Los tipos duros no bailan (17 page)

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Authors: Norman Mailer

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BOOK: Los tipos duros no bailan
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¡Cuántas cosas me recuerdan tus poemas! Aquellos eran días gloriosos. No había documentos jurídicos que analizar. No había herederos de ricas familias –no te lo tomes personalmente– a quienes sacarles el jugo. Sólo había almirantes y marineros rasos. Lástima que no hayas conocido a ningún infante de marina, un marine o un boina verde. Son verdaderamente templados, querido, y no disparan hasta que ves el color rosado de sus cojones. No he tenido tiempo para pensar tranquilamente en esas cosas, desde hace mucho, pero ahora voy a hacerlo. Tus poemas me refrescan la memoria. Recuerdo al suboficial del cuerpo de sanidad, a quien conocí en el Elefante Azul en el bulevar de Saigón, y también recuerdo la habitación a la que, poco después, le llevé, en un medio derruido hotel, y la gloriosa forma en que bebió de mí, hasta el momento en que también yo tuve que beber, para apagar la gran sed que su beber de mí me había provocado. Y después intentó saber mi nombre mirando el forro de mi gorra, para volverme a ver. Pero yo no quería, y así se lo dije. Pero al acercar mi nariz a su guerrera, su aroma me puso tan frenético que, una vez más, perdí la cabeza.

Sí, ciertamente, esos muchachos llevaban en su interior un fuego que calentaba el aire sensual de aquellas tierras. Legiones de grandes y suplicantes cipotes goteantes, de un color airadamente rojo como las crestas de los pavos de Navidad, ¡oh, días adorables y gloriosos!, mientras tú languidecías en la cárcel de Reading
[1]
, pobre Wardley, luchando contra una depresión, porque no querías hacer lo que tu cuerpo y tu corazón te pedían que hicieras.

Quizá sea mejor que no siga leyendo tus espléndidos poemas. Ya ves que me hacen ser mezquino. Jamás rechaces un amigo que te quiere tanto como yo, ya que si no estás al tanto me perderás para siempre. Pero, no, no ¡ya me he perdido para siempre! ¡Te has quedado sin mí para siempre! esta vez no ha sido por culpa de un muchachote de las Fuerza Aéreas que, con destino en París, acaba de pasar un fin de semana de permiso, ni tampoco me he liado discretamente con un cura tan cachondo que arde en deseos de ser indiscreto; no, no querido Wardley, porque tengo que darte la grata sorpresa de tu vida: me he liado con una hermosa criatura, una rubia. ¿Crees que estoy horrendamente borracho? Pues si lo estoy.

No temas. Esta mujer tiene un aspecto tan femenino como Lana Turner, pero quizá no lo sea, ni mucho menos. Tal vez haya cambiado de sexo. No lo sé, es posible. ¿Qué te parece, crees que puede ser verdad? Un amigo común la vio conmigo y tuvo la desfachatez de decir que era tan hermosa que forzosamente, tenía que ser mentira. Todos preguntaban: «¿Ha sido ella, antes de ser ella, él?» Bueno, pues malas noticias para todos vosotros: dije que no. ¡Es una verdadera mujer, tal como Dios manda, con una cara que te da ganas de follar sólo de verla! Esto es lo que le dije a nuestro amigo común. En realidad, es la única mujer con quien me he acostado desde que me casé con mi heredera de la cadena de comercios de «todo a noventa y cinco». Soy un experto en cadenas. Llevo años entre cadenas. Y permíteme decirte, querido Wardley, que es una gloria estar liberado de ellas. Con esa mujer la relación es tan carnal como para mí solía serlo en el bulevar de Saigón, follar con esta mujer es estar en el paraíso, es un desenfreno de lascivia, polvos y mamadas, lo más glorioso de que haya gozado jamás un maricón –o quizá, digamos, un ex maricón– como yo. ¡Qué embriaguez la de saltar el gran abismo! Wardley, para esta mujer yo soy un hombre. Dice que nunca había visto nada igual. Muchacho, esta mujer ha despertado unas energías que tú no habrías creído jamás que pudiera tener. Estar embriagado, de droga o de lo que sea, es estar embriagado, pero ahora estoy enloquecidamente embriagado. Si alguien intentara quitarme a mi rubia, podría llegar al asesinato.

