Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Aquí mi primo rompió a llorar. Cogió la jarra de vino y se sirvió un buen vaso de Dago Red. Lloró un rato. Apoyando la cabeza en la mesa, alzó la mirada y me dijo
:
—
Ha pasado mucho tiempo. Ha transcurrido mucho tiempo, pero aún recuerdo cómo me hablaba. Ahora entiendo por qué aseguran que no se puede hablar de ello. Un hombre tiene que estar completamente borracho para hablar de una vida real que tuvo, una buena vida, una hermosa vida que dejó escapar, ¿verdad?
—
Es cierto
—
dije para alentarlo.
Nancy cambió la nave al instante. Movió los hámsters. Modificó la decoración. Examinó los registros. El trabajo continuó con más eficacia que nunca.
Pero el hogar que construyeron para ellos era algo distinto. Olía a horno, a viento, y a veces él oía la lluvia, aunque la lluvia más cercana caía a dos mil quinientos millones de kilómetros, y no había nada sino la fricción del gélido silencio contra el frío metal del exterior de la nave.
Vivían juntos. No tardaron mucho en habituarse el uno al otro.
El era Giordano Verdi de nacimiento. Tenía limitaciones.
Y llegó el momento de estar más unidos que meros amantes.
—No puedo limitarme a tomarte, querida —dijo él—. No podemos hacerlo así, ni siquiera en el espacio, ni siquiera aunque no seas real. Eres lo bastante real para mí. ¿Te casarás conmigo según el Libro de las Plegarias?
Los ojos de ella se encendieron y sus labios incomparables resplandecieron en una sonrisa muy característica.
—Desde luego —aceptó.
Lo abrazó. El le acarició los huesos del hombro con los dedos. Sintió las costillas de Nancy. Sintió los mechones de pelo de Nancy, que le rozaban las mejillas. Esto era real. Era más real que la vida misma, pero algún tonto le había dicho que era un virus, que Nancy no existía. Si esto no era Nancy, ¿qué era?
La soltó y, desbordante de amor y felicidad, leyó el Libro de las Plegarias. Le pidió que respondiera.
—Supongo que soy el capitán —dijo—, y supongo que acabo de declararnos marido y mujer, ¿verdad, Nancy?
El matrimonio anduvo bien. La nave seguía un perímetro tan inmenso como el de un cometa. Se alejó. Se alejó tanto que el Sol se convirtió en un punto diminuto. La interferencia del sistema solar ya no afectaba al instrumental. Un día Nancy dijo:
—Supongo que ahora sabes por qué eres un fracaso.
—No.
Ella lo miró gravemente.
—Yo pienso con tu mente —explicó—. Vivo en tu cuerpo. Si mueres a bordo, yo moriré también. Mientras vivas, yo estaré viva como un ser independiente. Resulta curioso, ¿verdad?
—Curioso —repitió él, sintiendo un nuevo y antiguo dolor en el corazón.
—Y, sin embargo, puedo decirte una cosa que sé con la parte de tu mente que uso. Sé, sin ti, que existo. Supongo que reconozco tu formación técnica y de alguna manera lo siento, aunque no lamento su carencia. He tenido la educación que tú pensabas que yo tenía y que deseabas que yo tuviera. ¿Pero ves lo que ocurre? Estamos trabajando con nuestro cerebro a media potencia. Toda tu imaginación va destinada a mí. Todos tus pensamientos adicionales son para mí. Los quiero, así como deseo que me ames, pero no queda nada para las emergencias y no queda nada para el Servicio Espacial. Estás actuando al mínimo, eso es todo. ¿Valgo la pena?
—Claro que sí, querida. Eres todo lo que cualquier hombre puede pedir de su amada, y del amor, de una esposa y de una verdadera compañera.
—Pero, ¿no lo entiendes? Me estoy apropiando de lo mejor de ti. Lo dedicas a mí y cuando la nave regrese no habrá ningún yo.
De alguna manera él comprendió que la droga funcionaba. Podía ver lo que le ocurría al mirar a su amada Nancy, con su cabello brillante, y advertía que el cabello no necesitaba cuidados ni peinados. Le miraba la ropa y advertía que usaba prendas para las cuales no había espacio en la nave. Y, sin embargo, se las cambiaba, deliciosa, seductora y atractivamente, todos los días. Él comía alimentos que no podían estar en la nave. Nada de esto le inquietaba. Ni siquiera se inquietaba ante la idea de perder a Nancy. Estaba casi convencido de que, a fin de cuentas, no era una alucinación.
Era demasiado. Le acarició el cabello con los dedos.
—Sé que estoy loco, querida —empezó—, y sé que no existes...
—Pero existo. Soy tú. Soy tan parte de Gordon Greene como si me hubiera casado contigo. Nunca moriré hasta que tú mueras, porque cuando vuelvas a casa, querido, volveré a caer en lo más profundo de tu mente, donde viviré mientras tú vivas. No puedes perderme, no puedo abandonarte, no puedes olvidarme. Y no puedo escapar hacia nadie excepto a través de tus labios. Por eso todos hablan de ello. Por eso resulta tan extraño.
