Los señores de la instrumentalidad (102 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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G'mell despertó con un temblor justo cuando el oficial se les acercaba desde el otro extremo de la inmensa sala.

Más tarde, G'mell contó a Rod lo que había experimentado al perder la conciencia.

Primero, había recibido una llamada que no podía explicar. Por eso había advertido a Rod. A'ikasus era el verdadero nombre del «mono» que él llamaba M'gentur.

Luego, mientras caía en un sopor sostenida por el fuerte brazo de Rod, G'mell había oído la música de dos o tres trompetas que tocaban diversos fragmentos de una intrincada y maravillosa pieza musical., a veces de una en una, a veces juntas. Si un telépata humano o robot le hubiera escudriñado la mente mientras ella escuchaba la música, habría creído que una perceptiva muchacha-gato se había conectado con uno de los muchos canales de entretenimiento telepático que llenaban el espacio de la Tierra.

Al fin llegaron los mensajes. No estaban codificados dentro de la música. La música le creaba imágenes mentales porque ella era G'mell, singular, excepcional, única. Determinadas fugas o notas le llegaban a la memoria y las emociones, despertando en su mente viejas asociaciones casi olvidadas. Primero pensó en «el vuelo del alto cielo», como en la canción que le había cantado a Rod. Luego vio ojos, ojos penetrantes que ardían de sabiduría mientras permanecían húmedos de humildad. Luego percibió los extraños olores del Abajo-abajo, la ciudad donde las subpersonas trabajaban para mantener la civilización en la superficie y donde algunas subpersonas ilegales se ocultaban de las autoridades humanas. Al fin vio al propio Rod saltando de la pista con su contoneo norstriliano. La conclusión era simple. Tenía que llevar a Rod a las cámaras olvidadas, desoladas y prohibidas del Sin Nombre, y deprisa. La música cesó y ella despertó.

El oficial llegó.

Les dirigió una furiosa e inquietante mirada.

—Este asunto es raro. El comisionado de turno no cree que haya hombres azules. Todos hemos oído hablar de ellos. Pero sabemos que alguien activó una bomba emocional telepática. ¡Ese furor! La mitad de la gente de esta sala se desmayó cuando estalló. El uso de esas armas en la circunscripción terrestre está totalmente prohibido.

Ladeó la cabeza, examinándolos.

G'mell guardó un prudente silencio, Rod siguió actuando como un estúpido, M'gentur se portó como un monito brillante e indefenso.

—Aún más raro —continuó el oficial—, el comisionado de turno ha dado órdenes de dejaros en libertad. Las recibió mientras se desquitaba conmigo. ¿Cómo es posible que alguien sepa que estáis aquí? Sois subpersonas. Pero ¿quiénes sois?

Los miró con curiosidad, pero luego la curiosidad cedió bajo la presión de los hábitos de toda una vida.

—¿A quién le importa? —ladró furiosamente—. Andando. Largo de aquí. Sois subpersonas y no podéis estar en esta sala.

Les dio la espalda y se marchó.

—¿Adonde vamos? —susurró Rod, ansiando que G'mell le dijera que podía bajar a la superficie para ver la Vieja Tierra.

—Bajaremos al fondo del mundo, y luego... —Se mordió el labio—. Y luego bajaremos todavía más. Tengo órdenes.

—¿No me puedo tomar una hora libre para ver la Tierra? —preguntó Rod—. Tú te quedarás conmigo, naturalmente.

—¿Cuando la muerte chisporrotea alrededor de nosotros? Claro que no. Ven, Rod. Pronto obtendrás tu libertad, si alguien no te mata antes. A'ikasus, guíanos.

Se dirigieron hacia un conducto.

Cuando Rod miró hacia abajo sintió un mareo. Sólo cuando vio la gente que subía y bajaba flotando comprendió que era un dispositivo que no tenían en Vieja Australia del Norte.

—Coge un cinturón —murmuró G'mell—. Finge que estás acostumbrado.

Rod miró alrededor. Cuando ella cogió un cinturón de lona de unos quince centímetros de ancho y se lo puso en la cintura, Rod comprendió lo que debía hacer. Cogió uno y se lo puso. Esperaron mientras M'gentur correteaba por los anaqueles, buscando un cinturón lo bastante pequeño. Al fin G'mell lo ayudó escogiendo uno de tamaño natural y haciéndole un doblez antes de cerrarlo.

—Magnético —explicó G'mell—. Para el conducto.

No tomaron el conducto principal.

—Ése es sólo para personas —dijo G'mell.

El conducto para subpersonas era igual, salvo que no tenía luces brillantes, ni ventilación de aire fresco, ni letreros en cada nivel, ni imágenes para entretener a los pasajeros que subían o bajaban. Además, este conducto parecía transportar más mercancías que pasajeros. Enormes cajas, fardos, piezas de maquinaria, muebles y bultos inexplicables, cada cual atado con un cinturón magnético y guiado por una subpersona, bajaban y subían flotando en el misterioso y atareado tráfico de la Vieja Tierra.

