Así pues, había valido la pena. Y sabía que ahora también sería así. Tenía que volver a contemplar el rostro de la difunta rubia. Y tenía que hacerlo aunque no supiera si el causante de su muerte era yo o había sido obra de otro. ¿Me comprenderán si aseguro que este conocimiento, con ser indispensable para mí –¿qué debía temer más, la ley o todo lo que estaba fuera de ella?–, no me empujaba tanto a ir como el simple deseo de hacerlo, un deseo que nacía de una idea profundamente arraigada en lo más intimo de mi ser. La importancia del viaje debía medirse por el miedo que me causaba emprenderlo.
No hablaré de las horas que pasé dudando qué decisión tomar.
Sólo diré que cuando faltaba poco para la medianoche había conseguido vencer el miedo que me paralizaba hasta el punto de iniciar el viaje mentalmente, así que estaba preparado, al menos con la imaginación, para salir de casa, subir al coche y enfilar una carretera barrida por un viento que a aquellas horas intempestivas haría danzar las hojas de los árboles como si estuvieran poseídas por los espíritus. Cuando hube previsto todos los detalles de mi viaje, y lo realicé con el pensamiento antes de que me decidiera a emprenderlo, se había instalado en el núcleo de mi miedo la calma que te da hacerte una composición de lugar. Por fin me había armado para salir, pero cuando me dirigía a la puerta, dispuesto a enfrentarme al aire de la noche, volvió a sonar el picaporte tan reciamente como un martillazo en mi tumba.
Algunas interrupciones son demasiado profundas para hacerte perder la compostura. Tus miembros no han de temblar cuando te encuentras con el verdugo. Descorrí el cerrojo y abrí la puerta.
Entró Regency. Mi primera impresión al ver la tensión de su cara y el brillo de la ira en sus ojos, fue que venía a detenerme. Se quedó largo rato en el vestíbulo, mirando fijamente los muebles de la sala de estar y moviendo la cabeza de un lado a otro, y al cabo comprendí que sólo trataba de librarse de la tensión que lo agobiaba.
–Amigo, no he venido a tomar una copa –dijo Regency al fin.
–De todos modos podemos tomar una.
–Luego, primero tenemos que hablar.
Clavó durante unos instantes sus ojos llenos de ira en los míos y luego, sorprendido –ya que no creo que hubiera visto nunca en mí una expresión tan resuelta–, los apartó. Regency no podía saber qué me proponía hacer cuando entró.
–¿Desde cuándo trabajas los domingos? –le pregunté.
–No has ido hoy al lado oeste del pueblo, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
–Así pues, ¿no sabes lo ocurrido?
–No.
–Todos los policías del pueblo estaban en el Mirador. Todos –me miró sin verme y dijo–: ¿Te importa que me siente?
Me importaba y no me importaba, así que le hice un gesto ambiguo.
Regency se sentó y dijo:
–Oye, Madden, ya sé que estás muy ocupado, pero quizá recuerdes que esta mañana te llamó Merwyn Finney.
–¿El gerente del Mirador?
–¿Te pasas la vida allí y no sabes su nombre? Regency estaba terriblemente irritado.
–¡Bueno, tampoco hay para tanto!
–De acuerdo. ¿Por qué no te sientas?
–Porque estaba a punto de salir.
–Finney te llamó para hablarte de un coche, ¿verdad?
–¿Sigue allí?
–Le dijiste que no recordabas el nombre de la mujer que iba en compañía de Pangborn.
–Sigo sin recordarlo, ¿es importante?
–No creo. A no ser que sea su esposa.
–Diría que no.
–¡Vaya, juzgas a la gente con mucha rapidez!
–Quizá, pero no soy lo bastante listo para adivinar qué diablos pasa.
–Bueno, podría decírtelo, pero no quiero influir en tus respuestas –volvió a mirarme a los ojos–. ¿Qué opinas de Pangborn?
–Un abogado que trabaja para grandes empresas. Muy listo. Estaba de tapadillo con una rubia.
–¿Viste algo raro en él?
–Simplemente, no me cayó bien.
–¿Por qué?
–Quería ligar con Jessica, y él no paraba de entrometerse –me callé. No cabía duda de la profesionalidad de Regency como policía. Ejercía una constante presión. Y acababas por cometer algún error–. ¡Oh! –dije–, ése es su nombre. Acabo de recordarlo. Jessica.
–¿Apellido? –preguntó Regency tras anotar el nombre.
–No me acuerdo. Es posible que no me lo dijera.
–¿Qué te pareció la mujer?
–Una señora de la buena sociedad. Diría que de la buena sociedad del sur de California. Pero tiene poca clase. Sólo dinero.
–Pero ¿te gustó?
–Me dio la impresión de que, en el retrete, se portaría como una estrella del porno.
Dije estas palabras para escandalizar a Regency. Y tuve más éxito del que esperaba.
–No me gustan las películas porno. No voy a ver ninguna. Incluso no me importaría cargarme a media docena de estrellas de ésas.
–Esto es lo que más me gusta de los servidores de la ley –le contesté–. Le pones uniforme a un asesino, y ya no vuelve a asesinar.
