Los tipos duros no bailan (28 page)

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Authors: Norman Mailer

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BOOK: Los tipos duros no bailan
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Y me fui a casa.

¿Quieren que les cuente efectos beneficiosos de aquel combate? Pues bien, tuve la suficiente presencia de ánimo para llevar las dos bolsas de plástico al sótano de mi casa, y guardarlas en una caja de cartón. (Tal vez sea pronto para decirlo, pero el hedor que desprendieron las dos cabezas al cabo de veinticuatro horas de tenerlas allí fue insoportable.) Luego cavé una tumba para el perro en el jardín y lo enterré. Todo lo hice solamente con un brazo y una pierna útiles, aunque es preciso reconocer que la húmeda niebla había dejado la tierra blanda. Después me duché y me acosté. De no haber sido por la pelea en la carretera, no habría podido dormir, y por la mañana hubiera estado a punto para el manicomio. Pero, gracias a ella, dormí como un tronco. Al despertar mi padre estaba en casa.

7

Ni mi padre ni yo tuvimos una gran alegría al ver el aspecto que tenía el otro. Seguramente ofrecía un triste espectáculo cuando entré cojeando en la cocina. Mi padre, que estaba preparando un café soluble, dejó el tarro y silbó.

Asentí en silencio con la cabeza. Tenía el pie hinchado, no podía levantar el brazo más arriba de la cabeza, y llevaba una bolsa de agua helada junto al pecho. Y sólo Dios sabe las ojeras que rodeaban mis ojos.

Sin embargo, el aspecto de mi padre era, si cabe, peor. Apenas le quedaba cabello en la cabeza y había perdido mucho peso. En lo alto de las mejillas tenía una zona altivamente sonrojada, que me trajo a la memoria el efecto de una pequeña hoguera en un otero pelado y barrido por el viento.

Entonces comprendí lo que ocurría, y me estremecí como si fuera yo el afectado. Mi padre recibía tratamiento de quimioterapia.

Seguramente, se había acostumbrado a la expresión que aparecía en los ojos de los demás y que procuraban borrar después del primer espasmo de sorpresa, ya que dijo:

–Sí, lo tengo.

–¿Dónde está localizado?

Hizo un vago ademán, como diciendo aquí y allá.

–Gracias por el telegrama –le dije.

–Muchacho, cuando las noticias son tan malas que nadie puede hacer nada por evitarlas, tienes que arreglártelas solo.

Tenía aspecto de debilidad, es decir, no parecía todopoderoso. Sin embargo, no podía determinar si sufría o no.

–¿Sigues con la quimioterapia? –le pregunté.

–La dejé hace un par de días. No podía soportar las náuseas.

Se me acercó y me dio un breve abrazo, sin estrecharme demasiado, como si temiera contagiarme.

–Voy a contarte un chiste –dijo–. Una familia judía aguarda en la sala de espera de un hospital que les den el diagnóstico. El doctor se les acerca. El médico es un rico hijo de la gran puta con voz amariconada. Cuando habla, suena como un
pajaro
.

De vez en cuando, a mi padre le gustaba aprovechar la ocasión de recordarme, tal como había hecho con mi madre, que nuestros orígenes eran de lo más humilde y resultaba vergonzoso negarlo. Su esnobismo siempre fue de signo inverso, por eso dijo
pajaro
en vez de
pájaro
. Después de esta gracia, prosiguió:

–Y va el médico y les dice: «Tengo que darles una noticia buena y otra mala: la mala es que la enfermedad de su padre es incurable, y la buena es que no se trata de cáncer.» Y la familia dice: «¡Gracias a Dios!»

Nos reímos los dos al mismo tiempo. Cuando dejamos de reírnos, mi padre me entregó la taza de café, de la que no había bebido ni un sorbo, y comenzó a prepararse otra.

–En este caso, las noticias son malas –dijo mi padre.

–¿Es incurable?

