Los señores de la instrumentalidad (42 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Es Rastra.

—¿Qué hace? —preguntó Elena.

—Tiene su orgullo —respondió Mabel, con una expresión alegre y ávida en la grotesca cara roja, derramando saliva por los labios flojos.

—¿Pero
hace
algo? —insistió Elena.

—Aquí nadie tiene que hacer nada, señora Elena —intervino Charley-cariño-mío.

—Es ilegal llamarme «señora» —señaló Elena.

—Lo lamento, ser humano Elena. Nadie tiene que hacer nada aquí. Todos nosotros somos totalmente ilegales. Este pasillo es hermético y de él no pueden entrar ni salir pensamientos. ¡Espera un poco! Mira el techo... ¡Ahora!

Un fulgor rojo barrió el techo y desapareció.

—El techo fulgura —explicó Charley-cariño-mío— cuando alguna cosa la examina con el pensamiento. El túnel se registra como «depósito de aguas de cloaca: desechos orgánicos», así que las vagas percepciones vitales que escapen de aquí no se tienen en cuenta. Las personas lo construyeron hace un millón de años.

—No había nadie en Fomalhaut III hace un millón de años —replicó Elena bruscamente. Se preguntó por qué replicaba así. Él no era una persona, sólo un animal parlante que se había salvado de ser arrojado al crematorio.

—Lo lamento, Elena —dijo Charley-cariño-mío—. Debí haber dicho «hace mucho tiempo». Las subpersonas no tenemos oportunidad de estudiar la historia real. Pero usamos este pasillo. Alguien con un macabro sentido del humor lo bautizó Clown Town, Vivimos diez, veinte o cien años, y luego las personas o los robots nos encuentran y nos matan. Por eso Mabel te habló de aquella forma. Pensó que eras la muerte. Pero no lo eres. Eres
Elena.
Eso es maravilloso, maravilloso. —Su cara taimada brillaba de transparente sinceridad. Debía de resultarle raro ser sincero.

—Ibas a contarme qué misión tiene esa submuchacha —dijo Elena.

—Ella es Rastra —continuó Charley-cariño-mío—. No hace nada. Ninguno de nosotros tiene que hacer nada. Estamos condenados, de todos modos. Ella es un poco más sincera que el resto de nosotros. Tiene su orgullo. Nos desprecia. Nos pone en nuestro sitio. Hace que los demás se sientan inferiores. Pensamos que es un miembro muy valioso del grupo. Todos tenemos nuestro orgullo, que de todos modos es inútil, pero Rastra tiene su orgullo por su cuenta, sin hacer nada al respecto. Ella nos recuerda cosas. Si la dejamos en paz, nos deja en paz.

Elena pensó:
Sois criaturas extrañas, muy parecidas a la gente, pero sin experiencia, como si tuvierais que «morir» aún antes de aprender a vivir.
En voz alta sólo pudo decir:

—Nunca había conocido a nadie como ella.

Rastra debió de intuir que hablaban de ella, porque dirigió a Elena una rápida mirada de ardiente odio. La bonita cara de Rastra se concentró en un destello de hostilidad y desprecio; luego desvió la mirada y Elena comprendió que había desaparecido de la mente de esa criatura, excepto por un olvidado acto de reprobación. Nunca había visto una intimidad tan impenetrable como la de Rastra. Y aun así, aquella criatura, fuera cual fuese su origen animal, resultaba adorable en términos humanos.

Una vieja horrible, cubierta de vello gris ratonil, se acercó a Elena. La mujer-ratón era la Bebé-bebé a quien habían enviado a buscar la taza de cerámica. La asía con unas largas pinzas. La taza estaba llena de agua.

Elena cogió la taza.

De sesenta a setenta subpersonas, entre ellas la niñita de vestido azul a quien había visto fuera, la contemplaron mientras bebía. El agua era buena. Se la bebió toda. Hubo un suspiro colectivo, como si todos los que estaban en el pasillo hubieran esperado ese momento. Elena iba a dejar la taza, pero la vieja mujer-ratón fue más rápida que ella. Le arrebató la taza con las pinzas, para no contaminarla con el contacto de una subpersona.

