Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
G'mell era más profundamente femenina que una mujer. Conocía el valor de la sonrisa que había aprendido, del espléndido cabello rojo con su textura increíblemente suave, de la esbelta figura juvenil con pechos firmes y caderas incitadoras. Conocía a la perfección el efecto que sus piernas producían en los homínidos masculinos. Los humanos verdaderos le guardaban pocos secretos. Los hombres se traicionaban con deseos imposibles de satisfacer, las mujeres con celos imposibles de reprimir. Pero ante todo, ella conocía a las personas porque no era una persona. Tenía que aprender por imitación, y la imitación es un acto consciente. Mil detalles que las mujeres corrientes daban por sentados, o que pensaban una sola vez en la vida, representaban para ella tema de agudo y profundo estudio. Era una muchacha por profesión; humana por asimilación; era una gata inquisitiva por naturaleza genética. Ahora se estaba enamorado de Jestocost, y era consciente de ello.
Ni siquiera ella sospechó que su historia de amor se deslizaría alguna vez en los rumores, se magnificaría con la leyenda, se destilaría en cantares. Nada sabía de la balada que empezaría con los versos que luego se hicieron famosos;
Ella tuvo el cuál de qué-hizo-ella,
tapó la campana, con un borrón.
Pero se enamoró de un homínido.
¿Dónde está el cuál de qué-hizo-ella?
Todo esto pertenecía al futuro, y ella lo ignoraba.
Sólo conocía su propio pasado.
Recordaba a un príncipe de otra Tierra que le había apoyado la cabeza en el regazo mientras bebía su copa de
mott
, al modo de despedida:
—Qué curioso, G'mell, ni siquiera eres una persona y eres el ser humano más inteligente que he conocido en este sitio. ¿Sabes que mi planeta ha gastado todos sus recursos para enviarme aquí? ¿Y qué he obtenido? Nada, nada y mil veces nada. Pero si tú hubieras estado a cargo del gobierno de la Tierra, yo habría conseguido lo que necesita mi pueblo, y este mundo también sería más rico. Lo llaman la Cuna del Hombre. ¡Ni Cuna ni cuentos! La única persona inteligente que he encontrado en él es una gata.
Le acarició el tobillo. Ella no respondió. Esto formaba parte de la hospitalidad, y ella tenía sus sistemas para asegurarse de que la hospitalidad no fuera demasiado lejos. La policía de la Tierra la observaba; para la policía, ella era una comodidad destinada a visitantes de otros mundos, igual que un asiento cómodo en las salas de espera de Terrapuerto o una fuente con agua de gusto ácido para los extranjeros que no toleraban la insípida agua de la Tierra. No debía manifestar sus sentimientos ni enredarse. Si alguna vez hubiera causado un incidente, la habrían castigado con severidad, como a menudo castigaban a los animales o subpersonas, o bien (tras una breve audiencia formal sin apelaciones) la habrían destruido, algo que la ley contemplaba y que la costumbre alentaba.
Había besado a mil hombres, quizá mil quinientos. Los había agasajado y había escuchado sus quejas y secretos cuando se iban. Era un modo de ganarse la vida, emocionalmente agotador pero intelectualmente estimulante. A veces reía al mirar a las altivas y presuntuosas mujeres humanas y advertir que sabía más que ellas sobre los hombres de esas mujeres.
En una ocasión, una mujer policía había tenido que revisar los antecedentes de dos pioneros de Nuevo Marte. G'mell había recibido el encargo de mantenerse en estrecho contacto con ellos. Cuando acabó de leer el informe, la mujer miró a G'mell con la expresión demudada de celos e irritada mojigatería.
—Te llaman gata. ¡Gata! ¡Eres una puerca, una perra, un animal! Aunque trabajes para la Tierra, no creas que eres tan buena como una persona. Es un crimen que la Instrumentalidad permita que monstruos como tú agasajen a verdaderos seres humanos del exterior. No puedo impedirlo. Pero que la Campana te ayude, muchacha, si alguna vez tocas a un hombre verdadero de la Tierra. ¡Si alguna vez te acercas a uno! ¡Si alguna vez practicas aquí tus estratagemas! ¿Entiendes?
—Sí, señora —había dicho G'mell. Y había pensado: «Esta pobre infeliz no sabe escoger su ropa ni su peinado. Con razón envidia a alguien que se las ingenia para mostrarse atractiva.»
Quizá la mujer policía pensaba que el odio crudo causaría impresión en G'mell. No era así. Las subpersonas estaban acostumbradas al odio, y crudo no era peor que cocido con cortesía y servido como veneno. Tenían que convivir con él.
Pero ahora todo había cambiado.
Se había enamorado de Jestocost.
¿La amaba él?
Imposible. No, imposible no. Ilegal, improbable, indecente, pero no imposible. Sin duda el amor de G'mell afectaba a Jestocost. En tal caso, no lo demostraba.
