Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—Indaga cada escondrijo y consígueme ese dinero —gritó el señor William dirigiéndose a la Campana.
La Campana se enturbió. Al hallar los malos vecindarios había mostrado cada puesto policial del sector noroeste de la torre. Ahora indagaba todos los puestos policiales que estaban debajo de la torre, y presentó miles de combinaciones desconcertantes antes de concentrarse en un viejo taller. Un robot bruñía piezas metálicas circulares.
Cuando el señor William lo vio, perdió la paciencia.
—Trae eso aquí —ordenó—. ¡Quiero comprarlas!
—De acuerdo —dijo el señor Issan—. Es un poco irregular, pero de acuerdo.
La máquina mostró las claves de búsqueda y condujo el robot a la escalera mecánica.
—Estas acusaciones no tienen mucha validez —advirtió el señor Issan.
G'mell lloriqueó. Era una buena actriz.
—Luego quiso que le consiguiera un huevo de homúnculo. Uno del tipo A, derivado de pájaros, para llevarlo a casa.
Issan encendió el dispositivo de búsqueda.
—Tal vez —continuó G'mell— alguien ya lo haya puesto en los dispositivos de eliminación.
La Campana y el Banco recorrieron deprisa los dispositivos de eliminación. Jestocost estaba tenso. Ningún ser humano podría haber memorizado los miles de patrones que relampagueaban por la Campana a demasiada velocidad para los ojos humanos, pero el cerebro que leía la Campana a través de sus ojos no era humano. Podía estar encerrado en un ordenador. Jestocost pensó que resultaba humillante que un señor de la Instrumentalidad funcionara como un cristal-espía humano.
La máquina mostró un borrón.
—Tus declaraciones no tienen valor —exclamó el señor Issan—. No hay pruebas.
—Tal vez el forastero lo intentó —sugirió la dama Johanna Gnade.
—Que lo vigilen —ordenó el señor William—. Si es capaz de robar monedas antiguas, también será capaz de robar cualquier cosa.
La dama Johanna se volvió hacia G'mell.
—Eres una estúpida. Nos has hecho perder el tiempo, impidiéndonos tratar importantes cuestiones intermundiales.
—Ésta es una cuestión intermundial —sollozó G'mell. Apartó la mano del hombro de Jestocost, donde había permanecido todo el tiempo. El contacto corporal se interrumpió, y también el enlace telepático.
—A nosotros nos corresponde juzgarlo —dijo la dama Johanna.
El señor Jestocost callaba, pero estaba radiante de felicidad. Si el A'telekeli era tan eficaz como parecía, el subpueblo disponía de una lista de puestos de inspección y rutas de escape que le permitirían evadir la caprichosa sentencia de muerte indolora dictada por las autoridades humanas.
Esa noche hubo cantos en los pasillos.
El subpueblo estaba radiante sin que allí nadie supiera por qué.
G'mell bailó una salvaje danza gatuna para su próximo cliente de los mundos exteriores, aquella misma noche. Cuando llegó a casa, se arrodilló ante el retrato de su padre G'mackintosh y agradeció al A'telekeli por lo que había hecho Jestocost.
Pero la historia sólo se conoció generaciones más tarde, cuando el señor Jestocost había ganado fama como paladín del subpueblo y cuando las autoridades, que aún ignoraban la existencia del A'telekeli, aceptaron a los representantes electos del subpueblo para que negociaran mejores condiciones de vida; y G'mell había muerto tiempo atrás.
Había disfrutado de una buena y larga vida.
Cuando envejeció demasiado para ser muchacha de placer, adquirió un restaurante. Sus platos eran famosos. Jestocost la visitó una vez. Al final de la comida, él preguntó:
—Hay un poema tonto que circula entre el subpueblo. Ningún ser humano lo conoce excepto yo.
—No me interesan los poemas —dijo ella.
—Éste se llama
El qué-hizo-ella.
G'mell se sonrojó hasta el cuello de su holgada blusa. Había engordado mucho en la madurez. El restaurante había contribuido a ello.
—¡Ah, ese poema! —sonrió—. Es una tontería.
—Dice que te enamoraste de un homínido.
—No —dijo ella—, no lo estuve.
Sus ojos verdes, hermosos como siempre, escrutaron hondamente los de Jestocost. Jestocost se sintió incómodo. Esto se estaba volviendo personal; le gustaban las relaciones políticas, pero las cuestiones personales lo incomodaban.
La luz del cuarto cambió y los ojos gatunos centellearon: G'mell parecía la mágica muchacha de cabello llameante que había conocido.
—No estuve enamorada. No es la palabra exacta.
Y su corazón gritaba:
Era de ti, era de ti.
—Pero el poema —insistió Jestocost— dice que era un homínido. ¿No fue ese Prins van de Schemering?
—¿Quién? —le preguntó G'mell en voz baja, mientras sus emociones gritaban:
Amor mío, ¿nunca te darás cuenta?
—El príncipe.
—Oh, él. Lo había olvidado.
Jestocost se levantó.
