Los señores de la instrumentalidad (68 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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El agua-de-arriba, que según me enteré después era «lluvia», arreciaba cada vez más. De pronto cayeron pájaros. Un gran pájaro aleteó con fuerza en el aire sibilante y logró detenerse ante mi rostro. Graznó y se perdió en el viento. Apenas se había ido cuando otro pájaro me cayó sobre el cuerpo. Pronto se fue con otra ráfaga de aire, dejándome sólo el eco telepático de un grito:
¡No-no-no-no!

¿Ahora qué?
, pensé. Un consejo de pájaro no sirve de mucho.

Virginia me aferró el brazo y se detuvo.

Yo también me detuve.

El borde roto de Alpha Ralpha Boulevard quedaba cerca de allí. Feas nubes amarillas nadaban en la brecha como peces venenosos.

Virginia gritaba.

Me agaché, acercando la oreja a sus labios.

—¿Dónde está Macht? —gritó.

La conduje al lado izquierdo del camino, donde la baranda nos daba cierta protección contra el aire furibundo y contra el agua. Ninguno de los dos podía ver a mucha distancia. Hice que se arrodillara y me agaché junto a ella. El agua nos tamborileaba en la espalda. La luz se había vuelto amarilla, sucia y oscura.

Aún veíamos algo, pero no demasiado.

Yo hubiera deseado quedarme al amparo de la baranda, pero Virginia quería ayudar a Macht. ¿Qué podía hacer yo? Si Macht había encontrado refugio, estaba a salvo, pero si continuaba en los cables, el aire turbulento pronto lo arrastraría y no habría más Maximilien Macht. Estaría «muerto» y sus partes internas se blanquearían en el suelo.

Virginia insistió.

Nos arrastramos hacia el borde.

Un pájaro cayó en picado hacia mí. Aparté la cara y un ala me rozó la mejilla, que me ardió como fuego. Ignoraba que las plumas fueran tan duras. Supuse que los pájaros debían de tener los mecanismos mentales deteriorados para atreverse a golpear personas en Alpha Ralpha Boulevard. No era el modo habitual de comportarse ante las personas verdaderas.

Al fin llegamos al borde. Traté de hundir las uñas de la mano izquierda en el material pétreo de la baranda, pero era lisa y no había donde aferrarse, salvo la moldura ornamental. Con el brazo derecho rodeaba a Virginia. Arrastrarse así resultaba doloroso, porque aún sentía los efectos del golpe contra el borde de la carretera durante el ascenso. Vacilé, pero Virginia siguió adelante.

No veíamos nada.

Nos rodeaba la oscuridad.

El viento y el agua nos golpeaban como puñetazos.

El vestido tiraba de Virginia como un perro importunando a su amo. Quise que regresara a la protección de la baranda, donde podríamos esperar a que terminara la turbulencia.

De pronto se produjo un fogonazo de luz. Era pura electricidad, lo que los antiguos llamaban
rayo.
Más tarde descubrí que son frecuentes en las zonas que quedan fuera del alcance de las máquinas climáticas.

La luz repentina y brillante nos mostró un rostro blanco vuelto hacia nosotros. Colgaba abajo, entre los cables. Tenía la boca abierta, así que debía de estar gritando. Nunca sabré si expresaba «miedo» o felicidad, pero reflejaba una gran excitación. La luz brillante se diluyó y me pareció oír el eco de un grito. Busqué telepáticamente la mente de Macht, pero no encontré nada. Sólo un pájaro obtuso y obstinado que chillaba
¡No-no-no-no!
con el pensamiento.

Virginia se tensó en mis brazos, y tiritó. Le grité en francés. No me oía.

La llamé con la mente.

Alguien más estaba allí.

La mente de Virginia gritó con repugnancia:


La muchacha-gato. ¡Va a tocarme!

