–¿Dónde coño está Patty Lareine?
Esto me sacó de mi letargo. Me quité de encima su mano, con la misma violencia con que la había posado, y le dije:
–Quita de ahí tus zarpas de ladrón de bocadillos.
Palabras relacionadas con cierta humillación padecida por mí en la escuela secundaria. Pero lo cierto es que, por primera vez en mi vida, no le tuve miedo. Me importaba muy poco salir a la calle y liarme a puñetazos con él. La idea de que me dejara inconsciente era un consuelo tan agradable como un buen somnífero.
Debo decir que no tenía la menor duda acerca de lo que el tipo podía hacer conmigo. Si has estado interno en un lugar interesante como es una penitenciaría, acabas sabiendo que hay negros y negros, y que hay unos cuantos con los cuales más vale no meterse. El señor Green no pertenecía a esta categoría superior, pues de lo contrario yo ya estaría muerto. La categoría a la que me refiero no te daba oportunidad alguna. Pero el señor Green podía ser englobado en la segunda categoría, esa de puedes meterte con él en determinadas circunstancias. Me miraba con ojos llameantes, y yo le devolvía la mirada, y la luz de la sala se puso roja entre él y yo; lo digo en serio. Ignoro si su rabia al chocar con la mía, fue tan intensa que los nervios que transmiten el color a nuestro cerebro se pusieron tan tensos que causaron efecto, o si las furias de la Ciudad del Infierno nos atacaron, pero lo cierto es que tuve que hacer frente a la considerable acumulación de ira causada por todo lo que le había acontecido en el curso de sus últimos veinticinco años de vida (a partir de la primera rabieta en la cuna). Él, en cambio, tuvo que hacer frente a la enloquecedora falta de sentido de todo lo que me ha ocurrido últimamente. Me parece que resultó deslumbrante para los dos tener que aguantar aquella infernal luz roja. En realidad estuvimos tanto tiempo mirándonos fijamente el uno al otro, que tuve tiempo de recordar la triste historia de su vida, que contó, a Patty Lareine y a mí, la noche en que le conocimos: contó cómo se hundió su prometedora carrera de boxeador.
Si les resulta difícil creer que pude recordar la historia de vida del señor Green mientras sus ojos inyectados de ira permanecían fijos en los míos, piensen que también a mí me resulta difícil creerlo. Es posible que en lo más hondo de mi ser supiera que era tan valiente como me imaginaba en aquellos momentos, y me agarrara a su historia como a un talismán. No le vas a pegar a quien muestra compasión por ti.
He aquí su historia: era ilegítimo, y su madre aseguraba que no era hijo suyo. Decía que en la maternidad se equivocaron al poner el nombre en las cunas. Le pegaba sin parar. Cuando creció un poco, fue él quien pegó a todos los que se le pusieron delante en el campeonato del Guante de Oro. Le seleccionaron para formar parte del equipo de los Estados Unidos que competiría en los Juegos Panamericanos. Y se fue a Georgia para buscar a su padre. Pero no pudo encontrarlo. Entró borracho perdido en un bar de blancos. No le quisieron servir. Llamaron a la policía estatal. Llegaron dos agentes y le dijeron que se fuera.
–No tenéis alternativa –les contestó–, o me sirven una copa, o me meo en todos vosotros.
Uno de los dos policías le atizó un golpe tan vigoroso con su porra, que el Machete comenzó a perder los Juegos Panamericanos allí mismo. Pero no se dio cuenta. Sólo sentía una gran felicidad. Aunque sangraba mucho, no perdió la conciencia. En realidad, tenía la cabeza muy clara. Lesionó a los dos policías y fue necesario que todos los del bar se le echaran encima para reducirlo. Cuando le arrastraron a la cárcel, aún trataba de pelear. Entre otras cosas, tenía el cráneo fracturado. No pudo boxear más.
Ésta es la triste historia que nos contó. La narró como si fuera un ejemplo de su estupidez, no de su valentía (aunque en Patty Lareine causó el efecto contrario). Cuando le conocimos un poco mejor, el Machete resultó ser un tipo divertido. Para hacernos reír, imitaba a las putas negras. Veíamos muy a menudo al señor Green, y yo solía prestarle dinero.
Para darles una idea de lo próximo que me sentía de la aniquilación y de lo agradable que me resultaba esta idea, bastará decir que reconocía que el Machete no se había portado tan mal conmigo como yo con Wardley. Los últimos restos de mi rabia comenzaron a palidecer, y la paz vino a sustituirlos. Ignoro lo que pensaba el Machete, pero al mismo tiempo que mi ira desaparecía fue desapareciendo la suya. Me decidí a romper el silencio.
–Bueno, dime lo que tengas que decirme, grandísimo hijo de mala madre.
–No tuve ocasión de saber si mi madre tenía algo bueno.
Me ofreció la mano, con la palma tendida, para que yo la golpeara en gesto de amistad. Con tristeza, así lo hice.
–No sé dónde está Patty Lareine –le dije.
–¿La buscas?
–No.
–Pues yo sí, y no la encuentro.
–¿Cuándo te abandonó?