—Está bien, Bebé-bebé —dijo Charley-cariño-mío—, ahora podemos hablar. Tenemos por costumbre no hablar con un recién llegado sin haberle ofrecido antes nuestra hospitalidad. Seré franco. Quizá tengamos que matarte, si todo esto termina siendo un error, pero te aseguro que en ese caso, lo haré muy rápido y sin el menor rencor. ¿Te parece bien?

Elena no entendió por qué debía parecerle bien, y así lo manifestó. Imaginó que le arrancaban la cabeza. Aparte del dolor y la humillación, le pareció muy poco alentador finalizar su vida en una cloaca con criaturas que ni siquiera tenían derecho a existir.

Charley-cariño-mío no le dio oportunidad de discutir, y continuó explicando:

—Supongamos que todo resulta bien. Supongamos que tú eres la Ester-Elena-o-Eleonora que todos hemos esperado, la persona que hará algo a P'Juana y nos traerá ayuda y liberación, que nos dará, en definitiva,
vida verdadera...
¿qué hacemos entonces?

—No sé de dónde habéis sacado esas ideas acerca de mí. ¿Por qué soy Ester-Elena-o-Eleonora? ¿Qué he de hacerle a P'Juana? ¿Por qué yo?

Charley-cariño-mío la contempló como si no creyera que le formulaban esa pregunta. Mabel frunció el ceño como si no hallara las palabras adecuadas para expresar su opinión. Bebé-bebé, que había regresado a la multitud con bruscos movimientos de ratón, miró alrededor como si sospechara que alguien hablaría. Tenía razón. Rastra volvió la cara hacia Elena y dijo con tono condescendiente:

—No sabía que las personas verdaderas eran tan ignorantes o estúpidas. Tú pareces ser ambas cosas. Nosotros recibimos nuestra información de la dama Pane Ashash. Como está muerta, ella no tiene prejuicios contra el subpueblo. Como no tiene mucho que hacer, ha analizado miles de millones de probabilidades. Todos sabemos adonde llevan la gran parte de las probabilidades: muerte súbita por gas o enfermedad, o quizá los mataderos después de un viaje en los grandes ornitópteros policiales. Pero la dama Pane Ashash descubrió que quizá viniera una persona con un nombre como el tuyo, un ser humano con un nombre antiguo y sin clasificación numérica, que esa persona conocería al Cazador, que ella y el Cazador transmitirían a la subniña P'Juana un mensaje y que ese mensaje cambiaría los mundos. Hemos criado a una niña llamada P'Juana tras otra, esperando cien años. Ahora apareces tú. Quizá seas la que esperamos. A mí no me pareces muy competente. ¿Qué sabes hacer?

—Soy bruja —respondió Elena.

—¿Una bruja? ¿De veras? —Rastra no pudo disimular su sorpresa.

—Sí —contestó Elena con humildad.

—Yo no sería bruja —dijo Rastra—. Tengo mi propio orgullo —Apartó la cara y concentró los rasgos en esa expresión dolorida y desdeñosa.

Charley-cariño-mío susurró a los que tenía cerca, sin importarle que Elena oyera sus palabras:

—Es maravilloso, maravilloso. Es una bruja. Una bruja humana. ¡Tal vez haya llegado el gran día! Elena —dijo humildemente—, ¿quieres mirarnos?

Elena miró. Cuando se detenía a pensar dónde estaba, la resultaba increíble que la desierta ciudad baja de Kalma estuviera en el exterior detrás de la pared, y que la expansiva ciudad nueva se extendiera sólo treinta y cinco metros más arriba. El pasillo constituía un mundo en sí mismo. Parecía un mundo, con sus desagradables amarillos y marrones, las tenues y antiguas luces, los hedores humanos y animales mezclados bajo la pésima ventilación. Bebé-bebé, Rastra, Mabel y Charley-cariño-mío formaban parte de aquel mundo. Eran reales; pero estaban lejos, muy lejos para Elena.