Se contorsionó. De pronto no hubo nada en mi brazo derecho. Aun en la penumbra, distinguí un vestido dorado llameando más allá del borde. Busqué con la mente y recibí el grito:

—Pablo, Pablo, te amo. ¡Ayúdame!

Los pensamientos se desvanecieron cuando el cuerpo cayó.

La otra persona era G'mell, a quien habíamos conocido en el pasillo.


He venido a buscaros
—pensó G'mell—.
Aunque los pájaros no se preocupaban por ella.

—¿Qué tienen que ver los pájaros?

—Tú los salvaste. Salvaste a sus crías cuando el hombre de pelo rojo las quiso matar. A todos nos intrigaba saber cómo se comportarían los hombres verdaderos cuando fueran libres. Lo hemos averiguado. Algunos son malvados y matan a las otras formas de vida. Otros se muestran bondadosos y protegen la vida.

Me pregunté si ésa era toda la diferencia entre «bueno» y «malo».

Quizá no debí dejarme sorprender con la guardia baja. La gente no sabía pelear, pero los homúnculos sí. Crecían entre batallas y trabajaban entre problemas. G'mell, como buena muchacha-gato, me pegó en la barbilla como un émbolo. No tenía anestesia, y sólo podía llevarme por los cables, en medio de ese «tifón», si yo estaba desmayado y laxo.

Desperté en mi cuarto. Me encontraba muy bien.

—Has sufrido un
shock
—me dijo el médico-robot—. Ya me he puesto en contacto con el subcomisionado de la Instrumentalidad. Si lo deseas, puedo borrar todos los recuerdos del último día.

Tenía una expresión de amabilidad.

¿Dónde estaba el viento furioso? ¿El aire que caía a plomo? ¿El agua desbocada, no controlada por ninguna máquina climática? ¿Dónde estaban el vestido dorado y la cara ansiosa de miedo de Maximien Macht?

Pensé esas preguntas, pero el médico-robot no era telépata y no las captó. Lo miré intensamente.

—¿Dónde está mi amor verdadero? —pregunté.

Los robots no sonríen con lascivia, pero éste lo intentó.

—¿La muchacha-gata desnuda del pelo ardiente? Fue a buscar ropa.

Le dirigí una profunda mirada.

La presuntuosa y estrecha mente mecánica elaboró pensamientos desagradables.

—Debo decir que las «personas libres» cambian deprisa.,.

¿Quién discute con una máquina? Realmente no valía la pena responder.

Pero ¿y aquella otra máquina? Veintiún minutos. ¿Cómo era posible? ¿Cómo lo había sabido? Tampoco quería discutir con aquella máquina. Debía de haber sido una máquina muy poderosa, o tal vez un vestigio de las guerras antiguas. No quería averiguarlo. Algunas personas dirían que es Dios. Para mí no es nada. No necesito el «miedo» y no pienso volver a Alpha Ralpha Boulevard,

Pero, ¡corazón, corazón mío! ¿Cómo podrás volver a ese café?

G'mell llegó y el médico-robot salió del cuarto.

La balada de G'mell

Ella tuvo el cuál de qué-hizo-ella,

tapó la campana con una mancha.

Pero se enamoró de un homínido.

¿Dónde está el cuál de qué-hizo-ella?

De
La Balada de G'mell.

Ella era una muchacha de placer y ellos eran hombres verdaderos, los señores de la creación, pero la joven se enfrentó a ellos sagazmente y triunfó. Nunca había ocurrido ni volverá a ocurrir, pero lo cierto es que venció. Ni siquiera era de origen humano. Era de origen gatuno, aunque de forma humana, lo cual explica el prefijo G. Su padre se llamaba G'mackintosh y ella se llamaba G'mell.

G'mell burló con sus tretas al Consejo de los señores de la Instrumentalidad.

Sucedió en Terrapuerto, el mayor de los edificios, la menor de las ciudades, a veinticinco kilómetros de altura, a orillas del mar Menor de Tierra.