—Has disfrutado de una buena vida, G'mell. Has sido ciudadana, integrante de comités, dirigente. ¿Sabes cuántos hijos has tenido?
—Setenta y tres —replicó ella—. Que sean numerosos no significa que no los conozcamos.
—No he querido ofenderte, G'mell —se disculpó Jestocost con semblante grave y voz amable.
Jestocost nunca supo que cuando él se hubo marchado, G'mell fue a la cocina y lloró un rato. Había amado en vano a Jestocost desde que fueron compañeros, durante muchos años.
G'mell murió a los ciento tres años, pero Jestocost la siguió viendo en los pasillos y pasajes de Terrapuerto. Muchas de sus descendientes se parecían a ella y algunas practicaban el oficio de muchacha de placer con gran éxito.
No eran semiesclavas. Eran ciudadanas (grado reservado) y tenían fotopases que protegían sus propiedades, su identidad y sus derechos. Jestocost era padrino de todas ellas; a menudo se turbaba cuando las criaturas más voluptuosas del universo le mandaban besos juguetones.
Jestocost sólo pedía la satisfacción de sus pasiones políticas, no de las personales. Siempre había estado enamorado, locamente enamorado.
De la justicia.
Al fin llegó su hora, supo que estaba muriendo y no sintió pena. Había tenido una esposa, cientos de años atrás, y la había amado; sus hijos habían engrosado las generaciones humanas.
Al final quiso saber algo, y llamó a un innombrable (o su sucesor). Insistió hasta que la llamada mental se convirtió en un aullido.
—He ayudado a tu pueblo.
—Sí
—respondió un tenue susurro dentro de su cabeza.
—Estoy muriendo y debo saber. ¿Ella, me amaba?
—Ella continuó sin ti, hasta tal punto te amaba. Te dejó ir por tu bien, no por el suyo propio. Te amaba de veras. Más que a la. muerte. Más que a la vida. Más que al tiempo. Nunca os separaréis.
—No, nunca, en la memoria del hombre —
dijo la voz, y calló Jestocost se recostó en la almohada y esperó el final del día.
Hubo una gran diferencia entre el trato que Mercer recibió en la nave y el que disfrutó en el satélite de tránsito. En la nave, los tripulantes se burlaban de él cuando le llevaban comida.
—Grita a pleno pulmón —dijo un camarero con cara ratonil—, así te reconoceremos cuando transmitan los ruidos del castigo para el cumpleaños del emperador.
El otro camarero, un individuo gordo, una vez se relamió los labios gruesos y oscuros con la lengua húmeda y roja y comentó:
—Es lógico, hombre. Si doliera todo el tiempo, todos vosotros moriríais. Algo bueno debe pasar, junto con el... como se llame. Quizá te conviertas en mujer. Tal vez acabes siendo dos personas. Escucha, amigo, si te diviertes de veras, no dejes de avisarme...
Mercer callaba. Ya tenía bastantes problemas como para interesarse en las fantasías de aquellos hombres desagradables.
Cuando llegó al satélite fue diferente. El equipo biofarmacéutico le quitó los grillos con eficacia. Le despojó de la vestimenta carcelaria y la dejó en la nave. Cuando desembarcó, desnudo, lo examinaron como si fuera una planta exótica o un cuerpo sobre la mesa de operaciones. Se mostraban casi amables en su destreza clínica. No lo trataban como a un criminal, sino como a un objeto de estudio.
Hombres y mujeres ataviados con batas blancas lo miraron como sí ya estuviera muerto.
Intentó hablar. Un hombre, mayor y más autoritario que los demás, dijo con firmeza y claridad:
—No se moleste en hablar. Conversará conmigo dentro de un rato. Ahora le estamos haciendo los análisis preliminares para determinar su condición física. Vuélvase, por favor.
Mercer se volvió. Un ordenanza le frotó la espalda con un fuerte antiséptico.
—Esto le va a escocer —le advirtió un técnico—, pero no es nada serio ni doloroso. Estamos determinando la resistencia de las diversas capas cutáneas.
Mercer, irritado por esos comentarios impersonales, habló al sentir un pinchazo sobre la sexta vértebra lumbar.
—¿No saben quién soy?
—Claro que sí —replicó una mujer—. Lo tenemos todo en el archivo. Luego el médico jefe comentará con usted su crimen, si desea hablar de ello. Ahora manténgase en silencio. Estamos haciendo una prueba cutánea, y se encontrará mucho mejor si no nos obliga a prolongarlo. —La franqueza la incitó a añadir—: Y también obtendremos mejores resultados.
No habían perdido tiempo en ponerse manos a la obra.
Él los miró de reojo.
Nada en ellos indicaba que fueran demonios humanos en la antesala del infierno. Nada indicaba que éste era el satélite de Shayol, el lugar de supremo castigo y humillación. Parecían médicos de su vida anterior, cuando aún no había cometido el crimen sin nombre.
Pasaron de una tarea a la otra. Una mujer con mascarilla quirúrgica señaló una mesa blanca.