–Tim, ¿quién coño puede decirlo? A veces tengo la impresión de saber con exactitud el momento en que lo pillé. Y si estoy tan cerca de la causa, a lo mejor puedo encontrar la cura. Pero te diré que odio esas píldoras que los médicos te obligan a tragar. Y me odio a mí mismo por tragarlas.

–¿Qué tal duermes?

–Nunca he sido un gran dormilón –hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Luego dijo–: Muchacho, lo aguanto todo, menos las altas horas de la noche.

Tratándose de mi padre, aquello era todo un discurso, así que se calló bruscamente y me preguntó:

–¿Qué te ha pasado?

Le conté mi pelea. Cuando terminé me preguntó:

–¿Dónde has dejado al perro?

–Lo he enterrado en el jardín

–¿Lo hiciste antes de acostarte?

–Sí.

–Te educaron bien.

Pasamos la mañana en la cocina. Preparé unos huevos y después intentamos pasar el rato en la sala de estar, pero el mobiliario de Patty no era el más adecuado para un viejo descargador de muelle. Tardamos poco en volver a la cocina. Era un día gris. Mi padre miró por la ventana y se estremeció.

–¿Cómo es que te gusta un lugar tan triste? –me preguntó–. Es como la costa occidental de Irlanda en invierno.

–La verdad es que me gusta mucho.

–¿De veras?

–La primera vez que estuve aquí fue poco después que me expulsaran de Exeter. ¿Recuerdas que nos emborrachamos?

Me causó verdadero placer la sonrisa de mi padre cuando dijo:

–Y tanto…

–A la mañana siguiente, decidiste regresar a Nueva York y me vine aquí a pasar el verano. Me habían hablado de este sitio. En cuanto llegué, me gustó. Una noche, al cabo de una semana fui a un baile, junto a la carretera. Allí vi a una chica guapa a la que no perdí de vista, pero ni me acerqué a ella. La chica estaba con un grupo de amigos y bailaba con ellos. Yo sólo la observé. Cuando ya iban a cerrar, probé suerte. Me fui a la pista, me acerqué a la chica, la miré a los ojos, ella sostuvo mi mirada y salimos juntos. ¡Que se fueran a la mierda los tipos que estaban con ella! Sus amigos no dijeron ni pío. Bueno, el caso es que la chica y yo cruzamos la carretera, nos metimos en el bosque, nos tumbamos y, Dougy, al instante ya me la estaba follando. Calculo que pasarían unos seis minutos desde el momento en que la abordé hasta el momento en que me la follé. Esto me dejó más satisfecho de mí mismo que cuanto había hecho hasta entonces.

A mi padre le gustó mucho esta historia. Con un movimiento reflejo, adelantó la mano para coger el vaso de whisky, y entonces se dio cuenta de que no había tal vaso.

–Así que este lugar te da suerte –dijo.

–Hasta cierto punto.

–¿Te encuentras bien? –me preguntó–. Para ser un tipo que hace poco le dio una paliza a un matón que llevaba una llave de ruedas, pareces muy deprimido. ¿Tienes miedo de que vuelva por ti?

Una gran expresión de alegría apareció en los ojos de mi padre ante la idea de que Stude se decidiera a pasar por casa.

–Bueno, tengo muchas cosas que contarte, pero todavía no me siento con ánimos.

–¿Tienen que ver con tu mujer?

–En parte.

–Oye, si me quedaran diez años de vida, no te diría ni media palabra, pero como no es así, te diré que, en mi opinión, no te casaste con la mujer adecuada. Me hubiera gustado que te casaras con Madeleine. Quizá fuera una italiana vengativa, pero me gustaba. Tenía clase. Tenía sutileza.

–¿Es tu bendición final?

–Quizá me callé demasiadas cosas durante demasiados años. A lo mejor todo lo que me callé ha comenzado a pudrirse dentro de mí. Esos médicos que hablan como pájaros dicen que una de las causas del cáncer es el ambiente viciado.