Jestocost tenía una oficina frente a la cuarta válvula.

1

Jestocost amaba el sol de la mañana, al contrario de la mayoría de los señores de la Instrumentalidad, así que no le molestaba conservar la oficina y los apartamentos que había escogido. Su oficina principal tenía noventa metros de hondo veinte metros de alto, veinte metros de ancho. Detrás estaba la «cuarta válvula», de casi mil hectáreas de extensión. Tenía forma helicoidal, como un enorme caracol. A pesar de su tamaño, el apartamento de Jestocost era apenas un recoveco en el borde de Terrapuerto. El edificio se erguía como una gigantesca copa de vino que se elevaba desde el magma hacia la atmósfera.

La humanidad había construido Terrapuerto durante el apogeo tecnológico. Aunque los hombres tenían cohetes nucleares desde el comienzo de la historia consecutiva, usaban cohetes químicos para cargar los vehículos interplanetarios de propulsión iónica o nuclear y para ensamblar los veleros fotónicos interestelares. Hartos de llevar las cosas al cielo en fragmentos, habían construido un cohete de mil millones de toneladas, sólo para descubrir que destruía cualquier lugar donde aterrizara. Los dáimonos —gente de origen terráqueo que habían regresado de las estrellas— habían ayudado a los hombres a construir Terrapuerto, con materiales que resistían la intemperie, el óxido, el tiempo y el esfuerzo. Luego se habían ido para no regresar.

Jestocost a menudo miraba sus aposentos preguntándose cómo habrían sido cuando el gas caliente y silencioso surgía de la válvula entrando en su cámara y en sesenta y tres cámaras similares. Ahora tenía una pared de madera, y la válvula era una gran caverna hueca donde vivían algunas criaturas salvajes. Nadie necesitaba ya tanto espacio. Las cámaras resultaban útiles, pero la válvula no servía para nada. Las naves de planoforma llegaban susurrando de las estrellas y aterrizaban en Terrapuerto por rabones de conveniencia legal, pero no hacían ruido ni despedían gases calientes. Jestocost miró hacia abajo, vio las altas nubes y habló consigo mismo.

—Bonito día. Buen aire. Ningún problema. Mejor como.

Jestocost hablaba a menudo consigo mismo. Era individualista y un poco excéntrico. Formaba parte del consejo supremo de la humanidad y tenía problemas, pero no de índole personal. Tenía un Rembrandt colgado sobre la cama. Era el único Rembrandt conocido en el mundo, y tal vez él fuera la única persona capaz de apreciar un Rembrandt. En la pared de atrás colgaban tapices de un imperio olvidado. Todas las mañanas el sol ejecutaba para él una gran ópera, pues creaba sombras y luces y modificaba los colores de tal modo que le permitía imaginar que los viejos días de disputa, asesinato y dramatismo habían vuelto a la Tierra. Tenía un ejemplar de Shakespeare, uno de Colegrove y dos páginas del Eclesiastés en una caja cerrada jumo a la cama. Sólo cuarenta y dos personas en el universo sabían leer inglés antiguo, y él era una de ellas. Bebía vino, que los robots preparaban en sus viñedos de la costa del Poniente. Era un hombre que había optado por una vida privada cómoda y egoísta para entregarse de manera generosa e imparcial a sus tareas oficiales.

Cuando despertó aquella mañana, no sabía que una bella muchacha estaba a punto de enamorarse perdidamente de él, que al cabo de más de cien años de experiencia en el gobierno encontraría otro gobierno en la Tierra, tan fuerte y casi tan antiguo como el suyo, ni que se haría cómplice voluntario de una peligrosa conspiración por una causa que sólo entendía a medias. El tiempo le había ocultado piadosamente todos estos acontecimientos, de modo que al levantarse sólo se preguntó si debía beber una copa de vino blanco con el desayuno. El día ciento setenta y tres de cada año siempre comía huevos. Era un manjar especial, y no quería incurrir en el exceso de comer demasiados o en la exageración de no comer ninguno, Recorrió la habitación, mascullando:

—¿Vino blanco? ¿Vino blanco?

