Los señores de la instrumentalidad (67 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
7.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Macht siguió golpeando postes, en parte para no inmiscuirse en nuestra discusión, y obtuvo un resultado imprevisto.

Se inclinaba para golpear con fuerza el poste de gran farol, y de pronto aulló como un perro y se deslizó cuesta arriba a gran velocidad. Oí que gritaba algo antes de desaparecer entre las nubes, pero entendí las palabras.

Virginia me miró.

—¿Quieres regresar ahora? Macht se ha ido. Podemos decir que estaba cansada.

—¿Lo dices en serio?

—Claro, querido.

Reí con cierta ofuscación. Ella había insistido en ir, pero ahora estaba dispuesta a dar media vuelta y desistir, tan sólo por complacerme.

—Olvídalo. Ya no puede faltar mucho. Sigamos adelante.

—Pablo...

Me miró con ojos turbios, como si intentara sondearme la mente.

—¿Quieres que hablemos así?
—pensé.

—No —contestó ella en francés—. Quiero decir las cosas de una en una. Pablo, quiero ir al Abba-dingo. Necesito ir. Es la mayor necesidad de mi vida. Pero al mismo tiempo no quiero ir. Hay algo malo allí. Prefiero tenerte mal que no tenerte. Podría ocurrir algo.

—¿Estás sintiendo ese «miedo» del que hablaba Macht? —pregunté contrariado.

—Oh, no, Pablo. Esta sensación no es excitante. Es como un fallo en una máquina.

—¡Escucha! —interrumpí.

Desde las nubes llegó el sonido semejante a un gemido animal. Había palabras en el sonido. Debía de ser Macht, Creí oír «Cuidado». Cuando lo busqué con la mente, la distancia se expandió en círculos y me mareó.

—Sigamos, querida —propuse.

—Sí, Paul —dijo Virginia, y en su voz había una insondable mezcla de felicidad, resignación y desconsuelo.

Antes de continuar, la miré atentamente. Ella era mi amada. El cielo se había vuelto amarillo y las luces aún no estaban encendidas. En el cielo amarillento los rizos castaños se teñían de oro, los ojos castaños se volvían negros; ese rostro joven, marcado por el destino, cobró una singular intensidad.

—Eres mía —afirmé.

—Sí, Pablo —respondió ella, sonriendo—. ¡Tú lo has dicho! Es doblemente agradable.

Un pájaro nos miró desde la baranda y echó a volar. Quizá no aprobaba las insensateces humanas y decidió lanzarse al aire oscuro. Más abajo extendió las alas para planear.

—No somos libres como los pájaros —dije a Virginia—, pero somos más libres de lo que ha sido la gente durante cien siglos.

Por respuesta ella me estrechó el brazo y me sonrió.

—Y ahora —añadí—, seguiremos a Macht. Abrázame con fuerza. Golpearé ese poste. Si no nos da comida, tal vez nos ofrezca un paseo.

Virginia me abrazó con fuerza cuando golpeé el poste.

¿Qué poste? De pronto todos se disolvieron en un borrón. El suelo parecía quieto, pero nos movíamos a gran velocidad. Ni siquiera en el subsuelo de servicios había visto un camino tan rápido. El vestido de Virginia ondeaba en el viento. En un instante entramos y salimos de la nube.

Un nuevo mundo nos rodeaba. Había nubes arriba y abajo. Aquí y allá asomaba el cielo azul y brillante. No tambaleábamos. Los antiguos ingenieros habían diseñado el camino con inteligencia. Subíamos continuamente sin marearnos.

Otra nube.

Luego todo ocurrió tan deprisa que las palabras necesarias para contarlo son más lentas.

Algo oscuro se lanzó sobre mí. Recibí un violento golpe en el pecho. Sólo después comprendí que era el brazo de Macht, tratando de aferrarme antes de que cruzáramos el borde. Entramos en otra nube y recibí un segundo golpe. El dolor fue terrible. Nunca había sentido nada parecido. Virginia se había caído, había pasado por encima de mí y ahora me tiraba de las manos.

