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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (32 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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Incluso por teléfono advertí hasta qué punto se agudizaba el horror de Madeleine. Mis oídos percibían el temblor que la invadía.

–Madeleine, cálmate y habla con claridad. Debes hablar claramente. ¿Qué hay en esas fotografías? ¿Quién aparece en ellas?

–Patty Lareine –explicó–. Son fotografías de Patty Lareine. Desnuda. Fotografías obscenas –comenzó a ahogarse, y tartamudeó–: Son peores que las que tú me hiciste. No puedo soportarlo. Y, al verlas, pensé que estabas muerto.

–¿Salgo en esas fotos?

–No.

–¿Por qué lo pensaste, pues?

El tono de su llanto cambió. Se parecía al lloriqueo de una muchachita derribada por un caballo y que debe volver a montarlo a pesar del terror que le inspira. Madeleine volvía a ver las fotografías en su imaginación.

–Querido, a todas las fotografías les cortó la cabeza.

–Creo que lo mejor es que te vayas de esa casa.

–Al ver las fotografías tuve la impresión de que mi marido había decidido matarte.

–Madeleine, sal de esa casa. Es muy posible que corras más peligro que yo.

–Me gustaría quemarla –después de decir estas palabras soltó una risita, más inquietante que sus manifestaciones de dolor y añadió–: Pero no puedo, porque quizás arderían también casas vecinas.

–Probablemente.

–Me gustaría ver la cara de mi marido cuando se diera cuenta de que el fuego había fundido todas sus armas.

–Escúchame con atención. ¿Tiene Regency machetes en su colección?

–Varios. Y espadas. Pero usó tijeras.

Volvió a reírse.

–¿Has echado en falta alguna espada en su colección?

–No estoy al tanto de eso. Nunca me he fijado.

–¿Sabes distinguir un arma corta del 22?

–¿Qué es? ¿Una pistola?

–Sí.

–Tiene pistolas de todas clases.

Pasé a otro asunto:

–Madeleine, ven a mi casa, por favor.

–No sé si puedo salir de casa. He rasgado varios vestidos que mi marido me regaló. Y lo que he visto me ha dejado paralizada.

–Oye, puedes venir si quieres.

–No lo sé. No sé nada.

–Madeleine, si no vienes, iré a buscarte.

–No lo hagas. A la hora que llegarías, mi marido podría encontrarnos juntos en casa.

–Pues ven. Haz la maleta y ven. Haz todas tus maletas, coge el coche y ven.

–No quiero conducir. He pasado la noche en vela. No he dormido desde que te vi.

–¿Por qué?

–Porque todavía te quiero.

–Bueno.

–¿Bueno, qué?

–Que lo comprendo.

–Claro, las dos te queremos. Es fácil comprenderlo.

Madeleine parecía reponerse, pues soltó una risa en la que había una leve sombra de alegría.

–Eres un demonio –añadió–. Sólo un demonio es capaz de dar una nota alegre a una situación como ésta.

–Si no quieres conducir, llama a un taxi y que te traiga a Provincetown.

–¿Ochenta kilómetros en taxi? No, no estoy dispuesta a financiar a la industria del taxi. Seguía siendo ahorrativa.

–Te necesito –le dije–. Me parece que Patty Lareine ha muerto.

–¿Te parece?

–Bueno, lo sé.

–La has visto muerta.

–Sé que ha muerto.

–Bien, iré –dijo tras unos instantes–. Si me necesitas, iré.

–Sí, te necesito.

–¿Y si aparece mi marido?

–Prefiero enfrentarme con él aquí, en mi casa.

–No quiero volver a ver a ese hombre nunca, en ninguna parte.

–Es posible que te tenga miedo.

