Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Rod sacudió suavemente el tubo y la escena avanzó unas líneas. Hamlet aún hablaba:
...qué nombre vulnerado el mío,
si escándalos tales se ocultaran,
Si alguna vez en tu pecho me guardaste,
renuncia por un tiempo a tu aventura,
sigue sufriendo en este cruel mundo
para contar mi historia.
Rod bajó el cubo muy despacio.
Las brillantes imágenes se esfumaron.
Reinó el silencio en el cuarto.
Pero tenía la respuesta, y era sabiduría. Y la sabiduría, coetánea del hombre, llega a cada vida sin hacerse anunciar ni invitar. Rod comprendió que había descubierto la respuesta a un problema básico.
Pero no a su propio problema. La respuesta era para Houghton Syme, Oh Tan Simple. El hon. sec. moría de un nombre vulnerado. De allí la persecución. El severo arresto de ese «rudo sargento, la muerte,» amenazaba al onsec, aunque el arresto estuviera a pocas décadas y no a pocos minutos. Rod McBan viviría. Su viejo conocido moriría. Y los moribundos —¡oh, los moribundos, siempre, siempre!— no podían evitar su rencor por los supervivientes, aunque los amaran, al menos un poco.
Por eso el onsec actuaba así.
¿Y él?
Rod apartó de en medio un montón de valiosos manuscritos ilegales y recogió un librito titulado
Poemas reconstruidos en inglés antiguo.
En cada página que abría, un joven hombre o mujer de siete centímetros de altura se erguía sobre la página y recitaba el texto. Rod hojeó las páginas del viejo libro de tal modo que las pequeñas figuras brotaban, temblaban y se extinguían como débiles llamas en un día brillante. Una le llamó la atención. Rod detuvo una página en la mitad del poema. La figura recitó:
El reto permanece, ya no puedo retractarme
del alarde que hice ante éste tribunal implacable,
la hostil justicia de mi autodesprecio.
Si la ordalía ya está pronta, mi acto
pronto ha de exhibirse. Ruego que sea breve,
y no soñar jamás que estaré exento.
Miró el pie de la página y vio el nombre, Casimir Colegrove. Claro que había visto antes ese nombre. Un viejo poeta. Un buen poeta. Pero ¿qué significaban esas palabras para Rod McBan, sentado en un agujero oculto dentro de los límites de su propia hacienda? Era un señor y propietario, en todo excepto por el título definitivo, y huía de un enemigo que no atinaba a definir.
—La hostil justicia de mi autodesprecio...
¡Ésta era la clave! No huía del onsec. Huía de sí mismo. La justicia le resultaba hostil porque se correspondía con más de sesenta años de infancia, la incesante desilusión, su aceptación de cosas que serían inaceptables hasta que ardieran todos los mundos. ¿Cómo podía audir y linguar como otras personas cuando un rasgo dominante había resultado recesivo? ¿Acaso la justicia real no lo había considerado inocente y dejado libre?
Él mismo era cruel.
Otras personas se mostraban amables. (La experiencia lo incitó a añadir: «A veces.»)
Había hecho coincidir su turbación interior con el mundo exterior, como en un morboso poemita que había leído mucho tiempo atrás. Estaba en ese mismo cuarto, y al leerlo por primera vez había sentido que el escritor, muerto hacía mucho tiempo, lo había dicho pensado en él. Pero no era así. Otras personas tenían sus problemas y el poema había expresado algo más antiguo que Rod McBan. Decía:
Las ruedas del destino están girando.
¡Trituran las almas de los hombres
que procuran emitir algún sonido
de protesta desde la honda y furibunda
trampa de la máquina divina!
Máquina divina
, pensó Rod.
He aquí una clave. Tengo el único ordenador mecánico de este planeta. Apostaré la cosecha de
stroon.
Todo o nada.
El muchacho se levantó en el cuarto prohibido.
—Lucharé —les dijo a los cubos—. Y gracias, abuelo a la decimonovena. Te opusiste a la ley y no perdiste. Ahora es mi turno de ser Rod McBan.
Se volvió y gritó:
—¡A la Tierra!
El grito le hizo avergonzarse. Se sintió observado por ojos invisibles. Casi se ruborizó; de haberse sonrojado se habría odiado a sí mismo.
Se puso de pie sobre la tapa de un cofre volcado. Dos monedas de oro, sin ningún valor como dinero pero inapreciables como antigüedades, cayeron sin ruido sobre las tupidas y antiguas alfombras. De nuevo se despidió de su cuarto secreto y saltó hacia la tranca. La aferró, apoyó la barbilla, se encaramó, alzó una pierna, apoyó el otro pie sobre la barra y luego, con mucho cuidado, pero con toda la fuerza de sus músculos, se izó hacia la negra abertura, Las luces se apagaron de pronto, el deshumidizador intensificó su zumbido. La luz del día deslumbró a Rod.
Metió la cabeza en la alcantarilla. La luz del día parecía profundamente gris después del resplandor del cuarto de los tesoros.