Se habían dado muchos amores entre personas y subpersonas. Las subpersonas siempre acababan destruidas; a las personas verdaderas se les lavaba el cerebro. Había leyes contra esas cosas. Los científicos de las personas habían creado al subpueblo, le había otorgado aptitudes que las personas verdaderas no tenían (el salto de cincuenta metros, la telepatía a tres mil metros bajo tierra, el hombre-tortuga que esperaba mil años junto a una puerta de emergencia, el hombre-vaca que vigilaba sin recompensa), y también habían dado forma humana a muchas subpersonas. Así era más cómodo. El ojo humano, la mano humana con sus cinco dedos, el tamaño humano: todo ello resultaba conveniente por razones técnicas. Al dar a las subpersonas la misma forma y tamaño que las personas, los científicos eliminaban la necesidad de usar muchas clases de muebles. La forma humana servía para todos.
Pero se habían olvidado del corazón humano.
Y ahora ella, G'mell, se había enamorado de un hombre un hombre verdadero tan viejo que podía haber sido el abuelo de su padre.
Pero los sentimientos de G'mell hacia Jestocost no eran filiales. Recordaba que con su padre había existido una cálida camaradería, un afecto inocente y directo, que ocultaba el hecho de que él era mucho más gatuno que su hija. Entre ellos mediaba un doloroso vacío de palabras jamás pronunciadas, sentimientos que ninguno de los dos revelaba, que quizá no se pudieran manifestar. Estaban tan cerca que no podían acercarse más. Esto creaba una distancia enorme, que era desgarradora pero inexpresable. Su padre había muerto, y ahora aparecía este hombre verdadero con toda la amabilidad...
—Eso es —susurró G'mell—. Con toda la amabilidad que jamás ha manifestado ninguno de esos hombres de una sola noche. Con toda la hondura que mi pobre subpueblo jamás tendrá. No porque no esté en ellos. Pero han nacido como escoria, los han tratado como escoria, los desechan como escoria cuando mueren. ¿Cómo puede un hombre de mi pueblo llegar a ser amable? La amabilidad tiene una majestad especial. Es lo mejor de ser una persona. Él ofrece océanos de amabilidad. Y es extraño, extraño, extraño que jamás haya brindado su amor verdadero a ninguna mujer humana.
Calló de pronto.
Luego se consoló susurrando:
—Y si lo hizo, ocurrió hace tanto tiempo que ya no importa. Me tiene a
mí.
¿Lo sabe?
El señor Jestocost lo sabía y no lo sabía. Estaba acostumbrado a recibir lealtad, porque ofrecía lealtad y honor en su trabajo cotidiano. Incluso estaba familiarizado con la lealtad que se volvía obsesiva y buscaba una manifestación física, especialmente en las mujeres, los niños y las subpersonas. Se había enfrentado antes a este sentimiento. Confiaba en el hecho de que G'mell era una persona muy inteligente y, como muchacha de placer que trabajaba para el personal de recepción de la policía de Terrapuerto, tenía que haber aprendido a dominar sus sentimientos personales.
«Hemos nacido en la época equivocada —pensó—. Conozco a la mujer más inteligente y bella que he encontrado jamás, y tengo que anteponer asuntos oficiales. Estos enredos entre personas y subpersonas son complicados. Complicados. Tenemos que evitar situaciones personales.»
Así pensaba Jestocost. Quizá tuviera razón.
Si el innombrable, aquel a quien no se atrevía a recordar, ordenaba un ataque contra la Campana misma, valía la pena arriesgar sus vidas. Sus emociones no debían estar involucradas. La Campana importaba; la justicia importaba; el perpetuo retorno de la humanidad hacia el progreso importaba. Él no importaba, porque ya había realizado buena parte de su misión. G'mell no importaba, porque si fracasaban sólo le quedaría el subpueblo. La Campana importaba.
El precio de lo que se proponía hacer era alto, pero se podía llevar a cabo en minutos si se llevaba a cabo en la Campana.
La Campana, desde luego, no era una campana. Era una mesa de situación tridimensional, que tenía tres veces la altura de un hombre. Estaba un piso por debajo de la sala de reuniones, y tenía la forma aproximada de una campana antigua. La mesa de reuniones de los señores de la Instrumentalidad tenía un agujero circular por donde los señores miraban la Campana para estudiar manual o telepáticamente cualquier situación. El Banco que había debajo, oculto por el suelo, era un banco de memoria, clave de todo el sistema. Existían duplicados en una treintena de puntos de la Tierra. Había dos duplicados escondidos en el espacio interestelar: uno junto a la nave dorada de ciento cincuenta millones de kilómetros usada en la guerra contra Raumsog, el otro camuflado de asteroide.
La mayoría de los señores estaba fuera de la Tierra por razones oficiales.
Sólo tres estaban presentes, además de Jestocost: la dama Johanna Gnade, el señor Issan Olascoaga y el señor William No-de-aquí. (Los No-de-aquí eran una gran familia norstriliana que había regresado a la Tierra muchas generaciones atrás.)
