Los señores de la instrumentalidad (65 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Cuando vi la cinta, me pareció gracioso que un perro tuviera forma de Sócrates; aquí, en el primer subsuelo, no las tenía todas conmigo. ¿Qué haría si uno de ellos se insolentaba? ¿Matarlo? Eso significaba un enfrentamiento con las fuerzas legales y una entrevista con los subcomisionados de la Instrumentalidad.

Virginia no reparó en nada de esto.

En vez de responderme, me hacía preguntas sobre el primer subsuelo. Yo había estado allí una sola vez, cuando era pequeño, pero resultaba agradable sentir la curiosa y acariciante voz de Virginia en el oído.

Entonces sucedió.

Al principio creí que era un hombre empequeñecido por algún efecto de la luz del subsuelo. Cuando se acercó, vi que no era un hombre. Los hombros debían de medir un metro y medio de anchura. Feas cicatrices rojizas indicaban el lugar de la frente de donde le habían extirpado los cuernos. Era un homúnculo, obviamente de origen vacuno. Francamente, no sabía que los dejaban tan deformes.

Y estaba ebrio.

Cuando se acercó, pude captar los zumbidos de su mente:
No son gente, no son homínidos y no son Nosotros. ¿Qué hacen aquí Las palabras que piensan me confunden.
Nunca había leído pensamientos en francés.

La situación era seria. Era normal que los homúnculos hablaran, pero sólo algunos eran telepáticos: los que realizaban tareas especiales, algunos en el Abajo-abajo, donde sólo la telepatía podía transmitir las órdenes.

Virginia se aferró a mí.

Somos hombres verdaderos
, pensé en clara Lengua Común.
Debes cedernos el paso.

La única respuesta fue un bramido. No sé dónde se había emborrachado, ni con qué, pero no recibió mi mensaje.

Vi que sus pensamientos sucumbían al pánico, la impotencia, el odio. Luego embistió bailoteando, dispuesto a aplastarnos.

Concentré la mente y le ordené que se detuviera.

No dio resultado.

Aterrado, comprendí que había pensado en francés.

Virginia gritó.

El hombre-toro ya estaba sobre nosotros.

A último momento giró, pasó ciegamente de largo y soltó un bramido que resonó en el enorme pasadizo. Por fortuna, se había alejado.

Sin soltar a Virginia, me volví para ver por qué no nos había embestido.

Lo que vi era extraño.

Nuestras imágenes se alejaban de nosotros por el pasillo: mi capa color rojo oscuro volaba en el aire quieto, el vestido dorado de Virginia ondeaba mientras corría conmigo. Las imágenes eran perfectas y el hombre-toro las perseguía.

Me volví desconcertado. Nos había advertido que los dispositivos de segundad ya no nos protegían.

Había una muchacha inmóvil junto a la pared. Yo la había confundido con una estatua. Entonces habló:

—No os acerquéis más. Soy una gata. Ha sido bastante fácil engañarlo. Será mejor que regreséis a la superficie.

—Gracias —dije—, gracias. ¿Cómo te llamas?

—¿Qué más da? No soy una persona.

—Sólo quería darte las gracias —insistí, un poco ofendido. Al hablarle noté que era bella y brillante como una llama. Tenía la tez clara, del color de la crema, y el cabello, más hermoso que el cabello humano, mostraba el fuerte color rojizo de un gato persa.

—Soy G'mell —respondió la muchacha— y trabajo en Terra-puerto.

Virginia y yo nos detuvimos. La gente gatuna estaba por debajo de nosotros, y había que eludirla, pero Terrapuerto estaba encima de nosotros, y había que respetarlo. ¿Qué hacer ante G'mell?

G'mell sonrió, y la sonrisa fue más agradable para mí que para Virginia. Comunicaba un mundo entero de conocimientos voluptuosos. Supe, por su actitud en conjunto, que no me estaba provocando. Quizá fuera la única sonrisa que conocía.

