Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Rod miró alrededor. Allí había todas las clases de subpersonas imaginables, entre ellas algunas que jamás había sospechado. Una era una cabeza sobre un estante, sin cuerpo visible. Cuando Rod contempló esa cabeza, algo alarmado, la cara le sonrió y le guiñó un ojo. El A'telekeli siguió su mirada.
—No te asustes. Algunos de nosotros somos normales, aquí abajo hay muchos desechos de los laboratorios del hombre. Ya conoces a mi hijo.
Un alto y pálido joven sin rasgos se irguió. Estaba desnudo, y no demostraba la menor turbación. Le extendió a Rod una mano cordial. Rod estaba seguro de que jamás lo había visto. El joven captó el titubeo de Rod.
—Me conociste como M'gentur. Soy el A'ikasus.
—Bendito, bendito, tres veces bendito es el nombre de nuestro futuro líder, el A'ikasus —entonó el subpueblo.
El tosco humor norstriliano de Rod despertó ante esta escena. Le habló al gran subhombre como se habría dirigido a otro señor y propietario de su mundo, de modo amistoso pero directo.
—¡Me complace tu recibimiento, señor!
—Complacido, complacido, complacido está el extraño de las estrellas —coreó el subpueblo.
—¿No puedes hacerlos callar? —preguntó Rod.
—Calla, calla, calla, dice el extraño de las estrellas —entonó el coro.
El A'telekeli no se echó a reír, pero su sonrisa no era precisamente benévola.
—Podemos olvidarnos de ellos y hablar, o puedo cubrirte la mente cada vez que repitan lo que decimos. Esto es una especie de ceremonia cortesana.
Rod miró alrededor.
—Ya estoy en tu poder —comentó—, así que no importará que juegues un poco con mi mente. Hazlo.
El A'telekeli hizo un gesto, como si escribiera una ecuación matemática en el aire. Los ojos de Rod siguieron el ademán. De pronto notó un silencio en el lugar.
—Ven aquí y siéntate —indicó el A'telekeli.
Rod lo siguió.
—¿Qué quieres? —preguntó mientras lo seguía.
El A'telekeli no se volvió para responder. Habló sin detenerse.
—Tu dinero, señor y propietario McBan. Casi todo tu dinero.
Rod se paró en seco. Soltó una carcajada.
—¿Dinero? ¿Tú? ¿Aquí? ¿Qué harías con él?
—Por eso te pido que te sientes —dijo el A'telekeli.
—Siéntate —insistió G'mell, que los había seguido.
Rod la obedeció.
—Tememos que el Hombre muera y nos deje solos en el universo. Necesitamos al Hombre, y aún falta una inmensidad de tiempo para que podamos unirnos en un destino común. La gente siempre ha creído que el final de los tiempos está a la vuelta de la esquina, y nosotros tenemos la promesa del Primer Prohibido de que esto ocurrirá pronto. Pero podrían transcurrir cientos de miles de años, quizá millones. Los humanos están desperdigados, McBan, de modo que ningún arma los matará a todos en todos los planetas. Pero, por desperdigados que estén, aún sufren su propio acoso. Alcanzan un punto de desarrollo y allí se detienen.
—Sí —admitió Rod, buscando una jarra de agua y bebiendo otro sorbo—, pero desde la filosofía del universo hasta mi fortuna hay un largo trecho. En Vieja Australia del Norte nos gustan las charlas intrascendentes, pero nunca he oído hablar de nadie que pidiera sin rodeos el dinero de otro ciudadano.
Los ojos del A'telekeli ardieron como fuego frío, pero Rod supo que no se trataba de hipnosis, que no era un truco. Era la mera fuerza de la flamígera personalidad del hombre-pájaro.
