Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Rod McBan estaba demasiado cansado para protestar cuando los pequeños robots blancos lo envolvieron en una enorme toalla y lo condujeron hacia lo que parecía una sala de operaciones.
Un hombre corpulento de barba parda y puntiaguda, muy infrecuente en la Tierra en aquella época, dijo:
—Soy el doctor Vomact, primo del doctor Vomact que conociste en Marte. Sé que no eres un gato, señor y propietario McBan, y sólo deseo comprobar que estéis bien. ¿Puedo?
—G'mell... —murmuró Rod.
—Se encuentra bien. Le hemos administrado un sedante y de momento recibe el trato que correspondería a una mujer humana. Jestocost me ordenó pasar por alto las reglas en este caso, y le he obedecido, pero creo que algunos colegas nos causarán problemas a ambos por este asunto.
—¿Problemas? —dijo Rod—. Pagaré...
—No, no se trata del precio. Es sólo la regla de que las subpersonas dañadas deben ser destruidas, no internadas en hospitales. Por mi parte, a veces les doy tratamiento, si puedo hacerlo bajo mano. Pero veamos cómo estás.
—¿Por qué hablamos? —linguó Rod—. ¿No sabías que ahora puedo audir?
En vez de un examen médico, Rod tuvo una agradable charla. El doctor y él bebieron enormes vasos de una bebida dulce de la Tierra llamada
chai
por los antiguos parosski. Rod comprendió que Dama Roja, el doctor Vomact de Marte y el Señor Jestocost de la Tierra lo habían vigilado y custodiado desde el principio. Descubrió que este doctor Vomact era candidato a jefe de la Instrumentalidad, y aprendió algo acerca de las extrañas pruebas que se requerían para esa función. Incluso descubrió que el doctor sabía más que él mismo acerca de su situación financiera, y que los presupuestos de la Tierra cedían bajo el peso de su fortuna, pues el aumento del precio del
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podría conducir a una reducción de la longevidad. El doctor y Rod terminaron hablando del subpueblo; Rod descubrió que el doctor admiraba a G'mell con tanto fervor como él. La velada terminó cuando Rod dijo:
—Soy joven, señor y doctor, y duermo bien, pero nunca descansaré a gusto de nuevo si no me quitas ese olor. Lo siento dentro de la nariz.
El doctor cobró un aire profesional.
—Abre la boca y respírame en la cara —dijo.
Rod titubeó y luego obedeció.
—¡Grandes estrellas torcidas! —exclamó el doctor—. Yo también lo huelo. Ha quedado un poco en el sistema respiratorio superior, quizá también en los pulmones. ¿Necesitarás el sentido del olfato durante estos días?
Rod respondió que no.
—Bien. Podemos inactivar suavemente esa zona del cerebro. No habrá efectos secundarios. No olerás nada durante ocho o diez días, y para entonces el hedor de Amaral habrá desaparecido. Por cierto, se te acusó de homicidio en primer grado. Fuiste juzgado y liberado. Por lo de Tostig Amaral.
—¿Cómo es posible? Ni siquiera me arrestaron.
—La Instrumentalidad lo computerizó. Tenían grabada toda la escena, pues el cuarto de Amaral estuvo bajo vigilancia desde ayer. Cuando te advirtió que morirías, fueras hombre o gato, fue su perdición. Era una amenaza de muerte y se te dejó en libertad por defensa propia.
Rod titubeó y al fin barbotó la verdad:
—¿Y los hombres del conducto?
—El Señor Jestocost, Crudelta y yo hablamos sobre ello. Decidimos olvidar el asunto. La policía se mantiene activa si tiene algunos casos que resolver aquí y allá. Ahora acuéstate para que pueda eliminar el olfato.
Rod se acostó. El doctor le puso la cabeza en una grapa y llamó a sus ayudantes robot. Rod perdió el conocimiento. Cuando despertó estaba en otro edificio. Se incorporó en la cama y vio el mar. G'mell estaba de pie a orillas del agua. Rod olisqueó. No percibió olor a sal, ni a humedad, ni a agua, ni a Amaral. El cambio valía la pena.