El A'telekeli comunicó a Jestocost los rudimentos de un plan.
Debía convocar a G'mell a la sala.
Los cargos tenían que ser graves.
Tendrían que evitar una ejecución sumaria realizada por la justicia automática, si se activaban los retransmisores.
G'mell caería en trance parcial en la cámara.
Luego Jestocost mencionaría los ítems que A'telekeli quería rastrear en la Campana. Una llamada bastaría. A'telekeli los exploraría mientras distraía a los demás señores.
Era simple en apariencia.
Las complicaciones se darían en el mismo momento de la acción.
El plan parecía poco seguro, pero nada podía hacer Jestocost en esta oportunidad. Se maldijo por permitir que su pasión por la política lo enredara en esta intriga. Era demasiado tarde para retirarse con honor; además, había dado su palabra y le gustaba G'mell —como ser, no como muchacha de placer—, no quería desilusionarla. Sabía que las subpersonas ansiaban tener identidad y jerarquía.
Con el corazón pesado pero con la mente ligera, acudió a la cámara del Consejo. Una muchacha-perro, una mensajera de rutina a quien él había visto muchos meses frente a la puerta, le dio el orden del día.
Se preguntó cómo se pondría en contacto con G'mell o A'telekeli dentro de esa cámara protegida por una cerrada red de intercepción telepática.
Se sentó fatigosamente a la mesa.
Y casi dio un salto.
Los conspiradores mismos habían falsificado el acta y el punto principal era: «G'mell, hija de G'mackintosh, raza gatuna (pura), lote 1138, confesión de. Tema: conspiración para exportar material homuncular. Referencia: planeta De Prinsensmacht.»
La dama Johanna Gnade ya había pulsado los botones correspondientes al planeta aludido. La gente de allí, de origen terráqueo, era muy fuerte pero había realizado grandes esfuerzos para mantener el aspecto original de la Tierra. Uno de sus dirigentes estaba en la Tierra en ese momento. Ostentaba el título de Príncipe del Crepúsculo (Prins van de Schemering) y venía en misión diplomática y comercial.
Como Jestocost se había retrasado un poco, G'mell entró en la sala mientras él miraba la orden del día.
El señor No-de-aquí preguntó a Jestocost si deseaba presidir la reunión.
—Te ruego, señor y erudito —respondió él—, que pidamos al señor Issan que presida esta vez.
La presidencia era una formalidad. Jestocost podría observar mejor la Campana y el Banco si no tenía que presidir la reunión.
G'mell vestía ropas de prisionera. Le quedaban bien. Jestocost sólo la había visto con el atuendo de muchacha de placer. La túnica celeste de la prisión le daba un aspecto muy joven, muy humana, muy tierna y muy asustada. El origen gatuno era evidente sólo por la abundante melena y la esbeltez del cuerpo. G'mell se sentó, seria y erguida.
—Has confesado —dijo el señor Issan—. Confiesa, pues, de nuevo.
—Este hombre —G'mell señaló un retrato del Príncipe del Crepúsculo— quiso ir al lugar en donde atormentan a niños humanos como espectáculo.
—¿Qué? —exclamaron juntos los tres señores.
—¿Qué lugar? —preguntó la dama Johanna, quien prefería la amabilidad.
—Lo regenta un hombre que se parece a este caballero —dijo G'mell, señalando a Jestocost.
Deprisa, para que nadie pudiera detenerla, pero púdicamente, para que nadie dudara de ella, atravesó la sala y tocó el hombro de Jestocost. Él sintió un estremecimiento telepático y captó graznidos de pájaro en el cerebro de G'mell. Entonces supo que el A'telekeli estaba en contacto con ella.
—El dueño de ese lugar —añadió G'mell— pesa dos kilos menos que este caballero, y es cinco centímetros más bajo, y tiene cabello rojo. Ese lugar está en la zona del Poniente Frío de Terrapuerto, al final y por debajo del bulevar. En ese vecindario viven subpersonas, algunas de mala reputación.
La Campana adquirió un color lechoso. Irradió cientos de combinaciones de subpersonas poco recomendables de aquella parte de la ciudad.
Jestocost advirtió que observaba el relampagueo lechoso con involuntaria concentración.
La Campana se despejó.
Mostró la vaga imagen de una habitación donde unos niños hacían travesuras de Halloween.
La dama Johanna se echó a reír,
—No son personas. Son robots. Es solamente un aburrido y antiguo pasatiempo.
—Luego —añadió G'mell— quiso un dólar y un chelín para llevarlos a casa. Verdaderos. Sabía de un robot que había encontrado algunos.
—¿Qué es eso? —preguntó el señor Issan.
—Dinero antiguo, las monedas de la antigua Estados Unidos y la antigua Australia —exclamó el señor William—. Tengo copias, pero no hay originales fuera del museo estatal. —William No-de-aquí era un ferviente coleccionista de monedas.
—El robot las encontró en un viejo escondrijo, debajo de Terrapuerto.