Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Con razón la niña era prodigiosa y extraña: la habían hecho heredera de todas las edades.
Es el momento del reluciente apogeo de la verdad en el fatigoso compartir
dijo la voz sin nombre, clara y estentórea.
Es el momento de tú y de él.
Elena comprendió que reaccionaba ante impulsos telepáticos que la dama Pane Ashash había introducido en la mente de la niña-perro, impulsos que se activaban con plena potencia en cuanto los tres entraban en contacto telepático.
Por una fracción de segundo sólo captó perplejidad en su propio interior. Sólo se veía a sí misma: cada detalle, cada secreto, cada pensamiento, cada sensación y cada contorno de la carne. Era curiosamente consciente de que los senos le adornaban el pecho, de la tensión de los músculos del vientre que mantenían recta y erguida la columna vertebral femenina...
¿Columna vertebral femenina?
¿Por qué había pensado que tenía una columna vertebral femenina?
Entonces lo supo.
Estaba siguiendo la mente del Cazador a medida que la conciencia de él le invadía el cuerpo, lo bebía, lo gozaba, lo amaba de nuevo, esta vez de dentro hacia fuera.
Supo de algún modo que la niña-perro lo observaba todo en silencio, sin palabras, bebiendo en ambos la plenitud de ser verdaderamente humana.
Aun en pleno delirio sintió vergüenza. Aunque fuera un sueño, le pareció demasiado. Empezó a cerrar la mente y pensó que debía apartar las manos de las manos del Cazador y la niña-perro.
Pero entonces llegó el fuego...
El fuego ascendió desde el suelo, ardiendo de forma intangible alrededor de ellos. Elena no sintió nada, aunque percibía el contacto de la mano infantil.
Llamas en torno a las damas, amas, dijo una voz idiota desde ninguna parte.
Una pira que luego expira, mira, dijo otra.
Calor con mucho ardor, valor, dijo una tercera.
De pronto Elena recordó la Tierra, pero no era la Tierra que conocía. Ella era P'Juana y no era P'Juana. Era un alto y fuerte hombre-mono, imposible de distinguir de un ser humano verdadero. Ella/él, con el corazón alerta, atravesaba la plaza de la Paz de An-fang, la Vieja Plaza de An-fang, donde todo comienza. Ella/él notó una diferencia. Echó de menos algunos edificios.
La verdadera Elena pensó:
De manera que eso es lo que hicieron con la niña: le implantaron los recuerdos de otras subpersonas. Otras que llevaron a cabo logros audaces y viajaron.
El fuego cesó.
Por un instante, Elena vio el limpio y apacible recinto de color negro y oro; luego el verde océano coronado de espuma blanca entró en un torrente. El agua los bañó sin mojarlos. El verdor los rodeó sin presión ni ahogo.
Elena era el Cazador. Enormes dragones flotaban en los cielos de Fomalhaut III. Se vio errando por una colina, cantando con amor y añoranza. Tenía la mente del Cazador, la memoria del Cazador. El dragón lo detectó y bajó planeando. Las enormes alas del reptil eran más hermosas que un ocaso, más delicadas que las orquídeas. Batían el aire tan suavemente como el hálito de un niño. Elena fue el Cazador y el dragón; sintió que las mentes se fundían y que el dragón moría con un destello de alegría y júbilo.
El agua desapareció. También P'Juana y el Cazador. Ella no estaba en el recinto. Era la tensa, cansada y preocupada Elena, buscando destinos desesperados por una calle sin nombre. Tenía que llevar a cabo misiones que nunca podría cumplir. La persona equivocada, el momento equivocado, el tiempo equivocado... y estoy sola, sola, sola, gritaba su mente. El recinto reapareció; también las manos del Cazador y la niña.
Se levantó una niebla.
Otro sueño
, pensó Elena.
¿Aún no hemos terminado?
Pero en alguna parte había otra voz, una voz que chirriaba como una sierra que partiera hueso, como una máquina rota que siguiera funcionando a velocidad máxima, destruyéndose. Era una voz maligna y aterradora. Quizá fuera la «muerte» con la cual la habían confundido las subpersonas del túnel.
La mano del Cazador soltó la de Elena y ésta soltó la de P'Juana.
Había una mujer extraña en la habitación. Vestía el tahalí de la autoridad y los leotardos del viajero.
Elena la miró a los ojos.
—Recibirás tu castigo —sentenció la terrible voz, que ahora salía de la mujer.
—¿Q-q-qué? —tartamudeó Elena.
—Estás condicionando a una subpersona sin autoridad. No sé quién eres, pero el Cazador debería saber cómo comportarse. El animal tendrá que morir, desde luego —declaró la mujer, mirando a la pequeña P'Juana.
El Cazador musitó, en parte saludando a la desconocida, en parte ofreciendo una explicación a Elena, como si no se atreviera a decir nada más.
—La dama Arabella Underwood.
Elena no pudo hacer una reverencia para saludar, aunque lo deseaba.
La niña-perro les dio una sorpresa.
—Soy la hermana Juana, no un animal
, dijo.
