Los señores de la instrumentalidad (107 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Rod sonrió.

—No podrías haberme dado mejor noticia. ¿Con quién has hablado?

—Con el Señor Jestocost y con John Fisher cien.

—¿El señor y propietario Fisher? ¿Está aquí?

—Está en su hogar, la Finca del Buen Joey. Le pregunté si podías satisfacer los deseos de tu corazón. Al cabo de un rato, él y alguien llamado doctor Wentworth dijeron que la Commonwealth de Vieja Australia del Norte lo aprobaría.

—¿Cómo has pagado la llamada? —exclamó Rod—. Son tremendamente caros.

—No la he pagado yo, señor y propietario, sino tú. Lo cargué a tu cuenta, por la autoridad de tu representante, el Señor Jestocost. Él y sus antepasados han sido mis protectores durante cuatrocientos veintiséis años.

—¡Qué desfachatez! ¡Gastar mi dinero sin preguntarme, cuando yo estaba aquí!

—Eres adulto para ciertas cosas y menor para otras. Te estoy ofreciendo las aptitudes que me mantienen con vida. ¿Crees que a un hombre-gato común se le permitiría vivir tanto tiempo?

—No —reconoció Rod—. Dame esos sellos y déjame ir.

El Maestro Gatuno lo miró fijamente. Una vez más revelaba esa curiosidad
personal
que en Norstrilia habría constituido una afrenta imperdonable; pero además de la intromisión, había un aire de confianza y amabilidad que inspiraba a Rod cierta reverencia hacia esa subpersona.

—¿Crees que podrías amar esos sellos cuando regreses a tu mundo? ¿Podrían hablarte? ¿Podrían hacer que te gustes a ti mismo? El deseo de tu corazón no está en esos trozos de papel sino en otra cosa.

—¿Qué? —rezongó Rod.

—Te lo explicaré en seguida. Primero, no puedes matarme. Segundo, no puedes hacerme daño. Tercero, si te mato, será por tu propio bien. Cuarto, si sales de aquí serás un hombre muy feliz.

—¿Estás chiflado, viejo? —exclamó Rod—. Puedo tumbarte de un puñetazo y salir por esa puerta. No sé de qué estás hablando.

—Inténtalo —le desafió el Maestro Gatuno.

Rod miró a ese viejo alto y marchito de ojos brillantes. Dirigió la vista hacia la puerta, que estaba a sólo siete u ocho metros. No quiso intentarlo.

—De acuerdo —concedió—. Haz tu juego.

—Soy psicólogo clínico. El único de la Tierra, y tal vez el único de todos los planetas. Obtuve mi conocimiento en antiguos libros cuando era un minino a quien transformaron en un joven humano. Modifico a la gente sólo un poco. Tú sabes que la Instrumentalidad tiene cirujanos y expertos en el cerebro y toda clase de médicos. Pueden hacer de todo con la personalidad, todo salvo los cambios más tenues...
Eso
es lo que hago yo.

—No entiendo —murmuró Rod.

—¿Acudirías a un cirujano del cerebro para cortarte el pelo? ¿Irías a un dermatólogo para darte un baño? Claro que no. Yo no hago el trabajo pesado. Sólo cambio a la gente un poquitín. La hago feliz. Si no puedo hacer nada, les regalo recuerdos de esa pila de baratijas de aquí fuera. El verdadero trabajo se realiza allí dentro. Y allí entrarás pronto.

Señaló la puerta que decía SALA DEL ODIO.

—¡Desde que mi ordenador y yo ganamos esa fortuna, sólo he recibido órdenes de desconocidos, durante semanas! —exclamó Rod—. ¿No puedo hacer nada solo?

El Maestro Gatuno lo miró con comprensión.