G'mell pronto entraría en su vida, pero él no lo sabía. G'mell iba a triunfar, pero también lo ignoraba.

Desde que la humanidad había iniciado el Redescubrimiento del Hombre, reponiendo gobiernos, dinero, periódicos, lenguas nacionales, enfermedades y ocasionales muertes, se había planteado el problema del subpueblo: personas que no eran humanas sino humanoides, formadas a partir de animales terráqueos. Podían hablar, cantar, leer, escribir, trabajar, amar y morir; pero no estaban amparados bajo la ley humana, que los definía como «homúnculos» y les daba una situación legal cercana a la de los animales y los robots. Las personas verdaderas de otros mundos se consideraban «homínidos».

La mayoría de las subpersonas llevaban a cabo sus tareas y aceptaban esta situación de semiesclavitud sin cuestionarla. Algunas alcanzaron la fama: G'mackintosh fue la primera criatura de la Tierra que dio un salto largo de cincuenta metros de gravedad normal. Su imagen se difundió por mil mundos. Su hija G'mell era una muchacha de placer que se ganaba la vida agasajando a seres humanos y homínidos de los mundos exteriores y haciéndolos sentir a gusto cuando llegaban a la Tierra. Disfrutaba del privilegio de trabajar en Terra-puerto, pero tenía la obligación de trabajar muy duramente a cambio de una paga exigua. Los seres humanos y los homínidos habían vivido tanto tiempo en una sociedad opulenta que ignoraban el significado de la pobreza. Pero los señores de la Instrumentalidad habían decretado que las subpersonas debían regirse por la economía del Mundo Antiguo; debían tener su propio dinero para pagar la vivienda, la comida, sus pertenencias y la educación de sus hijos. Si se arruinaban, acudían a la Casa de los Menesterosos, donde el gas las mataba sin dolor.

La humanidad había resuelto sus problemas básicos, pero no estaba dispuesta a permitir que los animales fueran totalmente iguales al hombre, por mucho que hubieran cambiado.

El señor Jestocost, el séptimo de ese nombre, se oponía a la policía. Era un hombre con poco amor y sin ningún temor, libre de ambiciones y trabajador, pero hay pasiones del gobierno tan profundas y atractivas como las emociones del amor. Doscientos años de convicción y de derrotas en las votaciones habían inspirado a Jestocost el ferviente deseo de hacer las cosas a su modo.

Jestocost era uno de los pocos hombres verdaderos que creía en los derechos del subpueblo. No consideraba que la humanidad fuera capaz de corregir antiguos males a menos que el subpueblo poseyera algunas herramientas del poder: armas, conspiración, riqueza y —sobre todo— organización para enfrentar al hombre. No tenía miedo de las revueltas, sino una obsesiva sed de justicia que superaba cualquier otra consideración.

Cuando los señores de la Instrumentalidad oían rumores de que había conspiradores en el subpueblo, recurrían a la policía-robot.

Jestocost, no.

Organizó su propia policía, usando subpersonas para este propósito, con la esperanza de reclutar enemigos que comprendieron que él era un enemigo amistoso y que con el tiempo los pondría en contacto con los dirigentes del subpueblo.

Si esos dirigentes existían, eran astutos. ¿Qué indicios dio una muchacha de placer como G'mell de que era la punta de lanza de una red de agentes que había penetrado nada menos que en Terrapuerto? Si existían, debían de ser muy precavidos. Los monitores telepáticos, tanto robóticos como humanos, vigilaban todas las bandas de pensamiento mediante muestreos aleatorios. Incluso los ordenadores sólo revelaban improbables cantidades de felicidad en mentes que no tenían razones objetivas para ser felices.

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