Los señores de la instrumentalidad (38 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
9.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y nada más por ahora. Suele decirse que «lo bueno, si breve, dos veces bueno»; puede que esta presentación no sea buena, pero, con toda seguridad, es breve.

Miquel Barceló

Introducción

Cordwainer Smith y la ciencia ficción

Hace treinta años publiqué un cuento en una revista llamada
Fantasy Book.
En realidad era sólo medio cuento (se trataba de una colaboración con Isaac Asimov, titulada
Little Man on the Subway)
, y en realidad
Fantasy Book
era sólo media revista, ya que no duró demasiado ni llegó a un vasto público. Ni siquiera a mí me habría llegado de no haber sido un colaborador, o medio colaborador. Pero, qué diablos, contenía algunos cuentos buenos, y el mejor era uno titulado
Los observadores viven en vano
, de un autor llamado Cordwainer Smith.

¿Cordwainer Smith? ¡Un cuerno! Enseguida me pregunté quién se escondía detrás de ese nombre. Henry Kuttner jugaba al escondite con los pseudónimos en aquella época, y también Roben A. Heinlein. Y la excelencia y la originalidad de
Los observadores viven en vano
eran dignas de cualquiera de los dos. Pero no seguía el estilo, o ninguno de los estilos, que yo asociaba con ellos. Además, lo negaron. ¿Theodore Sturgeon? ¿A. E. van Vogt? No, tampoco. Entonces, ¿quién?

No parecía probable que fuera un novato. Al margen del esquivo pseudónimo, había en
«Observadores»
demasiados matices, innovaciones y conceptos estimulantes como para que yo creyera por un segundo que no se trataba de la creación de un maestro de la ciencia ficción. No sólo era bueno. Era el trabajo de un experto. Ni siquiera los escritores excelentes lo son tanto en los primeros relatos.

Poco después firmé un contrato para publicar una antología de ciencia ficción con una sucursal de Doubleday que se titularía
Beyond the End of Time.
Esto me agradaba, entre otras cosas porque me daría la oportunidad de presentar
Los observadores viven en vano
a un público cien veces mayor que el de
Fantasy Book.
Y había una importante ventaja marginal: alguien tendría que firmar la autorización para publicar el cuento, y entonces le echaría el guante.

Pero no ocurrió así. La autorización vino firmada por Forrest J. Ackerman, como agente literario de Cordwainer Smith. Por un breve y frenético período creí que el mismo Forrest había escrito el cuento, pero él me aseguró que no. Y así quedaron las cosas. Transcurrió casi una década. Hasta que llegó el momento en que yo seleccionaba material para
Galaxy
y sonó mi teléfono. «¿señor Pohl? —dijo el hombre del otro lado—. Soy Paul Linebarger.»

Dije «Aja» con un tono cuyo sentido él captó de inmediato como;
¿Y quién cuernos es Paul Linebarger?
Se apresuró a añadir: «Escribo bajo el seudónimo de Cordwainer Smith.»

¿Quién es, pues, Paul Linebarger?

Permitan ustedes que les cuente una historia. Hace un par de años yo estaba viajando por Europa oriental como representante del Departamento de Estado de Estados Unidos, hablando de ciencia ficción a públicos integrados por polacos, macedonios y georgianos soviéticos, entre otros. La ciencia ficción norteamericana merece una gran aceptación en casi todo el mundo, incluida esa región. A mí me recibieron con cordial hospitalidad, al menos los europeos orientales; y a menudo, aunque no siempre, también los diplomáticos norteamericanos, que tenían la misión de mantenerme ocupado y alejado de posibles enredos. Lo peor de todo fue una cena en una embajada, en un país cuyo embajador estadounidense era un envarado tipo de la vieja escuela, que nunca había leído ciencia ficción ni se proponía leerla, y estaba visiblemente disgustado por la maligna jugarreta del destino que lo había obligado a charlar con una persona que se ganaba la vida escribiendo esa bazofia. No se ablandó hasta que llegamos al café y surgió el nombre de Cordwainer Smith. Yo mencioné su verdadero nombre. El embajador casi soltó la copa: «¿El
doctor
Paul Linebarger? ¿El profesor de Johns Hopkins?» «El mismo», respondí. «¡Pero si fue mí
maestro!»
, exclamó el embajador. Y durante el resto de la velada no pudo mostrarse más encantador.

El profesor Linebarger enseñó relaciones exteriores no sólo a este embajador, sino a muchos más. Y no se limitaba a hablar de los acontecimientos sino que participaba activamente en ellos. Criado en China, dominaba el idioma a la perfección. También conocía varias lenguas más, y frecuentaba el Departamento de Estado para dar conferencias, explicar, conversar o negociar. Incluso en inglés. Una vez lo justificó de este modo: «Es porque yo puedo hablar... mucho... más... despacio... y... claramente... que... la... mayoría... de... las... personas.» Lo cual era cierto. Y, sin duda, él representó una gran ayuda para muchas personas cuyo inglés era defectuoso. Pero no creo ni por un segundo que ésa fuera la razón. El Departamento de Estado valoraba lo que valoramos todos: no la capacidad de expresión, sino la mente que la modelaba, sabia, ágil y amplia.