—Súbase ahí, por favor.
Nadie le había pedido nada «por favor» desde que los guardias lo habían apresado en los confines del palacio. Iba a obedecerla cuando vio que había argollas acolchadas en la cabecera de la mesa. Se detuvo.
—Adelante, por favor —ordenó ella. Dos o tres de los demás se volvieron para mirarlos.
El segundo «por favor» lo estremeció. Tenía que hablar. Se encontraba entre personas, y él volvía a ser una persona. La voz se le aguzó en un graznido cuando preguntó:
—Por favor, ¿va a comenzar el castigo?
—Aquí no hay castigo —contestó la mujer—. Está usted en el satélite. Suba a la mesa. Le aplicaremos su primer endurecimiento de piel y luego se entrevistará con el médico jefe. Entonces podrá hablarle de su crimen...
—¿Sabe usted cuál fue mi crimen? —dijo Mercer, casi como si hablara con una vecina.
—Claro que no —respondió—, pero todos los que vienen aquí son criminales. Alguien lo cree así, al menos, pues de lo contrario no los enviarían aquí. La mayoría quiere hablar de sus crímenes. Pero no me entretenga. Soy una especialista de la piel, y en la superficie de Shayol necesitará usted el mejor trabajo que podamos hacerle. Suba a esa mensa. Y cuando esté preparado para hablar con el jefe, tendrá otro tema además del crimen.
Mercer obedeció.
Otra persona enmascarada, probablemente una muchacha, le cogió las manos con unos dedos fríos y suaves y se las colocó en las argollas acolchadas. Era una experiencia nueva. Mercer ya conocía todas las máquinas de interrogación del Imperio, pero esto era diferente. La practicante retrocedió.
—Todo listo, señor y doctor.
—¿Qué prefiere? —le preguntó la especialista de la piel—. ¿Mucho dolor o un par de horas de inconsciencia?
—¿Por qué iba a preferir el dolor? —se extrañó Mercer.
—Algunos especímenes lo prefieren. Depende de lo que les hayan hecho antes de llegar aquí. Supongo que usted no ha recibido ningún castigo onírico.
—No —dijo Mercer—. No me sometieron a ellos. —Y pensó:
No sabía que me hubiera perdido algo.
Recordó la última sesión del juicio. Estaba conectado al banquillo. La sala era alta y oscura. Una luz azul y brillante alumbraba al tribunal, cuyos bonetes judiciales eran una fantástica parodia de las antiguas mitras episcopales. Los jueces hablaban, pero él no podía oírlos. Por un momento la almohadilla aislante se movió y pudo oír que decían:
—Mirad esa cara blanca y demoníaca. Un hombre así es culpable de todo. Voto por la Terminal del Dolor.
—¿El planeta Shayol? —preguntó una segunda voz.
—El lugar de los dromozoos —declaró una tercera voz.
—Es lo que se merece —sentenció la primera voz.
Uno de los ingenieros judiciales debió de advertir que el prisionero estaba escuchando ilegalmente. Lo aislaron de nuevo. Mercer pensaba que había padecido todo lo que podía concebir la crueldad y la inteligencia del hombre.
Pero esta mujer decía que se había perdido los castigos oníricos. ¿Podía existir en el universo alguien en peor situación? Debía de haber muchas personas en Shayol. Nunca regresaban.
Mercer sería una de ellas. ¿Se jactarían de lo que habían hecho antes de ir a parar a este lugar?
—Usted lo ha perdido —advirtió la especialista—. Es sólo un anestésico corriente. No se asuste cuando despierte. Le engrosaremos y fortaleceremos la piel, química y biológicamente.
—¿Resulta doloroso?
—Desde luego —dijo ella—. Pero sáquese de la cabeza la idea de que lo estamos castigando. Esto es dolor médico común, como el que sufriría cualquiera que necesitara muchas intervenciones quirúrgicas. El castigo, si así quiere llamarlo, se practica abajo, en Shayol. Nuestra única tarea consiste en asegurarnos de que usted será apto para sobrevivir cuando desembarque. En cierto modo, le salvamos la vida de antemano. Puede agradecérnoslo sí quiere. Entretanto, se ahorrará muchos problemas si es consciente de que sus terminaciones nerviosas reaccionarán ante el cambio de la piel. Tenga en cuenta que se sentirá muy incómodo cuando despierte. Pero también esto tiene solución.
Bajó una enorme palanca y entonces Mercer perdió el conocimiento.
Despertó en una sala del hospital, pero no se dio cuenta. Le parecía que estaba acostado en un lecho de fuego. Levantó la mano para comprobar si estaba en llamas. La mano tenía el aspecto de siempre, salvo que estaba un poco roja e inflamada. Trató de moverse en la cama. El fuego se transformó en una llamarada fulminante que lo paralizó. Soltó un gemido.
—Necesitarás un calmante —dijo una voz. Era una enfermera—. Mantén la cabeza quieta y te daré medio amp de placer. Así la piel no te molestará.