Quise decirle que no tirara más, pues me dolía, pero no tenía aliento. En vez de discutir, traté de hacer lo que ella quería. Intenté avanzar hacia ella. Sólo entonces advertí que no había nada bajo mis pies: ni puente, ni camino, nada.

Yo estaba al borde del bulevar, el borde roto del lado superior. No había nada debajo salvo unos cables enredados y, muy abajo, una cinta diminuta que no era ni un río ni un camino.

Habíamos saltado un gran barranco y yo había caído contra el borde superior de la carretera, golpeándolo con el pecho.

El dolor no importaba.

Al cabo de un instante el médico-robot vendría a curarme.

Una mirada al rostro de Virginia me recordó que no había médico-robot, ni mundo, ni Instrumentalidad, sólo viento y dolor. Virginia gritaba. Pero tardé un instante en oír lo que decía.

—Es por mi culpa, es por mi culpa. Pablo, querido, ¿estás muerto?

Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta qué significaba «muerto», porque la gente siempre se iba en el momento previsto, pero sabíamos que debía de ser cuando cesa la vida. Intenté decirle que estaba vivo, pero ella se empeñaba en alejarme del borde.

Me senté ayudándome con las manos.

Virginia se arrodilló y me cubrió la cara de besos.

—¿Dónde está Macht? —jadeé al fin.

Ella miró hacia atrás.

—No lo veo.

Yo también intenté mirar.

—Quédate quieto —dijo Virginia—. Miraré de nuevo.

Caminó con valentía hasta el borde del bulevar segado y atisbo entre las nubes que corrían abajo como humo succionado por un ventilador.

—Ya lo veo —exclamó—. Tiene un aspecto extraño. Como un insecto en un museo. Está arrastrándose por los cables.

Me acerqué gateando y miré hacia abajo. Allá estaba Macht, un punto que se movía a lo largo de un hilo, entre pájaros aleteantes. Parecía muy peligroso. Quizá Macht experimentaba todo el «miedo» que necesitaba para ser feliz. Yo no quería ese «miedo». Quería comida, agua y un médico-robot.

No había nada de eso.

Me levanté trabajosamente. Virginia quiso ayudarme, pero logré ponerme en pie antes de que ella me tocara.

—Sigamos adelante.

—¿Adelante? —preguntó ella.

—Hasta el Abba-dingo. Quizás haya máquinas amistosas allá arriba. Aquí sólo hay frío y viento, y las luces aún no están encendidas.

Ella frunció el ceño.

—Pero Macht...

—Tardará horas en llegar aquí. Podemos regresar.

Virginia obedeció.

Una vez más nos dirigimos hacia la izquierda del bulevar. Le dije que me abrazara la cintura mientras golpeaba los postes uno por uno. Tenía que haber un dispositivo para reactivar el camino.

La cuarta vez funcionó.

De nuevo el viento nos azotó la ropa mientras nos deslizábamos cuesta arriba por Alpha Ralpha Boulevard.

Casi nos caímos cuando el camino viró a la izquierda. Cuando recobré el equilibrio, el camino giró a la derecha.

Y allí nos detuvimos.

Habíamos llegado al Abba-dingo.

Una plataforma cubierta de cosas blancas; barras con protuberancias y pelotas imperfectas del tamaño de mi cabeza.

Virginia callaba.

¿Del tamaño de mi cabeza?
Di una patada a un objeto y de pronto supe qué era. Gente. Las partes internas. Nunca había visto esas cosas. Y aquello que estaba en el suelo debía de haber sido una mano. Había cientos de esos objetos por el camino.

—Vamos, Virginia —dije con voz serena, ocultando mis pensamientos.

Ella me siguió sin decir palabra. Sentía curiosidad por los objetos, pero no parecía reconocerlos.

Yo estaba mirando la pared.