—Nadie puede. Podemos creer que somos libres. Nuestra vida es moldeada por las personas que conocemos, los lugares que visitamos, los trabajos o aficiones a que nos dedicamos. ¿Estaré muerto dentro de un año? No lo sé. ¿Estarás de vuelta en Vieja Australia del Norte dentro de un año, con sólo diecisiete años pero rico, sabio y rumbo a la felicidad? Lo ignoro. Has tenido una racha de buena suerte. Míralo así. Es suerte. Y yo formo parte de la suerte. Si murieras aquí, no sería por culpa mía sino sólo por el choque de tu organismo con los dispositivos que la Dama Goroke aprobó hace mucho tiempo, dispositivos acerca de los cuales el Señor Jestocost informa a la Instrumentalidad. Así los mantiene legales. Soy el único subhombre del universo que está autorizado para procesar a personas verdaderas sin supervisión humana. Lo único que hago es revelar a las personas tal como un antiguo revelaba una fotografía a partir de un papel expuesto a diversas gradaciones de luz. No soy una selva oculta, como tus hombres del Jardín de la Muerte. Serás tú contra ti mismo, y yo sólo te ayudaré, y cuando salgas serás otra persona: el mismo tú, pero tal vez un poco mejor aquí, un poco más flexible allá. En realidad, este cuerpo gatuno hará que tu lucha contigo mismo me resulte más difícil de manejar. Lo haremos, Rod. ¿Estás preparado?

—¿Preparado para qué?

—Para las pruebas y los cambios. Allá. —El Maestro Gatuno señaló la puerta que decía SALA DEL ODIO.

—Supongo que sí —suspiró Rod—. No tengo alternativa.

—No —dijo el Maestro Gatuno compasivamente, casi con tristeza—, a estas alturas no la tienes. Si sales por esa puerta, serás un hombre-gato ilegal, con riesgo de ser fulminado por la policía robot.

—Por favor, triunfe o fracase, ¿podré llevarme uno de esos triángulos del Cabo?

—Si quieres uno, lo tendrás. Te lo prometo —sonrió el Maestro Gatuno. Señaló la puerta—: Entra.

Rod no era cobarde, pero caminó hacia la puerta con las piernas rígidas. La puerta se abrió sola. Rod entró, con firmeza pero con miedo.

La oscuridad del cuarto era más profunda que la mera negrura. Era la oscuridad de la ceguera.

La puerta se cerró. Rod nadó en la oscuridad, tan tangibles eran las tinieblas.

Se sintió ciego. Como si nunca hubiera visto la luz.

Pero oía. Oía la sangre palpitándole en la cabeza.

Olía. Más aún, tenía buen olfato. Y ese aire... ese aire olía como las noches abiertas de las secas llanuras de Vieja Australia del Norte.

El olor le causó una sensación de pequeñez y temor. Le recordó sus repetidas infancias, los ahogos artificiales en los laboratorios adonde había ido para renacer pasando de una infancia a la otra.

Tendió las manos. Nada.

Saltó. No había techo.

Usando una artimaña que las gentes del campo habían aprendido en las tormentas de polvo, cayó sobre las manos y los pies. Se deslizó como un cangrejo sobre dos pies y una mano, usando la otra mano como escudo para protegerse la cara, A escasos metros encontró una pared. Siguió la pared a tientas.

Circular.

Allí estaba la puerta.

La siguió de nuevo.

Con mayor confianza, se movió deprisa. Pared, pared, pared. No distinguía si el suelo era de asfalto o de baldosas toscas y gastadas.

De nuevo la puerta.

Una voz linguó.

¡Linguó!
Y él la oía.

Miró hacia arriba escrutando ese vacío más tenebroso que la ceguera. Casi esperaba ver las palabras en letras de fuego, tan nítidas habían sido.

La voz era norstriliana y decía:

Rod McBan es un hombre, hombre, hombre.

¿Pero qué es un hombre?

(Percusión de risas locas y tristes.)

