Por ejemplo, en este instante mi mente considera las diferencias entre el coño descrito por Updike y uno de verdad, es decir, el coño en que estoy pensando ahora mismo. Es el coño de Madeleine Falco, y como está sentada a mi lado, sólo tengo que extender el brazo derecho para tocarlo con las puntas de los dedos. Con todo, preferiría seguir en el estado, mucho menos complicado, de escritor que deja vagar su imaginación. Como soy muy amigo de competir –¿qué escritor novel no lo es?–, trataré de expresar todo lo que manifiesta su coño mediante palabras bien escogidas, a fin de que la elegancia de mi prosa me permita hacer una incursión en la gran cabeza de playa de la literatura. En consecuencia, no voy a limitarme al vello de su coño. Es negro, tan negro que al contrastar con el blanco marmóreo de su piel hace que mis tripas y mis pelotas resuenen como címbalos siempre que ella muestra su vello púbico. ¡Y cómo le gusta mostrarlo! Dentro de su gran boca tiene otra, más pequeña y rosada (como el gobernador Nelson Rockefeller), una suave flor que jadea bañada por la escarcha de sus calores. No obstante, cuando se excita, el coño de Madeleine parece surgir directamente de sus nalgas, y su pequeña boca siempre es de color rosado, por mucho que alza las piernas mientras que el orificio exterior de su vagina –la boca grande– se va engrasando lentamente y el perineo (al que de niños, en Long Island, solíamos llamar el
noes
: no es coño, no es ojete, ¡ja, ja, ja!) deviene una reluciente plantación. No sabes si comértela, devorarla, contemplarla con reverencia o quedarte para siempre dentro de ella. «No te muevas», suelo decirle, «no te muevas, o te mato; voy a correrme.» ¡Y cómo se estremece al responderme!
Cuando penetro a Madeleine, la otra mujer que hay en ella, la adorable morenita que se cuelga de mi brazo cuando paseamos por la calle, deja de existir. Toda ella se convierte en un vientre y un útero: un hervidero de grasientas, saponáceas, sebáceas, untuosas y oleosamente lúbricas delicias mundanas. No puedo presumir de que soy capaz de prescindir de los adjetivos al meditar acerca de un cono. Al follármela, me siento rodeado por todas las bailarinas de la danza del vientre y todas las prostitutas morenas del mundo; siento dentro de mí su lujuria, su codicia, su ansia por alcanzar las más oscuras ambiciones del cosmos. Sólo Dios sabe qué designios del karma hacen que su vientre me impulse a correrme. El coño de Madeleine es para mí mucho más real que su cara.
–¿Cómo has podido escribir esto de mí? –dijo Madeleine al llegar a este punto, y se echó a llorar de un modo que me partió el corazón.
–No es más que literatura –le dije–. En realidad, no digo lo que siento por ti. No soy un escritor lo bastante bueno para expresar mis verdaderos sentimientos.
Sin embargo, odié a Madeleine por obligarme a renegar de mi literatura. Por aquel entonces, entre ella y yo las cosas no iban bien. Madeleine leyó esas páginas una semana antes de que decidiéramos acudir a una moderada orgía con intercambio de parejas (no se me ocurre un modo más rápido de describirla). Persuadí a Madeleine para que viniera conmigo, a pesar de que teníamos que ir de Nueva York a Carolina del Norte y no conocíamos a aquella gente. Sólo teníamos un anuncio en la revista Screw con el número de un apartado de correos:
Joven pero maduro matrimonio blanco, el esposo ginecólogo, busca diversión para fines de semana. Nada de deportes acuáticos, duchas doradas, sadomasoquismo ni bestialidad. Enviar fotografía y señas para contestar. Sólo matrimonios.
Contesté al anuncio sin decírselo a Madeleine, y mandé una foto en la que aparecíamos los dos, bien vestidos y en la calle. Ellos mandaron una foto Polaroid. Iban en bañador. El hombre era alto, medio calvo, y tenía una larga y triste nariz, ojos saltones, rodillas salientes, barriguita y mal color de pelo.
