Los señores de la instrumentalidad (46 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Más abajo se extendía la ciudad vieja con sus raras luces geométricas. La ciudad nueva, bañada en su tenue y perpetuo fulgor, brillaba contra la noche de Fomalhaut III. Más allá, el eterno océano hervía en sus propias tormentas.

En el escenario los actores no pueden hacer mucho con la escena del interludio, cuando la niña Juana, de cinco años, alcanzó en una sola noche la estatura de una muchacha de quince o dieciséis. La máquina biológica funcionó bien, aunque su vida corrió peligro. La transformó en una joven vital y robusta sin alterarle la mente. Esto resulta difícil de representar para cualquier actriz. Las cajas narradoras tienen más ventajas. Pueden mostrar la máquina con toda clase de añadidos: luces centelleantes, relámpagos, rayos misteriosos. En realidad era como una tina llena de gelatina marrón e hirviente que cubría totalmente a Juana.

Entretanto, Elena engullía vorazmente en la sala palaciega de Englok. La comida era muy antigua, y ella, como bruja, tenía dudas acerca de su valor nutritivo, pero le calmó el hambre, Los habitantes de Clown Town habían declarado ese recinto «terreno vedado» para ellos, por razones que Charley-cariño-mío no atinaba a explicar. Se quedó en la puerta y le detalló qué debía hacer para encontrar comida, para activar el lecho oculto en el suelo, para abrir el cuarto de baño. Todo era muy anticuado, nada respondía a un simple pensamiento o una simple palmada.

Sucedió algo extraño.

Elena se había lavado las manos, había comido y se estaba preparando para el baño. Se había quitado casi toda la ropa; pensaba que Charley-cariño-mío era sólo un animal, no un hombre, así que no importaba.

De pronto supo que sí importaba.

Quizá fuera una subpersona, pero para ella era un hombre. Profundamente ruborizada, entró deprisa en el cuarto de baño y le indicó:

—Vete. Me bañaré y dormiré. Despiértame cuando debas hacerlo, no antes.

—Sí, Elena.

—Y... y...

—¿Sí?

—Gracias —añadió ella—. Muchas gracias. ¿Sabes? Nunca antes le había dado las gracias a una subpersona.

—No te preocupes —la tranquilizó Charley-cariño-mío con una sonrisa—. La mayoría de la gente verdadera no lo hace. Duerme bien, querida Elena. Cuando despiertes, prepárate para grandes sucesos. Arrancaremos una estrella del firmamento e incendiaremos miles de mundos.

—¿Qué dices? —preguntó ella, asomando la cabeza.

—Sólo es una manera de hablar —sonrió él—. Para significar que no tendrás mucho tiempo. Descansa bien. No olvides poner tu ropa en la máquina-azafata. Las de Clown Town están estropeadas. Pero como no hemos usado este cuarto, la tuya debería funcionar.

—¿Cuál es? —preguntó Elena.

—La tapa roja con la manija dorada. Tan sólo levántala.

Y con ese comentario doméstico la dejó descansar y se fue a planear el destino de cien mil millones de vidas.

Cuando Elena salió del cuarto de Englok, —le dijeron que de mañana. ¿Cómo podía saberlo?— El Pasillo Marrón y Amarillo con sus amarillentas, viejas
y
sombrías luces, estaba tan oscuro y hediondo como de costumbre. Sin embargo, la gente parecía haber cambiado.

Bebé-bebé ya no parecía una vieja y desagradable mujer-ratón, sino una persona de gran fuerza y ternura. Rastra era tan peligrosa como un enemigo humano, y clavaba los ojos en Elena, la bella cara ablandada por un odio oculto. Charley-cariño-mío era jovial, cordial y persuasivo. Creyó captar expresiones en la cara de Orson y la mujer-serpiente, por raros que fueran sus rasgos.

Y después de unos saludos singularmente corteses, preguntó:

—¿Qué sucederá ahora?

