Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
odio-escupitajo-vómito,
sucio, sucio, sucio,
¡explota!,
muere,
desaparece,
hiede, derrúmbate, púdrete, desaparece,
odio-odio-odio.
El fiero y rojo rugido que linguó torpemente lo lastimó incluso a él. Advirtió que el monito se había desmayado. G'mell estaba pálida y parecía a punto de vomitar.
Rod miró hacia donde estaba la araña ¿La había alcanzado?
Sí.
Despacio, muy despacio, las largas patas se estiraron en un espasmo, soltando al hombre, cuyo cuerpo cayó. Los ojos de Rod siguieron el picado del falso Rod McBan. Se estremeció cuando un golpe húmedo le informó que el duplicado de su cuerpo se había estrellado contra la dura pista de la torre, a cien metros. Miró de nuevo hacia la «araña», que intentaba aferrarse a la torre hasta que al fin rodó hacia abajo. También chocó contra la dura pista, donde agonizó pataleando mientras su personalidad se deslizaba hacia una noche íntima y eterna.
—Eleanor —jadeó Rod—. ¡Oh, quizá sea Eleanor! —Gimió y echó a correr hacia la copia de su cuerpo humano, olvidando que era un hombre-gato.
La voz de G'mell le llegó aguda como un alarido, aunque baja.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Quédate quieto! ¡Cierra la mente! ¡Cállate! ¡Si no te callas, estamos perdidos!
Rod se detuvo y la miró estólidamente. Entonces notó que ella hablaba en serio. Obedeció. Dejó de moverse. No intentó hablar. Replegó la mente, se cerró con tal fuerza a los contactos telepáticos que le empezó a doler la cabeza. El monito M'gentur se levantó trabajosamente del suelo. Tenía un aspecto demacrado y malparado. G'mell aún estaba pálida.
Varios hombres subían por la rampa, los vieron y enfilaron hacia ellos.
Unas alas batieron el aire.
Un pájaro enorme —no, era un ornitóptero— aterrizó rozando la pista con las zarpas. Un hombre uniformado bajó de un salto y gritó:
—¡Dónde está?
—¡Saltó! —gritó G'mell.
El hombre echó a andar hacia donde ella señalaba y se volvió de repente.
—¡Estúpida! La gente no puede saltar de aquí. La barrera podría detener naves. ¿Qué has visto?
G'mell era buena actriz. Fingió que se reponía de un shock y le costaba hablar. El hombre uniformado le dirigió una mirada altiva.
—Una gata y un mono —dijo—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Quiénes sois?
—Mi nombre es G'mell; profesión, muchacha de placer, personal de Terrapuerto, a las órdenes del comisionado Bebedor de Té. Éste es mi amigo, ninguna jerarquía, nombre G'roderick, cajero del banco nocturno de abajo. ¿Él? —Señaló a M'gentur con la cabeza—. No sé mucho sobre él.
—Nombre, M'gentur. Profesión, ayudante de cirugía. Jerarquía, animal. No soy una subpersona, sólo un animal.
Vine en la nave de Marte con el hombre muerto y otros hombres verdaderos que se le parecían, y ellos bajaron primero...
—Cállate —ordenó el hombre uniformado. Se volvió a los hombres que se acercaban—. Honorable subjefe, el sargento trescientos ochenta y siete informando. El usuario del arma telepática ha desaparecido. Aquí sólo tenemos a dos gatos, no muy inteligentes, y un pequeño mono. Pueden hablar. La muchacha dice que vio a alguien bajar de la torre.
El subjefe era un alto pelirrojo cuyo uniforme parecía aún más elegante que el del sargento.
—¿Cómo lo hizo? —le preguntó a G'mell.
Rod conocía a G'mell lo suficiente para reconocer que su actitud confusa, femenina e incoherente era una simple careta. G'mell dominaba plenamente la situación. Balbuceó:
—Creo que saltó. No sé cómo.
—Es imposible —replicó el subjefe—. ¿Tú viste adonde fue? —le ladró a Rod McBan.
Rod quedó atónito ante la brusca pregunta. Además, G'mell le había dicho que guardara silencio. Entre estas dos órdenes perentorias, optó por:
—Eh... ah... bien... mire...
—Señor y amo subjefe —interrumpió secamente el mono cirujano—, este hombre-gato no es muy inteligente. Creo que no sacarás mucho de él. Hermoso pero estúpido. Raza de criadero...
Rod carraspeó y se sonrojó un poco ante estos comentarios, pero la rápida mirada de G'mell le indicó que debía seguir callado.
—Yo sí me fijé en un detalle, amo —intervino ella—. Tal vez tenga importancia.
—¡Por la Campana y el Banco, habla! —exclamó el subjefe—. ¡Deja de decidir qué debo saber!
—La piel de ese extraño hombre estaba ligeramente de azul.
El subjefe retrocedió un paso. Sus soldados y el sargento lo miraron asombrados.
—¿Estás segura? —le preguntó bruscamente a G'mell.
—No, amo. Sólo me lo pareció.
—¿Viste uno solo? —ladró el subjefe.
