Los señores de la instrumentalidad (90 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Has caído en uno de tus trances —explicó la tía Doris, asomando desde atrás del delantal con la nariz roja.

Rod se levantó.

—Lo lamento. Saldré un rato a caminar.

—Vas a ver ese maldito ordenador —dijo Bill.

—No vayas, señor McBan —suplicó Hopper—, no te dejes llevar por el enfado. Ya es bastante malo estar cerca de ese ordenador bajo la luz del día, pero de noche debe de ser horrible.

—¿Cómo lo sabes? —replicó Rod—. Nunca has estado allí de noche. Y yo sí. Muchas veces...

—Hay gente muerta en el ordenador —dijo Hopper—. Es un viejo ordenador de combate. Tu familia nunca debió comprarlo. No es un instrumento para tener en una granja. Esa cosa tendría que estar en órbita.

—Bien, Eleanor —gritó Rod—, ahora dime tú qué debo hacer. Ya todos me lo han dicho —añadió con un resabio de furia, mientras dejaba de audir y veía en torno los habituales rostros inexpresivos.

—Es inútil, Rod. Ve a ver tu ordenador. Tienes una vida extraña y eres tú quien debe vivirla, no estas personas.

Las palabras de Eleanor eran sensatas.

Rod se levantó.

—Lo lamento —dijo en vez de despedirse.

Se detuvo en la puerta, titubeando. Le habría gustado decir adiós de una manera mejor, pero no sabía cómo expresarlo. De todos modos, no podía linguar para que ellos lo audieran con la mente; y las toscas palabras no alcanzaban para expresar ciertas sutilezas.

Ellos lo miraron, y él a ellos.

—¡Ngahh! —exclamó, un rudo grito de autodesprecio y feroz disgusto.

La expresión de ellos evidenció que habían comprendido, aunque la palabra no significara nada. Bill asintió, Hopper hizo un gesto amigable y un poco preocupado, la tía Doris dejó de moquear y estiró una mano, deteniéndola en el aire, y Eleanor permaneció inmóvil ante la mesa, preocupada por sus propios problemas.

Rod dio media vuelta.

Dejó atrás el cubo de luz proyectado por el farol, la cabaña; delante se extendía la negrura propia de las noches norstrilianas, excepto en las raras ocasiones en que las adornaban tracerías de luz. Echó a andar hacia un edificio que pocos podían ver, y donde sólo él podía entrar. Era un templo olvidado e invisible; albergaba el ordenador de la familia MacArthur, al cual estaba conectado el más viejo ordenador de los McBan, y se llamaba el Palacio del Gobernador de la Noche.

El Palacio del Gobernador de la Noche

Rod recorrió la tierra ondulante, su tierra.

Un norstriliano telepáticamente normal se habría guiado audiendo las voces de las casas cercanas. Rod no podía recurrir a este sistema, así que se puso a silbar una melodía desafinada, con muchos bemoles. Los ecos le llegaron a la mente inconsciente a través del agudo oído, con el cual compensaba en parte su incapacidad para audir con la mente. Identificó una cuesta delante de él, y la trepó; eludió un matorral; oyó el gigantesco ronquido de una oveja infectada de santaclara a dos colinas de distancia: su carnero más joven, Dulce William.

Pronto lo vería.

El Palacio del Gobernador de la Noche.

El edificio más inútil de toda Vieja Australia del Norte.

Más sólido que el acero, pero invisible para los ojos normales excepto por el fantasmagórico perfil que dibujaba el polvo al posarse sobre él.

