Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Moriría pronto, en el pasado remoto de esa civilización.
Mucho después, siglos antes de su propia muerte, sus extraños restos se diluirían en este sistema de espacio temporal y, al diluirse, parecería que brillaban y se ensamblaban. Serían intocables, inasibles. Las gentes que habían construido el palacio y sus antepasados habían presenciado cómo el polvo se convertía en esqueleto, el esqueleto se erguía transformándose en momia, la momia se convertía en cadáver, el cadáver en viejo, el viejo en joven: él mismo, al abandonar la nave espacial. Había aterrizado en su propia tumba, su propio templo.
Aún tenía que cumplir las cosas que esas gentes le habían visto hacer y que habían documentado en los paneles del templo.
A pesar de la fatiga sintió un escozor de distante orgullo:
sabía que alcanzaría la categoría de deidad que esa gente había documentado con lealtad. Sabía que se volvería joven y glorioso, sólo para desaparecer. Lo había logrado, minutos o milenios atrás.
La colisión temporal dentro de su cuerpo lo desgarraba de dolor. La aguja de alimentación ya no surtía efecto. Su vitalidad se marchitaba. El edificio brillaba mientras parecía acercarse.
Los milenios se abalanzaban sobre él. Pensó:
Soy Tasco Magnon y he sido un dios. Volveré a serlo de nuevo.
Pero su último pensamiento no fue tan memorable. Un atisbo de cabello con forma de luna, una mejilla. En el doloroso silencio de su mente gritó;
¡Dita! ¡Dita!
La deforme nave temporal se materializó en el Cronopuerto de la Instrumentalidad. Los funcionarios y técnicos se apresuraron a abrir la puerta. La joven que estaba sentada ante los controles con ojos desorbitados tenía la cara pálida de tanto llorar. Trataron de arrancarla del trance, pero ella se aferraba con desesperación a los controles, repitiendo en una salmodia:
—Saltó. Tasco saltó. Saltó. Solo, solo en Anacrón... Grave y suavemente, los funcionarios la alejaron de los controles para extraer los instrumentos, que ahora eran de un valor incalculable.
El comienzoNo leas este cuento; vuelve la pagina deprisa. La historia puede perturbarte. Aunque es probable que ya la conozcas. Es una historia muy inquietante. Todos la conocen. La gloria y el crimen del comandante Suzdal se han contado de mil modos distintos. No te permitas el pensamiento de que la historia cuenta la verdad.
No es cierta. En absoluto. No contiene una pizca de verdad. No existe el planeta Aracosia, ni los klopts, ni el Mundo Gatuno. Son imaginarios, no sucedieron, olvídalo y ve a leer otra cosa.
El comandante Suzdal fue enviado en una nave-caparazón a explorar los confines de nuestra galaxia. Su nave era un crucero, pero él era el único tripulante. Estaba equipada con instrumental hipnótico y cubos que brindaban una apariencia de compañía, una gran muchedumbre de gente amigable a la que podía convocar a partir de sus propias alucinaciones.
La Instrumentalidad le ofreció varias opciones para sus compañeros imaginarios, cada uno de los cuales estaba encarnado en un pequeño cubo cerámico que contenía el cerebro de un pequeño animal en el cual se había impreso la personalidad de un ser humano.
Suzdal, un hombre bajo y corpulento, de sonrisa jovial, expresó sin rodeos sus necesidades:
—Quiero dos buenos oficiales de seguridad. Puedo pilotar la nave, pero si he de internarme en lo desconocido necesitaré ayuda para afrontar los posibles y extraños problemas que puedan surgir.
El oficial de carga le sonrió.
—Nunca había oído hablar de un comandante de crucero que pidiera oficiales de seguridad. La mayoría los considera un estorbo.
—Pues yo no —replicó Suzdal.
—¿Quiere jugadores de ajedrez?
—Puedo jugar ajedrez usando los ordenadores libres —contestó Suzdal—. Sólo tengo que bajar la energía para que empiecen a perder. Con plena energía, siempre me ganan.
El oficial dirigió a Suzdal una mirada extraña. No era una mirada lasciva, pero su expresión se volvió cómplice y un poco desagradable.
—¿Qué me dice de otra compañía? —preguntó con un tono raro.
—Tengo libros —dijo Suzdal—, unos dos mil. Sólo tardaré un par de años terrestres.
—En lo local-subjetivo podrían parecer varios miles de años —dijo el oficial—, aunque el tiempo retrocederá cuando usted regrese a la Tierra. Y yo no hablaba de libros —insistió con el mismo tono insinuante.
Suzdal meneó la cabeza con aire preocupado, se pasó la mano por el pelo color arena. Clavó los serenos ojos azules en los del oficial.
—¿A qué se refiere entonces? ¿Navegantes? Ya los tengo, por no mencionar los hombres-tortuga. Son una buena compañía, si se les habla despacio y se les da mucho tiempo para responder. No olvide que ya he estado antes afuera...