–Pues creo que llevas razón, tiene motivos para temerme. Esta mañana, cuando se disponía a salir de casa, le dije que jamás se pusiera de espaldas a mí. Le dije: «Aunque tenga que esperar diez años, asqueroso hijo de la gran puta, te pegaré un tiro por espalda.» Y me ha creído. Lo he visto en su cara. Es perfectamente capaz de creer cosas así.

–Para que yo pudiera creérmelo, tendrías que saber qué es una pistola del 22.

–Por favor, no me comprendas demasiado de prisa.

–¿Quién dijo esa frase?

–André Gide.

–¿André Gide? ¡Si no has leído nada de él!

–Sí, pero no se lo digas a nadie.

–Coge tu automóvil. Si quieres, puedes conducir.

–Iré a tu casa. Quizá tome un taxi. Pero iré.

Me pidió las señas, y quedó más tranquila cuando supo que mi padre estaba en casa.

–Es un hombre con el que se puede vivir –me dijo, y colgó.

Calculé que Madeleine tardaría una hora en hacer las maletas y otra en recorrer el trayecto. Sin embargo, como era muy probable que Madeleine conservara sus costumbres, a pesar de haber transcurrido diez años, era casi seguro que me tuviera cuatro o cinco horas esperando. Una vez más, me pregunté si sería aconsejable que fuera a buscarla; decidí que no. Si Regency nos encontraba en su casa, se debilitaría nuestra posición. En casa, seríamos más fuertes.

Oí el ruido de la barquita de remos al ser arrastrada a tierra, luego los pesados pasos de mi padre. Sin embargo, dio un rodeo, a fin de entrar por la puerta principal, y entró utilizando la llave que Patty Lareine le dio años atrás, en la primera visita que nos hizo.

Patty Lareine había muerto.

Este pensamiento, que llegaba a mi mente como un telegrama cada quince minutos, seguía sin ofrecerme nada, salvo su envoltura. Era como el sobre de un telegrama que no tuviera mensaje dentro. Ciertamente, no me producía emoción. Dije para mí: «Madeleine, puedo volver a enloquecer por ti, pero no ahora.»

Mi padre entró en la cocina. Le miré y le serví whisky en un vaso. Luego puse agua a hervir para hacer café. De todas maneras, el arrebol de sus mejillas seguía invadiendo el resto de su cara. Tenía la expresión de fatiga del hombre virtuosamente cumplidor de su deber.

–Has hecho un buen trabajo –le dije.

–Sí, bastante bueno –me miró achicando los ojos, igual que un viejo pescador, y repitió–: Sí, bastante bueno. En fin, había navegado ya tres millas por la bahía cuando pensé que quizá me estuvieran siguiendo con unos prismáticos o con algo todavía peor. Quizá me vigilaran mediante dos teodolitos, de manera que cada uno indicara mi rumbo por separado, y superponiendo los datos podían saber con exactitud el lugar en que detendría la embarcación. Entonces, hubieran podido mandar a un submarinista. Contra eso no se puede hacer nada. Así pues, decidí que lo mejor era arrojar el paquete de una forma normal, sin dar importancia al asunto, yendo a una velocidad media, y teniendo la precaución de hacerlo por la borda contraria a la orientada hacia la costa. De esta manera, ocultaría con mi cuerpo la acción de mis manos –hizo una pausa y añadió–: Tengo la seguridad de que fueron inútiles todas esas precauciones, ya que no me vigilaba nadie. Es lo más probable. Pero preferí actuar tal como te he dicho.

El café ya estaba hecho. Le entregué la taza. Mi padre se lo bebió de un trago, como si fuera un viejo motor que necesitara combustible.

–En el momento en que me disponía a echar el paquete por la borda, me pregunté si el alambre resistiría. Atar las cabezas a la cadena fue el trabajo más duro.

Explicó detalladamente la operación. Igual que un ginecólogo explicando la forma en que mete dos dedos para situar la cabeza del niño en posición adecuada, o, mejor aún, igual que un pescador explicando la forma de clavar el cebo vivo en el anzuelo con la finalidad de que siga vivo y atraiga más a la presa, mi padre acompañó sus palabras con movimientos de las manos.