—Escucha con atención, señor McBan. Somos las criaturas del Hombre. Sois dioses para nosotros. Nos habéis convertido en seres que hablan, reflexionan, piensan, aman, mueren. La mayoría de nuestras razas eran amigas del hombre antes de convertirse en subpersonas. Como G'mell. ¿Cuántos vacunos han trabajado para el hombre, han aumentado al hombre, han sido ordeñados por el hombre a través de los tiempos, y lo han seguido dondequiera fuera el hombre, incluso hasta las estrellas? Y los perros. No tengo que mencionarte el amor de los perros por el hombre. Nos llamamos la Santa Insurrección porque somos rebeldes. Constituimos un gobierno. Tenemos un poder casi tan extenso como la Instrumentalidad. ¿Por qué crees que Bebedor de Té no te echó el guante cuando llegaste?
—¿Quién es Bebedor de Té?
—Un funcionario que quería secuestrarte. Fracasó porque un subhombre me informó de ello, porque mi hijo A'ikasus, que viajó a Norstrilia, sugirió las soluciones al doctor Vomact que está en Marte. Te amamos, Rod, no porque seas un norstriliano rico, sino porque nuestra fe consiste en amar a la humanidad que nos creó.
—Es un largo y lento rodeo para llegar a mi dinero —replicó Rod——. Ve al grano.
El A'telekeli sonrió con dulzura y tristeza. Rod notó que su propia perplejidad inspiraba dulzura y tristeza al hombre-pájaro. Empezó a aceptar que tal vez esa subpersona fuera superior a cualquier ser humano que hubiera conocido.
—Lo lamento —suspiró Rod—. No he tenido un instante para disfrutar de mi dinero desde que lo obtuve. Me han dicho que todos van detrás de él. Empiezo a creer que no haré sino huir el resto de mi vida...
El A'telekeli sonrió con la felicidad de un maestro cuyo discípulo acaba de llegar a una conclusión brillante.
—Correcto. Has aprendido mucho del Maestro Gatuno, y de ti mismo. Yo te ofrezco algo más... la oportunidad de hacer un gran bien. ¿Sabes qué es una fundación?
Rod frunció el ceño.
—¿La acción de fundar?
—No, me refiero a unas instituciones antiguas.
Rod meneó la cabeza. No las conocía.
—Una buena donación seguía surtiendo efecto hasta el ocaso de una cultura. Si cedieras la mayor parte de tu dinero a hombres buenos y sabios, se podría gastar una y otra vez para mejorar la raza del hombre. Necesitamos eso. Mejores hombres que nos den una vida mejor. ¿Crees que no sabemos cómo han muerto a veces los pilotos y los luminictores, salvando a sus gatos en el espacio?
—O cómo la gente mata a la subgente sin pensarlo —replicó Rod—. O cómo la humilla sin siquiera darse cuenta. A mi entender, tienes algún interés creado.
—Lo tengo. En parte. Pero no tanto como piensas. Los hombres son malignos cuando están asustados o aburridos. Se muestran bondadosos cuando están contentos y ocupados. Quiero que dones tu dinero para organizar juegos, deportes, competiciones, espectáculos, música y la oportunidad de un poco de odio.
—¿Odio? —se extrañó Rod—. Había empezado a creer que había encontrado un pájaro creyente... alguien que divagaba sobre la antigua magia.
—No hablamos del fin del tiempo —dijo el gran hombre-pájaro—. Hablamos de alterar las condiciones sociales de la situación del Hombre en el actual período histórico. Queremos desviar a la humanidad de la tragedia y la derrota. Aunque los riscos se desmoronen, queremos que el Hombre permanezca. ¿Conoces a Swinburne?
—¿Dónde está? —preguntó Rod.
—No es un lugar. Es un poeta anterior a la era del espacio. Escribió esto. Escucha.
Mientras el lento mar crece y el abrupto risco se desmorona,
mientras la terraza y el prado beben los hondos abismos,
mientras se agota la fuerza del oleaje de las altas mareas,
entre campos y rocas menguantes.
aquí en su triunfo donde todo se tambalea,
caída en los despojos que su mano extiende,
como un dios sacrificado por si mismo en su extraño altar,
la Muerte yace muerta.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó el A'telekeli.
