Los señores de la instrumentalidad (64 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—No es preciso enviar el mensaje —indicó el capitán—. La respuesta es sí.

Benjacomin entró en la sala de control. Esto violaba los reglamentos, pero él había contratado la nave precisamente para eso.

—Usted es un pasajero —advirtió severamente el capitán—. Lárguese.

—Usted tiene mi pequeño yate a bordo —replicó Benjacomin—. Soy el único hombre aquí fuera de su gente.

—Lárguese. Le pondrán una multa si lo encuentran aquí.

—No importa —dijo Benjacomin—. La pagaré.

—Conque la pagará, ¿eh? No podría pagar veinte tabletas de
stroon.
Es ridículo. Nadie podría conseguir tanto
stroon.

Benjacomin rió, pensando en los miles de tabletas que tendría pronto. Sólo tenía que dejar atrás la nave de planoforma, atacar, evitar a los mininos y volver.

Su poder y su riqueza consistían en la certidumbre de que ahora estaban a su alcance. La hipoteca de veinte tabletas de
stroon
sobre su planeta era un precio bajo si él podía pagar miles.

—No vale la pena —insistió el capitán—, no vale la pena arriesgar veinte tabletas por estar aquí. Pero yo puedo decirle cómo penetrar en la red de comunicaciones de Norstrilia si eso vale veintisiete tabletas.

Benjacomin se puso tenso.

Por un instante creyó que iba a morir. Tanto trabajo, tanto adiestramiento, el niño muerto en la playa, los riesgos con el crédito, y ahora este obstáculo inesperado. Decidió hacer frente a la situación.

—¿Qué sabe usted? —preguntó Benjacomin.

—Nada —dijo el capitán.

—Ha dicho usted «Norstrilia»

—En efecto.

—Si ha dicho Norstrilia, es por algo. ¿Quién le informó?

—¿A qué otra parte iría un hombre en busca de riquezas infinitas? Si se sale con la suya, veinte tabletas no representan nada para un hombre como usted.

—Es el trabajo de doscientos años realizado por trescientas mil personas —explicó hoscamente Benjacomin.

—Si se sale con la suya, usted y su gente tendrán más de veinte tabletas.

Benjacomin pensó en los miles y miles de tabletas.

—Sí, lo sé.

—Si no se sale con la suya, tiene la tarjeta.

—Está bien. De acuerdo. Métame en la red y pagaré las veintisiete tabletas.

—Deme la tarjeta.

Benjacomin se negó. Era un ladrón bien entrenado, y no se dejaba robar. Luego recapacitó. Se enfrentaba a la crisis de su vida. Tenía que confiar un poco en alguien.

Tenía que apostar la tarjeta.

—La marcaré y luego se la devolveré. —Benjacomin estaba tan excitado que no advirtió que la tarjeta entraba en un duplicador, que la transacción se registraba, que el mensaje se enviaba al Centro Olímpico, que la pérdida y la hipoteca sobre el planeta Viola Sidérea serían acreditados a ciertas agencias comerciales de la Tierra en los siguientes trescientos años.

Benjacomin recibió la tarjeta. Se sintió un ladrón honesto.

Si moría, la tarjeta se perdería
y
su gente no tendría que pagar. Si ganaba podría saldar aquella pequeña deuda de su propio bolsillo.

Benjacomin se sentó. El capitán dio instrucciones a sus luminictores. La nave saltó.

Avanzaron durante media hora subjetiva, el capitán con un casco en la cabeza, tanteando, palpando y adivinando el camino, paso a paso, de vuelta a su hogar. Tenía que actuar a tientas, de lo contrario Benjacomin adivinaría que estaba en manos de dobles agentes.

Pero el capitán estaba bien entrenado. Tanto como Benjacomin.

Agentes y ladrones iban a la par.

La nave de planoforma penetró la red de comunicaciones. Benjacomin se despidió.

—Puede materializarse en cuanto lo llame.