¿Comprendes lo que intento decir? ¡Embriagado! Pero, ¿por qué te alteras? Tú recorriste ese mismo camino con P. L. Wardley, ¿o no? También tuviste a tu rubia. Bueno, no nos enfademos. Podemos ser ex compañeros de cama de todo corazón, pero sigamos siendo queridos y viejos amigos. Este es el don que Dios otorga a las mujeres, y a tu

Lonnie

Posdata. ¿Has visto en televisión el anuncio de la máquina de afeitar eléctrica…? Dejo la marca en blanco porque no puedo decirte cuál es, ya que, a fin de cuentas, soy el abogado de la empresa. Pero tú ya me entiendes. Vale la pena mirarlo. En el anuncio en cuestión sale un muchacho de veintiún años –¡el señor Cuerpo!– afeitándose, y al hacerlo parece la quintaesencia de la concupiscencia. ¿Sabes cuál es el secreto? Él mismo me lo dijo. Trata de pensar que la maquinilla eléctrica es un lindo y gordo cipote. El muchacho piensa que su mejor amigo se lo pasa por la cara. Los publicistas están absolutamente enloquecidos de entusiasmo al ver los maravillosos resultados que consigue ese anuncio. Bueno, me he entusiasmado con la heterosexualidad, y creo que debo decir adiós a todos esos otros entusiasmos.

Segunda posdata. Conozco bien a ese chaval de veintiún años. Y, tanto si lo crees como si no, es hijo de mi rubia señora. Además, yo soy el amigo que se imagina que le pasa el cipote por la cara. ¿Crees que estará un poco celoso de su mamá y de mí?

Tercera posdata. Todo lo anterior es de lo más secreto y confidencial.

Devolví la carta a Regency. Me parece que los dos hicimos un esfuerzo para que nuestras miradas no se encontraran pero, de todas formas, lo hicieron. En realidad, fueron atraídas como si estuvieran imantadas. La homosexualidad estaba sentada allí entre Regency y yo, de una manera tan perceptible físicamente como el sudor que hueles cuando dos personas se disponen a pelearse.

–«La venganza es mía, dijo el Señor» –citó Regency. Se metió la carta en el bolsillo de la pechera, respiró profundamente y, dijo–: Me gustaría matar a esos maricones. Hasta el último de ellos.

–Toma otra copa.

Regency se golpeó el pecho y dijo:

–La podredumbre que destila esta carta deja un sabor que no hay bebida que pueda quitar.

–Oye, no soy la persona más adecuada para echar sermones, sin embargo, ¿te has preguntado alguna vez si realmente eres la persona adecuada para ser jefe de policía?

–¿Por qué dices eso? –preguntó. Se había puesto en guardia.

–Deberías saberlo. Llevas cierto tiempo aquí. En verano, en este pueblo hay un contingente muy alto de homosexuales. Y mientras los portugueses quieran su dinero, tendrás que respetar sus costumbres.

–Quizá te interese saber que he dejado de ser el jefe de policía.

–¿Desde cuándo?

–Desde el momento en que he leído esa carta, esta tarde. Verás, yo no soy más que un chico de pueblo. ¿Sabes qué significa para mí el bulevar de Saigón? Dos patas cada noche durante diez noches. Eso es todo.

–¡Venga hombre!

–Vi matar a muchos hombres decentes. Y no conozco a ningún boina verde que tenga los huevos de color de rosa. Celebro que Pangborn haya muerto. Me lo hubiera cargado.

No mentía. El aire que le rodeaba parecía a punto de soltar rayos y centellas.

–¿Has presentado formalmente la dimisión? –le pregunté.

Extendió las manos como si no le hubiera gustado mi pregunta, y dijo:

–No quiero entrar en el tema. En realidad, nunca fui jefe de policía. Mi subordinado portugués es quien manda de verdad.