—No os preocupéis por las formalidades —dijo—. Subid por esa escalera. Me parece que ya regresa.

Giré sobre los talones buscando al hombre-toro ebrio. No se le veía.

—Subid por aquí —insistió G'mell—. Es una escalera de emergencia y os llevará de vuelta a la superficie. Evitaré que él os siga. ¿Tú hablabas en francés?

—Sí. ¿Cómo...?

—No os detengáis. Lamento haber preguntado. ¡Deprisa!

Entré por la pequeña puerta. Una escalera de caracol subía a la superficie. Usar escaleras. Usar escaleras quedaba por debajo de nuestra dignidad de personas verdaderas, pero ante la insistencia de G'mell no puede negarme. Me despedí de G'mell con un gesto y arrastré a Virginia escalera arriba.

En la superficie nos detuvimos.

—¡Qué horror! —jadeó Virginia.

—Ahora estamos seguros —la tranquilicé.

—No hablo de la seguridad sino de la suciedad. ¡Tener que hablar con ella!

Virginia quería decir que G'mell era peor que el hombre-toro ebrio. Intuyó mis reservas, pues añadió:

—Lo triste es que la verás de nuevo...

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—No lo sé —dijo Virginia—. Lo intuyo. Pero mis intuiciones acostumbran ser acertadas. A fin de cuentas, fui al Abba-dingo.

—Querida, cuéntame qué pasó allá.

Ella negó con la cabeza en silencio y echó a andar por la calle. No tuve más remedio que seguirla. Cosa que me irritó un poco.

—¿Cómo fue? —insistí, más contrariado.

—No fue nada —respondió ella con herida dignidad de niña—. Fue un largo ascenso. La vieja me llevó consigo. Resultó que la máquina no hablaba aquel día, de todos modos, así que obtuvimos permiso para bajar por un conducto y regresar a la carretera rodante. Fue un día perdido.

Hablaba sin mirarme, como si el recuerdo fuera desagradable.

Luego se volvió hacia mí. Sus ojos castaños escudriñaron los míos como si buscaran mi alma. (Alma. Hay una palabra francesa, y no hay ninguna que corresponda a ella en la Vieja Lengua Común.) Se le iluminó la cara y me rogó:

—No seamos bobos en este nuevo día. Mostrémonos bondadosos con nuestra nueva personalidad, Pablo. Hagamos algo muy francés, si eso hemos de ser.

—Un café —exclamé—. Tenemos que ir a un café. Y sé dónde hay uno.

—¿Dónde?

—Dos subsuelos más arriba. Donde asoman las máquinas y los homúnculos fisgonean por la ventana.

Me pareció gracioso pensar en homúnculos fisgones, aunque para mi antiguo yo resultaban tan indiferentes como ventanas o mesas. Mi antiguo yo no había conocido ninguno, pero sabía que no eran personas sino animales, aunque parecían humanos y podían hablar. Se requería una personalidad francesa para advertir que algunos eran feos, y otros bellos o pintorescos. Más que pintorescos, románticos.

Evidentemente, Virginia pensaba lo mismo, pues dijo:

—Son encantadores. ¿Cómo se llama el café?

—El Gato Grasiento —dije.

El Gato Grasiento. ¿Cómo iba a saber que esto nos llevaría a una pesadilla entre aguas altas y vientos aullantes? ¿Cómo iba a saber que esto nos llevaría a Alpha Ralpha Boulevard?

Si lo hubiera sabido, ninguna fuerza del mundo me habría llevado allí.

Otros franceses habían llegado al café antes que nosotros.

Un mozo de bigote grande y castaño tomó nota de nuestro pedido. Lo miré atentamente para ver si era un homúnculo con permiso para trabajar entre personas porque sus servicios resultaban indispensables; pero no lo era. Era una máquina, aunque su voz vibraba con énfasis parisino, y los diseñadores le habían incorporado el tic de acariciarse el bigote con el dorso de la mano, y lo habían programado para que el sudor le perlara la frente.

