Los señores de la instrumentalidad (109 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
5.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Mira a tu hermano, A'ikasus, quien ahora está recuperando su forma normal. Me dejó darle la forma animal para viajar a las estrellas. Corrió riesgos sin cometer la impudicia de disfrutar del peligro. No es preciso que cumplas tu deber con alegría... sólo es necesario llevarlo a cabo. Ahora él ha vuelto al nido y sé que nos trae buena suerte en muchos pequeños logros, quizás en logros grandes. ¿Entiendes, hija mía?

A'lamelanie asintió, pero en sus ojos había desilusión.

Un puesto de policía en la superficie, cerca de terrapuerto

—El sargento robot dice que no puede hacer más sin violar la regla que prohíbe hacer daño a seres humanos...

El subjefe miró al jefe, ansioso de salir de la oficina para recorrer la corrupción de la ciudad. Estaba harto de pantallas de vídeo, ordenadores, botones, tarjetas y rutinas. Quería una vida de peligros y aventuras.

—¿De qué extranjero se trata?

—Tostig Amaral, del planeta Amazonas Triste. Tiene que permanecer mojado todo el tiempo. Es sólo un mercader con permiso, no un huésped honorable de la Instrumentalidad. Le han asignado una muchacha de placer y ahora él cree que le pertenece.

—Enviadle la muchacha. ¿Qué es, un ratón modificado?

—No, una g'muchacha. Se llama G'mell y está a las órdenes del Señor Jestocost.

—Lo sé todo sobre este asunto —dijo el jefe, deseando saberlo de veras—. Ahora está asignada a ese norstriliano que ha comprado casi toda la Tierra.

—¡Pero ese homínido la requiere! —exclamó el subjefe.

—No puede tenerla si un Señor de la Instrumentalidad ha requerido sus servicios.

—Amenaza con presentar pelea. Dice que matará gente.

—Vaya. ¿Está en una habitación?

—Sí, señor y jefe.

—¿Con instalaciones estándar?

—Miraré, señor. —El subjefe movió una palanca y un diseño electrónico apareció en la pantalla que tenía a la izquierda—. Sí señor, así es.

—Echemos un vistazo.

—Obtuvo permiso para mantener abierto el rociador contra incendios. Al parecer procede de un mundo de lluvias.

—Inténtalo, de todos modos.

—Sí, señor. —El subjefe le silbó a la consola. La pantalla parpadeó y presentó la imagen de un cuarto oscuro. Parecía haber una pila de trapos mojados en una esquina, de la cual sobresalía una mano humana bien formada.

—Un tipo rudo, y tal vez venenoso —comentó el jefe—. Desmáyalo una hora. Entre tanto pediremos ordenes.

En una calle de superficie, al pie de terrapuerto

Diálogo entre dos muchachas.

—...y te contaré el mayor secreto del mundo, si me prometes que no se lo dirás a nadie.

—Apuesto a que no es un gran secreto. No tienes por qué contármelo.

—Pues no te lo contaré nunca. Nunca.

—Como quieras.

—De veras, si tan sólo lo sospecharas, te morirías de curiosidad.

—Si quieres decírmelo, adelante.

—Pero es un secreto.

—De acuerdo. No se lo revelaré a nadie.

—Ese hombre de las estrellas. Se casará conmigo.

—¿Contigo? Es ridículo.

—¿Por qué te parece tan ridículo? Ya ha comprado los derechos de mi dote.

—Sé que es ridículo. Algo anda mal.

—No entiendo por qué crees que no le gusto si ya ha comprado los derechos de mi dote.

—¡Tonta! Sé que es ridículo porque ha comprado los míos.

—¿Los tuyos?

—Sí.

—¿A las dos?

—¿Para qué?

—Y yo qué sé.

—Quizá nos ponga a ambas en el mismo harén. ¿No suena romántico?

—En Vieja Australia del Norte no hay harenes. Son granjeros mojigatos que producen
stroon y
matan a quien intente acercarse.

—No parece muy agradable.

—Acudamos a la policía.