Viajero, profesor, escritor, diplomático, erudito, Paul Linebarger tuvo una vida fascinante. Si no hablo más sobre ella es porque no quiero repetir lo que John Jeremy Pierce ya ha dicho muy bien en su excelente ensayo
[2]
. La mayoría de los escritores, en su vida privada, son tan aburridos como el agua estancada. La vida de Paul Linebarger fue tan pintoresca como sus novelas.

Si ustedes no han leído mucha ciencia ficción, quizá se estén preguntando: «¿Quién es, pues, Cordwainer Smith?» Les contaré algo sobre su obra, y por qué fue y sigue siendo algo especial para muchos de nosotros.

Empecemos por esto. Toda la ciencia ficción es especial. No convence a todo el mundo, y es muy raro que a alguien le guste toda. Se presenta en una amplia gama de formas y sabores. Algunos son suaves y familiares, como la vainilla. Algunos son exóticos y difíciles de asimilar la primera vez, como un
happening
de esculturas de Tinguely. Ésa es una de las características que me atraen en la ciencia ficción: su exploratorio empleo de las incongruencias. Cuando este rasgo se lleva hasta el extremo, se convierte en una precaria danza sobre la cuerda floja, la audacia en equilibrio con el desastre; la imaginación del escritor y la tolerancia del lector se estiran hasta el punto del colapso catastrófico. Un milímetro más y todo se desmorona. Lo que quería ser desconcertante e innovador puede volverse simplemente absurdo. A. E. van Vogt caminó maravillosamente por esta angosta senda, y también Jack Vance; Samuel R. Delany lo hace ahora; pero nadie, jamás, lo ha hecho con más atrevido éxito que Cordwainer Smith. ¡El exotismo de sus conceptos, personajes e incluso palabras! Congohelio y
stroon.
gentes-gato y robots con cerebro de ratón. Autopistas abandonadas de kilómetros de altura, y muertos que se mueven, actúan, piensan y sienten. Smith creó mundos de maravilla. Y nos convenció de que eran reales.

En parte lo consiguió gracias a su fino oído para el sonido y el sentido de las palabras. Su prosa cambió y se desarrolló durante los breves años de su corta carrera, y demostró una
vez
tras otra que la palabra adecuada era la palabra imprevista. El instinto verbal de Smith es tan personal que se puede detectar aun en el título de sus cuentos, aunque quizá no tan directamente como cabría imaginar. Una vez, James Blish apartó los ojos con deleite del último número de
Galaxy
y dijo: «Lo que más recuerdo de Cordwainer Smith son esos títulos maravillosamente personales.» Le pregunté a qué títulos se refería en particular. James respondió: «Bien, a todos.
La dama muerta de Clown Town, La balada de G'mell, Piensa azul, cuenta basta dos
, por nombrar tres.» Le dije que eso me parecía curioso, porque ninguno de ellos había sido el título original de Smith. Yo había puesto título a esos cuentos al publicarlos. Pero James estaba en lo cierto, porque yo no los había inventado. Simplemente, habían surgido del texto de Smith.

Paul Linebarger no era un solitario. En realidad, todo lo contrario. Era gregario y locuaz, viajaba mucho, pasaba mucho tiempo en clases y reuniones. Pero no quería conocer a escritores de ciencia ficción. No porque no le gustaran. Era casi una superstición. Una vez había iniciado una carrera como escritor. Había publicado dos novelas,
Carola
y
Ría
, ninguna de ellas de ciencia ficción; ambas me recuerdan las novelas de Robert Briffault sobre política europea,
Europa
y
Europa in Limbo.
Se había propuesto continuar, pero no pudo hacerlo. Las novelas se habían publicado con el seudónimo Félix C. Forrest. Habían llamado bastante la atención y mucha gente se había preguntado quién era «Félix C. Forrest», y algunos lo habían averiguado. Por desgracia. Lo lamentable fue que cuando Paul entró en contacto directo con los lectores de «Forrest», ya no pudo escribir para ellos. ¿Sucedería lo mismo con la ciencia ficción en las mismas circunstancias? No lo sabía, pero no quería correr el riesgo.

Así que Paul Linebarger mantuvo su seudónimo en secreto. No asistía a las reuniones que celebraban los escritores y lectores de ciencia ficción. Cuando en 1963 se celebró la Convención Mundial de Ciencia Ficción en Washington, a un par de kilómetros de su casa, le pedí que asistiera para evaluar la situación. Yo no revelaría a nadie quién era él. Si lo prefería, podía dar media vuelta y largarse. De lo contrario... bien, no.