—Mademoiselle? Monsieur?
¿Cerveza? ¿Café? Dentro de un mes tendremos vino tinto. El sol brillará al cuarto y a la media después de cada hora. A menos veinte lloverá durante cinco minutos para que disfruten ustedes de estos paraguas. Soy nativo de Alsacia. Pueden ustedes hablarme en francés o en alemán.

—No sé —dijo Virginia—. Elige tú, Pablo.

—Cerveza, por favor. Cerveza para los dos.

—Desde luego,
monsieur
—dijo el mozo.

Se alejó con la servilleta colgada del brazo.

Virginia entornó los ojos al sol y comentó:

—Ojalá lloviera ahora. Nunca he visto lluvia verdadera.

—Ten paciencia, cariño.

—¿Qué significa «alemán»? —me preguntó.

—Otro idioma, otra cultura. Leí que la resucitarán el año que viene ¿Te gusta ser francesa?

—Me gusta. Mucho más que ser un número. Pero... —Calló, los ojos nublados de perplejidad.

—¿Sí, querida?

—Pablo... —dijo Virginia, y mi nombre era un grito de esperanza surgiendo de honduras de su mente que subyacían más allá de mi nuevo yo y mi antiguo yo, más allá de los designios de los señores que nos modelaban. Le cogí la mano.

—Dime, querida.

—Pablo —continuó ella, casi sollozando—, ¿por qué ocurre todo tan deprisa? Éste es nuestro primer día, y ambos sentimos que podemos pasar juntos el resto de nuestra vida. Hay algo que se llama matrimonio, y se supone que debemos encontrar un sacerdote, y tampoco entiendo eso. Pablo, Pablo, Pablo, ¿por qué sucede tan deprisa? Quiero amarte. Te amo. Pero no quiero que me obligues a amarte. Quiero que sea mi verdadero yo.

Lloriqueaba al hablar, aunque mantenía la voz tranquila. Y entonces yo dije lo que no debía.

—No te preocupes, cariño. Sin duda los señores de la Instrumentalidad lo han planeado todo muy bien.

Rompió a llorar con más fuerza. Yo nunca había presenciado el llanto de una persona adulta. Resultaba extraño y estremecedor. Un hombre de la mesa vecina se me acercó, pero ni siquiera lo miré de soslayo.

—Querida —dije, tratando de serenarla—, querida, encontraremos una solución...

—Pablo, déjame abandonarte, para que pueda ser tuya. Deja que me vaya por unos días, unas semanas o unos años. Si regreso, sabrás que soy yo y no un programa diseñado por una máquina, ¡Por amor de Dios, Pablo, por amor de Dios! —Cambiando de voz preguntó—: ¿Qué es Dios, Pablo? Nos han dado las palabras, pero no sé qué significan.

El hombre que estaba junto a mí intervino.

—Yo puedo llevaros hacia Dios.

—¿Quién es usted? —pregunté—. ¿Quién le ha pedido que se entrometa?

Nunca hablábamos así con la Vieja Lengua Común: al darnos una nueva lengua también nos habían dado temperamento.

El extraño siguió mostrándose cortés. Era tan francés como nosotros, pero sabía dominarse.

—Me llamo Maximilien Macht, y antes era creyente.

Los ojos de Virginia se encendieron. Se enjugó distraídamente la cara mientras miraba al hombre. Era alto, esbelto, bronceado. (¿Cómo se habría bronceado tan pronto?) Tenía pelo rojizo y un bigote parecido al del mozo-robot.

—En cuanto a Dios, mademoiselle —continuó el desconocido—, está donde ha estado siempre: alrededor de nosotros, cerca de nosotros, en nosotros.

Era un extraño modo de hablar para un hombre que parecía tan mundano. Me levanté para decirle adiós. Virginia intuyó mis intenciones y dijo:

—Qué amable eres, Pablo. Ofrécele una silla.