—Buena suerte —le deseó el capitán.

—La necesitaré —dijo Benjacomin.

Subió a su yate espacial. Durante menos de un segundo en el espacio real, la gris extensión de Norstrilia se presentó ante él. La nave, que parecía un simple depósito, desapareció en el espacio dos, y el yate quedó solo.

El yate cayó.

Mientras caía, Benjacomin experimentó un horrendo instante de confusión y terror.

No conocía a la mujer de abajo, pero ella lo detectó claramente mientras él recibía la ira amplificada de los mininos. La mente de Benjacomin tembló bajo el golpe. Con una prolongación de la experiencia subjetiva que transformaba uno o dos segundos en meses de desconcierto ebrio y doliente, Benjacomin Bozart se derrumbó bajo la marea de su propia personalidad. El relé lunar arrojó mentes de visón contra él. Las sinapsis de su cerebro se reordenaron para configurar probabilidades, hechos terribles que jamás le habían ocurrido a nadie. Su mente consciente se extinguió bajo una sobrecarga de estrés.

Su personalidad subcortical sobrevivió algo más.

Su cuerpo luchó unos minutos. Enloquecido de lascivia y hambre, el cuerpo se arqueó en el asiento del piloto. La boca mordió profundamente un brazo. Impulsada por la lujuria, la mano izquierda arañó la cara, arrancándose el ojo izquierdo. Benjacomin chilló con lascivia animal mientras intentaba devorarse a sí mismo, con cierto éxito.

El abrumador mensaje telepático de los mininos de Mamá Hitton le penetró el cerebro.

Los visones mutantes estaban totalmente despiertos.

Los satélites de transmisión habían envenenado todo el espacio que lo rodeaba con la locura fomentada en los visones.

El cuerpo de Bozart no vivió mucho tiempo. Al cabo de unos minutos tenía las arterias abiertas y la cabeza laxa. El yate cayó como un peso muerto hacia los depósitos que pretendía atacar. La policía de Norstrilia lo capturó.

Los policías estaban descompuestos. Todos lo estaban. Todos estaban pálidos. Algunos habían vomitado. Habían rozado el borde de la defensa de los visones. Habían atravesado la banda telepática en su punto más tenue y más débil. Eso bastaba para afectarlos gravemente.

Ellos no querían saber.

Querían olvidar.

Un policía joven contempló el cuerpo y dijo:

—¿Cómo demonios le ocurrió eso?

—Escogió el oficio equivocado —le aconsejó el capitán de policía.

—¿Qué oficio?

—El de tratar de asaltarnos, muchacho. Tenemos defensas, y más vale no saber cuáles son.

El policía joven, humillado y al borde de la ira, estuvo a punto de afrentarse a su superior mientras apartaba los ojos del cadáver de Benjacomin Bozart.

—Calma —le aconsejó el superior—. No tardó mucho en morir, y éste es el hombre que mató al pequeño Johnny, hace poco tiempo.

—Ah, él. ¿Tan pronto?

—Nosotros le hemos traído. —El viejo capitán de policía asintió—. Le hemos conducido a su muerte. Así es como vivimos. Es duro, ¿verdad?

Los ventiladores emitían un suave susurro. Los animales dormían de nuevo. Una ráfaga de aire envolvió a Mamá Hitton. La transmisión telepática aún funcionaba. Mamá Hitton captó los establos, la luna tallada en facetas, los pequeños satélites. No había rastros del ladrón.

Se levantó trabajosamente. Tenía la ropa empapada en sudor. Necesitaba ducharse y cambiarse.

En la Cuna del Hombre, el circuito de crédito comercial chilló exigiendo la atención de los humanos. Después un subjefe de la Instrumentalidad se acercó a la máquina y extendió la mano.

La máquina le soltó una tarjeta en los dedos.

El subjefe examinó la tarjeta.

