Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
La muerte del padre de G'mell, el más célebre atleta gatuno del subpueblo, dio a Jestocost la primera pista tangible.
Asistió al funeral, cuando el cuerpo se colocaba en un cohete de hielo y se lanzaba al espacio. Los deudos se mezclaban con los curiosos. El deporte supera las barreras nacionales, raciales y planetarias, y aun las diferencias entre especies. Los homínidos estaban allí: hombres verdaderos, ciento por ciento humanos, con aspecto extraño u horrendo porque sus ancestros habían sufrido modificaciones físicas para adaptarse a las condiciones de vida en mil mundos.
Los «homúnculos» derivados de animales también habían acudido, la mayoría con su ropa de trabajo, y parecían más humanos que las personas de los mundos exteriores. No se les permitía crecer si no llegaban a la mitad del tamaño del hombre, o si alcanzaban más de seis veces al tamaño del hombre. Todos debían tener rasgos humanos y voces humanas aceptables. El castigo por el fracaso en las escuelas elementales era la muerte. Jestocost echó un vistazo a la multitud y se preguntó:
—Hemos impuesto las pautas de la más dura supervivencia a esta gente, y le brindamos el más terrible incentivo, la vida misma, como condición de progreso. ¡Qué necios somos al pensar que no nos vencerán!
Las personas verdaderas del grupo no parecían pensar como él. Empujaban perentoriamente a las subpersonas con los bastones, aunque éste era un funeral del subpueblo; los hombres-oso, los hombres-toro, los hombres-gato y otros cedían el paso mascullando una disculpa.
G'mell estaba junto al helado ataúd de su padre.
Jestocost no sólo la miró, aunque resultaba atractiva. Cometió un acto que era indecente en un ciudadano común pero legal en un señor de la Instrumentalidad: le escudriñó la mente.
Y encontró algo imprevisto.
Cuando el ataúd partió, ella exclamó:
—¡A'telekeli, ayúdame!
Había pensado fonéticamente, no en lenguaje escrito, y él sólo contaba con este tosco sonido para iniciar una investigación.
Jestocost no había llegado a señor de la Instrumentalidad sin valerse de la audacia. Tenía una mente ágil, demasiado ágil para ser hondamente inteligente. Pensaba gestálticamente, no sirviéndose de la lógica. Decidió imponer su amistad a la muchacha.
Resolvió esperar a que se diera una ocasión propicia, y luego cambió de parecer.
Al final de la ceremonia, Jestocost se abrió paso en un círculo de adustos amigos de G'mel, subpersonas que trataban de protegerla de las condolencias de rudos aunque bien intencionados fanáticos deportivos.
Ella lo reconoció, y se le dirigió con el debido respeto.
—señor, no esperaba que vinieras. ¿Conocías a mi padre?
Él asintió con gravedad y le dirigió altisonantes palabras de consuelo y pesar, palabras que provocaron un murmullo aprobatorio entre humanos y subpersonas.
Pero con la mano izquierda, que le colgaba a un costado, hizo la señal de alarma utilizada entre el personal de Terra-puerto —un repetido tamborileo del pulgar contra el anular— cuando tenían que ponerse en guardia sin alertar a los viajeros de otros mundos.
Ella estaba tan contrariada que casi lo echó todo a perder. Mientras él pronunciaba su piadoso discurso, ella exclamó con voz alta y clara:
—¿Estás hablando de mí?
Y él continuó con su pésame:
—Me refiero a
ti
, G'mell, cuando digo que eres la más digna portadora del nombre de tu padre.
Tú
eres aquella hacia quien todos nos volvemos en este momento de pesadumbre general.
Sólo puedo referirme a ti
cuando digo que G'mackintosh nunca hizo nada a medias, y murió joven como consecuencia de su esfuerzo. Adiós, G'mell, regreso a mi oficina.
Ella llegó cuarenta minutos después.
Él se volvió hacia la joven y le estudió el rostro.
—Éste es un día importante en tu vida.
—Sí, señor, y un día triste,
—No me refiero a la muerte y funeral de tu padre. Me refiero al futuro al que todos debemos hacer frente. Ahora somos tú y yo.
La joven abrió los ojos. No había creído que él fuera de esa clase de hombre. Era un funcionario que se desplazaba libremente por Terrapuerto, a menudo saludando a importantes visitantes de otros mundos y vigilando el protocolo. Ella formaba parte del equipo de recepción cuando se necesitaba una muchacha de placer para calmar a un visitante frustrado o postergar un conflicto. Como las geishas del: antiguo Japón, tenía una profesión honorable; no era una muchacha descarriada, sino una anfitriona coqueta por profesión. Miró fijamente a Jestocost. Él no parecía insinuar nada indecorosamente personal. Pero con los hombres nunca se sabe, pensó G'mell.
—Tú conoces a los hombres —dijo Jestocost, cediéndole la iniciativa.