Rod no advirtió que volvía a los hábitos de la infancia. Se sentó sobre la cadera, las piernas tendidas hacia delante en un ángulo de noventa grados. Apoyó las manos y se estiró hacia atrás, dejando que el peso del cuerpo elevara un poco los hombros. Sabía que los conceptos seguirían a las palabras, pero ignoraba por qué estaba tan seguro de que llegarían.

Una luz surgió en el cuarto, tal como Rod esperaba.

Las imágenes eran pequeñas, pero parecían reales.

Hombres, mujeres y niños; niños, mujeres y hombres entraban y salían de su campo visual.

No eran fenómenos; no eran bestias; no eran engendros de un universo extraño; no eran robots; no eran subpersonas, eran homínidos como él, parientes de las razas humanas nacidas en la Tierra.

Primero venían personas como los norstrilianos y los terrícolas, muy parecidos, y ambos similares a los antiguos, salvo que los norstrilianos eran pálidos bajo la tez bronceada, más grandes y más robustos.

Luego venían los dáimonos, gigantes pálidos de ojos blancos y mágico aplomo, cuyos niños caminaban como si ya hubiesen recibido lecciones de ballet.

Luego hombres pesados: padres, madres, niños nadando en un terreno sólido del cual nunca se levantarían.

Luego hombres-lluvia de Amazonas Triste. La piel les colgaba en enormes pliegues, y parecían simios envueltos con tiras de trapos húmedos.

Hombres ciegos de Olimpia, que escudriñaban el mundo con los radares que llevaban instalados en la frente.

Hinchados monstruos de planetas abandonados, gente en tan malas condiciones como las que su raza sufrió después de escapar de Paraíso V.

Y aún más razas.

Pueblos de los que nunca había oído hablar.

Hombres con caparazón.

Hombres y mujeres delgados como insectos.

Una raza de gigantes estúpidos y sonrientes, perdidos en la irreparable alucinación de su mundo. (Rod tuvo la sensación de que estaban bajo los cuidados de una raza de perros fieles, más inteligentes que ellos, que los persuadían a copular, les suplicaban que comieran, los llevaban a dormir. No vio los perros, sólo a los idiotas sonrientes, pero la sensación
perro, buen perro
era muy vívida.)

Gente graciosa y pequeña que se tambaleaba con su andar deforme.

Personas acuáticas en cuyas agallas palpitaban las aguas de un mundo desconocido.

Y luego...

Aún más gentes, pero hostiles. Hermafroditas pintarrajeados de barba enorme y voz aflautada. Carcinomas que se habían adueñado de los hombres. Gigantes con raíces. Cuerpos humanos reptantes que lloraban mientras se arrastraban entre hierbas húmedas, contaminados y en busca de víctimas a quienes contagiar.

Rod no se dio cuenta, pero gruñó.

Se acuclilló y pasó las manos por el suelo irregular, buscando un arma.

Esos no eran hombres. ¡Eran enemigos!

Atacaban. Gentes que habían perdido los ojos, que se habían vuelto resistentes al fuego: las ruinas y vestigios de campamentos abandonados y colonias olvidadas. Los despojos y desechos de la raza humana.

Y luego...

Él.

El niño Rod McBan.

Y voces norstrilianas, que decían: «No puede audir. No puede linguar. Es un monstruo. Es un monstruo. No puede audir. No puede linguar.»

Y otra voz: «¡Pobres padres!»

El niño Rod desapareció y aparecieron sus padres. En tamaño doce veces mayor que el natural, tan altos que tuvo que levantar la mirada hacía el techo negro para verles la cara.

La madre lloraba.

El padre hablaba con firmeza.

Decía: «Es inútil. Doris puede cuidarlo mientras no estamos, pero si no mejora lo entregaremos.»

La tranquila, afectuosa, horrible voz de aquel hombre: «Querida, línguale tú misma. Nunca audirá. ¿Puede él ser un Rod McBan?»

Y la voz de la mujer, dulce y venenosa, peor que la muerte, aceptando las palabras del hombre contra el hijo: «No lo sé, Rod. No lo sé. No me hables de ello.»