G'mell se le acercó.
—¡Mi querido, mi muy querido, mi señor y amo pero mí muy querido! Anoche arriesgaste la vida por mí.
—Yo también soy un gato —rió Rod.
Saltó de la cama y corrió hacia la orilla del agua. La inmensidad del agua azul le parecía increíble. Cada una de las blancas olas era un milagro. Rod había visto los lagos cerrados de Norstrilia, pero en ninguno se producía un oleaje comparable.
G'mell tuvo el tacto de guardar silencio hasta que él se sació la vista.
Luego le dio la noticia.
—Posees la Tierra. Tienes trabajo que hacer. O te quedas aquí y empiezas a estudiar cómo administrar tu propiedad o vas a otra parte. En cualquier caso, algo triste va a ocurrir. Hoy.
Él la miró seriamente. Su pijama flameaba en el viento húmedo que Rod ya no podía oler.
—Estoy preparado —dijo—. ¿Qué es?
—Me perderás.
—¿Eso es todo? —rió Rod.
G'mell se quedó muy compungida. Estiró los dedos como una gata nerviosa buscando algo que arañar.
—Creía... —murmuró, y guardó silencio. Empezó de nuevo—. Creía... —Calló. Se volvió hacia él, mirándole a los ojos con franqueza y confianza—. Eres muy joven, pero puedes hacer cualquier cosa. Aun entre los hombres eres tenaz y decidido. Dime, señor y amo, ¿qué... qué deseas?
—No mucho —sonrió Rod—, excepto que te compraré y te llevaré a casa. No podemos volver a Norstrilia a menos que cambie la ley, pero iremos a Nuevo Marte. Allí no hay reglas que algunas toneladas de
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no puedan cambiar. G'mell, seguiré siendo gato. ¿Te casarás conmigo?
Ella se echó a reír, pero la risa se convirtió en llanto. Lo abrazó y le hundió la cara en el pecho. Al final se enjugó las lágrimas con el brazo y alzó la mirada.
—¡Tonta de mí! ¡Tonto de ti! ¿No ves que soy una gata? Si tuviera hijos, todos serían gatitos, a menos que fuera todas las semanas a hacerme reciclar el código genético para que resultaran subpersonas. ¿No sabes que tú y yo no podemos casarnos con verdadera esperanza? Además, Rod, existe otra regla. Tú y yo ni siquiera podremos vernos cuando haya anochecido. ¿Por qué crees que el Señor Jestocost me salvó la vida ayer? ¿Cómo me internó en un hospital para que me lavaran los venenos de Amaral? ¿Cómo rompió casi todas las normas del reglamento?
—No lo sé —murmuró el abatido Rod.
—Prometiéndoles que yo moriría pronto y obedientemente si se producían más irregularidades. Diciendo que yo era un buen animal. Un animal valioso. Soy rehén de lo que tú y yo debemos hacer. No es una ley. Es algo peor que una ley... es un pacto entre los Señores de la Instrumentalidad.
—Entiendo —dijo Rod, comprendiendo la lógica del asunto, pero odiando las crueles costumbres de la Tierra, que los unían tan sólo para separarlos.
—Paseemos por la playa, Rod —dijo ella—. A menos que antes quieras tu desayuno...
—Oh, no —rechazó él—. ¡Desayuno! ¡Al cuerno con todos los desayunos de la Tierra!
G'mell caminaba como si no tuviera ninguna preocupación, pero por su modo de andar Rod advirtió que la muchacha se proponía algo.
Sucedió.
Primero, le dio un beso, un beso que Rod habría de recordar toda la vida.
Luego, antes de que él pudiera decir una palabra, ella linguó. Pero no linguó palabras ni ideas, sino un canto salvaje. Era la música que acompañaba al poema que le había recitado antes de llegar a Terrapuerto:
¡Oh, mi amor por ti!
El canto de altas aves, y
el vuelo del alto cielo, y
el soplo del alto viento.
¡Un alto corazón latiendo,
y una alta morada para ti!