Frunció las cejas.
–Estuvimos juntos tres semanas. Luego, se puso nerviosa y se largó.
–¿Adonde fuisteis?
–A Tampa.
–¿Viste a su ex marido?
–¿Es un tipo que se llama Wardley?
Asentí con la cabeza.
–Le vimos. Una noche nos invitó a cenar. Luego, Patty lo visitó a solas. Pero no me importó. El tipo no era una amenaza. Me pareció que Patty quería interesarlo en algún proyecto. Pero al día siguiente, Patty se largó –el Machete parecía a punto echarse a llorar–. Patty me trató bien. Es la única puta que me ha tratado bien –con expresión muy triste, añadió–: Agoté el repertorio de chistes. Ya no podíamos hablar.
–¿Se te acabaron los chistes de putas?
–Sí, todos –me miró a los ojos y preguntó–: ¿Sabes donde está? Tengo que encontrarla.
–Bueno, es posible que no ande muy lejos.
–Está aquí.
–¿Cómo lo sabes?
–Un tipo me llamó por teléfono. Me dijo que Patty se lo ha pedido. Quería que lo supiera. Estaba aquí, con Wardley. Patty me extrañaba, o eso fue lo que dijo el tipo.
–¿Quién era?
–No me dio su nombre. Mejor dicho, me lo dio, pero aquí hay nadie que se llame así. Cuando me lo dijo ya comprendí que era falso. Hablaba con un pañuelo delante del auricular.
–¿Qué nombre te dijo?
–Healey. Austin Healey.
Recordé una anécdota ocurrida hacía un par de años. Cansados del sonido del mote Stude, entre nosotros comenzamos a llamarle Austin Healey Stude. Bueno, esto duró muy poco. Y Stude ni siquiera se enteró. Forzosamente tuvo que ser el Araña quien llamó.
–El Healey ése me dijo que Patty se encontraba en la Posada de Provincetown. Llamé. ¡Mierda, hacía siglos que no la habían visto!
–¿Cuándo volviste?
–Hace tres días.
–Y ¿cuándo te dejó Patty?
–Hará una semana, más o menos.
–¿Siete días? ¿Estás seguro?
–Ocho. Los he contado.
El Machete contaba sus días. Y yo contaba los míos.
–Sería capaz de matarla por haberme dejado –dijo.
–Bueno, no hay hombre a quien Patty no sea capaz de abandonar. Es una persona bastante estrecha de miras. Para ella, todo es pecado.
–Yo también soy estrecho de miras y, en cuanto la vea, alguien se va a llevar una racha de bofetadas –me dirigió una mirada de soslayo, como diciéndome: «Muchacho, puedes tomarles el pelo a otros, pero conmigo tienes que ser leal». Y entonces me hizo algunas confidencias–: El tal Austin Healey me dijo que Patty Lareine había vuelto contigo. Cuando me lo dijo, pensé que tendría que meterte en cintura, pero bien… –hizo una pausa, para que me empapara bien de su pensamiento. Luego dijo–: Pero me di cuenta de que no era capaz de hacerte una cosa así.
–¿Por qué?
–Porque me has tratado como a un caballero –sopesó cuidadosamente el significado de esta frase y pareció estar de acuerdo con ella. Así que continuó–: Además, ya no le gustas a Patty Lareine.
–Es probable.
–Dijo que la habías engañado para casarte con ella.
Me eché a reír.
–¿De qué te ríes, imbécil?
–Mira, Green, hay un viejo refrán judío que dice: «¡Una vida una esposa!»
También él se echó a reír.
Nos reímos tanto que llamamos la atención de todos. Aquel noche estábamos haciendo historia en el Bergantín. Sí, el cornudo y el amante negro se lo pasaban bomba.
–Joseph, hasta la vista –le dije.
–Hasta la vista.
Necesitaba dar un largo paseo. Llevaba dentro de la cabeza muchas más cosas de las que era capaz de asimilar.
Lloviznaba mientras caminaba por la calle del Comercio c las manos en los bolsillos y la cabeza cubierta por la capucha de mi chaquetón, por lo que no me di cuenta de que un automóvil me seguía hasta que por fuerza tuve que advertir la persistente mancha de luz de sus faros junto a mí. Volví la cabeza. Era un coche patrulla, y en él iba un solo hombre. Abrió la puerta para que entrara.
–Entra.
Regency, tan solícito como siempre.
Apenas habíamos recorrido cinco metros, comenzó a hablar.
–Tengo datos sobre esa amiga tuya, Jessica –indicó un papel en el asiento delantero, y añadió–: Échale una ojeada.
Y me entregó una linternita, en forma de lápiz, que extrajo del bolsillo de la chaqueta. Estudié la reproducción de la fotografía enviada por cable. Era Jessica, sin la menor duda.
–Diría que es ella –dije.
–No hace falta que me lo digas, muchacho. No cabe la menor duda; la camarera y el gerente del Mirador lo han confirmado.
–Buen trabajo. ¿Cómo la has localizando?