—Y sé que ahí es donde me equivoco —insistió tercamente Gordon—. Te amo y sé que eres un fantasma y sé que te irás y sé que esto terminará, pero no me preocupa. Seré feliz con sólo estar contigo. No necesito tomarme una copa. No tocaría una droga; la felicidad está aquí.
Se dedicaron a sus tareas domésticas. Revisaron el papel cuadriculado, almacenaron los registros, incluyeron algunas tonterías en el registro permanente de la nave. Luego tostaron malvaviscos ante una gran hoguera. El fuego crepitaba en una bonita chimenea irreal. Las llamas no podían arder, pero lo hacían. No había malvaviscos en la nave, pero los tostaban y los disfrutaban.
Así vivían, llenos de magia, y sin embargo la magia no tenía resquemor ni provocación, ni furia, ni desesperanza, ni desesperación.
Eran una pareja muy feliz.
Incluso los hámsters lo percibían. Permanecían limpios y regordetes. Comían con ganas. Superaron la náusea del espacio. Lo miraban.
Greene soltó a uno, el de hocico pardo, y lo dejó corretear por el cuarto.
—Eres todo un soldado, pobrecillo. Nacido para el espacio, haciendo aquí tu servicio.
Nancy mencionó una sola vez más el tema del futuro de ambos.
—No podemos tener hijos. La droga
sokta
no lo permite. Tú puedes tener hijos, si quieres, pero será raro tenerlos si te casas con otra persona y yo siempre estoy en el trasfondo. Y estaré allí.
Lograron regresar a la Tierra.
Cuando salió de la nave, un brusco y fatigado coronel médico lo miró con intensidad.
—Oh, ya sospechábamos que eso habría ocurrido —dijo.
—¿Qué, señor? —preguntó un regordete y radiante teniente Greene.
—Tiene usted a Nancy —respondió el coronel.
—Sí, señor. La traeré.
—Vaya a buscarla.
Greene entró de nuevo en el cohete y miró. No había ni rastro de Nancy. Salió a la puerta asombrado. Aún no sentía abatimiento.
—Coronel —dijo—, no la veo, pero sin duda está por aquí.
El coronel esbozó una sonrisa compasiva y fatigada.
—Siempre estará por aquí, teniente. Usted ha hecho lo mínimo. No sé si deberíamos desalentar a personas como usted. Supongo que es usted consciente de que ahora no recibirá más ascensos. Obtendrá una condecoración, Misión Cumplida. Cumplida con éxito: ha llegado más lejos que nadie. De paso, Vonderleyen dice que lo conoce y lo espera allá. Tendremos que llevarlo al hospital para cerciorarnos de que no sufra usted un shock.
—
En el hospital no se produjo shock
—
finalizó mi primo. Ni siquiera echaba de menos a Nancy.
¿Cómo iba a echarla de menos si ella no se había ido? Siempre estaba a la vuelta de la esquina, detrás de la puerta, a unos metros de distancia.
Durante el desayuno supo que la vería para almorzar. Durante el almuerzo supo que la vería a la tarde. Al caer la tarde supo que cenaría con ella.
Sabía que estaba loco. Loco de atar.
Sabía muy bien que no había ninguna Nancy y que nunca la hubo.
Suponía que debía odiar la droga
sokta
por hacerle eso, pero le daba su propio alivio.
El efecto Nancy era una inmolación a la perpetua esperanza, la promesa de algo que nunca podía perderse, y la promesa de algo que no se puede perder es a menudo mejor que una realidad huidiza.
Eso era todo. Le pidieron que testimoniara contra el uso de la droga
sokta.
—¿Yo? —exclamó—. ¿Abandonar a Nancy? No seas tonto.
—No tienes a Nancy —insistió alguien.
—Eso crees tú —dijo mi primo, el teniente Greene.
La música (dijo Confucio) despierta la mente, la decencia la agudiza, la melodía la
completa.Lun Yu
, Libro VIII, capítulo 8
1
Acaso fue en el segundo período de la cultura protoindia harappa, tal vez antes, en la alborada de la era del metal, cuando un orfebre descubrió por casualidad la fórmula para una flauta mágica. Para él, la flauta se convirtió en la muerte o la dicha, un camino de salvación o condenación. Hombres de tiempos venideros habrían visto en la flauta el casual descubrimiento de la activación de poderes psiónicos por medio del sonido.
Fuera lo que fuese, funcionaba. Mucho antes de Buda, sacerdotes dravidianos de pelo largo supieron que funcionaba.
Forjada principalmente en oro, a pesar del cuidado del orfebre en la aleación, la flauta emitía estridentes silbidos pero también vibraciones ultrasónicas en una banda estrecha, tan estrecha e intensa como para reestructurar las sinapsis cerebrales y modificar las emociones básicas del oyente.
El orfebre no sobrevivió mucho tiempo a su instrumento. Lo encontraron muerto.
La flauta pasó a ser propiedad de los sacerdotes; al cabo de un breve y terrible período de usos y abusos, fue sepultada en la tumba de un gran rey.