Pero no recibía las palabras ni las ideas, aunque esta vez parecían sutilmente distintas. G'mell hacía algo que los mejores telépatas de Vieja Australia del Norte habían intentado en vano durante años: transmitía la esencia matemática y proporcional de la música con la mente, y lo hacía con una claridad y una fuerza que habría sido digna de una gran orquesta. La fuga del «soplo del alto viento» seguía repitiéndose.
Él apartó los ojos de G'mell para contemplar el asombroso espectáculo que lo rodeaba. El aire, la tierra y el mar empezaban a bullir de vida. Los peces saltaban de las azules olas. Una multitud de pájaros volaba en círculos. La playa hervía de pequeñas aves corredoras. Perros y animales que él nunca había visto correteaban alrededor de G'mell, a centenares.
De pronto ella dejó de cantar.
A todo volumen y con gran claridad, escupió órdenes a todos los vientos:
—Pensad en la gente.
—Pensad en este gato y en mí huyendo a alguna parte.
—Pensad en naves.
—Buscad extraños.
—Pensad en las cosas del cielo.
Rod se alegró de no estar audiendo en la banda ancha, como a veces le ocurría en su mundo natal. Sin duda se habría mareado con tantas imágenes y contradicciones.
Ella le aferró los hombros y le susurró al oído:
—Rod, ellos nos cubrirán. Por favor, haz un viaje conmigo, Rod. Un último y peligroso viaje. No por ti. No por mí. Ni siquiera por la humanidad. Por la vida, Rod. La Ese-I quiere verte.
—¿Quién es la Ese-I?
—Él te revelará el secreto cuando lo veas —susurró ella—. Hazlo por mí, si no confías en mis ideas.
—Por ti, G'mell, sí —sonrió Rod.
—Entonces, ni siquiera pienses, hasta llegar allí. Ni si—quieras hagas preguntas. Sólo ven. Millones de vidas dependen de ti, Rod.
Ella se irguió y cantó de nuevo, pero la nueva canción no revelaba pena ni angustia, ni un extraño contacto entre una especie y otra. Era serena y hermosa como una cajita de música, simple como una firme y feliz despedida.
Los animales desaparecieron tan repentinamente que resultaba difícil creer que unos instantes antes hubiera habido legiones de ellos.
—Eso confundirá temporalmente a los monitores telepáticos. No son muy imaginativos, y cuando captan algo como esto redactan informes. Luego no entienden los informes y tarde o temprano uno de ellos me pregunta qué hice. Les digo la verdad. Es sencillo.
—¿Qué les dirás esta vez? —preguntó Rod mientras regresaban a la casa.
—Que había algo que prefería que ellos no oyeran.
—No te creerán.
—Claro que no, pero sospecharán que yo intenté pedirte
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para darlo al subpueblo.
—¿Quieres
stroon
, G'mell?
—¡Claro que no! Es ilegal y prolongaría indebidamente mi vida natural. El Maestro Gatuno es la única subpersona que toma
stroon
, y lo obtiene por una votación especial de los Señores.
Habían llegado a la casa. G'mell se detuvo.
—Recuerda, somos los criados de la Dama Francés Oh. Ella prometió a Jestocost que nos ordenaría hacer cualquier cosa que yo le pidiera. Así que nos ordenará que tomemos un suculento desayuno. Luego nos mandará que busquemos algo muy por debajo de la superficie de Terrapuerto...
—¿De verdad? Pero, ¿por qué...?
—Sin preguntas, Rod. —La sonrisa de G'mell habría ablandado una piedra. Rod se sintió bien. Le divertía y gustaba el placer físico de audir y linguar con las gentes verdaderas que pasaban. (Algunas subpersonas podían audir y linguar, pero trataban de ocultarlo por temor a despertar suspicacias.)
Rod se sentía fuerte. Le apenaba perder a G'mell, pero tenía todo un día por delante; empezó a soñar con las cosas que podría hacer por ella cuando se despidieran. ¿Comprarle los servicios de miles de personas por el resto de su vida? ¿Darle joyas que serían la envidia de la humanidad de la Tierra? ¿Alquilarle un yate de planoforma privado? Sospechaba que esas cosas no eran legales, pero resultaba agradable pensar en ellas.