—Es bonito, pero no lo entiendo —dijo Rod—. Por favor, estoy más cansado de lo que suponía y dispongo de un solo día con G'mell. ¿Puedo dejar de conversar contigo para estar un poco con ella?
El gran subhombre levantó el brazo. Sus alas se desplegaron sobre Rod como un dosel.
—¡Sea! —exclamó, y las palabras vibraron como una gran canción.
Rod vio el movimiento de labios del coro del subpueblo, pero no percibió el sonido.
—Te ofrezco un trato sólido. Dime si leo tu mente correctamente.
Rod asintió, un tanto apabullado.
—Quieres tu dinero, pero no lo quieres. Conservarás quinientos mil créditos en dinero TAL, con lo cual serás el hombre más rico de Vieja Australia del Norte durante el resto de una muy larga vida. Donarás el resto a una fundación que enseñará a los hombres a odiar con soltura y ligereza, como en un juego, no con angustia y fatiga, como en un hábito. Los administradores serán Señores de la Instrumentalidad a quienes conozco, como Jestocost, Crudelta, la Dama Johanna Gnade.
—¿Y yo qué obtendré?
—El deseo de tu corazón. —La bella, sabia y pálida cara estudió a Rod como un padre que procurara desentrañar el desconcierto de su propio hijo. Rod estaba un poco intimidado, pero confiaba en él.
—Quiero demasiado. No puedo tenerlo todo.
—Te diré lo que quieres. Quieres estar de vuelta en tu hogar, con todos los problemas resueltos. Yo puedo enviarte a la Finca de la Condenación en un solo salto. Mira el suelo. Tengo tus libros y el sello postal que dejaste en el cuarto de Amaral. Están incluidos en el trato.
—¡Pero quiero ver la Tierra!
—Regresa cuando seas mayor y más sabio. Algún día. Para ver lo que ha logrado tu dinero.
—Bien... —dijo Rod.
—Quieres a G'mell. —La cara sabia, blanca y suave no revelaba turbación, furia ni condescendencia—. La tendrás, en un sueño de enlace, su mente con la tuya, durante un dichoso tiempo subjetivo de mil años. Vivirás todos los episodios felices que podríais haber compartido si te hubieras quedado aquí y te hubieras convertido en g'hombre. Verás nacer, crecer y morir a tus gatitos. Eso llevará media hora.
—Es sólo un sueño —protestó Rod—. ¡Quieres megacréditos a cambio de un sueño!
—
¿Con dos mentes? ¿Dos mentes vivas y aceleradas, compartiendo pensamientos?
¿Alguna vez has oído hablar de eso?
—No.
—¿Confías en mí? —preguntó el A'telekeli.
Rod miró al hombre-pájaro de hito en hito y sintió un gran alivio. Confiaba en esa criatura más de lo que nunca había confiado en un padre que no lo quería, una madre que lo había abandonado, unos vecinos curiosos y amables.
—Confío en ti —suspiró.
—Además —añadió el A'telekeli—, me encargaré de todos los detalles a través de mi propia red y te dejaré el recuerdo de ellos en la mente. Si confías en mí, eso bastará. Llegarás a casa sano y salvo. Estarás protegido, fuera de Norstrilia, a la cual rara vez llego, mientras vivas. Ahora disfrutarás de otra vida con G'mell y la recordarás casi toda. A cambio, te dirigirás a la pared y transferirás tu fortuna, menos medio megacrédito TAL, a la Fundación Rod McBan.
Rod no vio que las subpersonas se apiñaban alrededor de él para adorarlo. Se alarmó cuando una muchacha alta y muy pálida le cogió la mano para llevársela a la mejilla.