–¿Qué? ¿Ese cargo no es más que una tapadera para ocultar tu verdadera función?

Sacó el pañuelo y se sonó. Mientras lo hacía movió la cabeza arriba y abajo. Era su manera de contestar que sí. ¡Qué tipo! Seguramente pertenecía a la Oficina de Represión de Narcotráfico.

–¿Crees en Dios? –me preguntó.

–Sí.

–Bien. Sabía que tú y yo podíamos tener una conversación. Deberíamos volver a hacerlo un día de éstos. Emborrachémonos y hablemos.

–De acuerdo.

–Quiero servir a Dios. Lo que la gente no comprende es que para servir a Dios es necesario tener las pelotas lo suficientemente grandes para asumir Sus atributos. Y ello incluye la pesada responsabilidad de la venganza.

–Sí, hablaremos –dije.

–Muy bien. ¿Tienes alguna pista acerca de quién puede ser ese Wardley? –me preguntó cuando se levantaba para marcharse.

–Supongo que será un ex amante de Pangborn. Algún rico señor rural de rígida moralidad.

–Me gusta tu agudeza. ¡Ja, ja, ja…! Resulta que tengo la impresión de haber oído ese nombre. Es insólito y no es fácil olvidarlo. Quiero decir que lo he oído en esta casa, aquí. Alguien pronunció el nombre de pasada. ¿Pudo ser tu esposa?

–Pregúntaselo.

–Cuando la vea, lo haré.

Sacó el bloc de notas, anotó algo y me dijo:

–Y, a tu juicio, ¿dónde se encuentra esa señora, Jessica?

–Quizá haya regresado a California.

–Ahora lo estamos averiguando.

Me pasó el brazo sobre los hombros como si quisiera consolarme de alguna pena, de algo, y así cruzamos la sala de estar camino de la puerta. Considerando objetivamente mi talla, nunca he podido ser calificado de bajo, pero lo cierto es que Regency era mucho más alto que yo. Todavía pensábamos en la carta. Al llega, a la puerta, se volvió hacia mí y dijo:

–Tengo que darte recuerdos. De parte de mi esposa.

–¿La conozco? ¿Cómo se llama?

–Madeleine.

–¿Madeleine Falco?

–Justamente.

¿Saben cuál es la primera máxima de la calle? Si quieres morir de un balazo en la espalda, tontea con la mujer de un policía. ¿Qué sabía Regency de su pasado?

–Sí –dije–, de vez en cuando venía a tomarse una copa a un bar en el que trabajaba como camarero. Hace muchos años de eso. Pero la recuerdo. Una chica encantadora, toda una señora.

–Gracias. Tenemos dos hijos muy guapos.

–¡Qué sorpresa! No sabía que… tuvieras hijos.

Poco había faltado para que metiera la pata, pues estuve a punto de decir: «No sabía que Madeleine pudiera tener hijos.»

–Sí, hombre –dijo Regency echando mano de su cartera–. Mira, aquí tienes una foto.

Miré, y vi a Regency y a Madeleine –era la misma Madeleine, aunque ocho años mayor que el último día que la vi– y a dos muchachos cabezones, que se parecían un poco a Regency y nada a Madeleine.

–Estupendo… Salúdala de mi parte.

–Sayonara –dijo Regency, y se fue.

Ya no podía ir al bosque de Truro. No me sentía capaz de volver a concentrarme de aquel modo. A aquellas horas, ya no. Mi cerebro iba de un lado para otro como el viento que soplaba en las colinas. No sabía si pensar en Lonnie Pangborn, en Wardley, en Jessica o en Madeleine. Y entonces me invadió una pena muy honda. La pena de pensar en una mujer a la que había amado, a la que luego dejé de amar y a la que nunca debiera haber dejado de amar.