El Palacio había sido un verdadero palacio en Khufu II, que rotaba con un polo siempre vuelto hacia su sol. Los habitantes del planeta habían amasado fortunas que en un tiempo se comparaban con la riqueza de Vieja Australia del Norte. Habían descubierto las Montañas Velludas, estribaciones alpinas donde crecía un tenaz liquen alienígena. El liquen era increíblemente sedoso, brillante, tibio, fuerte y hermoso. Los habitantes del planeta ganaban dinero segándolo de las montañas con cuidado para que creciera de nuevo, y vendiéndolo a mundos más ricos, donde un paño de lujo se pagaba a precios fabulosos. En Khufu II tenían dos gobiernos, el de la gente diurna, que se encargaba del comercio y el corretaje, pues el ardiente sol les estropeaba la cosecha de liquen, y el de los trabajadores, que se internaban en las zonas heladas en busca del achaparrado, frágil, tenaz y hermoso liquen.

Los dáimonos habían ido a Khufu II, tal como habían ido a muchos otros planetas, incluida la Vieja Tierra, la Cuna del Hombre. Habían salido de ninguna parte y regresaron al mismo lugar. Algunos suponían que eran seres humanos que se habían adaptado para vivir en el subespacio con naves de planoforma; otros aventuraban que vivían en el interior de un planeta artificial; otros pensaban que habían aprendido a viajar más allá de la galaxia; unos pocos insistían en que los dáimonos no existían. Esto último era difícil de sostener, pues los dáimonos pagaban con una arquitectura muy espectacular: edificios que resistían la corrosión, la erosión, el tiempo, el calor, el frío, la fatiga y las armas. En la Tierra, su mayor maravilla era Terrapuerto, una especie de copa de vino de veinticinco kilómetros de altura, con una enorme pista aeroespacial en la cima. En Norstrilia no habían dejado nada; quizá ni siquiera habían querido conocer a los norstrilianos, quienes tenían reputación de mostrarse desagradables y poco amistosos con los forasteros que los visitaban. Era evidente que los dáimonos habían resuelto el problema de la inmortalidad en sus propios términos y a su manera; eran más altos que la mayoría de las razas humanas, uniformes en tamaño, estatura y belleza; no mostraban indicios de juventud ni vejez; no parecían vulnerables a las enfermedades; hablaban con meliflua solemnidad y compraban tesoros para su uso colectivo inmediato, no para revenderlos ni obtener ganancias. Nunca habían intentado conseguir el
stroon
ni el virus santaclara a partir del cual se refinaba la droga aunque las naves comerciales dáimonas habían atravesado las rutas de las flotas de cargueros armados de Vieja Australia del Norte, Había incluso un cuadro que mostraba a las dos razas encontrándose en el puerto principal de Olimpia, el planeta de los ciegos: norstrilianos altos, directos, enérgicos, toscos e inmensamente ricos; dáimonos igualmente ricos, reservados, bellos, acicalados y pálidos. Los norstrilianos manifestaban reverencia (y también resentimiento) por los dáimonos; éstos se mostraban condescendientes hacia todos los demás, incluidos los norstrilianos. El encuentro no había tenido éxito. Los norstrilianos no estaban acostumbrados a tratar con pueblos a quienes no les importaba la inmortalidad, ni siquiera a un penique la medida; los dáimonos despreciaban a una raza que no sólo no apreciaba la arquitectura, sino que ahuyentaba a los arquitectos, excepto por razones de defensa, y que deseaba llevar una vida tosca, sencilla y pastoral hasta el fin del tiempo. Sólo cuando los dáimonos se fueron para no volver nunca, los norstrilianos comprendieron que se habían perdido una de las mayores gangas de todos los tiempos: los maravillosos edificios que los dáimonos esparcían tan generosamente por los planetas que visitaban, para comerciar o por curiosidad.

En Khufu II, el gobernador de la noche había sacado un antiguo libro y había dicho:

—Quiero esto.

Los dáimonos, que tenían buen ojo para las proporciones y las figuras, comentaron:

—En nuestro mundo también tenemos esta figura. Es un edificio de la Antigua Tierra. Una vez se llamó el gran templo de Diana en Efeso, pero se destruyó mucho antes del comienzo de la era espacial.

—Esto es lo que quiero —insistió el gobernador de la noche.