«Deuda Viola Sidérea - crédito Contingencia de Tierra - subcrédito cuenta de Norstrilia - cuatrocientos millones de mega-años-hombre.»

Aunque estaba solo, soltó un silbido en la sala vacía.

—¡Todos estaremos muertos, con
stroon
o sin él, antes de que terminen de pagar esa deuda!

Fue a contar la extraña noticia a sus amigos.

La máquina, al no recibir de vuelta la tarjeta, imprimió otra.

Alpha Ralpha Boulevard

Todos nos sentíamos ebrios de felicidad durante aquellos primeros años, especialmente los jóvenes. Eran los primeros años del Redescubrimiento del Hombre, cuando la Instrumentalidad hurgaba entre los tesoros para reconstruir las viejas culturas, los viejos idiomas e incluso los viejos problemas. La pesadilla de la perfección había llevado a nuestros antepasados al borde del suicidio. Ahora, bajo el liderazgo del señor Jestocost y la dama Alice More, las antiguas civilizaciones emergían del océano del pasado como grandes masas continentales.

Yo fui el primer hombre que pegó un sello en una carta, después de catorce mil años. Llevé a Virginia a oír el primer recital de piano. Los dos miramos en la máquina óptica cómo se liberaba el cólera en Tasmania, y cómo los tasmanos bailaban en las calles, pues ya estaban libres de toda protección. Por todas partes cundía el entusiasmo. Por todas partes hombres y mujeres trajinaban con empecinada voluntad para construir un mundo más imperfecto.

Yo mismo entré en un hospital y salí convertido en francés. Claro que nunca la había conocido. La había visto a menudo, pero no la había observado con el corazón, hasta que nos encontramos frente al hospital, después de convertirnos en franceses.

Me agradó encontrarme con una vieja amiga y empecé a hablarle en la Vieja Lengua Común, pero las palabras se me atascaban, y mientras yo intentaba hablarle ya no era Menerima sino alguien de antigua belleza, rara y extraña, alguien que había venido a esta época reciente desde los ricos mundos del pasado. Sólo pude tartamudear en francés antiguo:

—¿Cómo te llamas ahora?

—Je ra apelle Virginie
—respondió ella en el mismo idioma.

Mirarla y enamorarme fue todo uno. Había en ella algo fuerte y salvaje, envuelto y oculto por la ternura y la juventud de su cuerpo aniñado. Era como si el destino me hablara desde esos ojos castaños, ojos que me indagaban con certeza e intriga, tal como ambos indagábamos el nuevo mundo que se extendía alrededor de nosotros.

Le ofrecí el brazo, tal como había aprendido en las horas de hipnopedia. Ella me cogió el brazo y nos alejamos del hospital.

Entoné una antigua melodía que me había venido a la mente, junto con el francés antiguo.

Ella me tiró suavemente del brazo y me sonrió.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿O no lo sabes?

Las palabras me brotaban de los labios. Canté en voz baja, ahogando la voz en su pelo rizado, cantando y susurrando la popular canción que me había venido a la memoria junto con todas las demás cosas que me había brindado el Redescubrimiento del Hombre:

No era la mujer que fui a buscar.

La. encontré por casualidad.

Ella no hablaba el francés de Francia

sino el susurro de la Martinica.

No era rica ni elegante.

Tenía una mirada cautivadora,

y eso era todo...

De pronto me quedé sin palabras.

—Debo de haber olvidado el resto. Se llama
Macouba
, y tiene algo que ver con una isla maravillosa que los franceses antiguos llamaban Martinica.

—Sé dónde está —exclamó ella. Le habían dado los mismos recuerdos que a mí—. ¡Se ve desde Terrapuerto!