—Ha herido nuestros sentimientos. Quizá podamos sacarle más dinero por comprar nuestros derechos de dote cuando no pensaba usarlos.

Frente a un café

Un hombre, borracho.

—Me emborracharé todas las noches y haré que los músicos toquen hasta que me duerma y tendré todo el dinero que necesite y no será ese dinero de juguete de los toneles, sino que será dinero verdadero registrado en el ordenador; y haré que todos hagan lo que yo diga, y sé que él lo hará por mí porque mi madre se llamaba MacArthur en su código genético antes de que todos tuvieran números, y no tenéis derecho a reíros de mí porque el apellido de él es MacArthur McBan once y quizá yo sea el amigo y pariente más cercano que tiene en la Tierra...

Tostig Amaral

Rod McBan se marchó de la Gran Tienda de los Deseos del Corazón con sencillez y humildad; llevaba un paquete de libros envueltos en papel protector, y no se diferenciaba de cualquier otro mensajero gatuno de primera. Los seres humanos del mercado aún continuaban con el alboroto, el olor a comida y especias y los objetos exóticos, pero él se movió con tanta serenidad a través de los grupos desperdigados que ni siquiera los policías robot, con sus armas zumbantes, le prestaron atención.

Al cruzar el Mercado de los Ladrones con G'mell y M'gentur se había sentido incómodo. Como señor y propietario de Vieja Australia del Norte, se había visto en la obligación de mantener una apariencia digna, pero no se había sentido a sus anchas con su corazón. Estaba entre gente extraña en un lugar desconocido, y lo acuciaban los problemas de la riqueza y la supervivencia.

Ahora era diferente. Aunque aún parecía un hombre-gato, por dentro volvía a sentirse orgulloso de su hogar y su planeta.

Y algo más.

Se sentía sereno hasta la punta de sus terminaciones nerviosas.

El artefacto para linguar y audir tendría que haberlo exaltado, pero no era así. Mientras atravesaba el mercado, advirtió que muy pocos terrícolas se comunicaban telepáticamente. Preferían parlotear en diversos idiomas bulliciosos, y la Vieja Lengua Común servía como referencia para quienes habían aprendido idiomas antiguos mediante los procesos del Redescubrimiento del Hombre. Incluso oyó inglés antiguo, el idioma de la reina, muy parecido al norstriliano hablado. Estas cosas no lo estimulaban ni excitaban, ni siquiera le inspiraban piedad. Tenía sus propios problemas, que ya no eran los asuntos de la riqueza o la supervivencia. De alguna manera confiaba en que un poder oculto y amable del universo cuidaría de él si él protegía a otros. Quería liberar a Eleanor de sus problemas, socorrer al hon. sec., ver a la Lavinia, tranquilizar a Doris, despedirse de G'mell, regresar a sus ovejas, proteger a su ordenador y disuadir al Señor Dama Roja de su mala costumbre de matar legalmente a otras personas en ocasiones que no justificaban ninguna muerte.

Un policía robot más perceptivo que los demás vigiló a ese hombre-gato que se movía con tanto aplomo entre las multitudes de hombres, pero «G'roderick» no hizo más que entrar por un extremo del mercado, seguir su camino y salir por el otro, siempre con el paquete a cuestas; el robot dio media vuelta: sus temibles ojos lechosos, siempre atentos a cualquier indicio de agitación y muerte, escudriñaron una y otra vez el mercado en infatigable vigilancia.

Rod descendió por la rampa y dobló a la derecha.

Allí estaba el bar de subpersonas con el cajero oso. El empleado lo recordaba.

—Ha sido un largo día desde que te vi, caballero gato. ¿Quieres otro plato especial de pescado?

—¿Dónde está mi muchacha? —preguntó Rod sin rodeos.