Al fin encontré las portezuelas de Abba-dingo,

Una decía METEOROLÓGICA. No estaba en la Vieja Lengua Común ni en francés, pero era tan parecido que imaginé que tenía algo que ver con el comportamiento del aire. Apoyé la mano en el panel de la puerta. El panel se volvió translúcido y reveló una inscripción antigua. Había unos números que no significaban nada, palabras sin sentido, y luego:

Tifón acercándose.

Mi francés no me indicaba qué era un «acercándose», pero «tifón» significaba sin duda
typhon
, una gran turbulencia en el aire. Pensé:
Que las máquinas climáticas se encarguen del asunto.
No tenía nada que ver con nosotros.

—Eso no ayudará —murmuré.

—¿Qué significa? —preguntó Virginia.

—El aire sufrirá una turbulencia.

—Oh. No nos incumbe, ¿verdad?

—Claro que no.

Probé suerte con el siguiente panel, que decía COMIDA. Cuando mi mano tocó la portezuela, se produjo un crujido desgarrador dentro de la pared, como sí la torre vomitara. La puerta se entreabrió y despidió un olor nauseabundo. Luego volvió a cerrarse.

La tercera puerta decía AYUDA y cuando la toqué no ocurrió nada. Quizá fuera un antiguo dispositivo para recaudar impuestos. La cuarta puerta era más grande y por la parte inferior ya estaba entreabierta. El nombre de la puerta era PREDICCIONES. Eso resultaba bastante claro para cualquiera que supiera francés antiguo. El nombre de abajo era más misterioso: INTRODUZCA EL PAPEL AQUÍ. No entendí qué significaba.

Probé suerte con la telepatía. No ocurrió nada. El viento susurró. Algunas pelotas y barras de calcio rodaron en la plataforma. Probé de nuevo, buscando la huella de viejos pensamientos. Un grito entró en mi mente, un grito agudo y prolongado que no parecía humano. Eso fue todo.

Quizá me trastornó. No sentí «miedo», pero me preocupé por Virginia.

Ella estaba mirando el suelo.

—¿No te parece extraño que haya un abrigo de hombre en el piso, entre esos objetos raros? —preguntó.

Una vez había visto una antigua máquina de rayos X en el museo, así que sabía que el abrigo aún rodeaba el material que había constituido la estructura interna del hombre. Allí no había pelota, así que estaba seguro de que la persona había «muerto». ¿Cómo podía haber sucedido en los viejos días? ¿Por qué la Instrumentalidad había permitido que sucediera? Pero la Instrumentalidad siempre había prohibido este lado de la torre. Quizá los transgresores hubieran encontrado un enigmático castigo.

—Mira —dijo Virginia—, puedo meter la mano.

Antes de que pudiera impedirlo, Virginia introdujo la mano en la ranura alargada que decía INTRODUZCA EL PAPEL AQUÍ.

Gritó.

Se le atascó la mano.

Tiré del brazo, pero no se movía. Virginia jadeó de dolor. De pronto logró liberarse.

Tenía palabras grabadas en la piel. Me quité la capa y le cubrí la mano.

Mientras ella sollozaba, le miré la mano y descubrí unas palabras escritas en su piel.

Las palabras decían claramente, en francés:
Amarás a Pablo toda la vida.

Virginia me permitió vendarle la mano con la capa y luego levantó la cara para que la besara.

—Ha valido la pena. Ha valido la pena pasar por todo esto. Veamos si podernos bajar. Ahora lo sé.

La besé de nuevo.

—Lo sabes, ¿verdad? —dije para confortarla.

—Desde luego. —Ella sonrió a través de las lágrimas—. La Instrumentalidad no pudo concebir esto. ¡Qué máquina tan inteligente! ¿Es un dios o un diablo?

Yo aún no había estudiado esas palabras, así que en vez de responder le di una palmada. Nos preparamos para irnos.

A última hora advertí que yo no había probado suerte con PREDICCIONES.

—Un momento, querida. Déjame arrancar un trozo de vendaje.