Discursos y recursos

Rod McBan, disfrazado de gato, bajó flotando por el conducto hacia el encuentro más extraño que podía tener un hombre de su época. G'mell bajaba con él. Se aferraba púdicamente la falda entre las rodillas. M'gentur, apoyando la mano simiesca en el hombro de G'mell, adoraba la suave cabellera roja que ondulaba en la corriente que ellos mismos creaban; ansiaba convertirse de nuevo en A'ikasus y admiraba profundamente a G'mell, pero el amor entre las diversas razas de subpersonas por fuerza debía ser platónico. Fisiológicamente no podían reproducirse, y emocionalmente les resultaba difícil comprender las necesidades empáticas de otra forma de vida, por emparentada que estuviera. A'ikasus, pues, sólo quería que G'mell fuera su amiga.

Mientras bajaban en relativa paz, otras personas pensaban en ellos en diversos mundos.

Vieja Australia del Norte, oficina administrativa de la Commonwealth, ese mismo día

—Tú, ex hon. sec. de este gobierno, estás acusado de extralimitarte en tus deberes onsequiales y de intentar perjudicar o asesinar a uno de los súbditos de su majestad ausente. Dicho súbdito es Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan, de la generación ciento cincuenta y una; también estás acusado de abusar de un instrumento oficial de este gobierno al tramar y llevar a cabo dicho propósito ilegal, a saber, un gorrión mutante, número de serie cero nueve uno nueve cuatro ocho siete, número de especialidad dos tres dos ocho cinco dos cinco, de cuarenta y un kilogramos de peso, con un valor monetario de seiscientos ochenta y cinco minicréditos. ¿Qué alegas?

Houghton Syme CXLIX enterró la cara en las manos y sollozó.

La cabaña de la finca de la condenación, a la misma hora

—Tía Doris, está muerto, está muerto, está muerto. Lo presiento.

—Tonterías, Lavinia. Puede meterse en problemas y no lo sabremos. Pero con todo ese dinero, el gobierno de la Instrumentalidad usaría el Gran Parpadeo para comunicar el cambio en su propiedad. No quiero parecer despiadada, niña, pero cuando hay tantas propiedades en juego, la gente actúa deprisa.

—El está muerto.

Doris no desdeñaba las artes telepáticas. Recordaba cómo los australianos habían huido del furor de Paraíso VII. Se acercó al armario y cogió un tarro de extraño color.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó a Lavinia.

La niña le dirigió una sonrisa forzada a pesar de su desesperación interior.

—Sí, desde que yo tenía el tamaño de un minielefante la gente me ha dicho que esa jarra era un «no toques».

—¡Pues has hecho bien si no lo has tocado! —replicó la tía Doris—. Es una mezcla de
stroon
con miel de Paraíso Séptimo.

—Miel —exclamó Lavinia—. Creí que nadie había regresado a ese horrible lugar.

—Algunos regresan —explicó la tía Doris—. Parece que algunas formas terrícolas se han adaptado y todavía viven allí, entre ellas las abejas. Esta miel tiene poderes sobre la mente humana. Es un hipnótico poderoso. Lo mezclamos con
stroon
para asegurarnos de su inocuidad.

La tía Doris metió una cuchara en la jarra, la sacó, la hizo girar para recoger los hilillos de espesa miel y se la ofreció a Lavinia.

—Ten. Lámela y trágala toda.

Lavinia titubeó y obedeció. Cuando la cuchara estuvo vacía, se relamió los labios y devolvió la cuchara limpia a la tía Doris, quien la puso aparte para lavarla después.

La tía Doris guardó ceremoniosamente la jarra en un estante alto, cerró con llave el armario y se metió la llave en el bolsillo del delantal.

—Sentémonos fuera —le dijo a Lavinia.

—¿Cuándo ocurrirá?

—¿Qué ocurrirá?

—El trance... las visiones... lo que provoque esta miel.

Doris soltó su fatigada risa racional.

—¡Ah, eso! A veces no ocurre nada. En todo caso, no te perjudicará, niña. Sentémonos en el banco. Te diré si advierto algo raro en tu mirada.

Se sentaron ociosamente en el banco. Dos ornitópteros de la policía volaban bajo las nubes eternamente grises, vigilando en silencio la Finca de la Condenación. Lo hacían desde que el ordenador de Rod le había indicado cómo ganar todo ese dinero: la fortuna seguía apilándose, casi más deprisa de lo que se tardaba en registrarla. Los ornitópteros volaban con armonía y elegancia. Los pilotos habían sincronizado el aleteo de ambas máquinas, de modo que parecían pájaros danzando un ballet. El efecto cautivaba a Lavinia y a tía Doris.

De pronto Lavinia habló con voz clara, aguda, exigente, muy distinta de lo habitual:

—Es toda mía, ¿verdad?

Doris respiró suavemente.

—¿Qué, querida?

—La Finca de la Condenación. Soy una de las herederas, ¿verdad?

Lavinia apretó los labios en una sonrisa tímida y astuta que la habría avergonzado si hubiera estado en sus cabales. La tía Doris no replicó. Asintió en silencio.

—Si me caso con Rod seré la señora y propietaria McBan, la mujer más rica que jamás haya existido. Y si me caso con él, me odiará, porque pensará que es por el dinero y el poder. Pero he amado a Rod, lo amé especialmente porque no era capaz de linguar ni de audir. Siempre he sabido que algún día me necesitaría, no como mi padre, que cantaba sin cesar sus locas, tristes y orgullosas canciones. Pero ¿cómo puedo casarme ahora con él..?

—Busca a Rod —susurró Doris con voz gentil e insinuante—. Búscalo en esa parte de tu mente que pensaba que él había muerto. Busca a Rod, Lavinia, busca a Rod.

Lavinia lanzó una carcajada de dicha. Era la risa de una niñita.

Miró sus pies, el cielo, a Doris: la miró sin verla.

Los ojos se le aclararon. Luego habló con su voz adulta y normal:

—Veo a Rod. Alguien lo ha convertido en hombre-gato, como en las imágenes que hemos visto de las subpersonas. Y hay una muchacha con él, una chica, Doris, pero no puedo estar celosa. Es la criatura más hermosa que ha vivido jamás en ningún mundo. Tendrías que verle el cabello, Doris. Tendrías que verle el cabello. Es como una cascada de hermoso fuego. ¿Ése es Rod? No lo sé. No distingo. No veo.

Sentada en el banco, miraba sin ver a través de Doris, llorando con desespero. La tía Doris se quiso levantar; era hora de que esa pobre muchacha se fuera a dormir, después de haber probado el hipnótico de Paraíso Séptimo.

Pero Lavinia intervino de nuevo.

—También los veo a ellos.

—¿A quiénes? —preguntó la tía Doris sin mayor interés, ahora que habían encontrado información sobre Rod. Doris nunca mencionaba el asunto a los hombres, pero era una persona muy supersticiosa a quien le atraía lo sobrenatural. Sin embargo, incluso en esas incursiones mantenía la mentalidad práctica que la había caracterizado toda su vida. Así, cuando Lavinia tropezó con el mayor secreto del universo contemporáneo, no lo tuvo en cuenta. No comentó a nadie la visión, ni entonces ni después.

—Veo al pálido y orgulloso pueblo de manos fuertes y ojos blancos —insistió Lavinia—. Los constructores del Palacio del Gobernador de la Noche.

—Eso es bonito —comentó la tía Doris—, pero es la hora de tu siesta...

—Adiós querido pueblo... —dijo Lavinia con voz ebria.

Había visto a los dáimonos en su propio mundo.

La tía Doris, sin prestarle atención, se levantó y le cogió el brazo para llevarla a descansar. No quedaba nada de los dáimonos, excepto una canción que Lavinia se sorprendió canturreando unas semanas después, sin saber si la había soñado o si la había leído en un libro:

¡Los verás, los verás

andar bellos y libres!

Por jardines de hierba plateada,

más allá de ondulantes ríos,

el cabello peinado

por los dedos del viento.

Los conocerás

por sus rostros blancos,

impávidos, distantes,

sin arrugas,

mientras viajan por la noche

hacia destinos prodigiosos.

Así llegaron las noticias sobre Rod, confusas y fragmentarias; así pasó la visión de los dáimonos en su mundo oculto entre las estrellas.

En la playa de Meeya Meefla, el mismo día

—Padre, no puedes estar aquí. ¡Nunca vienes aquí!

—Sin embargo, aquí estoy —dijo el señor William No-de-aquí—. Y es importante.

—¿Importante? —rió Ruth—. Entonces no es para mí. Yo no soy importante. Tu trabajo allí si lo es. —Señaló con la cabeza el borde de Terrapuerto, que flotaba, nítido y circular, más allá de las crestas de las nubes lejanas.

El atildado Señor se acuclilló torpemente en la arena.

—Escucha, muchacha —dijo con énfasis y lentitud—, nunca te he pedido gran cosa, pero ahora te pediré un favor.

—Sí, padre —respondió ella, algo intimidada por esa inusitada actitud: su padre solía tratarla con amable distanciamiento, y se olvidaba de ella diez segundos después de haberle hablado.

—Ruth, ¿sabes que somos norstrilianos?

—Somos ricos, sí a eso te refieres. Qué más da, considerando cómo andan las cosas.

—No hablo de riquezas. ¡Hablo de nuestro hogar, y es muy importante!

—¿Hogar? Nosotros nunca hemos tenido un hogar, padre.

—¡Norstrilia! —masculló él.

—Yo nunca lo he visto, padre. Y tampoco tú. Ni tu padre. Ni el bisabuelo. ¿De qué estás hablando?

—¡Podemos regresar a nuestro hogar!

—¿Qué ocurre, padre? ¿Has perdido el juicio? Siempre has dicho que nuestra familia compró la emigración y nunca podría regresar. ¿Qué ocurre ahora? ¿Han cambiado las leyes? No sé si quiero volver, de todos modos. No hay agua ni playas ni ciudades. Sólo hay un planeta seco y triste con ovejas enfermas y granjeros inmortales que merodean armados hasta los dientes.

—¡Ruth, tú puedes lograr que volvamos!

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