Habló una nueva voz, una voz que ella conocía e ignoraba.

¡La dama Pane Ashash! ¿Y quién era la que estaba con ella?

Elena no había terminado de hacerse la pregunta cuando supo la respuesta. Era Juana, crecida, sólo media cabeza más baja que la dama Pane Ashash o que ella misma. Era una nueva Juana, poderosa, feliz y serena; pero que también era la pequeña P'Juana.

—Bien venida a nuestra revolución —saludó la dama Pane Ashash.

—¿Qué es una revolución? —preguntó Elena—. Creía que tú no podías entrar aquí debido al escudo contra pensamientos.

La dama Pane Ashash levantó un cable que arrastraba con su cuerpo de robot.

—Arreglé esto para poder usar el cuerpo. Las precauciones ya son inútiles. Ahora es el otro bando el que deberá tomarlas. Una revolución es una forma de cambiar los sistemas y la gente. Esta es una. Tú primero, Elena. Por aquí.

—¿Vamos a morir? ¿A eso te refieres?

La dama Pane Ashash rió cálidamente.

—Ahora me conoces. Y conoces a mis amigos. Ahora sabes qué has sido hasta ahora, una bruja inútil en un mundo que no te necesitaba. Quizá debamos morir, pero lo que cuenta es lo que llevaremos a cabo antes de morir. Ésta es Juana, que va al encuentro de su destino. Tú nos guiarás hasta la ciudad alta. Luego Juana nos guiará. Y después veremos.

—¿Quieres decir que todos ellos irán también? —Elena contempló las filas de subpersonas, que estaban empezando a: formar dos hileras en el pasillo. Las formaciones se volvían irregulares allí donde las madres llevaban a sus hijos de la mano o en brazos. Aquí y allá asomaba una subpersona gigantesca,

No han sido nada
, pensó Elena,
y yo tampoco era nada. Ahora todos conseguiremos algo, aunque quizá nos maten por ello. No «quizá», «sin duda» es la expresión correcta. Pero vale la pena si Juana consigue cambiar los mundos, aunque sea un poco, aunque sea por los demás.

Juana habló. La voz había crecido con el cuerpo, pero tenía el mismo tono entrañable con que la niña-perro había hablado dieciséis horas atrás (que para Elena parecían dieciséis años), cuando Elena la había conocido en la puerta del túnel de Englok.

—El amor no es algo especial, reservado sólo para los hombres —declaró Juana—. El amor no es orgulloso. El amor no tiene nombre. El amor ama la vida misma, y nosotros tenemos vida.

»No podemos vencer peleando. Las personas nos superan en número, en armamento, en velocidad, en capacidad de lucha. Pero no nos crearon las personas. Fuimos creados por aquello que creó a las personas. Todos lo sabéis, pero ¿diremos el nombre?

La muchedumbre murmuró
no
y
nunca.

—Habéis esperado por mí. Yo también he esperado. Quizá sea el momento de morir, pero moriremos como las personas morían al principio, antes de que todo se volviera fácil y cruel para ellas. Viven en un sopor y mueren en un sueño. No es un buen sueño, y si despiertan sabrán que también nosotros somos personas. ¿Estáis conmigo? —Murmuraron un
sí—.
¿Me amáis? —Otro murmullo aprobatorio—. ¿Saldremos al encuentro de este día?

La aclamaron con entusiasmo.

Juana se volvió hacia la dama Pane Ashash.

—¿Todo está tal como deseaste y ordenaste?

—Sí —respondió la entrañable difunta con cuerpo de robot—. Juana primero, para conduciros. Elena delante de ella, para ahuyentar a robots y subpersonas comunes. Cuando encontréis a personas verdaderas, amadlas. Eso es todo. Debéis amarlas. Si os matan, las amaréis. Juana os mostrará cómo. No me prestéis más atención. ¿Preparados?