Regency levantó la cabeza.
–Filosofía barata hippy –dijo.
–Jamás podrás sostener una discusión. Tienes el cerebro lleno de campos de minas.
–Tal vez –dijo con aire taimado, y me guiñó un ojo–. Bueno, volvamos a Pangborn. ¿Dirías que es un hombre de carácter inestable?
–No me lo pareció. Es más, aseguraría que no.
–Pues no lo asegures.
–¿Que no lo asegure?
–¿En algún instante te causó la impresión de ser amariconado?
–Bueno, quizá se lave las manos después de follar, pero no, no me pareció amariconado.
–¿Estaba enamorado de Jessica?
–Yo diría que le atraía justamente por lo que podía ofrecerle, y que comenzaba a cansarse de ella. Quizá fuera demasiada mujer para él.
–¿Te pareció que podía estar locamente enamorado de ella? Estaba a punto de contestar «No, no me lo pareció», pero decidí preguntar.
–¿Qué entiendes por «locamente»?
–Diría que es amar a alguien hasta el punto de que ya no eres responsable de tus actos.
De algún punto indeterminado de mi mente surgió una idea muy mezquina.
–Alvin, ¿adonde quieres ir a parar? –pregunté–. ¿Es que Pangborn la asesinó?
–No lo sé. Nadie la ha visto.
–Bien, ¿dónde está Pangborn?
–Esta tarde me ha llamado Merwyn Finney y me ha preguntado si podía retirar el automóvil de su aparcamiento. Pero como estaba aparcado correctamente, le he dicho que primero teníamos que poner un aviso en el parabrisas. Más tarde fui a dar una vuelta por la ciudad y decidí ir al restaurante y echar una ojeada al coche. Aquello me pareció muy raro. No sería la primera vez que un coche vacío encerrara alguna sorpresa. Así que he tentado el maletero. No lo habían cerrado. Pangborn estaba dentro.
–¿Asesinado?
–Interesante pregunta. No, amigo mío, se suicidó.
–¿Cómo?
–Se metió en el maletero y lo cerró. Luego se echó una manta encima, se metió una pistola en la boca y oprimió el gatillo.
–Tomemos una copa –propuse.
–Sí.
Tenía los ojos llenos de rabia.
–Un asunto muy raro –comentó.
No pude servirme la copa. Alvin Luther Regency tenía sus poderes, evidentemente. A pesar de que no veía que pudiera beneficiarme, le pregunté:
–¿Estás seguro de que fue suicidio?
Peor aún. Nuestras miradas se encontraron directamente, con esa falta de disimulo que resulta palpable: las dos personas recuerdan lo mismo. Yo veía sangre en el asiento contiguo al del conductor, en mi automóvil.
–Sin la menor duda, se trata de un suicidio –dijo Regency–. Tiene señales de pólvora en la boca y en el paladar. A no ser que, alguien le drogara antes… –Sacó un bloc de notas y escribió algo–. Sólo que no veo claro cómo le puedes meter una pistola en la boca a alguien, dispararla y colocar luego el cuerpo sin que la sangre derramada te delate. La dispersión de la sangre por el suelo y el lateral del maletero es la que cabría esperar en un suicidio –asintió–. Pero tu perspicacia –dijo– no me merece una opinión nada elevada. Al juzgar a Pangborn, te equivocaste de medio a medio.
–La verdad es que no me pareció un suicida.
–Olvida eso. Era un maricón de mierda. Madden, no tenías idea de quién era el que hacia guarradas en el retrete.
Regency paseó la mirada por mi cuarto de estar como si contara las puertas y clasificara los muebles. No resultaba agradable ver mi casa a través de los ojos de Regency. Casi todos los muebles habían sido escogidos por Patty, y sus gustos eran recargados y estaban llenos de dinero de Tampa; es decir, muebles blancos y colores chillones en los almohadones, los cortinajes y las alfombras, telas con grandes flores, muchos taburetes de bar acolchados tapizados de skay –los de su tocador y la sala de estar combinaban el rosa, el lima-limón, el naranja y el marfil–. Un gusto demasiado chabacano para Provincetown, y más en invierno. ¿Se harán cargo de mi estado de ánimo si les digo que muchos días no era capaz de advertir la diferencia entre los colores de la casa de Nissen y los de la mía?
Regency seguía contemplando los muebles de mi casa. La palabras «maricón de mierda» aún resonaban en sus labios, estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.
–¿Por qué estás tan seguro de que Pangborn era homosexual?
–Bueno, yo no usaría esa palabra. Yo le llamaría
gay
–¡qué ofensiva resultaba para él esta palabra!–. Deberían llamarlo «síndrome de Kaposi» –sacó una carta del bolsillo–. Se llaman a sí mismos
gays
y van por ahí infectándose los unos a los otros sistemáticamente. Son como una plaga.
–Bueno, de acuerdo –concedí–. Tú ocúpate de tus plagas y yo me ocuparé de las mías.
Regency era tan testarudo que me hubiera llenado de indudable placer combativo discutir con él –la polución nuclear para ti, el herpes para mí–, pero no era el momento.