El oficial escupió su oferta:
—Bailarinas. MUJERES. Concubinas. ¿No quiere nada de eso? Incluso podríamos imprimir en un cubo a su propia esposa. Así ella le acompañaría cada semana que usted estuviera despierto.
Suzdal puso cara de rechazo.
—¿Alice? ¿Quiere usted que yo viaje con un fantasma de mi esposa? ¿Cómo se sentiría la verdadera Alice cuando yo regresara? No me diga que va a poner a mi esposa en un cerebro de ratón. Usted me ofrece el delirio, y yo tengo que conservar la cordura mientras el espacio y el tiempo ruedan en grandes olas alrededor de mí. Ya enloqueceré bastante, tal como son las cosas. No olvide que ya he estado antes afuera. Regresar a una Alice verdadera será uno de los mayores factores de realidad. Me ayudará a amoldarme. —La voz de Suzdal cobró un tono de pregunta íntima—. No me diga que muchos comandantes de crucero piden volar con esposas imaginarias. Sería bastante desagradable, en mi opinión. ¿Cuántos realmente lo hacen?
—Estamos aquí para equipar su nave, no para comentar lo que hacen otros oficiales. Nos parece bien que el comandante tenga compañía femenina, aunque sea imaginaria. Si usted encontrara entre los astros algo que cobrara forma femenina, sería muy vulnerable a ello.
—¿Mujeres entre los astros? ¡Bah! —bufó Suzdal.
—Han ocurrido cosas extrañas —apuntó el oficial.
—Eso no —dijo Suzdal—. Dolor, locura, distorsión, pánico sin fin, un hambre enloquecedora... sí, afrontaré esas cosas. Estarán allí. Pero mujeres no. No las hay. Yo amo a mi esposa. No crearé mujeres con mi propia mente. A fin de cuentas, llevaré a bordo a la gente-tortuga, que traerá a su prole. Tendré familia de sobra. La cuidaré y formaré parte de ella. Incluso puedo dar fiestas de Navidad para los pequeños.
—¿Qué son esas fiestas? —preguntó el oficial.
—Un extraño y antiguo ritual del cual me habló un piloto exterior. Se entregan obsequios a los pequeños, una vez por año local-subjetivo.
—Parece agradable —comentó el oficial, ya un poco aburrido de la conversación—. De manera que se niega a llevar una mujer a bordo, en un cubo. No tendría que activarla a menos que la necesitara.
—Usted no ha volado, ¿verdad? —preguntó Suzdal. El oficial se ruborizó.
—No —respondió con tono inexpresivo.
—Voy a pensar en todo lo que hay en esa nave. Soy un hombre jovial y muy comunicativo. Me llevaré bien con mi gente-tortuga. No son vivaces, pero son consideradas y serenas. Dos mil o más años local-subjetivos no son tantos. No me obligue a tomar más decisiones. Encargarse de la nave ya es suficiente trabajo. Déjeme solo con mi gente-tortuga. Me he llevado bien con ellos antes.
—Usted es el comandante, Suzdal —concluyó el oficial de carga—. Haremos lo que usted diga.
—Bien —sonrió Suzdal—. Tal vez usted se encuentre con muchos tipos raros en este puesto, pero yo no soy uno de ellos.
Ambos sonrieron para manifestar su acuerdo y se completó la carga de la nave.
La nave era conducida por hombres-tortuga, que envejecían muy despacio. Mientras Suzdal recorría el borde exterior de la galaxia y dejaba transcurrir miles de años locales durmiendo en su lecho congelado, los hombres-tortuga se sucedían generación tras generación, enseñaban a sus descendientes a manejar la nave, transmitían las historias de una Tierra que jamás verían e interpretaban correctamente los datos de los ordenadores para despertar a Suzdal solamente cuando se requería intervención e inteligencia humana. Suzdal despertaba de vez en cuando; hacía su trabajo y volvía a dormirse. Tenía la sensación de haberse ido de la Tierra hacía apenas unos meses.
¡Meses! Hacía más de diez mil años subjetivos que había partido cuando encontró la cápsula de la sirena.
Tenía el aspecto de una cápsula de emergencia común. La clase de aparato que a menudo se lanzaba al espacio para indicar alguna complicación en el destino del hombre entre las estrellas. Aparentemente, esta cápsula había recorrido una inmensa distancia, y por aquel artilugio Suzdal conoció la historia de Aracosia.
La historia era falsa. Los cerebros de todo un planeta —el genio salvaje de una raza malévola y desdichada— se habían consagrado a embaucar y atraer a un piloto normal de la Vieja Tierra. Una maravillosa mujer con voz de contralto cantaba una historia. Parte de la narración era verdadera. Parte de la emoción era auténtica. Suzdal escuchó la historia, que arraigó en las fibras de su cerebro como una gran ópera maravillosamente orquestada. Habría sido distinto si él hubiera conocido la verdad.