Juana levantó la mano derecha y murmuró unas palabras. Todos inclinaron la cabeza: caras, hocicos y morros de todos los tamaños y colores. Una niñita soltó un maullido agudo hacia el fondo.

Antes de ponerse a la cabeza de la comitiva, Juana se volvió hacia su pueblo y preguntó:

—Rastra, ¿dónde estás?

—Aquí, en el centro —respondió una voz clara y serena.

—¿Me amas ahora, Rastra?

—No, P'Juana. Me gustas menos que cuando eras una perrita. Pero esta gente es mi pueblo, además del tuyo. Soy valiente. Puedo caminar. No causaré problemas.

—Rastra —dijo Juana—, ¿amarás a la gente cuando la encuentres?

Todas las caras se volvieron hacia la hermosa muchacha-bisonte. Elena apenas podía verla en el pasillo en penumbra. Elena advirtió que el rostro de la muchacha había palidecido de emoción. No pudo distinguir si realmente era por rabia o por miedo.

—No —declaró al fin Rastra—, no amaré a la gente. Ni te amaré a ti. Tengo mi orgullo.

Con la suavidad de la muerte ante el lecho de un agonizante, Juana habló:

—Puedes quedarte, Rastra. Puedes quedarte aquí. No es una gran oportunidad, pero dispones de ella.

—Te deseo mala suerte, mujer-perro —dijo Rastra—, y le deseo mala suerte también a ese despreciable ser humano que te acompaña.

Elena se puso de puntillas para ver qué ocurriría. Y de pronto la cara de Rastra desapareció entre la muchedumbre.

La mujer-serpiente se abrió paso a codazos hasta la vanguardia, se acercó a Juana para que todos la vieran y cantó con voz clara como el metal:

—Canta «Pobre, pobre Rastra», amado pueblo. Canta «Amo a Rastra», amado pueblo. Está muerta. Acabo de matarla para que todos estemos colmados de amor. Yo también te amo —añadió la mujer-serpiente, en cuyos rasgos de reptil no se apreciaba ningún indicio de amor ni de odio.

Juana habló, al parecer urgida por la dama Pane Ashash.

—Amamos a Rastra, amado pueblo. Pensad en ella y avancemos.

Charley-cariño-mío empujó a Elena con suavidad.

—Tú irás delante.

Elena los precedió como flotando en un sueño.

Se sentía cálida, feliz, audaz cuando pasó cerca de la extraña Juana, tan alta y sin embargo tan familiar. Juana le sonrió y susurró:

—Dime que lo estoy haciendo bien, mujer humana. Soy perro, y los perros han vivido un millón de años para alabar al hombre.

—¡Tienes razón, Juana, tienes muchísima razón! Estoy contigo. ¿Vamos? —respondió Elena.

Juana asintió, con los ojos húmedos por las lágrimas.

Elena se puso a la cabeza. Juana y la dama Pane Ashash la siguieron, perro y dama muerta al frente de la comitiva.

El resto del subpueblo las siguió en doble hilera.

Cuando abrieron la puerta secreta, la luz del día inundó el pasillo. Elena casi sintió que el aire nauseabundo salía con ellos. Cuando miró hacia el túnel por última vez, vio el solitario cuerpo de Rastra tendido en el suelo.

Elena se volvió hacia la escalera y empezó a subir.

Nadie había descubierto aún el cortejo.

Elena oía el cable de la dama Pane Ashash arrastrándose sobre la piedra y el metal de los escalones mientras subían.

Cuando llegó a la puerta, Elena tuvo un instante de indecisión y pánico.

«Esta es mi vida, mi vida —pensó—. No tengo otra. ¿Qué he hecho? Oh, Cazador, Cazador, ¿dónde estás? ¿Me has traicionado?»

—¡Adelante! —murmuró Juana a sus espaldas—. Adelante. Ésta es una guerra de amor. No te detengas.

Elena abrió la puerta que daba a la calle. El camino estaba lleno de gente. Tres ornitópteros policiales revoloteaban en lo alto. Era un número desacostumbrado. Elena se detuvo de nuevo.