La dama Arabella parecía tener problemas auditivos. (Elena misma no sabía si estaba oyendo palabras articuladas o si recibía el mensaje con la mente)
—Soy Juana y te amo.
La dama Arabella se sacudió como si la hubieran salpicado con agua.
—Claro que eres Juana. Me amas. Y yo te amo.
—Las personas y las subpersonas se encuentran en el amor.
—Amor. Claro, amor. Eres una buena niña. Y tienes mucha razón.
—Me olvidarás
—continuó Juana—,
hasta que nos encontremos y nos amemos de nuevo.
—Sí, querida. Adiós por ahora.
Al fin P'Juana se dirigió al Cazador y Elena con palabras.
—Ya está. Sé quién soy y cuál es mi misión. Será mejor que Elena venga conmigo. Te veremos pronto, Cazador... si sobrevivimos.
Elena contempló a la dama Arabella, que se había quedado rígida, con los ojos fijos en ellos como una ciega. El Cazador le hizo una seña a Elena, sonriéndole con sabiduría, amabilidad y tristeza.
La niña condujo a Elena escalera abajo, hasta la puerta que daba al túnel de Englok. Cuando atravesaron la puerta de bronce, Elena oyó que la dama Arabella le decía al Cazador:
—¿Qué haces aquí a solas? Flota un olor raro. ¿Has traído animales? ¿Has matado algo?
—Sí, señora —respondió el Cazador mientras P'Juana y Elena salían por la puerta.
—¿Qué? —exclamó la dama Arabella.
El Cazador alzó la voz enfáticamente porque quería que ellas dos también lo oyeran:
—He matado, señora. Como siempre, con amor. Esta vez ha sido un sistema.
Se deslizaron por la puerta mientras la voz irritada de la dama Arabella, autoritaria e inquisitiva, aún arremetía contra si Cazador.
Juana iba delante. Su cuerpo era el de una bonita niña, pero tenía la personalidad del pleno despertar de todas las subpersonas que se le habían impreso. Elena no lo entendía, porque Juana era todavía la niña-perro, pero también era Elena y el Cazador. Ya no cabía duda sobre sus movimientos: la niña, que ya no era una subniña, llevaba la delantera; y Elena, humana o no, la seguía.
La puerta se cerró detrás de ellas. Estaban de vuelta en el Pasillo Marrón y Amarillo. La mayoría de las subpersonas las esperaban. Las miraban fijamente. Los densos olores animales y humanos del viejo túnel se cernieron sobre ellas como espesas y lentas olas. Elena sintió que le empezaba un dolor de cabeza en las sienes, pero estaba demasiado alerta para darle importancia.
P'Juana y Elena miraron al subpueblo.
Casi todos hemos visto pinturas u obras teatrales basadas en esta escena. La más famosa es sin duda el notable «dibujo en un solo trazo» de San Shigonanda: el fondo es casi todo gris, con un toque marrón y amarillo a la izquierda, un toque negro y rojo a la derecha, y en el centro la extraña pincelada blanca, casi un borrón, que de algún modo sugiere a la desconcertada Elena y a la bienaventurada y condenada niña Juana.
Charley-cariño-mío fue, como era de esperar, el primero en hablar. (Elena ya no lo consideraba un hombre-cabra) Parecía un hombre maduro, serio y cordial que luchaba con esfuerzo contra una salud débil y una vida incierta. La sonrisa ahora le resultaba persuasiva y encantadora. Se preguntó por qué antes no lo había visto así. ¿La habían cambiado?
Charley-cariño-mío habló antes de que Elena hallara una respuesta.
—El Cazador lo ha hecho. ¿Eres P'Juana?
—¿Soy P'Juana? —preguntó la niña, dirigiéndose a la muchedumbre de gente rara y deforme que llenaba el túnel—: ¿Pensáis que soy P'Juana?
—¡No, no! Eres la dama prometida... eres el puente-hacia-el-hombre —exclamó una alta anciana de pelo amarillo a quien Elena no recordaba haber visto.
La mujer cayó de rodillas ante la niña y trató de asir la mano de P'Juana. La niña apartó las manos con serenidad pero firmeza, de modo que la mujer sepultó la cara en la falda de la niña y lloró.
—Soy Juana —continuó la niña—, y ya no soy perro. Ahora sois gente, gente. Si llegáis a morir conmigo, moriréis como hombres. ¿No resulta mejor que antes? Y tú, Ruthie —le dijo a la mujer que yacía a sus pies—, levántate y deja de llorar. Alégrate. Estos son los días que compartiré con vosotros. Sé que te arrebatarán a tus hijos y los matarán, Ruthie, y lo lamento sinceramente. No te los puedo devolver. Pero te ofrezco la condición de mujer. Incluso he transformado a Elena en una persona.
—¿Quien eres? —preguntó Charley-cariño-mío—. ¿Quién eres?
—Soy la niña que hace apenas una hora enviaste a vivir o morir. Pero ahora soy Juana, no P'Juana, y os traigo un arma. Vosotras sois mujeres. Vosotros sois hombres. Sois personas. Podéis usar el arma.
—¿Qué arma? —preguntó la voz de Rastra desde la tercera fila de espectadores.