Tres horas después, no tenía tiempo para pensamientos agradables. De nuevo estaba cansado hasta los huesos. Habían volado hasta ciudad de Terrapuerto «siguiendo órdenes» de la Dama Oh, y habían iniciado el descenso. Cuarenta y cinco minutos de marcha le habían revuelto el estómago. El aire era tibio y rancio y lamentó haber renunciado al sentido del olfato.
Cuando terminaron los conductos, empezaron los túneles y ascensores. Descendieron hasta donde máquinas increíblemente antiguas giraban despacio, rociadas de aceite, realizando tareas inimaginables.
En una habitación, G'mell se detuvo para gritarle por encima de ruido de las máquinas:
—Eso es una máquina de bombeo.
No lo parecía. Enormes turbinas giraban trabajosamente. Por lo visto estaba conectada a una enorme máquina de vapor impulsada por energía nuclear. Cinco o seis bruñidos robots los observaron con suspicacia mientras ellos caminaban alrededor de la máquina, que tenía ochenta metros de longitud por cuarenta y cinco de alto.
—Ven aquí... —gritó G'mell.
Entraron en otra sala, vacía, limpia y silenciosa excepto por una rígida columna de agua en movimiento que salía disparada del suelo al techo. No se veía ninguna máquina. Un subhombre, toscamente configurado a partir de un cuerpo de rata, se levantó de su mecedora cuando entraron. Se inclinó ante G'mell como si ella fuera una gran dama, pero la muchacha le indicó que volviera a sentarse.
G'mell condujo a Rod cerca de la columna de agua y señaló un anillo brillante en el suelo.
—Ésa es la otra bomba. Realizan la misma cantidad de trabajo.
—¿Qué es? —gritó él.
—Un campo de fuerza, supongo. No soy ingeniera.
Prosiguieron el viaje.
En un corredor más silencioso, ella le explicó que las dos bombas eran para el control climático. La más vieja había funcionado seis o siete mil años, y no estaba muy gastada. Cuando la gente había necesitado una bomba suplementaria, la había reproducido en plástico, la había instalado en el suelo y la había puesto en marcha con unos pocos amperios. El subhombre estaba allí sólo para vigilar que nada se estropeara ni entrara en situación crítica.
—¿Las personas verdaderas ya no pueden diseñar cosas? —preguntó Rod.
—Sólo si quieren. Actualmente lo más difícil es lograr que quieran hacer cosas.
—¿Quieres decir que no desean hacer nada?
—No exactamente —respondió G'mell—, pero entienden que nosotros somos mejores en casi todo. Me refiero al trabajo manual, no a tareas de estadista como la administración de la Instrumentalidad y el gobierno de la Tierra. A veces un ser humano verdadero se pone a trabajar, y siempre hay extranjeros como tú que los estimulan y les plantean problemas nuevos. Pero tenían vidas seguras de cuatrocientos años, una lengua común y un condicionamiento estándar. Estaban agonizando de mera perfección. Un modo de mejorar habría consistido en exterminar al subpueblo, pero no podían hacerlo. Había muchas tareas desagradables que no podían encomendar a los robots. Un robot, si está enlazado por ordenador a la mente de un ratón, cumple con ciertas rutinas, pero si no tiene una educación humana muy completa llega a conclusiones insólitas que no concuerdan con los deseos de la gente. Así que necesitan a las subpersonas. Yo en el fondo sigo siendo gata, pero incluso los gatos no modificados están muy emparentados con los seres humanos. Toman las mismas decisiones básicas entre poder y belleza, supervivencia y autosacrificio, sentido común y valentía excepcional. Así que la Dama Alice More elaboró este plan para el Redescubrimiento del Hombre: organizar las antiguas naciones, ofrecer a todos una cultura adicional además de la cultura basada en la Vieja Lengua Común, permitir que se peleen unos con otros, reimplantar algunas enfermedades, algún peligro, algunos accidentes, pero compensarlos de tal modo que en realidad nada llegue a cambiar.