Escuché lo suficiente para enterarme de que tuvo que meter el alambre por la cuenca de un ojo y sacarlo por un orificio en el cráneo, que abrió con un pico. Una vez más, quedé sorprendido al comprobar lo poco que conocía a mi padre. Dio su recitado con el meditativo placer con que un funcionario del Departamento Sanidad explica todas las guarradas con que se encontró en el curso de una interesante carrera, y sólo cuando mi padre hubo terminado alcancé a saber la razón por la que había gozado con relato; parecía aliviar su mal. No puedo decir por qué, claro. Pero lo cierto es que había un leve matiz de satisfecha complacencia el aire de mi padre, como si fuera un hombre en plena convalecencia que estuviera mejorando gracias a no hacer caso de órdenes del médico.

Luego, mi padre me sorprendió al preguntarme:

–¿Has sentido algo raro mientras yo estaba fuera?

–¿Por qué me lo preguntas?

–Creo que más valdría no decírtelo, pero cuando arrojé el ancla, oí una voz.

–Y ¿qué dijo?

Mi padre meneó la cabeza.

–¿Qué oíste? –insistí.

–Que lo hiciste tú. Eso dijo la voz.

–¿Crees lo que dicen las voces?

–Teniendo en consideración las circunstancias, no. Pero gustaría que lo dijeras tú mismo.

–No lo hice. En la medida en que puedo saberlo, no lo hice. Sin embargo, comienzo a pensar que soy responsable, en cierta manera, de la actuación de la mente de los demás.

Cuando vi que mi padre no había comprendido estas palabras añadí:

–Es algo así como si yo estuviera contaminando el oleoducto.

–Para mí tiene muy poca importancia que sólo seas medio irlandés, porque tienes una mente tan degenerada como un irlandés de cuerpo entero.

–Deja los insultos para otra ocasión.

–Anda, háblame del Machete –me dijo tras tomar otro sorbo de café.

–Lo siento, pero no puedo seguirte. ¿Quieres hacer el favor de no cambiar de tema constantemente?

–¿Quieres que la conversación termine con las observaciones que acabas de hacer?

Nuestra conversación iba adquiriendo las resbaladizas frustraciones propias de un sueño. Yo me sentía muy cerca de hallar la verdad y, entonces, mi padre se empeñó en hablar del Machete. Estaba realmente empeñado, ya que insistió:

–Háblame de ese… negro.

–Ya te he hablado de él. ¿Qué piensas?

–Bueno, pues mientras regresaba en el yate, no hice más que acordarme de él. Era como si Patty me estuviera diciendo que incluyera al Machete en mis pensamientos –se calló y, luego, me preguntó–: ¿Comienzo a comportarme como un sentimental hijo de puta, en lo tocante a Patty?

–Comienzas a estar un poco borracho.

–No. Comienzo a estar muy borracho, y la echo en falta. Me digo, y con ello podrás ver lo bruto que soy en el fondo, que si atas un peso a un perro y lo arrojas al agua, echarás en falta al perro. ¿No te parece muy brutal?

–Tú lo has dicho.

–Es una barbaridad. Pero la echo en falta. La he enterrado, maldita sea.

–Es verdad, papá. Lo has hecho.

–Tú no has tenido los cojones de hacerlo –hizo una pausa y añadió–: Comienzo a comportarme de una forma irracional, ¿verdad?

–¿De qué sirve ser irlandés, si no se sabe aceptar la senilidad?

–¡Te adoro! –exclamó tras reírse a rugidos.

–Y yo a ti.

–Anda, háblame del Machete.

–¿Qué piensas?

–Pues pienso que es medio marica –dijo Dougy–. Y pienso que él y Wardley andan liados.

–¿En qué te basas?