–¿Qué quieres decirme?

–El tipo que se casa con una mujer rica se merece todo lo que le caiga encima.

–Pensaba que Patty te gustaba.

La verdad es que mi padre y Patty se lo pasaban bien bebiendo juntos.

–Lo que me gustaba de Patty eran sus cojones. Si todas las palurdas fueran tan machos como ella, dominarían el mundo. Pero no me gustaba lo que Patty hacía contigo. Ciertas damas debieran llevar un jersey con un cartelito que dijera: «Quédate mi lado y te convertiré en un calzonazos.»

–¡Muchas gracias, hombre!

–Mira, Tim, es una metáfora. Nada personal.

–Siempre te he preocupado, ¿verdad?

–Es que tu madre era muy blandengue. Te mimó demasiado –me dirigió una profunda mirada de sus ojos de color azul hielo y añadió–: Sí, siempre me he preocupado por ti.

–Pues no hubieras debido hacerlo. Estuve tres años en la cárcel y no cedí. Me llamaban Mandíbula de Hierro. Nunca se la chupé a nadie.

–Me alegro. Era algo que me tenía preocupado.

–Oye, Dougy, ¿qué mérito tiene eso? ¿Crees que voy por la vida dándomelas de hombre duro? Pues no. No sé qué pretendía al portarme de aquel modo en la cárcel. Eres un viejo fanático. Meterías a todos los maricones en campos de concentración incluyendo a tu hijo, en el caso de que hubiera tenido un resbalón. Y todo porque tuviste la suerte de nacer con unos cojones como un tigre.

–Tomemos una copa. Estás muy excitado –hizo otra vez aquel vago movimiento con las manos, y dijo–. Es una ocasión memorable.

Cogí dos vasos y escancié whisky en ellos. Mi padre añadió mucha agua al suyo. Este detalle demostraba lo enfermo estaba.

–Me juzgas mal –dijo mi padre–. Haber vivido veinticinco años solo en una habitación amueblada me ha dejado mucho tiempo para pensar. He procurado mantenerme al día. En mis tiempos si eras maricón, estabas condenado. Ni los dejaban hablar. Eran enviados del Diablo. Ahora, tienen el movimiento de liberación gay. Y los observo. Hay maricones por todas partes.

–Sí, lo sé.

Mi padre me apuntó con el dedo y dijo:

–¿Lo ves? Ya decía yo…

El alcohol tan tempranamente ingerido había levantado angelicalmente los ánimos de mi padre, quien dijo:

–Muy bien, el hijo gana este asalto a los puntos.

–Es que sé bailar –dije.

–Ya me acuerdo. Costello, ¿verdad?

–Justo.

–Ahora no estoy seguro de saber el verdadero significado de esas palabras. Hace seis meses me dijeron que dejara de beber o, de lo contrario, era hombre muerto. Dejé de beber. Pues bien, cuando me acuesto, los espíritus salen de sus escondrijos y forman un círculo alrededor de mi cama. Luego, me hacen bailar durante toda la noche.

Al tratar de reírse, tosió. Era una tos que parecía provenir de lo más hondo de sus pulmones.

–Y yo les digo: «Los hombres duros no bailan», y ellos me contestan: «Baila, hipócrita, baila, sigue bailando.»

Fijó la vista en los destellos de luz en el whisky, como si allí pudiera encontrar espíritus emparentados con los que agitaban su sueño. Suspiró y dijo:

–La enfermedad me ha quitado hipocresía. ¿Sabes qué pienso de los maricones? Pues que la mitad de ellos son tipos valientes. El marica nato ha de tener cojones para portarse como un maricón. Si es marica nato. Si no se porta como un maricón, se casa con una chica con aspecto de ratón, que no tiene el valor suficiente para ser tortillera, los dos se dedican a trabajar como psicólogos, y tienen unos hijos que son niños prodigio y juegan con toda clase de aparatos electrónicos. Si eres un marica nato, sé maricón. Y celebra una fiesta de puesta de largo. Son los otros los que condeno. Los que tendrían que ser hombres, pero les falta valor. Se supone que has de ser hombre, Tim. Eres hijo mío. Tienes ventaja sobre los demás.