—Sigue caminando —indicó Juana— y ordena a los robots que se alejen.

Elena avanzó y la revolución empezó.

8

La revolución duró seis minutos y abarcó ciento doce metros.

La policía se acercó en cuanto las subpersonas salieron por la puerta.

El primer aparato descendió como un gran pájaro y preguntó:

—¿Quiénes sois? ¡Identificaos!

—Aléjate —dijo Elena—. Es una orden.

—Identifícate —insistió la máquina con forma de pájaro, frenando bruscamente. El robot escrutó a Elena con sus ojos lenticulares.

—Vete —profirió Elena—. Soy una humana verdadera y te lo ordeno.

El primer ornitóptero policial llamó a los demás por radio. Descendieron aleteando sobre el corredor que había entre los altos edificios.

Mucha gente se había detenido. Todas las caras revelaban desconcierto, y algunos parecían excitados, divertidos o aterrados al ver tantas subpersonas apiñadas en un solo lugar.

Juana cantó, articulando claramente en la Vieja Lengua Común:

—Queridas personas, somos personas. Os amamos. Os ornamos.

El subpueblo comenzó a salmodiar
amor, amor, amor
en un extraño canto monótono plagado de sostenidos y semitonos. Los humanos verdaderos retrocedieron. Juana dio el ejemplo abrazando a una joven mujer de su misma estatura. Charley-cariño-mío aferró por los hombros a un hombre humano y le gritó:

—¡Te amo, amigo! Créeme. Te amo. Es maravilloso conocerte.

El hombre humano se quedó desconcertado por el abrazo y aún más asombrado por la fulgurante calidez de la voz del hombre-cabra. Quedó boquiabierto, el cuerpo flojo de pura sorpresa.

En alguna parte alguien gritó.

Un ornitóptero de la policía regresó. Elena no distinguió si era el que ella había ahuyentado o uno nuevo. Esperó a que se acercara para llamarlo y ordenarle que se alejara. Por primera vez se sintió intrigada por el carácter físico del peligro. ¿Podía la máquina policial lanzarle un disparo? ¿O atacarla con llamas? ¿O llevársela con los garfios de hierro para colocarla en un sitio donde quedaría bonita y limpia y nunca más sería ella misma? Pensó: «Oh, Cazador, Cazador, ¿dónde estás ahora? ¿Me has olvidado? ¿Me has traicionado?»

El subpueblo seguía avanzando y confundiéndose con las personas verdaderas, aferrándoles las manos o la ropa y repitiendo el discordante sonsonete:

—Os amamos. ¡Oh, por favor, os amamos! Somos personas. Somos vuestros hermanos...

La mujer-serpiente no tenía mucho éxito. Había asido a un hombre humano con su férrea mano. Elena no le había visto decir nada, pero el hombre se había desmayado al instante. La mujer-serpiente lo llevaba colgado del brazo como un abrigo inútil mientras buscaba alguien más para amar.

Detrás de Elena una voz murmuró:

—Llegará pronto.

—¿Quién? —preguntó Elena a la dama Pane Ashash. Aunque sabía muy bien a quién se refería, no quería admitirlo. Entretanto no dejaba de observar al ornitóptero que los sobrevolaba.

—El Cazador, desde luego —respondió el robot con la voz de la entrañable dama—. Vendrá a buscarte. Tú estarás bien.

He llegado al final demi cable. Apártate, querida. Están a punto de matarme de nuevo y temo que el espectáculo te resultará desagradable.

Catorce robots de infantería marchaban con marcial resolución contra la multitud. Esto alertó a varios humanos verdaderos, que empezaron a escabullirse por las puertas. La mayor parte de las personas verdaderas estaban tan sorprendidas que se dejaban tocar por las subpersonas, que repetían una y otra vez palabras de amor, revelando a todas luces el origen animal de sus voces.

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