—Dejadme ir —suplicó—. Algún día regresaré.

Charley-cariño-mío, que sin duda era el líder, habló como si estuviera en trance:

—No comprendes, Elena. De aquí sólo puedes «ir» a la muerte. No hay otra salida. No podemos dejarte marchar por esa puerta porque la dama Pane Ashash te ha enviado a nosotros. O bien avanzas hacia tu destino y el nuestro, o bien haces eso, y todo saldrá bien, de tal modo que nos amarás, y nosotros te amaremos —añadió soñadoramente—, o bien te mato con estas manos. Aquí mismo. Ahora mismo. Podría darte otro sorbo de agua limpia antes, pero eso sería todo. No tienes muchas opciones, ser humano Elena. ¿Qué piensas que ocurriría si salieras?

—Nada, supongo —contestó Elena.

—¡Nada! —resopló Mabel, recobrando su indignación—. La policía bajaría en el ornitóptero...

—Y te examinaría el cerebro —continuó Bebé-bebé.

—Y sabría que estamos aquí —añadió un subhombre alto y pálido que no había hablado antes.

—Y nosotros —señaló Rastra desde su silla— moriríamos al cabo de un par de horas. ¿Te gustaría eso, amiga Elena?

—Y —finalizó Charley-cariño-mío— desconectarían a la dama Pane Ashash, de modo que incluso la grabación de esa entrañable dama muerta desaparecería al fin, y no quedaría misericordia en este mundo.

—¿Qué es «misericordia»? —preguntó Elena.

—Es obvio que nunca has oído hablar de ella —masculló Rastra.

La vieja mujer-ratón Bebé-bebé se acercó a Elena. Fijó la mirada en ella y susurró entre sus dientes amarillos:

—No te dejes amilanar, muchacha. La muerte no es tan importante; ni para vosotros, los humanos verdaderos con vuestros cuatrocientos años; ni para nosotros, con el matadero a la vuelta de la esquina. La muerte es un
cuándo
, no un
qué.
Es igual para todos. No temas. Sigue adelante y quizá descubras la misericordia y el amor. Son mucho más ricos que la muerte, si puedes hallarlos. En cuanto los encuentres, la muerte perderá importancia.

—Aún no conozco la
misericordia
—dijo Elena—, pero creía saber qué era el
amor
, y no espero encontrar a mi amante en un mugriento y viejo pasillo lleno de subpersonas.

—No me refería a esa clase de amor —rió Bebé-bebé, agitando la manogarra para impedir que Mabel la interrumpiera. La vieja cara de ratón rebosaba de expresividad. De pronto Elena pudo imaginar qué aspecto habría tenido Bebé-bebé para un subhombre-ratón cuando era joven, lustrosa y gris. El entusiasmo encendió de juventud los viejos rasgos cuando Bebé-bebé continuó—: No me refiero al amor por un amante, muchacha. Me refiero al amor por ti misma. El amor por la vida. El amor hacia todas las cosas vivas. Incluso amor por mí. Tu amor por mí. ¿Puedes imaginarlo?

La fatigada Elena intentó responder la pregunta. Miró bajo la penumbra a la arrugada mujer-ratón de ropas sucias y ojillos rojos. La fugaz imagen de la hermosa y joven mujer-ratón se había esfumado; sólo quedaba aquella criatura vulgar e inútil, con sus exigencias inhumanas y sus insensatas súplicas. Las personas no amaban a la subgente. La usaban, como sillas o picaportes. ¿Desde cuándo un picaporte recurre a la Carta de Antiguos Derechos?

—No —respondió Elena sin inmutarse—, no me imagino amándote.

—Lo sabía —dijo triunfalmente Rastra desde la silla.

Charley-cariño-mío agitó la cabeza como para aclararse la vista y dijo:

—¿Ni siquiera sabes quién controla Fomalhaut III?