Paul reflexionó y al final, a regañadientes, decidió no arriesgarse. Pero dijo que había un par de individuos a quienes le gustaría conocer si ellos aceptaban ir a su casa. Y así ocurrió. Fue una tarde maravillosa, naturalmente. Tenía que serlo. Paul era un cordial anfitrión, y Genevieve —su ex alumna, y por entonces su esposa— una espléndida anfitriona. Bajo el acta de nacimiento en pergamino escarlata y oro escrita en caligrafía por el padrino de Paul, Sun Yat-sen, bebiendo
pukka pegs
(cócteles de
ginger ale y
brandy, los cuales, según Paul, habían permitido sobrevivir al ejército británico en la India), las vibraciones eran óptimas con aquella estimulante compañía.

Y no perjudicó en nada a su manera de escribir, ni entonces ni después. Continuó escribiendo, y en todo caso mejor que nunca. Disfrutó tanto de la compañía de sus invitados —en particular, Judith Merril y Algis Budrys— que se sintió más inclinado a conocer a otros escritores. Poco a poco lo hizo. Conoció a algunos en persona, a otros por correspondencia, a la mayoría por teléfono, y creo que no estaba lejos el momento en que Paul Linebarger se hubiera presentado en una convención de ciencia ficción. Tal vez en muchas. Pero el tiempo se agotó. Murió de un ataque cardíaco en 1966, a la injusta edad de cincuenta y tres años.

Toda obra importante de ficción está parcialmente escrita en clave. Lo que leemos en una frase no es siempre lo que el autor tenía en mente cuando la escribió, y hay veces —oh, demasiadas veces— en que ni siquiera el autor sabe exactamente lo que quiere decir. Esto no siempre constituye un defecto. En ocasiones es una necesidad. Cuando una mente humana, que está encerrada dentro del cráneo, que percibe el universo sólo a través de sus engañosos sentidos, y se comunica sólo a través de imprecisas palabras, busca significados complejos y modelos de comprensión, resulta difícil lograr una expresión explícita. Cuanto más altas sean las aspiraciones, más ardua es la tarea. Las aspiraciones de Cordwainer Smith iban a veces más allá de lo visible.

Paul me enseñó a descifrar algunos de sus mensajes, pero sólo los fáciles. En los archivos de la colección de manuscritos de la Universidad de Syracuse hay, o debería haber, una copia comentada de sus manuscritos con instrucciones para interpretarlos. Esos relatos constituían una parábola acerca de la política en el Medio Oriente. Se había tomado el trabajo de anotarme en los márgenes qué personajes del futuro remoto representaban a políticos actuales de Egipto o del Líbano.

Es el juego de muchos escritores. A veces resulta divertido, pero a mí no me convence demasiado. Lo que me agradaría descifrar en la obra de Cordwainer Smith es mucho más complicado. Sus intereses trascendían la vida actual y la política contemporánea, e incluso quizá la experiencia humana. Religión. Metafísica. Sentido último. La búsqueda de la verdad. Cuando uno se propone encerrar la verdad última en una red de palabras, se necesita mucha paciencia y destreza. La presa es esquiva. Peor aún. Se necesita también mucha fe, y una gran dosis de terquedad, porque lo que se busca tal vez no existe. ¿Se refiere la religión a algo «real»? ¿Hay un «sentido» del universo?

Los cuentos de Cordwainer Smith son ciencia ficción, claro que sí. Pero al menos los mejores de ellos pertenecen a esa ciencia ficción tan especial que C. S. Lewis denominó «ficción escatológica». No tratan sobre el futuro de seres humanos como nosotros. Tratan sobre lo que viene
después
de los seres humanos como nosotros. No dan respuestas, sino que plantean preguntas y nos alientan a plantearlas nosotros también.

Con la aparición de la serie de los señores de la Instrumentalidad quedan publicados todos los cuentos de ciencia ficción escritos por «Cordwainer Smith». Abarcan apenas cuatro volúmenes. Su carrera de escritor de ciencia ficción duró menos de una década, pero ¿cuántos escritores pueden igualarla en una vida?

Frederik Pohl

Shaumberg, Illinois

Julio de 1978

La dama muerta de Clown Town
1

Ya conocéis el final: el inmenso drama del señor Jestocost, séptimo de su estirpe, y cómo la muchacha-gata G'mell inició la gran conspiración. Pero no conocéis el principio: cómo el primer señor Jestocost recibió su nombre, a causa del terror y la inspiración que su madre, la dama Goroke, halló en el célebre drama de la vida real de la muchacha-perro P'Juana. Es aun menos probable que conozcáis la historia de P'Juana. Esta leyenda se comenta a veces como el caso de la
bruja sin nombre
, lo cual es absurdo, pues ella tenía nombre. Era
Elena
, un nombre antiguo y prohibido.

Elena era un error. Su nacimiento, su vida y su carrera eran errores. El rubí se equivocó. ¿Cómo pudo suceder?

Volvamos a An-fang, la plaza de la Paz de An-fang, la plaza del Comienzo de An-fang, donde todo empieza. Era brillante. Plaza roja, plaza muerta, plaza limpia bajo un sol amarillo.

Other books

The New World by Patrick Ness
Faithful by Janet Fox
The Secret Pearl by Mary Balogh
Damnation Road by Max Mccoy