–Mira lo que hay dentro de este sobre –me dijo–, dime si Pangborn era
gay
o no. ¡Léetela!
–¿Estás seguro de que la escribió él?
–Comparé la letra con la de su agenda. Sí, él escribió la carta. Hará cosa de un mes. Está fechada. Pero no la envió. Creo que cometió el error de volverla a leer. Eso sería suficiente para meterte el cañón en la boca y volarte la cabeza.
–¿A quién va dirigida?
–Bueno, ya sabes cómo son los maricas. Tienen tanta intimidad los unos con los otros que ni siquiera se toman la molestia de llamarse por su nombre. Simplemente, charlan de alma a alma. Quizá al final se dignen poner el nombre del destinatario, para que la loca que recibe la epístola sepa que la mierda ha llegado al orinal al que iba destinada.
Regency soltó su relincho.
Leí la carta. Estaba escrita en tinta azul púrpura, con letra redondeada y de trazo firme.
Acabo de hojear tu volumen de poesías. No puedo presumir de apreciar la poesía y la música clásica en toda su plenitud, pero sé muy bien lo que me gusta. Me gusta que las sinfonías surjan de las partes íntimas. Me gustan Sibelius, Schubert, Saint-Saéns y todas las eses, sí, sí, sí. Me consta que me gustan tus poesías porque tengo ganas de contestarte y ponerte nervioso, hermoso. Ya sé que no te gusta la faceta vulgar de mi personalidad, pero no olvidemos que tu Lonnie es un perro callejero, que tuvo que dar un salto muy grande a fin de casarse con su heredera de una cadena de comercios. ¿Quién es el que lleva las cadenas?
Me gustó tu poema «Quemado» porque me hizo añorarte. Allí estás tú, tenso como siempre, nerviosamente preocupado por ti mismo, terriblemente aislado, claro, al fin y al cabo estabas en la cárcel, en tanto que yo me encontraba en Vietnam, patrullando los mares de China. ¿Sabes cómo son allí los ocasos? Describes con gran belleza el arco iris que aparece ante ti cuando quedas «quemado», «agotado», pero no has vivido aquellos arcos iris. ¡Con cuánta vividez me recuerdan tus líneas los lujuriosos meses, rebosantes de sexualidad, que pasé quemándome en Saigón, sí, mi amor, «quemado» igual que tú. Escribes acerca de ese hatajo de criminales que te rodea, y le dices al lector: «Parece que lleven hornos en su interior, fuegos bien alimentados que resplandecen a través de su piel, calentando el aire del verano.» Pues escucha bien, muchachito: esto no es sólo aplicable a esos delincuentes que te rodeaban. No, porque muchos de los marineros que conocí me causaron esa misma impresión. Muchos han sido los fuegos ante los que he calentado mis manos y mi cara. Casi te has vuelto loco negándote lo que más deseas, pero tú eres un caballero o algo parecido. Ahora bien, yo he buscado y he encontrado, y he seducido sin hacer distinciones, interpretando el papel de ramera masculina. He bebido glotonamente de la gran botella con el largo pezón de goma. Lonnie no piensa volverse loco, ¡ni pensarlo! Porque tiene la sabiduría suficiente para sacar el mejor partido posible de su sangre afeminada.
No sabes lo que te perdiste en los mares de China. Recuerdo a Carmine, el de los negros ojos, que acudía a la puerta de mi tienda, cerca de Danang, y con dulce voz me decía: «Lonnie, pequeño, sal.» Recuerdo muy bien al alto y flaco muchacho rubio de Beaumont, Texas, que me mostraba siempre las cartas que escribía a su esposa. Quería separarse de él y yo tenía el deber de leer sus cartas, yo era el censor, y me gusta, recordar el ansia con que me esperaba rondando cerca del barracón de oficiales, mientras oscurecía, y sigo pensando con amor en el modo como me hablaba de su granja avícola hasta que yo alargaba la mano y le acariciaba, y entonces se abría de piernas y se relajaba, y, querido, no volvía a pedirme nada a cambio de volverme a hablar de su granja avícola hasta la noche siguiente; volvía a vagar por los alrededores del barracón de oficiales y yo, que estaba hambriento, podía satisfacer su hambre. Y también recuerdo al adorable muchacho de Ypsilanti, llamado Thorne, así como el sabor a cerezas de sus labios y sus adorables ojos, sus silencios, y, por fin, la tierna y tartamudeante redacción de su carta, tan dulce, propia del sexto curso de primaria, el día que dejé el barco, que él mismo vino a entregarme en el puente de mando.
Y aquel marinero del cuerpo de transmisiones natural de Marion, Illinois, que me mandó su primera insinuación amorosa mediante señales ópticas sin saber que yo podía seguirlas a pesar de la tremenda rapidez con que me las enviaba. «Hola, mi amor, ¿te parece que tú y yo pasemos la noche juntos en mi barco?» Mi contestación fue: «¿A qué hora, querido?» Todavía recuerdo su maravilloso aroma, mezcla de sudor y Aqua Velva, y la cara de sorpresa que puso.