Encogió los hombros y respondió:

–En Patty. Patty me lo dijo en el agua.

–Oye, ¿por qué no echas una siestecita? Un poco más tarde nos vamos a necesitar recíprocamente.

–¿Qué te propones?

–Quiero fisgar un poco en la ciudad.

–Ten cuidado.

–Vete a descansar. Y si Regency hace acto de presencia trátale amablemente. Y cuando esté distraído, atízale con una pala en la cabeza y entrégamelo atado de pies y manos.

–Lástima que no hables en serio –dijo mi padre.

–Dale libertad de acción, no lo acoses, porque el tipo es capaz de defenderse él sólito contra nosotros dos.

Pude leer claramente los pensamientos de mi padre, pero éste cerró resueltamente los labios y no dijo nada.

–Duerme un poco –le dije, y me fui.

Me había comportado con tranquilidad, pero lo cierto era que distaba mucho de encontrarme tranquilo. Me había acometido una excitación extraordinaria tan pronto como dije que en cierta manera era responsable de la actuación de la mente de otras personas. Comencé a darme cuenta de que debía coger mi coche y dar una vuelta por la ciudad. Este impulso era tan poderoso como aquel otro que sentí, a través de mi borrachera, la noche en que intenté escalar el monumento. Sentía el mismo temor, un temor delicado, casi exquisito, dentro de mi pecho, como la sombra del más noble orgullo.

Obedecí. No en vano me había pasado veinte años recordando las lecciones que me dio mi ascenso a la torre. Así que crucé la calle, con cuanta elegancia me permitían mi magullado dedo gordo del pie y mi medio paralizado hombro, subí al Porsche, y lo conduje despacio, con un solo brazo, por la calle del Comercio sin saber lo que buscaba, sin saber si tendría que llevar a cabo alguna hazaña, aunque con una excitación parecida, supongo, a la que experimenta el cazador africano cuando está cerca de grandes animales.

La ciudad estaba tranquila y no guardaba ninguna relación con mi estado de ánimo. En el centro, el Bergantín estaba casi vacío, y a través de las ventanas del Cubo de Sangre vi a un solitario jugador de billar midiendo cuidadosamente una tacada. Tenía un aspecto tan solitario como aquel hombre a quien Van Gogh pintó sosteniendo un taco en el café, de noche, en Arles.

Al llegar al Ayuntamiento giré a la derecha y aparqué el coche en la acera frontera a la correspondiente a la entrada de la jefatura de policía. El coche de Regency estaba ante la entrada, en doble fila y vacío. El motor estaba en marcha.

Sentí una tentación tan clara como aquella orden que me obligó a trepar por la torre. Esta tentación consistía en acercarme al coche de Regency, apagar el motor, coger las llaves, abrir el maletero –¡en honor a las percepciones intuitivas que se presentan en forma de imagen, debo decir que vi el machete dentro!–, sacar el machete, cerrar el maletero, volver a poner las llaves en el contacto, poner el motor de nuevo en marcha, regresar a mi Porsche y largarme felizmente. Sí, lo vi todo por anticipado tan vivamente como había visto por anticipado todos los viajes que hice a mi hoyo. Mi primera reacción fue: ¡Sí, hazlo! La segunda fue: ¡No lo hagas!

Ese fue el momento en que comprendí, como jamás lo había hecho, que no teníamos un alma, sino dos, la del padre y la de la madre –¡por lo menos!–, la del día y la de la noche, si es que lo prefieren así. Bueno, no se trata de un enunciado de dualidades, sino de decir que yo poseía dos almas que eran igual que un tronco de caballos mal emparejados, así que cuando uno decía sí el otro decía no, y el pobre cochero no era ni más ni menos que mi propia persona, que tenía que tomar una decisión: sí, lo haría, tenía que hacerlo. No hubiera podido volver a soportar los desgarrones que sufrió mi alma antes de decidirme a emprender la escalada de la torre.

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