Pensé en Madeleine. Quizá pasó una hora hasta que subí a mi estudio, en el piso superior, y abrí un archivador. Entre un montón de viejas páginas escritas por mí, encontré las que buscaba y las volví a leer. Las había escrito hacía más de doce años –¿qué edad tendría entonces?, ¿veintisiete años?–, y mi estilo era el propio de la imagen de joven anticonvencional que pretendía dar en aquellos tiempos, pero esto carecía de importancia. Cuando dejas de ser un hombre de una pieza para ser solamente un conjunto de fragmentos, cada uno de los cuales va a su aire, el acto de recordar mediante la lectura de lo que escribiste cuando tenías plena identidad (incluso en el caso de que ésta fuera ficticia), tal vez pueda volverte a unir, aunque sólo sea durante un breve período, y así ocurrió mientras leí aquellas páginas, pero tan pronto terminé de leerlas sentí las punzadas de un viejo dolor. Tiempo atrás, cometí el error de dejarle leer aquel texto a Madeleine, y eso contribuyó a que rompiéramos.

La mejor descripción de un coño que he leído en mi vida se debe a John Updike, y figura en su narración «La mujer de tu vecino». Hela aquí:

«Cada pelo es precioso e individual, y tiene una función definida en el conjunto: rubio hasta resultar invisible donde muslo y vientre se unen, oscuro hasta hacerse opaco donde los tiernos labios piden protección, robusto y vigoroso como las barbas de un guardabosques bajo la curva de la barriga, oscuro y ralo como las patillas de un Maquiavelo donde el perineo se repliega en busca del ano. Mi coño se transforma según la hora del día y la malla de mis bragas. Y tiene sus satélites: esa caprichosa línea de vello que asciende hasta mi ombligo, y la que se introduce en mi ano, la suave pelambrera que tapiza el interior de mis muslos, la brillante pelusa que adorna la hendidura de mi trasero. Ámbar, ébano, pardo, rojizo, laurel, castaño, canela, avellana, gamuza, tabaco, alheña, bronce, platino, melocotón, ceniza, fuego y gris ratón: éstos son algunos de los colores de mi coño.»

Es una bella descripción de un bosque, que me hace abstraer en la consideración de los misterios de las proporciones. Leí en algún sitio que Cézanne había modificado nuestra percepción de las magnitudes hasta convertir una toalla blanca encima de una mesa en la nieve azulada de las hondonadas de una montaña, y un retazo de piel en un valle desierto. Una idea interesante. Después de leer eso comprendí mejor a Cézanne, del mismo modo que me di cuenta de que nunca había mirado como es debido un coño en cuanto leí a Updike. Sólo por eso, John ya sería uno de mis escritores favoritos.

Dicen que Updike ha sido pintor, y eso se nota en su estilo. Nadie estudia el aspecto de las cosas tan de cerca como él, y emplea los adjetivos con más discreción que ningún otro escritor actual en lengua inglesa. Hemingway decía que era mejor no usarlos, y en eso tenía razón. El adjetivo no es más que la opinión del autor acerca de lo que está ocurriendo. Si escribo: «Un hombre robusto entró en el bar», significa solamente que es robusto en relación conmigo. A menos que haya explicado al lector mis características físicas, puedo ser el único cliente del bar que se sienta impresionado por el hombre que acaba de entrar. Es mejor decir «Entró un hombre. Llevaba un bastón en la mano y, no sé a santo de qué, lo partió en dos como si fuera una ramita.» Pero narrando las cosas así se tarda más, por descontado. Y los adjetivos te permiten describir de un modo tan rápido como la vida misma. De eso se aprovecha la publicidad. «Un supereficiente, silencioso, sensual cambio de marchas de cinco velocidades.» Pon veinte adjetivos del nombre, y nadie sabrá que estás describiendo un zurullo. Los adjetivos son el circunloquio.

En consecuencia, he de ahondar en el tema. Updike es uno de los pocos escritores capaces de mejorar su obra con los adjetivos, en lugar de afearla. Tiene un talento fuera de lo común. Y, sin embargo, me irrita. Incluso su descripción de un coño. Lo mismo podría ser un árbol. (El aterciopelado musgo donde empiezan a separarse mis miembros, las algas que revisten las terrazas de mi corteza, etcétera.) Con una vez que Updike me guíe por el interior de un coño, tengo más que suficiente.

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