Rod los había audido, en uno de sus momentos de agudeza, cuando todas las voces telepáticas le llegaban con asombrosa claridad. Los había audido cuando era un bebé.

En la oscura habitación, el verdadero Rod soltó un rugido de miedo, desolación, soledad, rabia, odio. Ésta era la bomba telepática con que a menudo había sobresaltado o alarmado a los vecinos, la conmoción mental con que había matado a la araña gigante en la torre de Terrapuerto.

Pero esta vez la habitación estaba cerrada.

El rugido mental reverberó.

Rabia, clamor, odio y ruido salieron despedidos desde el suelo, desde la pared circular, desde el techo.

Se encorvó intimidado, y el tamaño de las imágenes cambió. Sus padres estaban sentados en sillas. Eran muy pequeños. Él era un bebé todopoderoso, tan enorme que podía sostenerlos en una mano.

Tendió la palma para aplastar a esos padres diminutos y odiosos que habían decidido: «Que muera.»

Iba a aplastarlos, pero desaparecieron.

Las caras adquirieron una expresión asombrada. Miraron con ojos desorbitados. Las sillas se esfumaron: el tapizado cayó al suelo, que a su vez parecía un paño rasgado por la tormenta. Quisieron darse un último beso pero no tenían labios. Quisieron estrecharse pero se les cayeron los brazos. La nave espacial se hizo trizas, disolviéndose sin dejar rastro. ¡Y él lo había visto!

A la rabia siguieron lágrimas, una culpa demasiado profunda para el arrepentimiento, una autoacusación tan palpitante que crecía como un órgano más en su interior.

No quería nada.

Ni dinero, ni
stroon
, ni Finca de la Condenación. No quería amigos, ni camaradería, ni bienvenidas, ni hogar, ni comida. No quería paseos, ni descubrimientos solitarios en el campo, ni ovejas amistosas, ni tesoros en la cueva, ni ordenador, ni día, ni noche, ni vida.

No quería nada, y no entendía la muerte.

La enorme habitación perdió luces y sonidos, y él no lo advirtió. Su vida desnuda yacía ante él como un cadáver recién diseccionado. Yacía allí y no tenía sentido. Habían existido ciento cincuenta Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan, pero él —¡151!, ¡151!, ¡151!— no era uno de ellos. No era un gigante que hubiera arrancado tesoros a la tierra enferma y al sol oculto de las llanuras norstrilianas. El problema no era su deformidad telepática, su incapacidad para linguar, su sordera para audir. Era él mismo, el «yo sutil» que se escondía en su interior, que estaba mal, mal. Era el bebé que merecía morir y en cambio había matado. Había odiado a mamá y papá por el orgullo y el odio de ambos: cuando él los odió, se desmembraron y murieron en el misterio del espacio, sin siquiera dejar cuerpos para sepultar.

Rod se levantó. Sintió las manos húmedas. Se tocó la cara y comprendió que había llorado con la cara entre las manos.

Un momento.

Había algo.

Había algo que deseaba. Quería que Houghton Syme no lo odiara. Houghton Syme podía audir y linguar, pero viviría poco tiempo, viviría con la enfermedad de la muerte interponiéndose entre él y cada muchacha, cada amigo, cada trabajo que encontrara. Y él, Rod, se había burlado de ese hombre, llamándolo Oh Tan Simple. Tal vez Rod valiera poco, pero no estaba en tan mala situación como Houghton Syme. El hon. sec. Houghton Syme al menos intentaba ser un hombre, vivir su mísero jirón de vida, y Rod no había hecho más que presumir de su riqueza y su cuasi inmortalidad ante el pobre inválido que sólo disponía de ciento sesenta años. Rod anhelaba una sola cosa: regresar a Vieja Australia del Norte a tiempo para ayudar a Houghton Syme, para hacer saber a Houghton Syme que la culpa era de Rod y no de Syme. El onsec tenía una vida corta y merecía vivirla del mejor modo.

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