—Vida y vida compartida —respondió la niña Juana.
—No seas necia —exclamó Rastra—. ¿Cuál es el arma? No nos des palabras. Hemos tenido palabras y muerte desde que comenzó la vida del subpueblo. Eso nos dio la gente: buenas palabras, bonitos principios y frío exterminio, año tras año, generación tras generación. No me digas que soy una persona, pues no es cierto. Soy un bisonte y tengo conciencia de ello. Un animal preparado para tener el aspecto de una persona. Dame algo con qué matar. Déjame morir luchando.
La pequeña Juana ofrecía una imagen incongruente con su joven cuerpo y su baja estatura. Aún llevaba el vestido azul con que Elena la había visto por primera vez. Parecía imponente. Levantó la mano y los cuchicheos que se habían desatado mientras Rastra gritaba se acallaron.
—Rastra —dijo, con una voz que invadía todo el recinto—, la paz sea contigo en el eterno ahora.
Rastra frunció el ceño. Tuvo la cortesía de revelar su desconcierto ante el mensaje de Juana, pero no le respondió.
—No me hables, querido pueblo —continuó la pequeña Juana—. Primero acostúmbrate a mí. Traigo la vida compartida. Es más que amor. Amor es una palabra dura, triste, sucia, una palabra fría, una palabra vieja. Dice demasiado y promete demasiado poco. Traigo algo mucho mayor que el amor. Si estáis vivos, estáis vivos. Si tenéis vida compartida, sabéis que la otra vida también está allí... cualquiera de vosotros, todos vosotros. No hagáis nada. No aferréis, no toméis, no arrebatéis. Limitaos a
ser.
Ésa es el arma. No hay llama, pistola ni veneno que puedan detenerla.
—Quiero creerte —dijo Mabel—, pero no sé cómo.
—No me creas. Tan sólo espera y deja que las cosas ocurran. Dejadme pasar, buenas gentes de mi pueblo. Tengo que dormir un rato. Elena me cuidará mientras duermo. Cuando despierte, os contaré por qué ya no sois subpersonas.
Juana avanzó.
Un chirrido salvaje y ululante vibró en el pasillo.
Todos se volvieron para ver de dónde procedía.
Parecía el chillido de un ave beligerante, pero venía de la muchedumbre.
Elena fue la primera en verlo.
Rastra empuñaba un cuchillo. Al terminar el grito se lanzó sobre Juana.
La niña y la mujer cayeron al suelo, los vestidos enredados. La gran mano se alzó dos veces con el cuchillo, y la segunda vez apareció ensangrentada.
Por la ardiente quemadura que sentía en el costado, Elena comprendió que había recibido una de las puñaladas. No sabía si Juana vivía aún.
Los subhombres apartaron a Rastra de la niña. Rastra estaba pálida de ira.
—Palabras, palabras. Nos matará a todos con sus palabras.
Un subhombre gordo y corpulento, con un hocico de oso en una cabeza y un cuerpo bastante humano, se acercó a Rastra y le propinó una enérgica bofetada. Rastra se desplomó inconsciente. El cuchillo ensangrentado cayó sobre la vieja y gastada alfombra. (Elena pensó automáticamente:
Reconstituyente, más tarde; verificar vértebras cervicales; no hay hemorragia)
Por primera vez en su vida, Elena actuó como una bruja competente. Ayudó a desnudar a la pequeña Juana. El delgado cuerpo tenía un aspecto dolido y frágil. Una oscura sangre le manaba por debajo de las costillas. Elena hurgó en el bolso izquierdo. Tenía una péndola quirúrgica de radar. La acercó al ojo de Juana. Después examinó los labios de la herida. El peritoneo estaba rasgado, el hígado había sufrido heridas, los pliegues superiores del intestino grueso estaban perforados en dos sitios.
Cuando vio esto, supo lo que debía hacer. Apartó a los curiosos y se puso manos a la obra. Primero unió los cortes de dentro hacia fuera, empezando por la lesión del hígado. Cada toque del adhesivo orgánico iba precedido por una pulverización de líquido recodificador, diseñado para reforzar la capacidad de reconstitución del órgano dañado. Pasó once minutos sondando, apretando, estrujando. Aún no había terminado cuando Juana despertó, murmurando:
—¿Me estoy muriendo?
—En absoluto —respondió Elena—, a menos que estos medicamentos humanos no sean aceptados por tu sangre de perro.
—¿Quién lo hizo?
—Rastra.
—¿Por qué? —preguntó la niña—. ¿Por qué? ¿Ella también está herida? ¿Dónde está?
—No tan herida como lo estará pronto —bufó el hombre-cabra, Charley-cariño-mío—. Si sobrevive, la curaremos, la juzgaremos y la ejecutaremos.
—No, nada de eso —murmuró Juana—. La amaréis. Debéis amarla.
El hombre-cabra quedó desconcertado. Se volvió perplejo hacia Elena.
—Mejor échale un vistazo a Rastra —sugirió—. Tal vez Orson la ha matado con esa bofetada. Es un oso.
—Ya lo he notado —replicó con sequedad Elena—. ¿Acaso pensaba que Orson tenía aspecto de colibrí?