—¿G'mell? Esperó aquí mucho rato, pero al final se fue dejando este mensaje: «Di a G'rod que debe comer algo antes de seguirme, pero que después de haberse alimentado me siga por el Conducto Cuatro, Nivel del Suelo, Hotel de las Aves Canoras, Cuarto Nueve, donde cuido de un visitante extranjero, o puede enviarme un robot para que yo me reúna con él.» ¿No crees, caballero gato, que me he portado bien al recordar un mensaje tan complicado? —El hombre-oso se sonrojó un poco y manifestó menos orgullo cuando confesó, por razones de abstracta sinceridad—: Desde luego, había anotado la dirección. Sería muy engorroso que te mandara a un domicilio equivocado en una zona de personas. Alguien te podría fulminar si entraras en un pasillo no autorizado.

—Pescado, pues —pidió Rod—. Cenaré pescado, por favor.

Se preguntó por qué G'mell había ido a ver a otro visitante cuando la vida de él estaba en peligro. Aun mientras lo pensaba, reparó en sus mezquinos celos y admitió que no tenía ni idea de los términos, condiciones y horarios que requería el oficio de muchacha de placer.

Se sentó en el banco a esperar su comida.

Aún recordaba el tumulto de la SALA DEL ODIO, y aún le brillaba en el corazón el terror de sus padres, aquellas marionetas moribundas que se disolvían. El cuerpo aún le palpitaba de agotamiento después de la ordalía. Preguntó al cajero:

—¿Cuánto hace que pasé por aquí?

El oso cajero miró el reloj de la pared.

—Unas catorce horas, honorable gato.

—¿Cuánto es eso en tiempo real?

Rod trataba de comparar las horas norstrilianas con las horas terrestres. Calculaba que las horas terrestres serían un séptimo más cortas, pero no estaba seguro. El hombre-oso quedó desconcertado.

—Si te refieres al tiempo de navegación galáctica, querido amigo, nunca lo usamos aquí. ¿Hay otras clases de tiempo?

Rod comprendió su error y trató de corregirlo.

—No importa. Tengo sed. ¿Qué pueden beber legalmente las subpersonas? Estoy cansado y sediento, pero no deseo emborracharme.

—Ya que eres un g'hombre, recomiendo café fuerte y negro mezclado con crema batida dulce.

—No tengo dinero —informó Rod.

—La famosa dama gatuna, tu consorte G'mell, ha garantizado el pago de todo lo que pidas.

—Adelante, pues.

El hombre-oso llamó a un robot y le entregó los encargos.

Rod miró la pared preguntándose qué haría con la Tierra que había comprado. No reflexionaba en serio, sólo rumiaba. Una voz le entró en la mente. Advirtió que el hombre-oso le linguaba y que él podía audirlo.

—Tú no eres un subhombre, señor y amo.

—¿Qué? —linguó Rod.

—Me has audido —continuó la voz telepática—. No lo repetiré. Si vienes bajo el signo del Pez, que mis bendiciones te acompañen.

—No conozco ese signo —replicó Rod.

—Entonces —linguó el hombre-oso—, seas lo que seas, come y bebe en paz porque eres amigo de G'mell y estás bajo la protección de Aquel Que Vive Abajo.

—No sé —linguó Rod—, no lo sé, pero gracias por tu bienvenida, amigo.

—No ofrezco la bienvenida a cualquiera, y en otra circunstancia huiría de algo tan extraño, peligroso e inexplicable como tú. Pero traes contigo un aura de paz, que me ha hecho pensar que viajabas en compañía del signo del Pez. He oído que bajo este signo las personas y las subpersonas recuerdan a la bendita Juana y se unen en total camaradería.

—No —respondió Rod—, viajo solo.

Le sirvieron la comida y la bebida. Las consumió en silencio. El oso cajero le había asignado una mesa y un banco alejados del tumulto de subpersonas que entraban y salían, interrumpiendo charlas, comiendo a toda velocidad para marcharse deprisa. Un hombre-lobo con las insignias de la Policía Auxiliar se acercó a la pared, insertó su tarjeta de identificación en una ranura, abrió la boca, engulló cinco grandes trozos de carne roja y cruda y se marchó del bar, todo en menos de un minuto y medio. Rod se quedó asombrado, pero no impresionado. Tenía demasiadas cosas en la mente.