–Debe de tener el cipote más largo de la cristiandad –comentó Madeleine mientras contemplaba la fotografía.
–¿Por qué lo dices?
–Es la única explicación de su existencia.
La esposa era joven, llevaba un vistoso bañador, y parecía descarada. Nada más ver la fotografía, algo me había atraído hacia ella. Llevado por un impulso, exclamé:
–¡Vayamos!
Madeleine asintió con la cabeza. Tenía los ojos grandes y negros, luminosos y rebosantes de trágicos presentimientos, ya que su familia tenía cierta importancia en la Mafia y había lanzado unas cuantas maldiciones sobre su cabeza cuando la chica, decidió abandonar su hogar (que se encontraba en Queens) para irse a vivir a Manhattan. Llevaba las heridas que le causó separarse de su familia como quien lleva un manto de terciopelo. Era muy seria y para compensar esa seriedad me esforzaba por hacerla reír, hasta el punto de andar con las manos por toda la habitación. Un gesto de alegría que lograra arrancarle, me hacía estar contento durante horas. Por eso me enamoré de ella. Había en su espíritu una vena de ternura que no encontré en ninguna otra mujer.
Pero estábamos demasiado encima el uno del otro. Y empecé a aburrirla. ¡Qué brusco e irlandés debía de parecerle! Tras dos años juntos, había llegado para nosotros el momento en que las parejas se casan o se separan. Hablamos de salir con otras personas. De vez en cuando la engañaba, y Madeleine tenía la noche entera si quería hacerlo, ya que yo trabajaba en el bar cuatro veces por semana, de cinco de la tarde a cinco de la mañana, y en doce horas se puede follar a destajo.
En consecuencia, cuando Madeleine dijo que sí con la cabeza a nuestro viaje al Sur, puse manos a la obra. Uno de sus dones era la capacidad para decir que sí con un seco movimiento de cabeza, no exento de cierto sentido del humor, que significaba: «Bueno, ahora ya puedes darme la mala noticia.»
Así pues fuimos a Carolina del Norte. Nos dijimos el uno al otro que la pareja aquélla seguramente no nos gustaría, y que no tardaríamos en marcharnos. Podríamos aprovecharlo para gozar de una noche o de dos de asueto camino de casa.
–Nos detendremos en Chincoteague –le dije–. A lo mejor podemos montar a caballo.
Y le expliqué que los únicos caballos más o menos que quedaban al este del Mississippi estaban allí.
–Chincoteague… Sí, me gustaría.
Madeleine tenía una voz rica y baja, cuyo timbre resonaba en mi pecho, y en esa ocasión me permitió que me balanceara en cada una de las sílabas de Chincoteague. De esa manera nos pusimos bálsamo, el uno al otro, sobre la profunda incisión que habíamos efectuado en la naturaleza de nuestra propia carne. Y fuimos.
Y allí conocí a Patty Lareine. (Había de pasar bastante tiempo hasta que ella conociera a Wardley.) Era la esposa del Chepa, como ella le llamaba, quien resultó ser, en primer lugar, el feliz poseedor de un cipote largo de veras, y, en segundo lugar, un mentiroso de tomo y lomo, pues no era el ginecólogo más famoso del condado, sino un experto quiropractor. Los coños le gustaban con locura. Ya se pueden figurar con qué ahínco se lanzó contra el cofre de los tesoros de Madeleine.
