Los cincuenta pasos que tenía que caminar para llegar a la puerta de la casa llamarían por fuerza la atención del vecindario. Era imposible que anduviera hasta la casa, llamara al timbre y al cabo de un rato desandará lo andado para volver a mi coche sin que nadie me viera. Pero tampoco podía dejar el automóvil aparcado ante otra casa, pues ello provocaría la lógica inquietud de sus habitantes. ¡Qué solitario era aquel enclave entre los tristes pianos! No pude menos que recordar las tumbas indias que en otro tiempo debió de haber por los alrededores, entre los arbustos y los pinos. Sin duda, Madeleine aceptaba vivir en aquel ambiente lúgubre porque se avenía con su estado de ánimo nada alegre pero llegaría el momento en que lograría sobreponerse y salir allí. En cambio, vivir en una casa como la de Patty Lareine donde la abigarrada alegría de los colores habría pasado como una losa de plomo sobre su espíritu, hubiera sido algo terrible para Madeleine, una insufrible opresión. Llamé al timbre.
Hasta que oí los pasos de Madeleine no di por seguro que estuviera en casa. Ella, por su parte, se echó a temblar así que me vio. Percibí la intensidad de su desasosiego tan claramente como si me hubiera hablado. Estaba complacida y furiosa, pero sorprendida. Se había maquillado (por lo general no lo hacía hasta la tarde), de lo que deduje que esperaba una visita. No podía ser nadie más que yo.
De todas formas, no puede decirse que me hiciera un gran recibimiento.
–Eres un pelma –me dijo–. Imaginaba que harías algo así.
–Madeleine, si no querías que viniese, no deberías haber colgado.
–Te llamé poco después, pero no contestaste.
–¿Encontraste mi nombre en la guía?
–Encontré el nombre de ella –me miró de arriba abajo–, va con tu carácter que te mantengan.
Durante años, Madeleine había trabajado como camarera en unos cuantos bares y restaurantes de Nueva York, y no le hace ninguna gracia perder su aplomo. Logró dominar su temblor pero su voz todavía daba muestras de ansiedad.
–Mira, hablemos claro –dijo–. No creo que puedas estar en esta casa más de cinco minutos sin que los vecinos comiencen llamarse por teléfono entre sí para averiguar quién eres –miró por la ventana–. ¿Has venido andando?
–He aparcado casi en la esquina.
–¡Brillante idea! Lo mejor sería que te fueras inmediatamente. Has entrado para preguntarme unas señas, ¿comprendido?
–¿Y quiénes son tus vecinos que te inspiran tanto respeto?
–A la izquierda vive la familia de un policía del estado, y a la derecha un matrimonio de jubilados, el señor y la señora Metomentodo.
–Pensé que serían viejos amigos de la Mafia.
–Madden, han pasado diez años, pero sigues igual de basto.
–Necesito hablar contigo.
–Bueno, podríamos reservar habitación en un hotel de Boston.
¡Con qué elegancia me mandaba a freír espárragos!
–Sigo queriéndote –le dije.
–¡Eres un cerdo! ¡Un cerdo pervertido! –exclamó, y se echó a llorar.
Sentí deseos de abrazarla. Bueno, lo que me apetecía era follármela allí mismo, pero no era él momento oportuno. Algo había aprendido durante aquellos diez años.
–Entra –dijo Madeleine.
La sala de estar armonizaba con la casa. Tenía techo catedralicio, paredes de madera hechas en serie, una alfombra de material sintético y montones de muebles, comprados seguramente en algunos grandes almacenes de Haynnis. No había ni un toque personal de Madeleine. No me sorprendió. Madeleine prestaba gran atención a su cuerpo, a sus ropas, a su maquillaje, a su voz y a la expresión de su cara de corazón. Los leves movimientos de su hermosa boca eran capaces de expresar los más sutiles matices del sarcasmo, el desprecio, el misterio, la ternura y la comprensión. Había hecho de sí misma una morena obra de arte. Era su manera de mostrarse al mundo. Pero lo que la rodeaba no le importaba en absoluto. Cuando la conocí, vivía en un piso cuyo mobiliario era tan poco acogedor como el que tenia Nissen en su casa. Un asco. Madeleine era una reina absolutamente independiente de su entorno. He de reconocer que ésta fue una de las razones por las que me cansé de ella al cabo de un par de años. La convivencia con una reina italiana no es más fácil que con una princesa judía.
–¿Fue Alvin quien compró todo esto? –le pregunté.
–¿Así le llamas? ¿Alvin?
–¿Cómo le llamas tú?
–El vencedor, quizá.
–Pues fue el vencedor quien me dijo que me mandabas recuerdos.
Madeleine no pudo ocultar su sorpresa.
–Nunca he pronunciado tu nombre ante él.
Pensé que probablemente era cierto. Cuando vivíamos juntos: nunca me habló de los hombres que hubo en su vida antes de conocerme.
–Bueno, ¿cómo se enteró tu marido de que te conocía?
–Sigue rumiándolo. A lo mejor das con la respuesta.