—Supongo que sí —admitió ella con expresión extraña. Iba a dedicarle la sonrisa número tres (extrema aprobación) que había aprendido en la escuela de muchachas de placer. Pero comprendió que sería un error y trató de brindarle una sonrisa común. Se sintió como si hubiera hecho una mueca.
—Mírame —dijo él— y averigua si puedes confiar en mí. Tomaré la vida de ambos en mis manos.
Ella lo miró. ¿Qué asunto podía relacionarlo a él, un señor de la Instrumentalidad, con ella, una submuchacha? No tenían nada en común. Nunca lo tendrían,
Pero lo miró.
—Quiero ayudar al subpueblo —dijo Jestocost.
Ella parpadeó ante lo que habitualmente se consideraba una tosca insinuación seguida por una proposición grosera. Pero la expresión de Jestocost irradiaba seriedad. Y G'mell aguardó.
—Tu pueblo no tiene suficiente poder político, ni siquiera para hablarnos. No traicionaré a la raza de los humanos verdaderos, pero estoy dispuesto a dar ciertas ventajas a los tuyos. Si tenéis mejores relaciones con nosotros, todas las formas de vida se beneficiarán a la larga.
G'mell bajó la mirada. El cabello rojo era suave como el pelaje de un gato persa. Su cabeza era una llamarada. Los ojos parecían humanos, salvo porque reflejaban la luz; los iris tenían el verde profundo del gato de eras pasadas. Cuando G'mell alzó el rostro, su mirada tuvo el impacto como de un golpe.
—¿Qué quieres de mí?
—Mírame —dijo él con firmeza—. Mírame a la cara. ¿Estás segura, realmente segura, de que quiero algo personal de ti?
Ella quedó desconcertada.
—¿Qué puedes desear de mí, salvo algo personal? Soy una muchacha de placer. No soy una persona importante, y no tengo mucha educación. Tú sabes más, señor, de lo que yo llegaré a saber nunca.
—Quizá —replicó Jestocost, contemplándola.
G'mell dejó de sentirse como una muchacha de placer para tomar conciencia de ciudadana. Eso la incomodó.
—¿Quién es vuestro líder? —preguntó solemnemente Jestocost.
—El comisionado Bebedor de Té, señor. Él recibe a los visitantes de todos los mundos.
G'mell lo observó con atención; aún no entendía las intenciones de Jestocost. Él parecía contrariado.
—No me refiero a él. Él forma parte de mi personal. ¿Quién es el líder del subpueblo?
—Mi padre lo era, pero ha muerto.
—Perdona, pero no me refiero a eso —le dijo Jestocost—, Siéntate, por favor.
Ella estaba tan cansada que se sentó en la silla con una inocente voluptuosidad que habría desarmado a cualquier hombre corriente. Llevaba ropas de muchacha de placer, que parecían recatadas vestimentas convencionales cuando estaba de pie. La ropa de su profesión estaba diseñada para ser imprevista y provocativamente reveladora cuando la mujer se sentaba: no tan atrevida como para desconcertar al hombre, pero cortada de tal forma que él recibía un estímulo visual mayor del esperado.
—Debo pedirte que te ciñas un poco la ropa —dijo Jestocost con voz clínica—. Soy hombre, aunque sea un funcionario, y esta entrevista es más importante para ti y para mí que cualquier distracción.
El tono de voz la intimidó un poco. G'mell no quería provocarlo. Después del funeral, no quería nada. Sólo tenía vestidos de aquel tipo.
Jestocost leyó todo esto en la cara de G'mell.
Siguió adelante implacablemente.
—Muchacha, he preguntado acerca de tu líder. Nombraste a tu jefe y luego a tu padre. Quiero que me hables de tu líder.
—No entiendo —respondió ella, al borde del llanto—. No entiendo.
Entonces
, pensó él,
tengo que correr un riesgo.
Hundió su daga mental, clavó las palabras como acero.
—¿Quién... es... A... tele... keli? —insistió con voz lenta y glacial.
La cara de la muchacha tenia el color de la crema, la palidez del pesar. De pronto se puso blanca. Se apartó de él. Sus ojos fulguraban como llamas gemelas.
Sus ojos... como llamas gemelas.
(Ninguna submuchacha
, pensó el aturdido Jestocost,
podría hipnotizarme.)
Sus ojos eran como llamas frías.
La habitación se disipó. La muchacha desapareció. Los ojos se convirtieron en un fuego blanco y glacial.
Dentro de este fuego se erguía un hombre. Los brazos eran alas, pero le crecían manos humanas en las articulaciones de las alas. La cara era pálida, blanca y fría como el mármol de una estatua antigua; los ojos eran blancos y opacos.
—Yo soy el A'telekeli. Creerás en mí. Puedes hablar a mi hija G'mell.
La imagen se disolvió.
Jestocost vio a la muchacha desmañadamente sentada en la silla. Clavaba en él los ojos ciegos. Jestocost iba a hacer una broma sobre la capacidad hipnótica de G'mell cuando vio que estaba sumida en un profundo trance, aunque él había quedado libre. Ella estaba tensa y su ropa había recuperado el aspecto seductor. El afecto no era estimulante sino patético, como si una niña bonita hubiera sufrido un accidente. Le habló.
