Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Se acercó al cuerpo de Rastra. En cuando le tocó los hombros, supo que Rastra le causaría problemas. El aspecto exterior era humano, pero la musculatura no. Los laboratorios habían dado a Rastra una gran fuerza, manteniendo el vigor y la obstinación del bisonte por alguna razón de tipo económico. Elena extrajo un enlace cerebral, una conexión telepática que funcionaba sólo breve y ligeramente, para ver si la mente aún funcionaba. Cuando tendió la mano hacia la cabeza de Rastra, la muchacha desvanecida despertó de golpe, se levantó; y exclamó:
—¡No, no lo harás! No me espíes, sucia humana.
—Rastra, quédate quieta.
—¡No me des órdenes, monstruo!
—Rastra, no hables así —aconsejó Juana. Resultaba perturbador oír esa voz tan enérgica en labios de una niña. Por pequeña que fuera, Juana dominaba la escena.
—No me importa lo que digas. Todos me odiáis.
—Eso no es cierto, Rastra.
—Eras un perro y ahora eres una persona. Naciste traidora. Los perros siempre han estado de parte de las personas. Tú me odiabas aun antes de entrar en ese recinto para convertirte en otra cosa. Ahora nos matarás a todos.
—Si hemos de morir, Rastra, no será por mi culpa.
—Bien, aun así me odias. Siempre me has odiado.
—Aunque no me creas —dijo Juana—, siempre te he amado. Eras la mujer más bonita del pasillo.
Rastra se echó a reír, La carcajada estremeció a Elena.
—Supongamos que te creo. ¿Cómo podría vivir si creyera que la gente me ama? Si te creyera, tendría que hacerme pedazos, aplastarme los sesos contra la pared... —La risa se convirtió en llanto, pero Rastra logró seguir hablando—. Sois tan imbéciles que ni siquiera os dais cuenta de que sois monstruos. No sois personas, nunca lo seréis. Yo soy una de vosotros, y tengo la franqueza de admitir lo que soy. Somos bazofia, no somos nada, somos menos que máquinas. Nos ocultamos en la tierra como basura y la gente no llora al matarnos. Al menos estábamos escondidos y ahora llegas tú, con tu dócil mujer humana —Rastra echó una ojeada a Elena— y tratas de cambiar hasta eso. Te mataré de nuevo si puedo, escoria, inmunda, perra. ¿Qué haces con ese cuerpo de niña?
Ni siquiera sabemos quién eres ahora. ¿Nos lo puedes decir?
El hombre-oso se había acercado a Rastra sin que ella se diera cuenta, y estaba dispuesto y decidido a pegarle de nuevo si se lanzaba contra la pequeña Juana.
Juana fijó los ojos en él y los movió apenas, ordenándole que no atacara.
—Estoy cansada —murmuró—. Estoy cansada, Rastra. Tengo mil años a pesar de que todavía no he cumplido cinco. Y ahora soy Elena, y también el Cazador, y soy la dama Pane Ashash, y sé mucho más de lo que creía posible saber jamás. Tengo una misión que cumplir, Rastra, porque te amo, y creo que moriré pronto. Pero, por favor, buenas gentes de mi pueblo, dejadme descansar primero.
El hombre-oso estaba a la derecha de Rastra. A su izquierda había una mujer-serpiente. La cara era bonita y humana, excepto por la delgada lengua bifurcada que entraba y salía de la boca como una llama moribunda. Tenía buenos hombros y caderas, pero apenas tenía senos. Un sostén dorado de copas vacías se le mecía sobre el pecho. Las manos parecían más fuertes que el acero. Rastra avanzó hacia Juana y la mujer-serpiente silbó.
Era el silbido de serpiente de la Vieja Tierra.
Por un segundo, cada persona-animal del corredor contuvo el aliento. Todos miraron a la mujer-serpiente. Ella silbó de nuevo, mirando a Rastra. El sonido era una abominación en aquel espacio estrecho. Elena advirtió que Juana se ponía en guardia como un cachorro. Charley-cariño-mío parecía dispuesto a saltar veinte metros de un brinco, y Elena experimentó un impulso de golpear, matar, destruir. El silbido representaba un reto para todos.