Silencio. No había nadie. Rodó hacia la zanja.
El silencioso escotillón se cerró con fuerza. El no lo sabría nunca, pero esa puerta estaba sintonizada para el código genético de los descendientes de Rod McBan. Si cualquier otra persona la hubiera tocado, habría resistido largo tiempo. Casi para siempre.
No era la puerta de Rod, sino que Rod pertenecía a la puerta.
—Esta tierra me ha hecho —se dijo Rod en voz alta, saliendo de la zanja y mirando en torno. AI parecer el joven carnero había despertado; había dejado de roncar y por la callada colina se oían sus balidos. ¡Sediento otra vez! La Finca de la Condenación no era tan rica como para costear una ilimitada provisión de agua para sus ovejas gigantes. Vivían bien, pero habría llegado a pedir a los administradores que vendieran las ovejas a cambio de agua si venía una verdadera sequía. Pero jamás la tierra.
Jamás la tierra.
La tierra no se vendía.
La tierra no pertenecía a Rod; Rod pertenecía a la tierra: los campos secos y ondulados, los ríos y canales cubiertos, los aparatos que atraían gotas que de lo contrario habrían caído en las fincas vecinas. Así era la crianza de ovejas: el producto era la inmortalidad y el precio el agua. La Commonwealth podría haber anegado el planeta y haber creado pequeños mares, con los recursos financieros de que disponía, pero consideraba que el planeta y sus habitantes formaban una entidad ecológica. La antigua Australia —el fabuloso continente de la Vieja Tierra, ahora cubierto por las ruinas de la abandonada cosmópolis china de Aoujou Nambien— había sido ancha, seca, abierta, hermosa; el planeta de Vieja Australia del Norte, por el peso de su propia tradición, tenía que ser igual.
Rod pensó en árboles, hojas, vegetación cayendo al suelo sin que nadie la comiera. Imaginó miles de toneladas de agua brotando sin que nadie la recibiera con lágrimas de alivio ni carcajadas de felicidad. Imaginó la Tierra. La Vieja Tierra. La Cuna del Hombre. Rod trató de pensar en un planeta entero habitado por Hamlets, impregnado de drama y poesía, hundido en sangre y drama. Era inconcebible, aunque él había intentado imaginarlo.
Con un chirrido y un chillido en los nervios, pensó:
¡Imagina a las mujeres de la Tierra!
Debían de ser criaturas bellas y aterradoras. Dedicadas a artes antiguas y corruptoras, rodeadas por los objetos que Norstrilia había prohibido tiempo atrás, estimuladas por experiencias que la ley de Norstrilia había borrado de los libros. Las conocería. Era inevitable. ¿Qué haría al conocer a una auténtica mujer de la Tierra?
Tendría que preguntar a su ordenador, aunque sus vecinos se rieran de él por tener el único ordenador puro del planeta.
Ellos no sabían lo que había hecho el abuelo. Había enseñado al ordenador a mentir. Almacenaba todos los datos prohibidos que la Ley de la Gran Limpieza había eliminado de la experiencia norstriliana. Sabía mentir como un recluta. Rod se preguntó si «recluta» sería algún arcaico funcionario de la Tierra que se dedicaba a mentir para ganarse la vida. Pero el ordenador no solía mentirle a él.
Si el abuelo se había portado de la misma manera astuta y excéntrica con el ordenador como con todo lo demás, la máquina lo sabría todo sobre las mujeres. Incluso las cosas que ellas mismas ignoraban. O no deseaban saber.
¡Buen ordenador!, pensó Rod mientras trotaba por los extensos campos hacia la casa. Eleanor tendría la comida caliente. Quizá Doris hubiera regresado. Bill y Hopper se enfadarían si tenían que esperarlo para comer. Para acortar el viaje, enfiló hacia el peñasco que se alzaba por detrás de la casa, esperando que nadie lo viera saltar. Era mucho más fuerte que la mayoría de los hombres que conocía, pero por alguna razón prefería que ellos no lo supieran.
El camino estaba despejado.
Encontró el peñasco.
No había testigos.
Se lanzó desde la cima, con los pies por delante, pisoteando la ladera con los talones mientras se deslizaba entre las piedras sueltas hacia el pie de la cuesta.
Y allí estaba la tía Doris.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—Paseando, mamá —dijo Rod.
Ella lo miró con desconfianza, pero tuvo el buen tino de no hacer más preguntas. Además, le molestaba hablar. Odiaba el sonido de su propia voz, que le parecía demasiado aguda. Olvidó el asunto.
Dentro de la casa, comieron. Más allá de la puerta y del farol de aceite, el mundo gris se volvió negro, sin luna ni estrellas. Esta era la noche, su propia noche.
Al final de la comida, Doris pronunció una plegaria de agradecimiento a la reina. Rezó, pero bajo las pobladas cejas los ojos expresaban un sentimiento que no era gratitud.