En el dormitorio contiguo (porque el Chepa era muy higiénico a la hora de cambiar de pareja, ¡nada de tríos ni de cuartetos!) Patty Erleen –todavía no se hacía llamar Patty Lareine– y yo comenzamos nuestro fin de semana. Podría contar lo que ocurrió, pero de momento basta con decir que pensé en Patty durante todo el camino de vuelta a Nueva York, y que Madeleine y yo no nos detuvimos en Chincoteague. Yo no fumaba por aquel entonces. Era mi primer intento de dejar el tabaco. Así pues, pasé por algunos abruptos descensos y elevaciones de mi vanidad, durante aquellos dos días y una noche de cambio de parejas (el Chepa nunca llegó a saber que Madeleine y yo no estábamos casados, aunque a decir verdad, teniendo en cuenta las consecuencias de aquel viaje, bien hubiéramos podido estarlo), sin fumarme un cigarrillo mientras me sentía empalado –creo que es la palabra adecuada para expresar lo que sentía– al escuchar los gemidos de placer de mi mujer (¡qué poco discreta era Madeleine!) mientras otro hombre se la follaba. Ninguna vanidad masculina queda incólume después de comprobar que los chillidos de gusto que es capaz de provocar pueden ser repetidos gracias al primer cipote desconocido (y de considerables proporciones) que se introduce en su pareja. Durante aquellos dos días me dije más de una vez que «más vale ser masoquista que maricón», pero también hubo horas gloriosas para mí, ya que la esposa del médico, anteriormente su enfermera, Patty Erleen, tenía un cuerpo tan turgente como el de una modelo de
Playboy
que se hubiera atravesado milagrosamente en mi camino, y entre nosotros hubo un ardiente romance de adolescentes que se desarrolló a empujones, y digo a empujones porque yo no paraba de empujar a Patty a que pusiera sus labios en lugares donde ella aseguraba que no habían estado jamás, de manera que nos enzarzamos el uno con el otro de un modo tan mezquino, íntimo y guarro que precisamente por ser tan guarro nos llenaba de un inmenso placer. ¡Santo cielo, Patty era una maravilla, podías follar con ella hasta morirte de gusto! Incluso ahora, al cabo de doce años, recordaba aquella noche con una satisfacción que hubiera preferido no sentir, como si el lujurioso recuerdo de Patty traicionara a Madeleine una vez más.
También sufrí al recordar el largo viaje de regreso a Nueva York que hicimos Madeleine Falco y yo. Nos peleamos, y ella me gritó (lo que no era nada habitual) cuando cogí algunas curvas a demasiada velocidad, hasta que –creo que fue culpa de la tensión por no fumar– perdí el control del coche en una curva muy cerrada. Era un automóvil grande, un Buick, o un Dodge, o un Mercury, ¿qué importa? Todos son como esponjas de baño cuando han de tomar una curva cerrada, y después de recorrer cien metros chirriando y patinando por el asfalto, nos estrellamos contra el tronco de un árbol.
Mi cuerpo se sentía como el coche: aplastado y lacerado, y en mis oídos sonaba un ruido desagradable, como el que produce un tubo de escape suelto. Fuera reinaba el silencio. Uno de esos silencios campestres en que el movimiento de los insectos vibra entre los campos.
Madeleine estaba peor que yo. No me lo dijo, pero supe que se lesionó el útero. Y, realmente, cuando salió del hospital tenía una terrible cicatriz en el vientre.
Todavía seguimos juntos un año, pero cada vez estábamos más lejos el uno del otro. Nos aficionamos a la cocaína. La droga llenó la zanja que nos separaba. Pero nos dominó el hábito, que volvió a agrietar la roca en que se basaba nuestra relación, de modo que la zanja se ensanchó. Fue poco después de romper cuando me detuvieron por vender cocaína.
Ahora estaba en mi casa de Provincetown, tomando sorbos de whisky. ¿Sería posible que pensar en el pasado bebiendo whisky fuera un sedante que paliara los efectos de aquellos últimos tres días de sobresaltos? Sentado en el sillón sentí que el sueño iba invadiéndome como una bendición. El murmullo del pasado me empapaba como una infusión mientras que sus colores se tornaban más intensos que los del presente. ¿Sería el sueño algo parecido a entrar en una caverna?
Entonces me desperté de un salto. ¿Qué podía hacer, si incluso en mis metáforas veía la entrada de una cueva? No era la imagen más adecuada para evitar que pensara en el hoyo en el bosque de Truro.