–¿Crees que pudo decírselo Patty Lareine? Madeleine se encogió de hombros.
–¿Cómo supiste que Alvin y Patty se conocían? –le pregunté.
–Bueno, me habló de la noche en que os conoció. A veces habla mucho. Estamos bastante solos.
–En ese caso, sabías que yo vivía en Provincetown.
–Sí, pero conseguí olvidarlo.
–¿Te sientes sola?
Negó con la cabeza.
–Claro, con dos hijos que cuidar debes de estar muy ocupada.
–¿Qué dices?
Mi intuición no me engañó. No parecía que en aquella casi viviera ningún niño.
–Tu marido me enseñó una fotografía en la que estabais con dos chavales. Dijo que eran hijos vuestros.
–Son hijos de su hermano. Nosotros no tenemos. Sabes que no puedo tenerlos.
–Pero ¿por qué me mintió?
–Es un embustero. ¿Por qué te sorprendeos? Casi todos los policías lo son.
–No parece que estés loca por él.
–Es un hijo de puta cruel y dominante.
–Ya…
–Sin embargo, a mi manera, le quiero.
–¡Ah!
Se echó a reír. Pero inmediatamente se puso a llorar. Y se metió en el cuarto de baño que había junto al vestíbulo. Yo examiné la sala de estar. De las paredes no colgaban grabados ni pinturas, pero en una de ellas había unas treinta fotografías enmarcadas de Regency ataviado con distintos uniformes: de paracaidista, de policía estatal, y otros que me eran desconocidos. En algunas de ellas le estrechaban la mano tipos con aspecto de políticos o de burócratas, y dos de ellos me parecieron peces gordos del FBI. En otras fotografías, Regency recibía copas por haber participado en alguna prueba deportiva o conmemorativa de algún acontecimiento, y en unas cuantas era él quien entregaba las copas. En el centro había una gran fotografía enmarcada, muy reluciente, de Madeleine ataviada con un vestido de terciopelo muy escotado. Estaba preciosa.
En la pared de enfrente había unos soportes con una colección de armas de fuego. No entiendo lo suficiente para decir si era buena o no, pero advertí que había tres escopetas y una docena de rifles. Al lado había una caja de cristal con tapa de tela metálica que contenía dos revólveres de seis tiros y tres grandes pistolas que tal vez fueran Magnum.
Como Madeleine tardaba en volver, efectué una incursión al piso superior, y eché una ojeada al dormitorio principal y al de invitados. Los muebles también procedían de grandes almacenes. Todo estaba muy limpio. Las camas estaban hechas. Francamente, no era lo habitual en Madeleine.
En un ángulo del espejo había un papelito con las siguientes palabras: «La venganza es un plato que la gente de buen gusto come sin prisas. Proverbio italiano.» Era letra de Madeleine. Bajé instantes antes de que regresara.
–¿Te encuentras bien? –le pregunté.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, y se sentó en un sillón. Yo me arrellané en otro.
–Hola, Tim –me dijo.
Realmente, no sabía si confiar en ella o no. Me daba cuenta de que necesitaba abrirme con alguien, pero si resultaba que Madeleine no era la persona más indicada para recibir mis confidencias, sería posible que fuera la menos indicada.
–Madeleine, sigo queriéndote.
–Más vale que hablemos de otras cosas.
–¿Por qué te casaste con Regency?
Cometí un error al usar su apellido. Madeleine se puso rígida como si le hubiera tocado una fibra muy íntima, pero ya esta harto de referirme a él como el vencedor.
–Fue culpa tuya. Después de todo, tú me hiciste conocer a Chepa.
No tenía por qué acabar de decir lo que pensaba. Como sabía muy bien lo que era capaz de soltarme a continuación, me callé. Pero ella no fue capaz de contenerse. Cuando habló, su voz parecía una mala imitación de la de Patty Lareine. Estaba demasiado furiosa, y en sus gestos había una tremenda ansiedad.
–Sí, señor. Desde que follé con el Chepa me entró el gusto por los hombres maduros con cipotes fuera de serie.
–Oye, ¿no me invitas a una copa?
–Ha llegado el momento de que te vayas. Aún puedes pasar por un agente de seguros.
–Así que le tienes miedo a Regency.
Bueno, una vez se había dicho todo, no era difícil manejar a Madeleine. Lo esencial era que su orgullo no sufriera menoscabo.
–Tú deberías tenerle miedo.
No dije nada. Trataba de imaginarme hasta dónde podría llegar nuestro jefe de policía cuando se airaba.
–¿Crees que reaccionaría violentamente?
–Muchacho, él es de otro mundo.
–¿Qué quieres decir?
–Que puede ser muy violento.
–No me gustaría que me cortara la cabeza. Madeleine se estremeció.
–¿Te ha hablado de eso?
–Sí –mentí.
–¿En Vietnam?
Asentí con la cabeza.
–Bueno, la verdad es que un hombre capaz de cortarle la cabeza de un machetazo a un prisionero debe ser tratado con mucho tacto.