–En mi vida te había oído hablar tanto.

–Es que, en realidad, apenas nos conocemos.

–Sí, hoy me pareces un desconocido.

Y era verdad. Su gran cabeza ya no quedaba embellecida el recio cabello blanco, de un blanco con el decadente esplendor del marfil y la nata. Ahora tenía una cabeza enorme y calva. Más parecía un general prusiano que un tabernero irlandés.

–Y, ahora, quiero decirte una cosa. Quizá te parezca sensiblero, pero lo cierto es que al regresar del entierro de Frankie el Gorrón, pensé: «Tim es lo único que tengo.»

Estas palabras me emocionaron. A veces pasaban dos meses y medio año, sin que mi padre y yo nos llamáramos por teléfono. Lo cual seguía pareciéndome bien. Siempre había albergado la esperanzas de que me quisiera. Mi padre me lo confirmó:

–Sí, esta mañana me he levantado a primera hora, le he pedido prestado el automóvil a la viuda y, mientras venía hacia acá, no he dejado de repetirme: «Esta vez Tim y yo hablaremos hombre a hombre.» No quería morirme sin que supieras lo significas para mí.

Me sentí cohibido. Por eso, aproveché el tono con que padre se refirió al «automóvil de la viuda» y le pregunté:

–¿Te acuestas con la viuda del Gorrón?

Rara vez había visto a mi padre tan abatido.

–En los últimos tiempos, poco.

–¿Cómo fuiste capaz? ¡Con la esposa de un amigo!

–Durante los últimos diez años, Frankie era como una esponja llena de alcohol. No sabía encontrarse el cipote, y mucho menos podía encontrar el agujero.

Solté la carcajada propia de la familia, una aguda carcajada tenor, y exclamé:

–¡Con la esposa de un amigo!

–Sólo un par de veces o tres. Ella lo necesitaba. Una obra de misericordia.

Me reí hasta que se me saltaron las lágrimas. Casi tarareando dije:

–¡Me gustaría saber quién la estará besando ahora!

Era maravilloso burlarte de tu padre de aquel modo. Pero, de repente, me entraron ganas de llorar. Mi padre dijo:

–Tienes razón, muchacho. Espero que Frankie jamás se enterara, y así se lo pido a Dios.

Durante un instante, miró fijamente la pared; luego dijo:

–Te vas haciendo viejo y te das cuenta de que algo va mal. Te sientes como si estuvieras dentro de una caja y las paredes fueran avanzando hacia ti. Por eso haces cosas que nunca habías hecho antes.

–¿Cuánto tiempo hace que sabes que estás enfermo?

–Desde el día que entré en el Hospital de San Vicente, hace cuarenta y cinco años.

–Es raro tener cáncer durante tanto tiempo sin que se manifieste.

–No hay ningún médico que entienda bien la cuestión –dijo–. A mi modo de ver, es un circuito de enfermedad con dos interruptores.

–¿Qué quieres decir?

–Hace falta que ocurran dos cosas terribles para que se inicie la enfermedad. La primera libera el gatillo, y la segunda lo inspira. Yo he ido por ahí, con el gatillo libre, durante cuarenta y cinco años.

–¿A qué crees que se debe, a que no te recuperaste bien de los tiros que te pegaron?

–No. A que perdí los cojones.

–¿Tú? ¿De qué diablos hablas?

–Tim, me detuve, sentí la sangre en los zapatos y vi ante mí la puerta del Hospital de San Vicente. Hubiera debido seguir persiguiendo al hijo de mala madre que me pegó los tiros. Pero perdí los arrestos cuando vi la puerta del hospital.

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