Seguí bebiendo, y vinieron a mi mente ideas más placenteras. ¿Empezaba a digerir los efectos del suicidio de Pangborn? Porque no me parecía imposible –¿o acaso era probable?– que Pangborn hubiera sido el maniaco autor del asesinato. Ciertamente, aquella carta podía interpretarse como los prolegómenos de un crimen: «Si alguien intentara robarme a mi rubia, lo mataría.» Pero ¿a quién? ¿Al nuevo amante, o a la dama?
Esto, que ofrecía una premisa sobre la cual trabajar, en combinación con el whisky, era el sedante que necesitaba, y, al fin, me sumí en un sueño profundo, tan fatigado como la noche siguiente a haber jugado un partido de fútbol americano con el equipo de Exeter, que no me pasaba ni una sola pelota, y tan profundo que ni siquiera las voces de la Ciudad del Infierno lo acompañaban cuando desperté. Por el contrario, recordé con toda claridad que hacía tres noches –¡sí, seguro!– Jessica, Lonnie y yo salimos al mismo tiempo del Mirador, ellos procedentes del comedor y yo del bar, y que en el aparcamiento reanudamos nuestra conversación –con gran disgusto de Pangborn y notoria satisfacción por parte de Jessica–, que ella y yo estábamos muy contentos y risueños y que en seguida decidimos ir a mi casa a tomar una última copa.
Entonces comenzó la discusión sobre el coche. ¿Iríamos en uno o en dos? Jessica era partidaria de que fuéramos en dos. Lonnie iría en el coche alquilado por él, y ella y yo en el Porsche, pero Lonnie era avispado y no estaba dispuesto a permitir que Jessica le mandara a paseo, de modo que resolvió el problema sentándose en el asiento de mi Porsche contiguo al del conductor, de modo que a Jessica no le quedó otro remedio que, ponerse encima y alrededor de Pangborn, lo cual tuvo como consecuencia que pusiera sus piernas sobre mis muslos, con lo cual yo tenía que cambiar las marchas metiendo la mano entre las rodillas de Jessica y por debajo de sus muslos, pero, a fin de, cuentas, mi casa se encontraba solamente a cosa de algo más de tres kilómetros. Una vez allí, tuvimos una larga conversación sobre el valor de la propiedad inmobiliaria en Provincetown, y expliqué las razones por las que mi vieja casucha estaba tan altamente valorada, a pesar de que no era más que un par de barracones y de cobertizos, más una torre que habíamos hecho construir para servirme de estudio, y les dije que todo se debía a la fachada. Teníamos treinta metros de fachada que daba a la bahía, y la casa era paralela a la playa, lo que no era frecuente en Provincetown.
–Sí, esto es maravilloso –afirmó Jessica. Y juraría que separó un poco más las rodillas.
Ahora bien, no podría decir a ciencia cierta sí todo esto era un recuerdo o un sueño, ya que si bien parecía tener la claridad propia de los hechos reales, la lógica de aquellos hechos resultaba más propia de este teatro de los sueños donde sólo tienen lugar las acciones imposibles de realizar a la luz del día. Creí recordar que mientras estábamos sentados en mi sala de estar, bebiendo, me di cuenta del aire afeminado de los movimientos de Pangborn. Ése cuanto más bebía menos capaz parecía de conservar su pose con masculinidad, y desperté en mi sillón, la tercera mañana siguiente a su desaparición, dispuesto a jurar que mientras miraba a Jessica y a Lonnie tuve una prodigiosa erección –una de esas escasas erecciones que merecen ser recordadas con auténtico orgullo–, y tan perentorio fue aquel repentino impulso sexual, que me abrí la bragueta, envuelto en la expectación de un largo, denso y, debo reconocerlo, aprensivo silencio. Me saqué el cipote y se lo mostré, igual que un niño de seis años o que un feliz lunático, y pregunté: