Los señores de la instrumentalidad (104 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
11.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Rod comprendió que para esos seres era uno más, un gato convertido en hombre, y que los obreros del subpueblo que servían a la Vieja Tierra estaban adiestrados para no conversar mientras trabajaban para el hombre.

Captó el urgente susurro de G'mell a M'gentur:

—...y no le preguntes.
Díselo a El.
¡Nos arriesgaremos a cruzar la zona de las personas para visitar al Maestro Gatuno!
Díselo a El.

M'gentur respiraba entrecortadamente. Los ojos se le salían de las órbitas, pero no estaba mirando nada. Gruñó como si realizara un gran esfuerzo interno. Al fin soltó la pared. Habría caído lentamente si G'mell no lo hubiera cogido para acunarlo como un bebé.

—¿Llegaste a El? —susurró ávidamente G'mell.

—Él —jadeó el monito.

—¿Quién? —preguntó Rod.

—Ese-I —respondió G'mell—. Ya te lo contaré después. —Y preguntó a M'gentur—: Si has llegado a El, ¿qué dijo?

—Dijo: «A'ikasus, no digo que no. Eres mi hijo. Corre el riesgo si lo consideras necesario.» Y no me preguntes ahora, G'mell. Déjame pensar un poco. Acabo de viajar hasta Norstrilia y volver de allí. Todavía me siento ahogado en este pequeño cuerpo. ¿Tenemos que hacerlo ahora? Justo ahora? ¿Por qué no podemos ir a Él y averiguar para qué queremos a Rod? —preguntó M'gentur señalando hacia las profundidades de abajo—. Rod es un medio, no un fin. ¿Quién sabe qué hacer realmente con él?

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Rod.

—Yo sé qué haremos con él —afirmó G'mell al mismo tiempo.

—¿Qué? —dijo el monito, nuevamente cansado.

—Lo dejaremos en libertad, y le dejaremos hallar la felicidad; y si él quiere brindarnos ayuda, la aceptaremos con gratitud. Pero no le robaremos. No le haremos daño. Ese sería un modo mezquino y sucio de mejorar nuestra vida. Si él averigua quién es antes de encontrarse con El, se entenderán mejor. —Se volvió hacia Rod y preguntó con misterioso énfasis—: ¿No quieres saber quién eres?

—Soy Rod McBan ciento cincuenta y uno.

—Shhh, no menciones nombres aquí. No hablo de nombres. Hablo de tu interioridad profunda. La vida misma, tal como fluye a través de ti. ¿Sabes quién eres?

—No me confundas —se defendió—. Sé perfectamente quién soy, y dónde vivo, y qué tengo. Incluso soy consciente de que ahora se supone que soy un hombre-gato llamado G'roderick. ¿Qué más hay que saber?

—¡Los hombres! —gimió ella—. ¡Los hombres! Aunque sois personas, sois tan obtusos que no podéis comprender una simple pregunta. No te pregunto el nombre ni el domicilio ni el título ni la propiedad de tu bisabuelo. Te pregunto por ti, Rod, el único que vivirá, no importa cuántos números puedan ponerse tus nietos detrás del apellido. No estás en el mundo sólo para poseer una propiedad o exhibir un nombre con un número detrás. Tú eres tú. Nunca hubo otro ser como tú. Nunca habrá otro tú después de ti. ¿Qué quiere ese «ser»?

Rod miró las paredes del túnel, que muy abajo parecían virar suavemente hacia el norte. Miró los pequeños rombos de luz proyectados en las paredes por las puertas de aterrizaje a los diversos niveles de Terrapuerto. Sintió que su propio peso le tironeaba ligeramente de la mano mientras se asía de la rugosa superficie del conducto vertical, sostenido por el cinturón. Aquella prenda le resultaba incómoda; a fin de cuentas, estaba soportando la mayor parte de su peso.

Pensó:
¿Quién soy yo para tener derecho a desear algo? Soy Rod McBan CU, el señor y propietario de la Finca de la Condenación. Pero también soy un pobre fenómeno con poca telepatía que ni siquiera sabe linguar ni audir con claridad.

G'mell lo estudiaba con mirada clínica, pero Rod comprendió que ella no intentaba espiarle la mente.

Terminó hablando casi tan fatigosamente como M'gentur, que también se llamaba Aikesus o algo parecido, y que tenía extraños poderes para ser un monito:

—Creo que no deseo muchas cosas, G'mell. Sólo linguar y audir correctamente, como otras personas de mi mundo natal.

La expresión de G'mell revelaba comprensión y un gran esfuerzo por llegar a una decisión.

M'gentur interrumpió con su aguda voz de mono:

—Dímelo a mí, señor y amo.

—No aspiro a nada —repitió Rod—. Me gustaría linguar y audir porque otras personas se burlan de mí por ello. Y me gustaría conseguir un sello triangular azul de dos peniques, del Cabo de Buena Esperanza, mientras estoy en la Tierra. Eso es todo. Supongo que no quiero nada más.

El mono cerró los ojos y pareció dormirse de nuevo: Rod sospechó que se trataba de un trance telepático.

G’mell enganchó a M'gentur de un viejo tubo que sobresalía de la superficie del conducto. Como M'gentur sólo pesaba unos gramos, el cinturón no sufrió un tirón fuerte. G’mell aferró el hombro de Rod y lo atrajo hacia sí.

—Escucha, Rod. ¿Quieres saber quién eres?

—No lo sé. Podría hacerme desdichado.

—¡No, si
sabes
quién eres! —insistió ella.

—Quizá no me guste lo que soy. A otras personas no les gusto. Mis padres murieron juntos cuando su nave explotó en el espacio. No soy normal.

—¡Por amor de Dios! —exclamó ella.

—¿De quién?

—Perdóname, padre —dijo G'mell, sin hablar con nadie que estuviera a la vista.

—He oído ese nombre en alguna parte —reflexionó Rod—. Pero pongámonos en marcha. Quiero llegar a ese lugar misterioso al que debes conducirme y luego quiero averiguar qué le ha ocurrido a Eleanor.

—¿Quién es?

—Mi criada. Adoptó mi forma, ha corrido riesgos por mí, junto con ocho robots. De mí depende hacer algo por ella. Siempre.

—Pero es tu
criada
—declaró G'mell—. Ella te sirve. Es casi una subpersona, como yo.

—Es una persona —protestó Rod—. No tenemos subpersonas en Norstrilia, salvo algunas en tareas del gobierno. Y ella es mi amiga.

—¿Quieres casarte con ella?

—¡Grandes ovejas enfermas! ¿Estás loca? ¡No!

—¿Quieres casarte con alguien?

—¿A los dieciséis años? —exclamó Rod—. De todos modos, mi familia lo arreglará. —Evocó a la sencilla, honesta y dedicada Lavinia, y no pudo evitar compararla con la voluptuosa criatura que flotaba junto a él en el túnel mientras el tráfico circulaba. Casi ingrávida, la cabellera de G'mell le aureolaba la cabeza como una flor mágica. De vez en cuando G'mell se la apartaba de los ojos. Rod resopló—. No con Eleanor.

Cuando él dijo esto, la hermosa muchacha-gato tuvo otra idea.

—Tú sabes qué soy, Rod —dijo, muy seriamente.

—Una muchacha-gato del planeta Tierra. Se supone que eres mi esposa.

—En efecto —respondió ella con un tono extraño—. ¡Adelante, pues!

—¿Adelante?

—Sé mi esposo —invitó ella con un ligero tartamudeo—. Sé mi esposo si eso te ayuda a encontrarte a ti mismo.

Ella miró rápidamente a derecha e izquierda. No había nadie cerca.

—¡Mira, Rod, mira! —
G'mell se entreabrió el vestido. Aun en la penumbra, Rod pudo distinguir la sutil tracería de las venas en el delicado pecho y los jóvenes senos con forma de pera. Las aureolas que rodeaban los pezones eran de un claro, dulce e inocente color rosado; los pezones parecían deliciosos como golosinas. Por un instante Rod sintió placer y luego un terrible embarazo. Apartó la cara con timidez. Lo que ella había hecho era interesante, pero no resultaba exactamente agradable.

Cuando Rod se atrevió a mirarla, G'mell aún le estudiaba la cara.

—Soy una muchacha de placer, Rod. Éste es mi oficio. Y tú eres un gato, con todos los derechos de un gato macho. Nadie repararía en ello en este túnel.
Rod, ¿quieres hacer algo?

Rod tragó saliva y calló.

Ella se puso bien la ropa. Cuando habló, la voz no sonaba tan apremiante.

—Supongo que eso me dejó sin aliento. Te encuentro bastante atractivo, Rod. Me sorprendo pensando: «Lástima que él no sea un gato.» Ya lo he superado.

Rod no dijo nada.

Una risa burbujeante afloró en la voz de G'mell, junto con un aire de ternura maternal que conmovió a Rod.

—Más aún, Rod, no lo he dicho en serio. O quizá sí.

Tenía que darte una oportunidad antes de creer que te conocía de veras. Rod, soy una de las muchachas más hermosas de la Vieja Tierra. La Instrumentalidad me usa por esta razón. Te transformamos en gato y te ofrecimos mi persona, y tú no quieres poseerme. ¿Eso no te sugiere que no sabes quién eres?

—¿Insistes con eso? —suspiró Rod—. Supongo que no entiendo a las muchachas.

—Será mejor que las entiendas, antes de irte de la Tierra. Tus agentes te han comprado un millón de muchachas con todo tu dinero.

—¿Personas o subpersonas?

—¡De las dos!

—¡Que vayan a molestar ovejas! —exclamó Rod—. No tengo nada que ver con esa compra. Vamos, muchacha. Este no es sitio para una conversación de alcoba.

—¿Dónde has aprendido esa palabra? —rió G'mell.

—He leído libros, muchos libros. Aunque os parezca un patán, sé muchas cosas.

—¿Confías en mí, Rod?

Rod recordó la impudicia de G'mell, que lo había dejado sin aliento. El humor norstriliano se afianzó en él, no como característica personal sino como rasgo cultural.

—He visto cómo eres, G'mell —sonrió—. Supongo que no te quedan muchos secretos. Bien, confío en ti. ¿Y qué?

Ella lo estudió atentamente.

—Te diré de qué hablábamos A'ikasus y yo.

—¿Quién?

—Él —respondió ella, señalando al monito.

—Creía que se llamaba M'gentur.

—¡Como tú te llamas G'rod!

—¿No es un mono? —preguntó Rod.

Ella miró alrededor y bajó la voz.

—Es un pájaro —contestó con solemnidad—. Por su importancia, es el segundo pájaro de la Tierra.

—¿Y qué?

—Está a cargo de tu destino, Rod. Tu vida o tu muerte. En este preciso instante.

—Suponía que eso estaba en manos del Señor Dama Roja y de alguien llamado Jestocost, en la Tierra —susurró Rod.

—Estás tratando con otros poderes, Rod, poderes que se mantienen ocultos. Quieren ser tus amigos. Y creo —añadió ella incongruentemente— que será mejor correr el riesgo y acudir.

Él la miró sin entender.

—A ver al Maestro Gatuno —añadió ella.

—Allí me harán algo.

—Sí —admitió G'mell, con expresión tranquila, cordial y serena—. Tal vez mueras... pero no lo creo. Podrías volverte loco... siempre hay posibilidad. O encontrarás todo lo que deseas... eso es lo mas probable. He estado allí, Rod. Yo misma he estado allí. ¿No te parezco una muchacha feliz y activa, teniendo en cuenta que soy un simple animal con un trabajo poco considerado?

Rod la estudió.

—¿Qué edad tienes?

—El año que viene cumplo treinta —respondió ella, inflexible.

—¿Por primera vez?

—Para el subpueblo no hay segunda vez, Rod. Creí que lo sabías.

Rod la miró un instante.

—Si tú puedes resistirlo, yo también. En marcha.

Ella alzó a M'gentur o A'ikasus, apartándolo de la pared, donde se había dormido como una marioneta entre una representación y otra. El monito abrió los fatigados ojos y parpadeó.

—Nos ha dado órdenes —dijo G'mell—. Iremos a la Gran Tienda.

—¿Sí? —refunfuñó el mono, despabilándose—. ¡No lo recuerdo!

—¡A través de mí, A'ikasus! —rió G'mell.

—¡Ese nombre! —masculló él—. No seas imprudente, y menos en un conducto público.

—De acuerdo, M'gentur —rectificó ella—. ¿Pero lo apruebas?

—¿La decisión?

G'mell asintió.

El monito los miró a ambos.

—Si ella arriesga su vida y la tuya, además de la mía... sí ella arrostra peligros para hacerte mucho, mucho más feliz, ¿estás dispuesto a acompañarla?

Rod asintió en silencio.

—Vamos, entonces —decidió el mono cirujano.

—¿Adonde vamos? —preguntó Rod.

—Bajaremos a la ciudad de Terrapuerto. Entre toda la gente. Enjambres de gente —explicó G'mell—. Y verás la vida cotidiana de la Tierra, tal como me pediste en la torre hace una hora.

—Hace un año, querrás decir —manifestó Rod—. ¡Han pasado tantas cosas! —Evocó los pechos jóvenes y desnudos y el impulso que había incitado a G'mell a mostrarlos, pero no sintió excitación ni culpa; experimentó cordialidad, porque intuyó en esa relación un compañerismo mucho más ferviente que la sexualidad.

—Iremos a una tienda —dijo el mono somnoliento.

—¿Una tienda? ¿A buscar cosas? ¿Para qué?

—Tiene un bonito nombre —intervino G'mell—, y pertenece a una maravillosa persona. Nada menos que el Maestro Gatuno. Tiene quinientos años, y aún se le permite vivir en virtud del legado de la Dama Goroke.

—Nunca he oído hablar de ella —confesó Rod—. ¿Cómo se llama la tienda?