2
Unos ladrones encontraron la flauta, la usaron y murieron. Algunos murieron en medio del júbilo, algunos en medio del ocio, otros en un frenesí de temor e ilusión. Un superviviente, temblando después de una ordalía de sensaciones y emociones inefables, envolvió la flauta en una página de escritos sagrados y la obsequió a Bodidharma el Bendito, justo antes de que éste emprendiera su arduo viaje desde la India hasta la lejana Catay, a través de los espinazos del mundo.
Bodidharma el Bendito, el hombre que había visto Persia, el anciano portador de sabiduría, cruzó las más altas montañas en el año en que la dinastía Wei del norte de China trasladó la capital fuera de la divina Loyang. (En otras partes del mundo, donde los hombres calculaban los años a partir del nacimiento de su Señor Jesucristo, era el año de gracia de 554, pero en las altas tierras que se extendían entre la India y la China aún no había llegado el mensaje del cristianismo, y la palabra de Gautama Buda era el evangelio más dulce que habían oído los hombres.)
Bodidharma, vestido con una tenue túnica, trepó a los glaciares. Se alimentaba del aire, condimentándolo con plegarias. Crudos vientos le azotaban la vieja piel, los cansados huesos; se arropaba en el manto de la santidad y llevaba en el indómito corazón el conocimiento de que el mensaje puro e intacto de Gautama Buda, por voluntad del tiempo y el azar, tenía que pasar del mundo indio al chino.
Después de atravesar picos y collados, bajó al frío desierto. La arena le laceró los pies, pero la piel no sangraba porque Bodidharma calzaba hechizos sagrados y encantamientos mágicos.
Al fin se le acercaron animales. Traían la fealdad de su pecado, ignorancia y vergüenza. Eran bestias, pero al mismo tiempo eran más que bestias: eran las almas de los condenados a incesantes renacimientos, ahora encarnadas en formas viles a causa de la maldad con que en otro tiempo habían rechazado las enseñanzas de eternidad y la sabiduría que se presentaban ante ellos con tanta claridad como los árboles y los cielos nocturnos. Cuanto más perverso el hombre, más fea la bestia: ésta era la regla. En el desierto los animales eran muy feos.
Bodidharma el Bendito retrocedió.
No deseaba usar el arma.
—¡Oh, Bienaventurado Eterno, sentado en la Flor de Loto, Buda, ayúdame!
No sintió ninguna respuesta en el corazón. El pecado y la maldad de las bestias eran tales que incluso el Buda apartaba gentilmente el rostro y negaba protección a su mensajero, el misionero Bodidharma.
De mala gana, Bodidharma sacó la flauta.
El instrumento era un arma delicada, que tenía el doble de la longitud de un dedo humano. Dorada, de forma extraña, casi fea, evocaba una civilización que ningún ser vivo de la India recordaba. La flauta provenía de los orígenes de la humanidad, había atravesado una multitud de épocas, una legión de años, y había sobrevivido como testimonio del poder de los hombres primigenios.
En la punta de la flauta había una pequeña boquilla. Cuatro orificios permitían modular y combinar una amplia variedad de notas.
Si se soplaba una vez, la flauta transmitía santidad. Esto ocurría si todos los orificios estaban tapados.
Sí se soplaba dos veces con todos los orificios abiertos, la flauta comunicaba su propio poder. Era un poder extraño. Acentuaba las emociones de cada ser vivo que la oyera.
Bodidharma el Bendito había llevado la flauta porque lo confortaba. Con los orificios cerrados, sus notas le evocaban el sagrado mensaje de los Tres Tesoros de Buda, que ahora él llevaba de India a China. Con los orificios abiertos, las notas transmitían júbilo a los inocentes y castigo a los malvados. No era la flauta la que determinaba inocencia o maldad, sino los oyentes. Los árboles que oían las notas a su manera arbórea hundían aún más las raíces en la tierra y elevaban las ramas al cielo buscando nutrición con renovada aunque opaca esperanza vegetal. Los tigres se volvían más tigres, las ranas más ranas, los hombres más buenos o malos, según su temperamento.
—¡Deteneos! —exhortó Bodidharma el Bendito a las bestias.
Las bestias avanzaron: tigre y lobo, zorro y chacal, serpiente y araña.
—¡Deteneos! —repitió Bodidharma.
Las bestias siguieron avanzando: cascos y garras, aguijones y dientes, ojos brillantes.
—¡Deteneos! —dijo Bodidharma por tercera vez.
Las bestias continuaron su avance. Bodidharma sopló la flauta dos veces, los orificios abiertos, con fuerza y claridad.
Dos veces, con fuerza y claridad.
Los animales se detuvieron. Después de la segunda nota se revolvieron inquietos, encarcelados aún más profundamente en la bestialidad de su naturaleza. El tigre le rugió a sus zarpas, el lobo se quiso morder la cola, el chacal huyó temeroso de su propia sombra, la araña se ocultó bajo la oscuridad de las rocas, y las demás bestias viles que habían amenazado al Bendito le cedieron el paso.