Virginia esperó pacientemente. Arranqué un fragmento del tamaño de mi mano y recogí uno de los trozos de ex personas que había en el suelo. Quizá fuera un pedazo de brazo. Regresé para introducir la tela en la ranura, pero cuando llegué a la puerta un enorme pájaro obstruía el camino.

Traté de ahuyentar al pájaro con la mano, y el ave graznó. Parecía amenazarme con sus chillidos y su afilado pico. No conseguí ahuyentarlo.

Probé suerte con la telepatía.

Soy un hombre verdadero. ¡Lárgate!

La obtusa mente del pájaro respondió:

¡No-no-no-no-no!

Le asesté un puñetazo tan fuerte que cayó al suelo. Se enderezó entre los restos blancos que cubrían la plataforma, abrió las alas y se dejó arrastrar por el viento.

Introduje el trozo de tela, conté hasta veinte y saqué el fragmento.

Las palabras eran claras, pero no significaban nada:

Amarás a. Virginia veintiún minutos más.

La dichosa voz de Virginia, tranquilizada por la predicción pero aún temblando por el dolor de la mano grabada, me llegó como desde lejos.

—¿Qué dice, querido?

Por accidente o a propósito, dejé que el viento se llevara la tela. Aleteó como un pájaro.

—¡Oh! —exclamó Virginia, defraudada—. Lo hemos perdido. ¿Qué decía?

—Lo mismo que tu inscripción.

—Pero, ¿qué palabras usaba? ¿Cómo lo decía?

Con amor, desazón y quizá un poco de «miedo», susurré una mentira:

—Decía: «Pablo siempre amará a Virginia.»

Me dedicó una sonrisa radiante. Su silueta robusta se erguía firme y feliz contra el viento. Una vez más era la rechoncha y hermosa Menerima a quien yo había visto en mi vecindario cuando éramos niños. Y era más que eso. Era mi nuevo amor en un nuevo mundo. Era mi
mademoiselle
de Martinica. El mensaje era una estupidez. La ranura de alimentos evidenciaba que la máquina estaba estropeada.

—Aquí no hay comida ni agua —dije. En realidad, había un charco de agua junto a la baranda, pero el agua había tocado los objetos humanos del suelo y yo no me atrevía a bebería.

Virginia estaba tan feliz que, a pesar de la mano herida, la falta de agua y el hambre, caminaba vigorosa y alegremente.

Veintiún minutos
, pensé.
Han transcurrido unas seis horas. Si nos quedamos aquí nos exponemos a, peligros desconocidos.

Echamos a andar decididamente por Alpha Ralpha Boulevard. Habíamos llegado al Abba-dingo y todavía estábamos «vivos». No creía estar «muerto», pero las palabras habían carecido de sentido durante tanto tiempo que resultaba difícil pensarlas.

La rampa era tan empinada que bajábamos al trote. El viento nos golpeaba la cara con increíble fuerza. Eso era, viento, pero sólo busqué la palabra
vent
en cuanto todo hubo terminado.

No vimos toda la torre, sólo la pared adonde nos había conducido el antiguo camino. El resto de la torre quedaba oculto entre nubes ondeantes y andrajosas.

El cielo era rojo por un lado y de un amarillo sucio por el otro. Cayeron grandes gotas de agua.

—Las máquinas climáticas están estropeadas —grité.

Virginia quiso responderme, pero el viento se llevó las palabras. Repetí lo que había dicho sobre las máquinas climáticas. Ella asintió cálidamente, aunque el viento le enmarañaba el pelo y el agua le manchaba el vestido dorado. No importa. Me aferró el brazo. Caminaba sonriendo mientras nos disponíamos a descender por la rampa. Sus ojos castaños rebosaban de vida y confianza. Vio que la miraba
y
me besó el brazo sin perder el paso. Era mía para siempre, y ella lo sabía.

Other books

Strange Wine by Ellison, Harlan
LATCH by LK Collins
Motherlode by James Axler
Hunter's Moon by Sophie Masson
Close Remembrance by Zaires, Anna
Burridge Unbound by Alan Cumyn
The Guard by Kiera Cass
A Restless Evil by Ann Granger