—Piensas irte —le dijo a Rod al terminar la plegaria. Era una acusación, no una pregunta.
Los dos peones lo miraron con dubitativa calma. Una semana atrás, Rod había sido un chico. Ahora era la misma persona, pero legalmente era un hombre.
La criada Eleanor también lo miró, sonriendo con condescendencia para sí misma. Estaba de parte de Rod cada vez que intervenía otra persona; cuando estaban a solas, no cesaba de hostigarlo. Había conocido a sus padres antes de que ellos se fueran del planeta a disfrutar de una postergada luna de miel y una batalla entre unos incursores y la policía los despedazara. En cierto modo, se sentía dueña de Rod.
Rod trató de linguar a Doris con la mente, para ver si funcionaba.
No funcionó. Los dos hombres se levantaron de un brinco y corrieron al patio, Eleanor permaneció en la silla aferrando la mesa sin decir nada, la tía Doris soltó un chillido tan fuerte que Rod no distinguió las palabras.
Sabía que quería decirle «¡Basta!». Obedeció y la miró afablemente.
Esto desencadenó una discusión.
Las peleas eran normales en la vida norstriliana, pues los Padres habían enseñado que eran terapéuticas. Los niños podían armar ruido hasta que los adultos les ordenaran silencio, los hombres libres podían discutir mientras no hubiera un señor involucrado, los señores podían pelearse mientras un propietario no estuviera presente, y los propietarios podían reñir siempre que al final estuvieran dispuestos a pelear. Nadie podía discutir en presencia de un extranjero, ni durante una alarma, ni con un miembro de la defensa o un policía en servicio activo.
Rod McBan era señor y propietario, pero su propiedad era administrada por síndicos; era un hombre, pero no había recibido documentos legales; era una persona defectuosa.
Las reglas estaban poco claras.
Cuando Hopper regresó a la mesa rezongó:
—¡Hazlo de nuevo, jovencito, y te daré una paliza que no olvidarás!
Teniendo en cuenta que rara vez hablaba, Hopper articulaba las palabras con una voz bella y viril, vibrante, plena, ferviente y sincera.
Bill no dijo una palabra, pero Rod vio que contorsionaba la cara y dedujo que estaba linguando con los demás para expresar su queja.
—Si estás linguando de mí, Bill —dijo Rod con una arrogancia que no sentía—, hazme el favor de usar palabras, o desaparece de mi vista.
Bill habló con una voz herrumbrada como una máquina vieja.
—Te aclaro, pequeño mequetrefe, que tengo más dinero a mi nombre en la Bolsa de Sidney de lo que valéis tú y tu maldita tierra. No me digas dos veces que desaparezca, tonto señor y propietario a medias, porque en efecto me largaré. ¡Así que cierra el pico!
Rod sintió un nudo de ira en el estómago.
Se enfureció aún más cuando sintió que Eleanor le apoyaba la mano en el brazo para calmarlo. No quería que otra persona más, otra maldita e inútil persona normal, le dijera cómo linguar y audir. La tía Doris aún ocultaba la cara en el delantal; como de costumbre, se había refugiado en el llanto.
Rod estaba a punto de hablar de nuevo, y quizás hubiese perdido a Bill para siempre, cuando su mente se aguzó de esa manera misteriosa en que lo hacía a veces; podía audir en kilómetros a la redonda. Los presentes no advirtieron la diferencia. Rod captó el orgulloso enfado de Bill, quien, con su dinero en la Bolsa de Sidney, más del que tenían muchos granjeros, esperaba el momento de volver a comprar las tierras que su padre había abandonado; percibió el honesto fastidio de Hopper y se sintió confuso al advertir que Hopper lo miraba con orgullo y divertido afecto; en Eleanor sólo descubrió una preocupación sin palabras, el temor a perderlo tal como había perdido tantos hogares por
hnnnhnnnhnnn dzzmmmmm
, una confusa referencia que tenía forma en la mente de Eleanor pero no cobró ninguna en la mente de Rod; y en la mente de tía Doris captó una voz interior que llamaba: «¡Rod, Rod, Rod, regresa! Éste es tu muchacho y yo soy una McBan hasta la muerte, pero nunca sabré qué hacer con un lisiado como él.»
Bill aún esperaba la respuesta de Rod cuando otro pensamiento entró en la mente del muchacho.
—¡Tonto! ¡Ve a tu ordenador!
«¿Quién ha dicho eso?», pensó, pero sin tratar de linguar.
—Tu ordenador —respondió la voz lejana.
—Tú no puedes linguar —objetó Rod—. Eres una máquina pura sin un cerebro animal en tu interior.
—Cuando me llamas, Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan ciento cincuenta y uno, puedo atravesar el espacio con la voz. Estoy sintonizado en tu frecuencia y acabas de gritar con la mente. Sé que me estás audiendo.
—Pero... —murmuró Rod con palabras.
—Calma, muchacho —le tranquilizó Bill, cerca de él—. Calma. No lo he dicho en serio.