En el escritorio confirmó la dirección que G'mell había dejado y estrechó la mano del hombre-oso. Luego fue hasta el Conducto Cuatro. Aún parecía un g'hombre y transportaba humildemente el paquete, portándose como hacían las subpersonas en presencia de las personas verdaderas.

Casi tropezó con la muerte en el camino. El Conducto Cuatro era unidireccional y tenía la clara indicación «Personas solamente». Rod vaciló, pero pensó que G'mell no le daría indicaciones erróneas ni improvisadas. (Luego se enteró de que la joven había olvidado recomendarle que usara la frase «Misión especial bajo la protección de Jestocost, jefe de la Instrumentalidad», en caso de que lo detuvieran.)

Un arrogante hombre humano que usaba una ondeante capa roja lo miró de mal talante cuando Rod cogió un cinturón, lo enganchó y entró en el conducto. Cuando Rod se desplazó, se situó al mismo nivel que el hombre.

Rod trató de comportarse como un humilde y tímido mensajero, pero la extraña voz le raspó los oídos:

—¿Qué haces aquí? Éste es un conducto humano.

Rod fingió no darse cuenta de que el hombre de capa roja se dirigía a él. Siguió subiendo en silencio bajo el tirón del cinturón magnético en la cintura.

De pronto, un dolor en las costillas lo obligó a volverse. Casi perdió el equilibrio.

—¡Animal! ¡Habla o muere! —exclamó el hombre.

Sin soltar el paquete de libros, Rod respondió dócilmente.

—Hago un encargo y me ordenaron que viniera por aquí.

—¿Y quién te lo dijo? —gritó el hombre con voz tonante.

—G'mell —murmuró Rod.

El hombre y sus compañeros se echaron a reír. No había humor en aquella risa, sólo salvajismo, crueldad y —muy por debajo— algo de temor.

—Escuchad eso —barbotó el hombre de la capa roja—. Un animal dice que otro animal le ordenó que hiciera algo.

Desenvainó un cuchillo.

—¿Qué haces? —exclamó Rod.

—Sólo te corto el cinturón. No hay nada allá abajo, y te convertirás en un bonito guiñapo rojo en el fondo del conducto, hombre-gato. Eso te enseñará qué conducto debes usar.

El hombre acercó el cuchillo al cinturón de Rod, dispuesto a cortarlo.

Rod sintió miedo y furia. Su cerebro se puso rojo.

Escupió pensamientos:

¡Mentecato!

¡Imbécil!

¡Rojo sucio azul pestilente hombrecito

de la Tierra,

muere, vomita, estalla, arde, muere!

Todo sucedió de repente, sin que él pudiera controlarlo. El hombre de capa roja se contorsionó en un espasmo. Sus dos compañeros temblaron y se volvieron despacio.

Muy arriba, dos mujeres se pusieron a gritar.

Más arriba un hombre chillaba con la voz y con la mente:

—¡Policía! ¡Socorro! ¡Policía! ¡Policía! ¡Bomba mental! ¡Bomba mental! ¡Socorro!

El esfuerzo de la explosión telepática dejó a Rod desorientado y débil. Sacudió la cabeza y parpadeó. Quiso secarse la cara y se golpeó la mandíbula con el paquete de libros. Esto lo despejó un poco. Miró a los tres hombres. El de la capa roja estaba muerto, con la cabeza ladeada. Los otros dos también parecían muertos. Uno flotaba cabeza abajo, las nalgas hacia arriba y las piernas oscilando en ángulos desconcertantes; el otro subía cabeza arriba, pero con el cuerpo absolutamente inerte. Los tres seguían subiendo a diez metros por minuto, junto con Rod.

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
5.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sister of the Bride by Henrietta Reid
That Friday by Karl Jones
Ellie by Lesley Pearse
To Claim His Mate by Serena Pettus
Legacy by James A. Michener
Satan Loves You by Grady Hendrix
The Devil You Know by Jo Goodman