–Fue fácil. Entramos en contacto con el despacho de Pangborn en Santa Bárbara, y supimos que había dos rubias a las que trataba, desde un punto de vista social o comercial, o quizá los dos. Estábamos investigando el asunto, cuando nos llamó el hijo de Jessica. El muchacho sabía que su madre estaba en Provincetown en compañía de Pangborn, como cabía deducir por la carta de amor del gran Lonnie.
–¿Te refieres al amante de Pangborn?
–Exactamente. El chico que sale con una máquina de afeitar eléctrica –Regency abrió la ventanilla del coche y lanzó a la calle un respetable escupitajo–. Creo que no volveré a mirar un anuncio.
–¡Quién sabe!
–Bueno, Madden, los acontecimientos se precipitan, ¿comprendes? Parece que el nombre de la fulana no era Jessica.
–¿Cómo se llamaba?
–Laurel Oakwode.
Recordé claramente haberle dicho al Arpón, en la abortada sesión de espiritismo: «Diles que intentamos entrar en contacto con una mujer llamada Mary Oakwode, que era prima de mi madre. Pero la verdad es que la mujer con la que quiero hablar se llama Laurel.»
Esa coincidencia difícilmente podía deberse a un transmisor en mi coche. No pude evitar echarme a temblar. Sentado al lado de Regency, en el coche patrulla, avanzando a veinticinco kilómetros por hora a lo largo de la calle del Comercio, mi temblor resultó evidente:
–Oye, me parece que necesitas tomarte una copa –dijo Alvin Luther.
–Me encuentro bien –respondí.
–Quizá te sentirías mejor si no llevaras en el brazo ese tatuaje que dice Laurel –sugirió Regency.
–¿Quieres parar el coche, por favor?
–Con mucho gusto.
Habíamos llegado al final de la calle del Comercio. Estábamos en el lugar donde los Padres Peregrinos habían desembarcado, pero la llovizna no permitía ver nada.
–Bueno, baja si quieres –dijo Regency.
Mi terror había menguado. La idea de tener que caminar cinco kilómetros hasta casa, con la sola compañía de nuestra frustrada conversación, me animó a arriesgarme un poco.
–No sé qué intentas insinuar, pero, sea lo que fuere, me importa muy poco. Me emborraché, fui a ver al Arpón y le dije que me hiciera un tatuaje. Si Jessica me dijo que en realidad se llamaba Laurel, no lo recuerdo.
–¿Iba contigo?
Tuve que tomar una decisión.
–El Arpón dice que sí.
–¿Quieres decir que no te acuerdas?
–Claramente, no.
–O sea que hubieras podido cargártela y haberlo olvidado.
–¿Me estás acusando?
–Digamos que estoy preparando el borrador de un guión de cine. A mi manera, también soy escritor.
Al decir esto, Regency no pudo dominarse, y el semental salvaje soltó un agudo relincho.
–No me gusta tu manera de hablar –le dije.
–Oye, amigo, una broma es una broma, y haz el favor de no ponerte pesado, porque podría detenerte ahora mismo.
–¿Por qué? No ha habido ningún asesinato. La dama puede muy bien estar camino de regreso a Santa Bárbara. No vas a manchar tu hoja de servicios con una detención injustificada.
–Te lo diré con otras palabras: te podría detener como sospechoso del posible asesinato de Leonard Pangborn.
–Dijiste que fue suicidio.
–Eso pensaba. Pero los forenses han echado una ojeada al fiambre. A petición mía, vinieron desde Boston. Les gusta que les llamen los «superforenses», pero yo, en privado, los llamo los «superfunerarios».
Una vez más, no pudo resistir la tentación de reírse de su propia gracia.
–Sí –añadió–, sus descubrimientos suelen ser muy lúgubres.
–¿Qué descubrieron?
–Te lo voy a decir ya que, dentro de poco, dejará de ser un secreto. Cabe la posibilidad de que el tipo se suicidara, pero en caso de que se suicidara, ¿quién conducía el coche?
–Tú me dijiste que se había metido en el maletero y que lo había cerrado, desde dentro, antes de pegarse el tiro.
–Sí, pero las manchas de sangre en el suelo del portamaletas presentaban forma irregular, como si la sangre hubiera comenzado a coagularse cuando el automóvil iba desde el lugar en que ocurrieron los hechos hasta el Mirador.
–¿Los empleados del restaurante no oyeron nada?
–No podían oír nada si todo eso ocurrió a las tres de la madrugada. Ya se habían ido. Mira, una cosa es segura. El coche corrió. La disposición de la sangre lo demuestra –se encogió de hombros–. Lo cual quiere decir, Madden, que alguien condujo el automóvil de regreso al Mirador después que Pangborn se suicidara.
–¿Pudo hacerlo Jessica?
–Sí, claro que Laurel Oakwode pudo hacerlo. Hay una cosa que me intriga: ¿te la follaste?
–Creo que sí.
Silbó.
–¡Santo Dios, cómo tienes la cabeza! –dijo–. ¡Mira que no acordarse!
–Lo que más me molesta es que, si no me equivoco, me la follé delante de Pangborn.
–Me molesta tener que citar frases de negros, pero Cassius Clay dijo: «No eres tan tonto como pareces.»