Le habló sin esperar respuesta.
—¿Quién eres? —preguntó para ver cómo reaccionaba.
—Soy aquel cuyo nombre no se pronuncia en voz alta —respondió la muchacha en un áspero susurro—. Soy aquel cuyo secreto has penetrado. He impreso mi imagen y mi nombre en tu mente.
Jestocost no luchaba contra estos fantasmas. Barbotó una decisión.
—Si abro la mente, ¿la sondearás mientras te observo? ¿Eres capaz de hacerlo?
—Sí, soy capaz —dijo la voz a través de los labios de la muchacha.
G'mell se levantó y le apoyó las manos en los hombros. Le escrutó los ojos. Él sostuvo la mirada. Aunque era un telépata potente, Jestocost no estaba preparado para el enorme voltaje mental que brotaba de la muchacha.
—Busca en mi mente
—ordenó—, solo
el ítem
«subpueblo».
—Lo veo
—respondió la mente que se escudaba en G'mell.
—¿Ves mis propósitos para el subpueblo?
Jestocost oyó los jadeos de la muchacha que actuaba como retransmisora. Trató de conservar la calma para ver qué parte de la mente le indagaban.
—Hasta ahora muy bien
—pensó—.
¡Semejante inteligencia en la misma Tierra, y los señores lo ignorábamos!
La muchacha soltó una risa seca.
—Lo lamento
—pensó Jestocost—.
Sigue adelante
,
—¿Puedo ver más detalles de tu— plan?
—preguntó la mente extraña.
—No hay más detalles.
—Oh
—dijo la mente extraña—,
quieres que piense por ti. ¿Puedes darme las claves de la Campana y el Banco para la destrucción de subpersonas?
—Tendrás las claves informativas si alguna vez las consigo
—pensó Jestocost—,
pero no las claves de control ni el interruptor general de la Campana.
—Me parece
justo
—concedió la otra mente—.
¿Y cuál será el precio?
—Me respaldarás en mi política ante la Instrumentalidad. Harás que el subpueblo se muestre razonable, si puedes, cuando llegue el momento de negociar. Mantendrás el honor y la buena fe en todos los próximos acuerdos. Pero, ¿cómo obtendré las claves? Tardaría un año en deducirlas.
—Deja que la muchacha mire una vez
—pensó la mente extraña—,
y yo estaré detrás de ella. ¿Te parece justo?
—Es Justo
—pensó Jestocost.
—¿Cortamos?
—pensó la mente.
—¿Cómo nos volveremos a poner en contacto?
—respondió Jestocost.
—Como antes. A través de la muchacha. Nunca pronuncies mi nombre. No lo pienses si puedes evitarlo, ¿Cortamos
:
—Cortemos
—pensó Jestocost.
La muchacha, que le aferraba los hombros, bajó la cara y lo besó con firmeza y calidez. Él nunca había tocado a una subpersona, y jamás había soñado que besaría a una. Resultaba agradable, pero Jestocost le apartó los brazos, la hizo girar y dejó que se apoyara en él,
—¡Papá! —suspiró ella felizmente.
De pronto se puso tensa, le miró la cara y corrió hacia la puerta.
—Jestocost! —exclamó—. ¡señor Jestocost! ¿Qué hago aquí?
—Has cumplido con tu deber, muchacha. Puedes irte.
Ella se tambaleó.
—Estoy mareada —dijo, y vomitó en el suelo.
Él pulsó un botón llamando a un robot de limpieza y pidió café al despacho.
Ella se tranquilizó y habló de sus esperanzas para el subpueblo. Se quedó una hora. Cuando se marchó ya habían elaborado un plan. Ninguno de los dos había mencionado a A’Telekeli, ninguno había manifestado abiertamente sus propósitos. Si los monitores habían escuchado, no encontrarían una sola frase ni una sola palabra sospechosa.
Cuando ella se marchó, Jestocost miró hacia abajo por la ventana. Vio las nubes y supo que había llegado el crepúsculo de ese mundo. Había planeado ayudar al subpueblo, y se había topado con poderes que la humanidad organizada no conocía ni imaginaba. Jestocost tenía más razón de lo que había sospechado.
Debía seguir adelante.
Con G'mell como compañera.
¿Hubo alguna vez un diplomático más raro en la historia de los mundos?
En menos de una semana decidieron qué hacer. Trabajarían con el Consejo de los señores de la Instrumentalidad, en el cerebro de la organización. El riesgo era grande, pero la tarea se podía llevar a cabo en pocos minutos si se realizaba en la Campana.
Esto era lo que interesaba a Jestocost.
No sabía que G'mell lo observaba con dos facetas de su mente. Una parte de ella era su entusiasta compañera, totalmente comprometida con las metas revolucionarias que se habían fijado. La otra parte era femenina.