—La Instrumentalidad —contestó Elena—. Pero, ¿tenemos que seguir hablando? Dejadme ir, matadme o haced algo. Esto no tiene sentido. Estaba cansada cuando llegué aquí, y ahora estoy un millón de años más cansada.

—Llevadla —indicó Mabel.

—De acuerdo —dijo Charley-cariño-mío—. ¿Está el Cazador allí?

La niña P'Juana habló. Estaba entre las más alejadas subpersonas del grupo.

—Vino por el otro lado cuando ella entró por delante.

—Me mentiste —se quejó Elena a Charley-cariño-mío—. Dijiste que había una sola puerta.

—No mentí. Hay una sola puerta para ti, para mí o para los amigos de la dama Pane Ashash. La puerta por donde entraste. La otra es la muerte.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que esa puerta conduce a los mataderos de los hombres que tú no conoces. Los señores de la Instrumentalidad que están aquí, en Fomalhaut III. Está el señor Femtiosex, que es justo e inclemente. Está el señor Limaono, que piensa que el subpueblo es un peligro potencial y que no tendrían que haberlo creado. Está la dama Goroke, que no sabe cómo rezar, pero trata de meditar acerca del misterio de la vida y se ha mostrado benigna con el subpueblo, siempre que con ello no infringiera la ley. Y está la dama Arabella Underwood, cuya justicia resulta incomprensible para los hombres.

»Y también para el subpueblo —añadió riendo.

—¿Quién es ella? ¿De dónde ha sacado este nombre extraño? No tiene una cifra. Es tan malo como vuestros nombres. O como el mío —murmuró Elena.

—Vino de Vieja Australia del Norte, el mundo del
stroon
, La cedieron en préstamo a la Instrumentalidad y respeta todas las leyes bajo las que nació. El Cazador puede atravesar los aposentos
y
los mataderos de la Instrumentalidad, pero ¿podrías hacerlo tú? ¿Podría hacerlo yo?

—No —reconoció Elena.

—Adelante, pues —invitó Charley-cariño-mío—: a tu muerte o a grandes maravillas. ¿Puedo llevarte, Elena?

La bruja asintió en silencio.

La mujer-ratón Bebé-bebé palmeó la manga de Elena. Una extraña esperanza le brillaba en los ojos. Cuando Elena pasó junto a la silla de Rastra, la altiva y hermosa submuchacha la miró de hito en hito, inexpresiva, desdeñosa y severa. La niña-perro P'Juana siguió a la pequeña comitiva como si la hubieran invitado.

Caminaron un largo trecho. En realidad, no podía ser ni siquiera medio kilómetro, pero debido a los incesantes marrones y amarillos, las extrañas formas de las subpersonas desaliñadas e ilegales, los hedores y el aire denso, Elena tuvo la sensación de que estaba dejando atrás todos los mundos conocidos. Y eso hacía, en efecto, aun sin sospechar que su sensación era acertada.

5

Al final del corredor se abría una entrada redonda con una puerta de oro o bronce.

Charley-cariño-mío se detuvo.

—No puedo avanzar más —dijo—. Tú y P'Juana tendréis que seguir solas. Ésta es la antecámara olvidada que hay entre el túnel y el palacio de arriba. El Cazador está allí. Adelante. Tú eres una persona. No corres peligro. Las subpersonas suelen morir allí. Adelante.

La empujó por el codo y abrió la puerta corrediza.

—Pero la niña... —objetó Elena.

—No es una niña —explicó Charley-cariño-mío—. Es sólo un perro... así como yo no soy un hombre, sólo una cabra instruida, acicalada y preparada para tener la apariencia de un hombre. Si regresas, Elena, te amaré como a un dios o te mataré. Depende.

—¿De qué depende? —preguntó Elena—. ¿Y qué es «dios»?

Charley-cariño-mío le ofreció una de sus taimadas sonrisas que eran totalmente falsas y plenamente amistosas, ambas cosas a la vez. Quizá fuera la característica de su personalidad en otros tiempos.

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