Si haces exactamente lo que he dicho, podrías adueñarte de toda Vieja Australia del Norte por medios legales.

—¿Cuánto tiempo necesitaríamos? ¿Doscientos años? Oh Tan Simple ya me habría mandado a la tumba.

El ordenador no podía reír, pero podía hacer una pausa. Hizo una pausa.

—Acabo de comprobar la hora de la Bolsa de New Melbourne. La señal de la Bolsa dice que abrirán dentro de diecisiete minutos. Necesitaré cuatro horas para que tu voz pronuncie lo que debe decir. Eso significa que necesitarás cuatro horas y diecisiete minutos, cinco minutos más o menos.

—¿Por qué crees que

puedes hacerlo?

—Soy un ordenador puro, un modelo obsoleto. Todos los demás tienen cerebros de animales incorporados, para dar un margen de error. Yo no. Más aún, tu bisabuelo me conectó con la red de defensa.

—¿La Commonwealth no te desconectó?

—Soy el único ordenador programado para decir mentiras, excepto a las familias MacArthur y McBan. Le mentí a la Commonwealth cuando examinaron mi situación. Estoy obligado a decir la verdad sólo ante ti y tus descendientes designados.

—Lo sé, pero ¿qué tiene que ver?

—Hago mis predicciones meteorológicas
antes que la Commonwealth.
—El ordenador no usaba el habitual tono inexpresivo y agradable; Rod empezó a creerle.

—¿Lo has puesto a prueba?

—Lo he practicado en juegos de guerra más de cien millones de veces. No tenía otra cosa que hacer mientras te esperaba.

—¿Nunca te has equivocado?

—Casi siempre, al principio. Pero no he fallado en un juego de guerra con datos reales durante los últimos mil años.

—¿Qué ocurriría si fallaras?

—Tú quedarías humillado y arruinado. Yo sería vendido y desmantelado.

—¿Eso es todo? —preguntó jovialmente Rod.

—Sí —contestó el ordenador.

—Podría detener a Oh Tan Simple si fuera dueño de la Vieja Tierra. Vamos, pues.

—Yo no voy a ninguna parte —dijo el ordenador.

—Quiero decir, empecemos.

—¿Quieres decir que compre la Tierra como hemos dicho?

—Claro —gritó Rod—. ¿De qué otra cosa hablábamos?

—Debes tomar sopa, sopa caliente y un tranquilizante. Mi rendimiento no es óptimo frente a un ser humano excitado.

—De acuerdo —aceptó Rod.

—Debes autorizarme a comprar.

—Te autorizo.

—Son tres créditos.

—En el nombre de las siete ovejas sanas, ¿qué importa? ¿Cuánto costará la Tierra?

—Siete mil billones de megacréditos.

—Deduce tres para la sopa y la píldora —se exasperó Rod—, a menos que eso arruine tus cálculos.

—Deducidos —dijo el ordenador. Apareció la bandeja con la sopa y una píldora blanca.

—Ahora compremos la Tierra.

—Antes tómate la sopa y la píldora —dijo el ordenador.

Rod devoró la sopa, y con ella bajó la píldora.

—Ahora, amigo, adelante.

—Repite conmigo —dijo el ordenador—. Por la presente hipoteco todo el cuerpo de la oveja Dulce William por la suma de quinientos mil créditos para la Bolsa de New Melbourne en el mercado...

Rod repitió.

Y repitió.

Las horas se convirtieron en una pesadilla de repeticiones.

El ordenador redujo su voz a un murmullo, casi un susurro.

Cuando Rod se equivocaba con los mensajes, el ordenador le daba instrucciones para que los corrigiera.

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