Todos saben ahora la auténtica historia de Aracosia, la amarga y terrible historia del planeta que era un paraíso y se convirtió en un infierno. La historia de personas que se convirtieron en seres distintos. La historia de lo que ocurrió allá afuera, en el sitio más espantoso que hay entre las estrellas.
Si Suzdal hubiera conocido la verdadera historia, habría huido. Él no podía entender lo que sabemos ahora.
La humanidad no podía encontrar a la terrible gente de Aracosia sin que éstos intentaran infligir a la humanidad un pesar mayor que la pesadumbre, una locura peor que la mera demencia, una peste que superaba todas las plagas imaginables. Los aracosianos se habían transformado en no-gente y, sin embargo, en lo más hondo de su personalidad, seguían siendo gente. Cantaban canciones que exaltaban su propia deformidad y alababan su horrenda transformación, pero en sus propias canciones, en sus propias baladas, los tonos de órgano del estribillo repetían:
¡Y lloro por el hombre!
Sabían lo que eran y se odiaban. Al odiarse perseguían a la humanidad.
Quizá todavía la estén persiguiendo.
La Instrumentalidad ha tomado medidas para que los aracosianos no nos encuentren de nuevo, ha arrojado redes de engaño a los confines de la galaxia para asegurarse de que ese pueblo perdido y arruinado no pueda hallarnos. La Instrumentalidad sabe y protege nuestro mundo y todos los demás mundos humanos contra la deformidad en que se ha convertido Aracosia. No queremos saber nada de ese mundo. Que nos busquen. No nos encontrarán.
¿Cómo podía saberlo Suzdal?
Era la primera vez que alguien tropezaba con los aracosianos, y él se encontró con un mensaje en donde una voz mágica cantaba la mágica canción de la ruina, usando claras palabras de la Vieja Lengua Común para transmitir una historia tan triste y abominable que la humanidad aún no la ha olvidado. En esencia, la historia era muy simple. Esto es lo que oyó Suzdal, y esto es lo que los hombres han sabido desde entonces.
Los aracosianos eran colonizadores. Los colonizadores navegaban en veleros que arrastraban las cápsulas detrás de sí. Ése fue el primer sistema de viajar.
O bien podían ir afuera en naves de planoforma, naves pilotadas por hombres diestros que se internaban en el espacio dos y emergían de nuevo para reencontrarse con el hombre.
O, cuando las distancias eran muy largas, iban afuera en la nueva combinación, cápsulas individuales dentro de una enorme nave-caparazón, una versión gigantesca de la nave que transportaba a Suzdal; los pasajeros congelados, las máquinas despiertas, la nave disparada más allá de la velocidad de la luz, arrojada
debajo
del espacio para emerger al azar y aproximarse a un blanco conveniente. Era una apuesta, pero los hombres valientes la aceptaban. Si no encontraban un destino, las naves podían viajar por el espacio eternamente, mientras los cuerpos, a pesar de la protección del frío, se deterioraban gradualmente mientras la opaca luz de la vida se extinguía en los cerebros congelados.
Las naves-caparazón eran la respuesta de la humanidad a la superpoblación, para la cual no se había hallado solución en el viejo planeta Tierra ni en los mundos colonizados. Las naves-caparazón transportaban a los audaces, los temerarios, los románticos, los obstinados, y a veces a los criminales hacia las estrellas. Una y otra vez la humanidad perdió el rastro de esas naves. Los exploradores de vanguardia, la Instrumentalidad organizada, tropezaban con seres humanos, ciudades y culturas, altas o bajas, tribus o familias, allí donde habían descendido las naves-caparazón, mucho más allá de los límites de la humanidad, allí donde los instrumentos de búsqueda habían detectado un planeta parecido a la Tierra; y la nave-caparazón, como un gran insecto moribundo, había descendido en el planeta, despertado a sus pasajeros, abriéndose para dar a luz a hombres y mujeres recién renacidos para colonizar un mundo.
Aracosia parecía un mundo agradable para los hombres y mujeres que llegaron allí. Hermosas playas con inabarcables acantilados. Dos grandes y brillantes lunas en el cielo, un sol no demasiado lejano. Las máquinas habían estudiado la atmósfera y recogido muestras del agua, habían diseminado las formas de vida de la Vieja Tierra en la atmósfera y los mares, de modo que al despertar la gente oyó el trino de pájaros de la Tierra y supo que los peces terráqueos ya se habían adaptado a los océanos y se multiplicaban. Parecía una buena vida, una vida rica. Las cosas marchaban bien.
Las cosas andaban muy, muy bien para los aracosianos.
Ésta es la verdad.
Ésta era, hasta aquí, la historia que contaba la cápsula.
Pero aquí se desviaba de la verdad.
La cápsula no contaba la horrenda y lamentable verdad de Aracosia. Habían inventado una serie de mentiras plausibles. La voz que surgía telepáticamente de la cápsula era la de una mujer madura, cálida y feliz, una mujer con espléndida voz de contralto.
Suzdal casi creyó que hablaba con ella, tan real era la personalidad. ¿Cómo podía sospechar que le tendían una trampa?