—Tú no serás el Prometido, pero eres un hombre grande y bueno. No podemos quitarte nada. Sólo podemos pedir. Esta es la enseñanza de Juana. Y tú has concedido.
—¿Quién eres? —preguntó Rod intimidado, pensando que era alguna muchacha humana perdida a quien el subpueblo había secuestrado para llevarla a las entrañas de la Tierra.
—A'lamelanie, hija del A'telekeli.
Rod la miró sorprendido y se acercó a la pared. Apretó un botón. ¡Vaya lugar para encontrar un botón!
—El Señor Jestocost —llamó—, había McBan. No, estúpido. Soy el dueño de este sistema.
Un hombre apuesto, atildado y regordete apareció en la pantalla.
—Si no me equivoco —dijo el extraño hombre—, eres el primer ser humano que llega a las profundidades. ¿Qué dices, señor y propietario McBan?
—Toma nota... —dijo el A'telekeli, junto a Rod pero fuera del campo de visión de la máquina.
Rod repitió.
Por su parte, el Señor Jestocost convocó testigos.
Fue un largo dictado, pero al fin se concluyó la comunicación. Rod planteó una sola objeción. Cuando intentaron llamarla Fundación McBan, dijo:
—Llamadla Fundación Ciento Cincuenta.
—¿Ciento Cincuenta? —preguntó Jestocost.
—Por mi padre. Es su número en nuestra familia. Yo soy el ciento cincuenta y uno. Él vino antes que yo. No expliquéis el número, limitaros a usarlo.
—De acuerdo —aceptó Jestocost—. Ahora tenemos que conseguir notarios y testigos oficiales para comprobar tus impresiones oculares, dactilares y cerebrales. Pide a la persona que está contigo que te dé una máscara, para que la cara de hombre-gato no confunda a los testigos. ¿Dónde se supone que está la máquina que estás usando? Sé bien dónde se encuentra en realidad.
—Al pie de Alpha Ralpha Boulevard, en un mercado olvidado —respondió el A'telekeli—. Tus hombres la encontrarán allí mañana, cuando vayan a confirmar la autenticidad de la máquina. —Se mantenía apartado del campo de visión de la máquina, para que Jestocost lo oyera pero no lo viera.
—Reconozco la voz —comentó Jestocost—. Viene a mí como en un gran sueño. Pero no pediré ver la cara.
—Tu amigo ha venido adonde sólo acuden las subpersonas —dijo el A'telekeli—, y estamos disponiendo de su destino en muchos sentidos, Señor, condicionados por tu grácil aprobación.
—Parece que mi aprobación no ha sido muy necesaria —resopló Jestocost, riendo.
—Me gustaría hablar contigo. ¿Tienes a alguna subpersona inteligente cerca de ti?
—Puedo llamar a G'mell. Ella siempre está cerca.
—Esta vez, Señor, no podrás. G'mell está aquí.
—¿Allí, contigo? No sabía que ella iba allí —comentó Jestocost con asombro.
—No obstante, aquí está. ¿Tienes a alguna otra subpersona?
Rod se sentía como un maniquí, de pie ante el visífono mientras las dos voces hablaban por su intermediación. Pero también sentía que ambos albergaban buenos deseos. Pensaba con nerviosismo en la extraña felicidad que les habían ofrecido a él y G'mell, pero era un joven respetuoso y esperaba a que los mayores terminaran sus asuntos.
—Espera un momento —dijo Jestocost.
Por la pantalla Rod vio que el Señor de la Instrumentalidad manipulaba los controles de otras pantallas secundarias. Un instante después, Jestocost respondió:
—T'dank está aquí. Dentro de pocos minutos entrará en la sala.
—Señor, dentro de veinte minutos, por favor, tomarás las manos de tu sirviente T'dank como una vez hiciste con G'mell. Tengo el problema de este joven y su retorno. Hay cosas que tú ignoras, pero preferiría no decirlas por la red.