—La Gran Tienda de los Deseos del Corazón —respondieron simultáneamente G'mell y M'gentur.

El viaje fue un sueño vivido y rápido. Bajaron unos cientos de metros hasta llegar al nivel del suelo.

Salieron a la calle de las personas. Un policía robot los observaba desde una esquina.

Seres humanos con trajes de cien períodos históricos distintos se paseaban en el ambiente húmedo y cálido de la Tierra. El aire no era tan salobre como en la cima de la torre. En la ciudad Rod olió a más personas de las que jamás había imaginado en un solo lugar. Miles de individuos, cientos y miles de comidas, el aroma de los robots, las subpersonas y otras criaturas que parecían ser animales no modificados.

—Nunca había conocido un lugar con olores tan fascinantes —le confesó a G'mell.

Ella lo miró de soslayo.

—Qué interesante. Tienes el olfato de un hombre-perro. La mayor parte de las personas verdaderas que he conocido no se podían oler los propios pies. Ven, G'roderick...
¡Recuerda quién eres!
Si yo no estuviera marcada y con permiso para la superficie, ese policía nos detendría al instante.

Cargó con A'ikasus y aferró el codo de Rod para guiarlo. Llegaron a una rampa que conducía a un pasillo subterráneo bien iluminado. Máquinas, robots y subpersonas iban de un lado a otro, muy atareadas.

Rod se habría desorientado si no le hubiera acompañado G'mell. Aunque su prodigiosa capacidad para audir en banda ancha, que tan a menudo lo había sorprendido en su mundo, no había vuelto durante sus pocas horas en la Vieja Tierra, sus otros sentidos le brindaban una sofocante percepción del gran número de personas que había por encima y alrededor. (No sabía que en épocas pasadas las ciudades de la Tierra albergaban poblaciones de hasta decenas de millones; para él, varios cientos de miles de personas, y un número similar de subpersonas, representaba una muchedumbre descomunal.) Los sonidos y olores de las subpersonas eran sutilmente distintos de los de las personas; algunas máquinas de la Tierra eran más grandes y más antiguas de lo que él hubiera imaginado; la circulación de agua en volúmenes inmensos, millones y millones de litros, para los múltiples usos de Terrapuerto —higiene, refrigeración, bebida, usos industriales— le hacía comprender que no estaba entre unos pocos edificios, lo cual habría constituido una ciudad en Vieja Australia del Norte, sino que formaba parte del flujo sanguíneo que recorría el sistema circulatorio de un enorme animal complejo cuya naturaleza él no entendía del todo. La ciudad tenía una vitalidad pegajosa, húmeda y complicada que hasta entonces no había sospechado. Se caracterizaba por el movimiento. Rod sospechó que ese movimiento era constante noche y día, y que nunca llegaba a interrumpirse, que las grandes bombas impulsaban agua por tubos y desagües aunque la gente no estuviera despierta, que el cerebro de esta organización no podía residir en un solo punto, sino que abarcaba muchos subcerebros, cada cual responsable de determinadas tareas. ¡Con razón necesitaban subpersonas! A pesar de los perfectos mecanismos automáticos, significaría un gran trastorno contar con supervisores humanos suficientes para reparar los diversos sistemas si sufrían fallos internos o problemas de conexión. Vieja Australia del Norte tenía vitalidad, pero era la vitalidad de los campos abiertos, la escasez de población, la riqueza inmensa y el perpetuo peligro militar; ésta era la vitalidad del albañal, de la pila de estiércol, pero los componentes putrefactos que medraban y crecían no eran desechos sino seres humanos y cuasihumanos. No le extrañaba que sus antepasados hubieran huido de las ciudades. Debían de haber sido horrendas para los hombres libres. Incluso la Vieja Australia Original, en alguna parte de la Tierra, había perdido su naturaleza y libertad para convertirse en el gigantesco complejo urbano de Aojou Nambien. Rod pensó con espanto que debía de haber tenido mil veces el tamaño de esta ciudad de Terrapuerto. (Se equivocaba, pues Aojou Nambien tenía ciento cincuenta mil veces el tamaño de Terrapuerto cuando desapareció. Terrapuerto tenía sólo doscientos mil habitantes permanentes cuando Rod la visitó, con una cantidad adicional procedente de los suburbios cercanos, los suburbios exteriores que aún estaban derruidos y abandonados; Australia, bajo el nombre de Aojou Nambien, había alcanzado una población de treinta mil millones de habitantes antes de desaparecer, antes de que los Salvajes y los Menschenjager empezaran a exterminar a los supervivientes.)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
11.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Manhandled by Austin Foxxe
Daylighters by Rachel Caine
Roses For Sophie by Alyssa J. Montgomery
Deadly Little Voices by Laurie Faria Stolarz