Rod, representando su presunta estupidez, levantó cuatro dedos.
—Ese idiota cree que vio cuatro —le gritó el subjefe a G'mell—. ¿Sabe contar?
G'mell miró a Rod como si fuera una bestia apuesta y sin cerebro. Rod devolvió la mirada con aire estúpido. Era algo que hacía muy bien: como en su mundo natal no linguaba ni audía, había tenido que soportar interminables horas de conversación ajena cuando era pequeño, sin entender jamás de qué hablaban. Había descubierto muy pronto que si se quedaba rígido, con aire de estupidez, la gente no le molestaba tratando de incluirlo en la conversación, usando la voz y ladrándole como si fuera sordo. Trató de adoptar esa postura que le resultaba tan familiar y le agradó poder fingir bien aun frente a G'mell. Incluso mientras ella se esforzaba por conseguir la libertad de todos y desempeñaba su papel de muchacha, la aureola de pelo llameante la hacía brillar como el sol de la Tierra; aunque era una gata, sobresalía entre todos los que estaban en la plataforma por su belleza y su inteligencia. Rod no se sorprendió de que no se fijaran en él en presencia de una personalidad tan arrolladora; sólo deseaba que lo ignoraran aún más, así podría caminar hasta el cadáver para comprobar si era Eleanor o uno de los robots. Si Eleanor había muerto por él durante los primeros minutos de su gran visita a la Tierra, Rod jamás se lo perdonaría.
La charla acerca de los hombres azules lo divertía. Existía en las tradiciones de Norstrilia una raza de magos lejanos que, mediante la ciencia o el hipnotismo, podían volverse invisibles para otros hombres. Rod nunca había hablado con un funcionario de seguridad norstriliano acerca del problema de custodiar el
stroon
contra el ataque de los hombres invisibles, pero, por el modo en que la gente contaba las historias de los hombres azules, suponía que nunca habían aparecido en Norstrilia o que las autoridades norstrilianas no los tomaban muy en serio. Le asombraba que la gente de la Tierra no llamara a un par de telépatas de primera para que registraran la pista en busca de cualquier criatura viva, pero a juzgar por el parloteo y el movimiento de los ojos, la gente de la Tierra tenía unos sentidos muy débiles y no tomaba las decisiones con prontitud y eficiencia.
Alguien respondió a su pregunta por Eleanor.
Uno de los soldados se reunió con el grupo, se cuadró y al fin recibió permiso para interrumpir las conjeturas de G'mell y M'gentur acerca de cuántos hombres azules habían saltado en la torre. El subjefe hizo una seña y el soldado dijo:
—Señor y subjefe, permíteme informar que el cuerpo no es tal. Es sólo un robot con aspecto de persona.
El día cobró brillo en el corazón de Rod. Eleanor estaba a salvo en alguna parte de la inmensa torre.
La noticia pareció decidir al joven oficial.
—Trae una máquina de rastreo y un perro —ordenó al sargento—, y cerciórate de que toda esta zona se registre hasta el último milímetro cuadrado.
—Está hecho —respondió el soldado.
Rod pensó que era un comentario extraño, pues aún no se había hecho nada.
El subjefe impartió otra orden:
—Encended los localizadores letales antes de que bajemos por la rampa. El dispositivo debe matar automáticamente a toda identidad que no esté perfectamente clara. Incluidos nosotros —añadió para sus hombres—. No queremos que ningún hombre azul se cuele en la torre entre nosotros.
G'mell, con cierta osadía, se acercó al oficial y le susurró algo al oído. Él movió los ojos, se sonrojó y cambió las órdenes:
—Cancelad los localizadores letales. Quiero que este escuadrón cierre filas. Lo lamento, hombres, pero tendréis que tocar a estas subpersonas durante unos minutos. Quiero que permanezcan bien cerca de nosotros para tener la certeza de que nadie se infiltra en nuestro grupo.
(Luego G'mell contó a Rod lo que había confesado al joven oficial: ella podía ser un ejemplar mezclado, en parte animal y en parte humano, y era la muchacha de placer de dos magnates extranjeros de la Instrumentalidad. Le había dicho que creía tener una identidad definida pero que no estaba segura, de manera que los localizadores letales podrían matarla si no presentaba una imagen concreta al pasar. Los localizadores habrían detectado, explicó, a cualquier subhombre que se hiciera pasar por persona, o viceversa, y habrían matado al sospechoso intensificando la configuración magnética de su cuerpo orgánico. Esas máquinas eran peligrosas, pues a veces mataban a personas normales y legítimas o a subpersonas que no presentaban una identidad definida.)
El oficial se apostó en la esquina delantera izquierda del rectángulo animado de personas y subpersonas. Cerraron filas, Rod advirtió que los dos soldados que tenía al lado se estremecían al tocar su cuerpo gatuno. Apartaban la cara como sí él oliera mal. Rod no dijo nada; sólo miró hacia delante y mantuvo su expresión estúpida.
Lo que siguió fue sorprendente. Los hombres caminaban de manera extraña, y todos movían la pierna izquierda al unísono, y luego la pierna derecha. M'gentur no podía hacerlo, así que G'mell, tras pedir con señas la aprobación del sargento, lo recogió y se lo acercó al pecho. De pronto estalló un fogonazo.