Éste fue un súbito regreso al mundo que habíamos conocido. Terrapuerto se elevaba en su pedestal a dieciocho kilómetros de altura, en el borde oriental del pequeño continente. En su cúspide, los señores trabajaban entre máquinas que ya no tenían sentido. Allí las naves llegaban susurrando desde las estrellas. Yo había visto imágenes de ello, pero nunca lo había visitado. Ni siquiera conocía a nadie que hubiera estado en Terrapuerto. ¿Para qué ir allí? Quizá no fuéramos bien venidos, y siempre podíamos verlo en las imágenes de la máquina óptica. Era extraño que la familiar, agradable y entrañable Menerima hubiera ido. Me hizo pensar que en el Viejo Mundo Perfecto las cosas no habían sido tan claras como parecían.

Virginia, la nueva Menerima, trató de hablar en la Vieja Lengua Común, pero desistió y se me dirigió en francés:

—Mi tía —dijo, refiriéndose a alguien de su familia, pues nadie había tenido tías en miles de años— era una creyente. Me llevó al Abba-dingo para que me diera suerte y santidad.

Mi antiguo yo se sobresaltó un poco; mi yo francés se inquietó al comprobar que esa muchacha había hecho algo inaudito aun antes de que toda la humanidad se volcara hacia lo insólito. El Abba-dingo era un obsoleto ordenador instalado en la columna de Terrapuerto. Los homúnculos lo trataban como a un dios, y a veces la gente iba a verlo. Hacerlo era tedioso y vulgar.

O lo había sido. Hasta que todas las cosas se renovaron.

Tratando de disimular mi fastidio, pregunté:

—¿Cómo era?

Ella rió ligeramente, pero en su risa se escondía un temblor que me produjo escalofríos. Si la antigua Menerima había ocultado secretos, ¿qué no haría la nueva Virginia? Casi odié al destino que me hacía amarla, que me hacía sentir que el contacto de su mano con mi brazo era un lazo con la misma eternidad.

Ella me sonrió en vez de responder. El camino de superficie estaba en obras, bajamos por una rampa hasta el nivel del primer subsuelo, donde era legal que caminaran las personas verdaderas, los homínidos y los homúnculos.

No me gustó la sensación; nunca me había alejado a más de veinte minutos de marcha de mi lugar natal. La rampa parecía bastante segura. En esos días había pocos homínidos, hombres de las estrellas de origen humano a quienes había modificado para adecuarlos a las condiciones de mil mundos distintos. Los homúnculos eran moralmente repugnantes, aunque muchos parecían personas apuestas; eran de origen animal y se les había dado forma humana para que realizaran tareas monótonas en lugares a los cuales ningún hombre verdadero quería ir. Se rumoreaba que algunos se habían cruzado con personas verdaderas, y yo no quería exponer a mi Virginia a la presencia de tales criaturas.

Ella me asía el brazo. Cuando bajamos por la rampa al atestado pasadizo, le apoyé el brazo en los hombros, atrayéndola hacia mí. Había más claridad y más brillo que la luz diurna que dejábamos atrás, pero era un lugar extraño y peligroso. En los antiguos días, habría dado media vuelta y me habría ido a casa en lugar de exponerme a la presencia de seres tan horrendos. En aquella ocasión, en aquel momento, no podía separarme de mi nuevo amor, y temía que si yo volvía a mí apartamento de la torre, ella regresaría al suyo. De todos modos, ser francés proporcionaba cierto atractivo al peligro.

En realidad, los viandantes tenían un aspecto bastante normal. Había muchas máquinas atareadas, algunas de ellas con forma humana. No vi a un solo homínido. Las demás personas, a quienes reconocí como homúnculos porque nos cedían el paso, no parecían distintas de los seres humanos verdaderos de la superficie. Una bella muchacha me dirigió una mirada desagradable: impúdica, inteligente, provocativa más allá de los límites del coqueteo. Sospeché que era de origen perruno. Entre todos los homúnculos, las personas son las más propensas a tomarse libertades. Un hombre-perro filósofo grabó una cinta argumentando que, como los perros son los más antiguos aliados del hombre, tienen derecho a vivir más cerca del hombre que cualquier otra forma de vida.

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