La mujer-serpiente miró alrededor con calma, sabiendo que había llamado la atención.
—No te preocupes, querido pueblo. Como todos veis, uso el nombre que nos da Juana. No lastimaré a Rastra a menos que ella ataque a Juana. Pero si lo hace, si cualquiera se atreve a ir contra Juana, tendrá que vérselas conmigo. Sabéis bien quién soy. Las personas-serpiente somos muy fuertes e inteligentes, y nunca tenemos miedo. Sabéis que no podemos reproducirnos. Las personas nos hacen una por una a partir de serpientes comunes. No me irrites, querido pueblo. Quiero aprender este nuevo amor que nos trae Juana, y nadie le hará daño mientras yo esté aquí. ¿Me oís, queridas gentes? Nadie. El que lo intente morirá. Creo que podría mataros a casi todos antes de morir, aunque me atacarais a la vez. ¿Me oís, queridas gentes?
Dejad a Juana en paz.
Eso también va por ti, suave mujer humana. Tampoco te temo. Tú —indico al hombre-oso—, recoge a la pequeña Juana y llévala a un lecho tranquilo. Tiene que descansar. Necesita calma. Tranquilizaos vosotros también, gente de mi pueblo, o tendréis que enfrentaros a mí. —Sus ojos negros escrutaron todos los rostros. La mujer-serpiente avanzó y todos le abrieron paso, como si fuera el: único ser sólido entre una multitud de fantasmas.
Posó los ojos en Elena. Ella sostuvo la mirada, pero le resultaba incómodo. Los ojos negros sin cejas ni pestañas parecían rebosantes de inteligencia y desprovistos de emoción. Orson, el hombre-oso, la seguía con docilidad llevando a la pequeña Juana.
Cuando la niña pasó junto a Elena trató de permanecer despierta.
—Hazme crecer —murmuró—. Por favor, hazme crecer. Pronto.
—No sé cómo... —dijo Elena.
La niña se esforzó por despertar.
—Tengo trabajo que hacer. Trabajo... y quizá deba morir mi muerte. Todo será en vano si soy tan pequeña. Hazme crecer, por favor.
—Pero... —protestó Elena.
—Si no sabes cómo, pregunta a la dama.
—¿Qué dama?
La mujer-serpiente se había detenido para escuchar la conversación.
—La dama Pane Ashash, por supuesto —intervino—. La dama muerta. ¿Crees que una dama viva de la Instrumentalidad haría otra cosa que matarnos a todos?
Mientras la mujer-serpiente y Orson se llevaban a Juana, Charley-cariño-mío se acercó a Elena para decirle:
—¿Quieres ir?
¿Adonde?
—A ver a la dama Pane Ashash, desde luego.
—¿Yo? ¿Ahora? Claro que no —añadió, pronunciando cada palabra como si fuera una ley—. ¿Qué crees que soy? Hace unas horas ni siquiera sabía de vuestra existencia. No estaba segura de lo que significaba la palabra «muerte». Daba por sentado que todo terminaba a los cuatrocientos años, tal como debía ser. Han sido horas de peligro, y cada uno ha amenazado a todos los demás durante ese tiempo. Estoy cansada, tengo sueño, estoy sucia, debo cuidar de mí, y además...
Se interrumpió de pronto y se mordió el labio. Iba a decir que además tenía el cuerpo rendido después del fascinante momento de amor que había compartido con el Cazador. Eso no incumbía a Charley-cariño-mío: ya era bastante cabra tal como era. Su mente caprina no comprendería la dignidad de todo ello.
—Estás haciendo historia, Elena —dijo gentilmente el hombre-cabra—, y cuando haces historia no siempre puedes ocuparte también de los pequeños detalles. ¿Eres más feliz y más importante que antes? ¿Sí? ¿No eres diferente de la persona que conoció a Balthasar hace sólo unas horas?
Elena se quedó sorprendida ante su seriedad. Asintió.
—Sigue hambrienta y cansada. Sigue sucia. Sólo un poco más. No hay tiempo que perder. Puedes hablar con la dama Pane Ashash. Averigua lo que necesitas acerca de la pequeña Juana. Cuando regreses con nuevas instrucciones, yo mismo te cuidaré. Este túnel no es tan malo como parece. Tendremos todo lo que necesites en el Recinto de Englok. Englok mismo lo construyó hace mucho tiempo. Trabaja un poco más, y luego podrás comer y descansar. Aquí tenemos de todo. «No soy habitante de una ciudad mezquina.» Pero antes ayuda a Juana. Amas a Juana, ¿verdad?
—Claro que sí —admitió Elena.
—Entonces, ayúdanos un poco más.
¿Con la muerte?
, se preguntó Elena.
¿Con el asesinato?¿Con la violación de la ley?
Pero... pero todo era por Juana.
Así fue cómo Elena enfiló hacia la puerta camuflada, salió al cielo abierto, y vio la gran cúpula de la Kalma alta extendiéndose sobre la vieja ciudad baja. Le habló a la voz de la dama Pane Ashash, y recibió instrucciones y algunos mensajes. Estaba segura de poder repetirlos, pero se sentía demasiado cansada para desentrañar su significado.
Retrocedió hasta el punto de la pared donde pensaba que estaba la puerta, se apoyó y no ocurrió nada.
—Más abajo, Elena, más abajo. ¡Deprisa! Cuando yo era yo, también me cansaba —susurró enérgicamente la dama Pane, Ashash—. ¡Pero date prisa!
Elena se apartó de la pared y la miró.
Un haz de luz la tocó.
La Instrumentalidad la había descubierto.
Se lanzó ferozmente contra la pared.
La puerta se entreabrió. La fuerte mano de Charley-cariño-mío la ayudó a entrar.
—¡La luz! ¡La luz! —gritó Elena—. He causado la muerte de todos. Me han descubierto.
—Todavía no —sonrió el hombre-cabra, con su sonrisa taimada e inteligente—. No habré recibido educación, pero soy listo.
Tendió la mano hacia la puerta interior, evaluó a Elena con la mirada y empujó a un robot de tamaño humano por la puerta.
—Un barrendero de tu estatura. No tiene banco de memoria, sólo un cerebro agotado. Sólo motivaciones simples. Si bajan para examinar lo que creyeron descubrir, se encontrarán con esto. Mantenemos un grupo junto a la puerta. No salimos mucho, pero cuando lo hacemos resulta conveniente disponer de ellos para protegernos. —Le cogió por el brazo—. Mientras comes podrás contarme. ¿Podemos hacer que crezca...?
—¿Quién?
—Juana, desde luego. Nuestra Juana. Eso fuiste a averiguar.
Elena tuvo que indagar en su propia mente para recordar qué había dicho la dama Pane Ashash. Al cabo de un instante lo vio claro.
—Necesitáis una cápsula. Y un baño de gelatina. Y narcóticos, porque será doloroso. Cuatro horas.
—Maravilloso —dijo Charley-cariño-mío, internándose con ella en el túnel.
—Pero, ¿de qué sirve si lo he echado todo a perder? La Instrumentalidad me ha visto entrar. Me seguirán. Os matarán a todos, incluida Juana. ¿Dónde está el Cazador? ¿No debería dormir primero? —Tenía los labios hinchados de fatiga; no había descansado ni comido desde que había entrado en esa extraña puertecilla que se abría entre Waterrocky Road y el Shopping Bar.