—No hay problema —dijo uno de los dáimonos, los cuales tenían siempre aspecto de príncipes—. Lo tendrás mañana por la noche.

—Un momento —advirtió el gobernador de la noche—. No quiero todo el edificio. Sólo el frontis, para decorar mi palacio. Tengo un magnífico palacio, y las defensas están incorporadas a él.

—Si nos permites construirte una casa —ofreció gentilmente uno de los dáimonos—, nunca necesitarás defensas.
Jamás.
Sólo un robot que cierre las ventanas para protegerla contra bombas de varios megatones.

—Sois buenos arquitectos —admitió el gobernador de la noche, chascando los labios frente a la ciudad en miniatura que le habían mostrado—, pero me mantendré fiel a las defensas que conozco. Así que sólo quiero el frontis. Como esa figura. Además, quiero que sea invisible.

Los dáimonos se pusieron a hablar en su idioma, que por el sonido parecía originario de la Tierra, pero que nadie ha podido descifrar a partir de los pocos registros de sus visitas que han sobrevivido.

—De acuerdo —aceptó uno—. Será invisible. ¿Aún quieres el gran templo de Diana en Efeso, de la Vieja Tierra?

—Sí —dijo el gobernador de la noche.

—¿Para qué... si no podrás verlo? —preguntaron los dáimonos.

—Esa es la tercera condición, caballeros. Lo quiero de tal modo que yo y mis herederos podamos verlo, pero nadie más.

—Si es sólido pero invisible, todos lo verán cuando la nieve se pose sobre él.

—Yo ya me encargaré de eso —dijo el gobernador de la noche—. Pagaré lo estipulado: cuarenta mil piezas selectas de pelambre de las Montañas Velludas. Pero construid ese lugar invisible para todos excepto para mí y mis herederos.

—¡Somos arquitectos, no magos! —exclamó el dáimono de capa más larga, que quizás era el jefe.

—Eso es lo que quiero.

Los dáimonos se pusieron a parlotear, discutiendo algunos problemas técnicos. Por último uno se acercó al gobernador de la noche y le dijo:

—Soy el cirujano de a bordo. ¿Puedo examinarte?

—¿Para qué? —preguntó el gobernador de la noche.

—Para ver si podemos adaptar el edificio a tu persona. De lo contrario no podremos averiguar qué detalles técnicos se requieren.

—Adelante —aceptó el gobernador—. Examíname.

—¿Aquí? ¿Ahora? —preguntó el médico—. ¿No prefieres un lugar tranquilo en un cuarto íntimo? O puedes venir a nuestra nave. Eso sería muy cómodo.

—Para vosotros —replicó el gobernador de la noche—. Pero no para mí. Aquí mis hombres os encañonan con sus armas. Jamás volveríais con vida a vuestra nave si intentarais robarme las pieles de las Montañas Velludas o secuestrarme para cambiarme por mis tesoros. Examíname aquí y ahora, o prescinde del examen médico.

—Eres un hombre rudo y poco educado, gobernador —comentó otro de los elegantes dáimonos—. Tal vez sea mejor que avises a tus guardias que nos estás pidiendo que te examinemos. De lo contrarío podrían alarmarse y tal vez alguien sufriera daños —dijo el dáimono con una sonrisa condescendiente.

—Adelante, extranjeros —dijo el gobernador de la noche—. Mis hombres han oído toda la conversación a través del micrófono que llevo en mi botón.

Lamentó sus palabras dos segundos después, pero ya era demasiado tarde. Cuatro dáimonos lo lanzaron y lo hicieron girar con tal destreza que los guardias nunca entendieron cómo el gobernador había quedado desnudo en un santiamén. Uno de los dáimonos debía de haberlo aturdido o hipnotizado, pues no atinó a gritar. Después ni siquiera recordó lo que le habían hecho.

Los guardias jadearon cuando vieron que los dáimonos extraían largas agujas de los ojos de su gobernador, pues no las habían visto entrar. Levantaron las armas cuando el gobernador de la noche cambió de color, adoptando un tono verde violento y fosforescente, sólo para resollar, contorsionarse y vomitar cuando los dáimonos lo inundaron de medicamentos. Pronto retrocedieron.

El gobernador, desnudo y congestionado, vomitaba sentado en el suelo.

Uno de los dáimonos dijo quedamente a los guardias:

—No sufre ningún daño, pero él y sus herederos verán parte de la banda ultravioleta durante muchas generaciones. Llevadlo a la cama. Se sentirá bien por la mañana. De paso, alejad a la gente del frontis del palacio esta noche. Construiremos el edificio que él ha pedido. El gran templo de Diana en Efeso.

El oficial superior habló:

—No podemos sacar a los guardias del palacio. Es el cuartel general de nuestra defensa y nadie, ni siquiera el gobernador de la noche, tiene derecho a dejarlo sin centinelas. Las gentes diurnas podrán atacarnos de nuevo.

El portavoz de los dáimonos sonrió.

—En tal caso, memoriza sus nombres y averigua sus últimas palabras. No lucharemos contra ellos, oficial, pero si esta noche interfieren en nuestro trabajo, los incorporaremos al nuevo edificio. Sus viudas y huérfanos los admirarán mañana como estatuas.

El oficial contempló al gobernador, que yacía en el suelo con la cabeza entre las manos, tosiendo las palabras:

—¡Dejadme... en... paz!

El oficial se volvió hacia el altivo portavoz dáimono.

—Haré lo que pueda.

El templo de Efeso estaba allí por la mañana.

Las columnas eran las columnas dóricas de la antigua Tierra; el friso era una obra maestra de dioses, votarlos y caballos; el edificio se alzaba exquisito en sus proporciones.

El gobernador de la noche podía verlo.

Los demás no.

Se pagaron las cuarenta mil piezas de piel de las Montañas Velludas.

Los dáimonos se fueron.

El gobernador murió, y tuvo herederos que también veían el edificio. Sólo era visible en la banda ultravioleta y los hombres comunes de Khufu II lo contemplaban únicamente cuando la nieve dura y polvorienta lo perfilaba en una tormenta singularmente cruda.

Pero ahora pertenecía a Rod McBan y estaba en Vieja Australia del Norte, no en Khufu II.

¿Cómo había llegado hasta allí?

¿Y quién querría comprar un templo invisible?

Alguien como Salvaje William. Salvaje William MacArthur, quien entretuvo, fastidió, humilló y divirtió a generaciones enteras de norstrilianos con sus antojadizas travesuras, sus descomunales caprichos, sus desconcertantes extravagancias.

William MacArthur era abuelo de Rod McBan por línea materna. Había sido todo un hombre, un verdadero hombre. Feliz como un niño, ebrio de ingenio cuando estaba sobrio, sobrio de encanto cuando estaba borracho como una cuba. Era capaz de persuadir a una oveja de quedarse sin patas, de convencer a la Commonwealth de violar sus leyes.

Lo había hecho.

La Commonwealth había comprado todas las casas dáimonas que pudo encontrar, para usarlas como puestos defensivos. Pequeñas casas victorianas entraron en órbita como fuertes de avanzada. Los norstrilianos adquirieron teatros en otros mundos y los arrastraron por el espacio hasta Vieja Australia del Norte, donde se convirtieron en refugios contra bombardeos o en centros veterinarios para las enfermas y lucrativas ovejas. Nadie podía desmantelar un edificio dáimono, así que sólo se podía arrancar el edificio de sus cimientos no dáimonos, elevarlo con cohetes o naves de plataforma y luego enviarlo por el espacio a su nuevo emplazamiento. Los norstrilianos no tuvieron que preocuparse por el aterrizaje; simplemente lo soltaron. Los edificios no sufrieron el menor daño. A veces algunos edificios dáimonos se desmantelaban porque se había pedido a los arquitectos que los hicieran desmontables; pero cuando eran macizos, seguían siendo macizos.

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