Madeleine no parecía horrorizaba por semejante acto. No, en lo más mínimo. Recordé lo profundo que era el sentimiento de la venganza en Madeleine. Una o dos veces, algún amigo la ofendió en cuestiones que me parecían de lo más intrascendente. Ella nunca se lo pudo perdonar. Seguro que una decapitación en Vietnam no podía dejarla indiferente.
–Tengo la impresión de que no eras feliz con Patty –dijo Madeleine.
–Así es.
–Te abandonó hará cosa de un mes, ¿verdad?
–Sí.
–¿Y quieres que vuelva?
–La verdad, no sé qué haría.
–Bueno, tú lo escogiste.
En el aparador había una licorera con whisky. Madeleine fue a buscarla, trajo dos vasos y vertió en cada uno de ellos un dedo de licor. Era un rito de otros tiempos. Solíamos llamar a esa copa «muestra medicina matutina». Como entonces, Madeleine se estremeció al tragar el líquido.
Lo que Madeleine quería decirme era: «¿Cómo diablos pudiste preferirla a mí?» Oí esas palabras con más claridad que si realmente las hubiera pronunciado.
Me constaba que era una pregunta que Madeleine jamás haría en voz alta, y se lo agradecía de todo corazón. Porque ¿qué le habría respondido? Posiblemente: «Querida, fue una simple cuestión de mamadas comparadas. Tú, Madeleine, te metías el cipote en la boca con un sollozo o un suave gemido, como si estuvieras viendo las llamas del infierno. Era tan bello como la Edad Media. Y Patty Lareine lo hacía como una animadora de equipo de fútbol americano, dispuesta a comerte vivo. Y, además, poseía una habilidad innata. La cuestión era si quería que mi dama fuera remisa o insaciable. Preferí a Patty Lareine. Era tan insaciable como la vieja América, y yo deseaba que mi patria estuviera en mi cipote.»
Quizá fuera natural que la dama medieval perdida hacía tanto tiempo se hubiera aficionado a los hombres capaces de decapitarte de un tajo.
La principal virtud de vivir con Madeleine había sido que cuando estábamos sentados los dos en una habitación, oíamos los pensamientos del otro con tanta claridad como si procedieran de una misma fuente. Así pues, acababa de oír mis palabras, aunque no las hubiera pronunciado. Lo supe por el gesto de mala leche de sus labios. Cuando volvió a mirarme, sus ojos rebosaban odio.
–Jamás he hablado de ti con Al.
Para que no siguiera por aquel camino, le pregunté:
–¿Así le llamas? ¿Al?
–Cállate. No le he hablado de ti porque no he tenido necesidad. Ha conseguido borrar totalmente mis recuerdos de ti. Regency es todo un semental.
Ninguna mujer me había mortificado tan profundamente hasta entonces al pasarme esa palabra por la cara. Ni siquiera Patty Lareine. Madeleine prosiguió::
–Sí, tú y yo nos queríamos, ciertamente, pero cuando Regency y yo empezamos a salir juntos, se me follaba cinco veces cada noche, y la quinta vez estaba tan fresco como al empezar. Ni en sueños le llegarías a la suela de los zapatos al señor Cinco Polvos. ¡Porque así es como le llamo, mierdica!
Por más que hice esfuerzos por contenerlas, mis ojos se llenaron de lágrimas de dolor al escuchar estas palabras. Era un sufrimiento parecido al que sientes cuando te limpias la arena de una herida. Y sin embargo, en aquel preciso momento, volví a enamorarme de ella. Sus palabras guiarían mis pasos el resto de mi vida. Y también hicieron renacer en mí un orgullo que creía muerto. Hice el firme propósito de que había de llegar la noche en que extinguiría su admiración por el señor Cinco Polvos.
Sin embargo, antes de marcharme, nuestra conversación tomó otro giro. Guardamos silencio durante un rato, un rato muy prolongado. Quizá transcurrió media hora así. Entonces Madeleine se puso a llorar. Las lágrimas estropearon su maquillaje, y tuvo que limpiarse la cara.
–Tim, vete, por favor –dijo al fin.
–Muy bien. Pero volveré.
–Llama primero por teléfono.
–De acuerdo.
Me acompañó hasta la puerta. De pronto, se detuvo y dijo:
–Hay algo que debería decirte –hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, como si tratara de convencerse a sí misma–. Pero si lo hago –prosiguió–, querrás quedarte para hacerme preguntas.
–Te prometo que no.
–No, no lo podrías cumplir. Espera. No te vayas.
Se acercó a una reproducción, estilo grandes almacenes, de un escritorio colonial que tenía en la sala de estar, y escribió una nota, la metió en un sobre y lo cerró. Regresó a donde yo estaba.
–Me has de prometer algo que sí podrás cumplir –dijo–. Quiero que guardes esta nota hasta que estés a más de medio camino de tu casa. Ábrela entonces. Piensa en lo que dice. No me llames para hablar de ello. Te digo lo que sé. Y no me preguntes cómo me he enterado.