Estas
, pensó Rod,
han de ser primas de las armas que el Señor Dama Roja llevaba hace unas semanas, cuando aterrizó con su nave en mi propiedad.
(Recordó a Hopper amenazando la vida del Señor Dama Roja con un cuchillo trémulo como una cabeza de serpiente; y recordó el estallido súbito y silencioso, el humo negro y aceitoso, y al apesadumbrado Bill mirando la silla donde había estado su amigo hacía apenas un instante.)
Estas armas no relampagueaban, pero el zumbido del suelo y la agitación del polvo demostraban su potencia.
—¡Cerrad filas! ¡Juntar los píes! ¡No dejéis pasar a un solo hombre azul! —ordenó el subjefe.
Los hombres obedecieron.
Un olor a quemado impregnó el aire.
No había nada vivo en la rampa, salvo ellos.
Cuando la rampa dobló un recodo, Rod soltó un jadeo.
Era la sala más enorme que había visto. Abarcaba toda la cima de Terrapuerto. Ni siquiera atinaba a calcular cuántas hectáreas tenía, pero allí habría cabido una pequeña granja. Había algunas personas allí. Los hombres rompieron filas a una orden del subjefe. El oficial clavó los ojos en Rod, G'mell y M'gentur.
—¡No os mováis hasta que yo vuelva!
Permanecieron allí sin decir nada.
Rod lo contemplaba todo como si devorara el mundo con los ojos. En la enorme sala había más antigüedades y riquezas de las que poseía Vieja Australia del Norte. Centelleantes cortinas de paño increíblemente fino colgaban del techo a treinta metros de altura; algunas parecían estar sucias y rasgadas, pero otras, si se incluía el impuesto del veinte millones por ciento a las importaciones, valían más de lo que un norstriliano podía pagar. Había sillas y mesas aquí y allá, algunas de ellas merecedoras de un lugar de exposición en el Museo del Hombre de Nuevo Marte. Aquí simplemente se usaban. La gente no parecía más feliz por estar rodeada de tantos tesoros. Por primera vez, Rod comprendió en qué medida la pobreza espartana que se habían autoimpuesto había dignificado la vida en Norstrilia, Su pueblo no tenía muchas comodidades, cuando podía haber comprado inmensos tesoros y llevarlos a su planeta desde todos los mundos, a cambio de la droga que prolongaba la vida. Pero si hubieran estado atiborrados de tesoros, no habrían valorado nada; habrían terminado por no tener nada. Evocó su pequeña colección de antigüedades ocultas. En la Tierra no habría llenado un bote de basura, pero en la Finca de la Condenación bastaba para convertirlo en un experto.
Al evocar su mundo se preguntó qué haría el hon. sec. Oh Tan Simple mientras su enemigo llegaba a la Tierra. Había que recorrer un largo trecho para llegar allí.
G'mell le pellizcó el brazo para llamarle la atención.
—Abrázame —le pidió—, que tengo miedo de caerme y A'ikasus no tiene fuerzas para sostenerme.
Rod se preguntó quien era A'ikasus, pues sólo estaban en compañía del monito M'gentur; también se preguntó por qué había que sostener a G'mell. La disciplina norstriliana le había enseñado a no cuestionar órdenes en una emergencia. La abrazó.
De pronto ella se derrumbó como si se hubiera desmayado o dormido. Él la sostuvo con un brazo y con la mano Ubre le apoyó la cabeza en su hombro, para que diera la impresión de que G'mell estaba cansada y mimosa, no inconsciente. Resultaba agradable sostener el menudo cuerpo femenino, que parecía tan frágil y delicado. La cabellera despeinada aún estaba impregnada por el aroma del salobre aire marino que tanto le había sorprendido una hora atrás. G'mell era el mayor tesoro que Rod había visto hasta ahora en la Tierra. Pero ¿la tenía? ¿Qué haría con ella en Vieja Australia del Norte? Las subpersonas estaban totalmente prohibidas, excepto para usos militares y bajo el control exclusivo del gobierno de la Commonwealth.
No imaginaba a G'mell manejando una podadera mientras caminaba por una oveja gigante para esquilarla. La idea de que la muchacha-gato pasara toda la noche con una oveja gigante solitaria o asustada le parecía ridícula. Era una muchacha de placer, un adorno con forma humana; las criaturas como ella no tenían un lugar bajo los acogedores cielos grises de su patria. La belleza de G'mell se agostaría en el aire seco; su intrincada mente se avinagraría con la fatigosa monotonía de una cultura rural: propiedad, responsabilidad, defensa, independencia, sobriedad. Para ella New Melbourne sería un montón de chozas.
Rod advirtió que se le estaban enfriando los pies. En la pista la luz del sol les había dado calor, aunque los abofeteara el helado y salobre viento de los maravillosos «mares» de la Tierra. Allí dentro sólo había el fresco de una gran altura, sumado a la humedad; Rod jamás había conocido un frío húmedo, y constituía una experiencia extrañamente incómoda.