—Estás a salvo, Elena, estás a salvo —la tranquilizó Charley-cariño-mío. Su taimada sonrisa parecía muy tierna y su suave voz comunicaba una sincera convicción. En realidad no creía una palabra de lo que decía. Creía que todos corrían peligro, pero consideraba innecesario asustar a Elena. Ella era la única persona verdadera con quien contaban, excepto por el Cazador, que era un individuo extraño, casi un animal, y por la dama Pane Ashash, que era muy amable, pero que a fin de cuentas estaba muerta. El también estaba asustado, pero temía el miedo. Sospechaba que todos estaban condenados.
En cierto modo tenía razón.
La dama Arabella Underwood había llamado a la dama Goroke.
—Algo me ha interferido la mente.
La conmocionada dama Goroke proyectó una sugerencia:
—
Sondéala.
—Ya lo he hecho. Nada.
—¿Nada?
Más conmoción para la dama Goroke.
—Haz sonar la alarma, entonces.
—Oh, no. No, no. Ha sido una interferencia amistosa y agradable. —La dama Arabella Underwood, por su condición de norstriliana, era bastante formal: siempre se comunicaba con sus amigos con palabras enteras, incluso en contacto telepático. Nunca proyectaba meras ideas.
—Pero eso es totalmente ilegal. Formas parte de la lnstrumentalidad. ¡Constituye un delito!
, respondió la dama Goroke.
La dama Arabella Underwood respondió con una risita.
—¿Te ríes...?
—preguntó la dama Goroke.
—Sólo pensaba que podría tratarse de un nuevo señor de la Instrumentalidad. Tal vez me echaba un vistazo.
La dama Goroke era muy estricta y quisquillosa.
—¡Nunca haríamos eso!
La dama Arabella pensó, sin transmitirlo: «No contigo,, querida. Eres una mojigata.» A la otra le transmitió:
—Entonces, olvídalo.
Intrigada y preocupada, la dama Goroke pensó:
—Bien, de acuerdo. ¿Cortamos?
—De acuerdo. Cortemos.
La dama Goroke frunció el ceño. Palmeó su pared.
Central Planetaria
, llamó con el pensamiento.
Un hombre común estaba sentado ante un escritorio.
—Soy la dama Goroke —se presentó ella.
—Desde luego, señora —respondió el hombre.
—Fiebre policial, grado uno. Sólo grado uno. Hasta que se rescinda. ¿Está claro?
—Muy claro, señora. ¿Todo el planeta?
—Sí.
—¿Deseas presentar una justificación? —preguntó el hombre con voz respetuosa y rutinaria.
—¿Debo hacerlo?
—Desde luego que no, mi señora.
—Entonces, no presentaré ninguna. Cierro.
Él saludó formalmente y su imagen se borró de la pared.
Ella elevó la mente en un llamado,
—Instrumentalidad solamente... Instrumentalidad solamente. He elevado el nivel de fiebre policial en un grado. Motivo, inquietud personal. Conocéis mi voz. Sabéis quién soy. Goroke.
En el otro extremo de la ciudad, un ornitóptero de la policía patrullaba lentamente por la calle.
El robot policía fotografiaba a un barrendero, el barrendero más maltrecho con que se había encontrado jamás.
El barrendero corría calle abajo a velocidades ilícitas, cerca de los trescientos kilómetros por hora. Se detuvo con un siseo de plástico sobre piedra y se puso a recoger polvo del pavimento.
Cuando el ornitóptero lo alcanzó, el barrendero arrancó de nuevo, dio la vuelta a dos o tres esquinas a gran velocidad y luego se puso a cumplir su tonta tarea.
La tercera vez que esto ocurrió, el robot del ornitóptero le lanzó un dispositivo paralizador, descendió y lo recogió con los garfios de su máquina.
Lo miró de cerca.
—Cerebro de pájaro. Modelo viejo. Cerebro de pájaro. Menos mal que no los usan más. Esta cosa pudo haber herido a un hombre. En cambio a mí me imprimieron un ratón, un ratón verdadero con mucha inteligencia.
Llevó al averiado barrendero hacia el depósito central de chatarra. El barrendero, paralizado pero consciente, trataba de recoger polvo de los garfios de hierro que lo sostenían.