Había calidez en su voz.

El mozo-robot trajo dos jarras cónicas de vidrio. Contenían un líquido dorado con una capa de espuma. Nunca había visto cerveza ni había oído hablar de ella, pero supe cuál sería el sabor. Puse dinero imaginario en la bandeja, recibí un cambio imaginario, di al mozo-robot una propina imaginaria. La Instrumentalidad aún no había resuelto el problema de las diversas monedas de las nuevas culturas, y desde luego no se podía usar dinero verdadero para pagar comida y bebida. La bebida y la comida son gratuitas.

La máquina se acarició el bigote, se enjugó el sudor de la frente con la servilleta de cuadros rojos y blancos, miró inquisitivamente a
monsieur
Macht.

—Monsieur
, ¿va a sentarse aquí?

—Desde luego —dijo Macht.

—¿Le sirvo aquí?

—¿Por qué no? Si estas buenas gentes lo permiten.

—Muy bien —dijo la máquina, acariciándose el bigote con el dorso de la mano. Y desapareció en los oscuros recovecos del bar.

Virginia no dejaba de mirar a Macht.

—¿Es usted un creyente? —preguntó—. ¿Todavía es un creyente, aun cuando se ha vuelto francés como nosotros? ¿Cómo sabe que lo es? ¿Por qué amo a Pablo? ¿Los señores y sus máquinas lo controlan todo en nosotros? Quiero ser
yo.
¿Sabe usted cómo ser
yo?

—No usted,
mademoiselle
—dijo Macht—. Sería un honor demasiado grande. Pero estoy aprendiendo a ser yo. Miren —dijo, volviéndose hacia mí—, hace dos semanas que soy francés, y sé qué porción de mí es mi propio yo, y cuánto se me ha añadido mediante este nuevo proceso que nos devuelve la lengua y el peligro.

El camarero regresó con una pequeña copa que se erguía sobre un tallo alto, de modo que parecía una maligna versión en miniatura de Terrapuerto. El liquido que contenía era de color blanco lechoso.

—¡A su salud! —Macht levantó la copa.

Virginia lo miró como sí fuera a llorar de nuevo. Cuando él y yo bebimos, Virginia se sonó la nariz y guardó el pañuelo. Era la primera vez que yo presenciaba el acto de sonarse la nariz, pero parecía congeniar con nuestra nueva cultura.

Macht nos sonrió como si fuera a dar un discurso. El sol salió puntualmente. Rodeó a Macht con un aura, confiriéndole un aspecto de demonio o de santo. Pero fue Virginia quien habló primero.

—¿Ha estado allí?

Macht enarcó las cejas, frunció el ceño.

—Sí —murmuró.

—¿Recibió un mensaje?

—Sí —respondió él, con cierta reserva.

—¿Cuál era?

Él contestó meneando la cabeza, como si fueran cosas que no se debían mencionar en público.

Quise preguntar de qué hablaban, pero Virginia continuó sin prestarme atención:

—¡Pero le dijeron algo!

—Sí —reconoció Macht.

—¿Era importante?

—Mademoiselle
, no hablemos de ello.

—Tenemos que hablar —exclamó Virginia—. Es cuestión de vida o muerte. —Apretaba las manos con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. No había probado la cerveza, que ahora se entibiaba al sol.

—Muy bien —aceptó Macht—, puede usted preguntar, pero no garantizo que vaya a responder.

No pude contenerme más.

—¿Qué significa todo esto?

Virginia me miró con desdén, pero aun su desprecio era el de una amante, no la fría distancia del pasado.

—Por favor, Pablo, no lo sabes. Espera. ¿Qué le dijeron,
monsieur
Macht?

—Que yo, Maximilien Macht, viviría o moriría con una muchacha castaña que ya estaba comprometida. —Sonrió amargamente—, Y yo ni siquiera sé qué significa «comprometida».

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