Los tipos duros no bailan (22 page)

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Authors: Norman Mailer

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BOOK: Los tipos duros no bailan
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Era un hombre alto, pero no tenía aspecto amenazador. La verdad es que estaba gordo, y corría el peligro de llegar a tener muy pronto al aspecto de una pera si seguía engordando, ya que la grasa se le acumulaba en la cintura, mientras que sus hombros seguían siendo estrechos. Además, caminar sobre la arena le daba un aire cómico. Iba bien vestido, con un terno de franela gris oscura a rayas, camisa a rayas con cuello blanco, corbata oscura y un pañuelito rojo en el bolsillo superior de la chaqueta; un abrigo de pelo de camello colgaba de su brazo, y para evitar ensuciarse los zapatos, marrones y con cordones, los llevaba en la mano, de modo que caminaba en calcetines sobre la fría arena de noviembre. Esto le daba el aire y el contoneo de un caballo de exhibición procurando no resbalar sobre adoquines mojados.

–Hola, Tim, ¿cómo estás? –dijo al verme.

–¡Wardley!

Mi sorpresa fue doble. En primer lugar, por lo mucho que había engordado Wardley, ya que estaba delgado la última vez que le vi, durante el juicio para divorciarse de Patty. Y, en segundo lugar, por coincidir con él en aquella playa de South Wellfleet, en la que yo no había estado desde hacía cinco años.

Wardley se inclinó y me alargó la mano.

–Tim, te portaste como un hijo de puta, pero quiero que sepas que no te guardo rencor. La vida, como dicen mis amigos, es demasiado corta para perder el tiempo con resentimientos.

Estreché su mano…Si él estaba dispuesto a ello, no veía por qué negarme. A fin de cuentas, su esposa me encontró medio muerto de hambre en un bar de Tampa –no nos habíamos visto desde hacía cinco años–, me dio trabajo como chófer y me hizo pasar muy buenos ratos en su cama en las mismísimas narices de Wardley, con lo que reanudamos la romántica relación que había empezado aquella noche en Carolina del Norte. He de reconocer que la machacona insistencia de Patty hizo que tratara de buscar un método limpio y seguro de deshacernos de él. Aunque no quise liquidarle, lo cierto es que fui testigo contra él en el juicio de divorcio, y juré, lo cual era en gran parte verdad, que Wardley me había pedido que prestara testimonio a su favor a cambio de una buena suma. Y también que me había propuesto llevar a Patty Lareine a una casa de Key West en la que Wardley pensaba entrar en compañía de un investigador privado y un fotógrafo. Esto no era del todo cierto. Se había limitado a meditar en voz alta acerca de la posibilidad de preparar esa trampa. También dije que Wardley me había pedido que sedujera a su esposa con la finalidad de que pudiera testificar a su favor, lo que era, pura y simplemente, perjurio, aunque la cosa funcionó. Es posible que mi testimonio ayudara tanto a Patty Lareine a ganar el caso como los ensayos grabados en vídeo que le hizo hacer su abogado. Ciertamente, los abogados de Wardley me trataron como a un testigo de excepción, y se ensañaron llamándome ex presidiario y gigoló. Pero era lo que cabía esperar. ¿Cómo podía yo tener la conciencia tranquila, después de todo lo que hice? Durante el tiempo en que fui chófer en su casa, Wardley siempre me trató como a un compañero de estudios de Exeter que había tenido mala suerte. Me porté muy mal con él.

–Sí, durante un tiempo me sentí herido –dijo–, pero Meeks siempre me decía: «Wardley, no sientas lástima de ti mismo. Es la única emoción que nuestra familia no puede permitirse.» Deseo que le estén cociendo en la peor caldera, pero eso es harina de otro costal. Los buenos consejos deben agradecerse, vengan de donde vengan.

Wardley tenía una voz increíble. La describiré dentro de poco, pero de momento me concentraré en su cara, que por cierto estaba casi encima de la mía. Como muchas personas desgarbadas, Wardley, cuando hablaba con alguien que estaba sentado, tenía la costumbre de inclinarse hacia adelante doblando la cintura, de modo que colocaba su jeta algo por encima de la de su interlocutor, quien no podía dejar de sentir el temor de recibir alguna de las gotitas de saliva que salían proyectadas de su patricia boca. Con la cara iluminada por la luz del sol, y a tan corta distancia, Wardley parecía estar hecho de avena. De no haber ido tan bien arreglado, su aspecto externo habría sido el de un palurdo, pues tenía el cabello liso y negro y las facciones abotargadas, cerriles y carentes de vivacidad; sus ojos, sin embargo, resultaban inquietantes. Eran luminosos, y tenían la curiosa propiedad de salírsele de las órbitas llenos de furia al hacerle la observación más intrascendente, como si el Diablo acabara de cruzarse en su camino.

Aquellos ojos parecían dispuestos a dominarte, y te miraban de hito en hito como si tu alma fuera la primera que había encontrado Wardley que tuviera una remota semejanza con la suya.

Es hora de hablar de su voz. A mi padre le habría dado repeluznos. Dios, sin duda, se servía de la voz de Wardley para manifestar sus buenos modales. Todo lo que le faltaba en otros aspectos quedaba compensado por sus diptongos. Un esnob se habría corrido de gusto al escuchar aquellos diptongos.

Me ha costado un poco describir a Wardley porque aún no me había repuesto de la impresión. Siempre había tenido gran fe en la trascendencia de las coincidencias; de hecho, incluso había llegado a pensar que siempre debes esperar que ocurran cuando suceden acontecimientos extraordinarios o diabólicos. Se trata de una idea extravagante, pero preñada de posibilidades, y espero ser capaz de explicarla de un modo claro. Ahora bien, que Wardley hubiera hecho acto de presencia en aquella playa precisamente ahora… la verdad, me habría conformado con una explicación racional.

–Es increíble encontrarte aquí –le dije, a mi pesar. Afirmó con la cabeza.

–Tengo una fe absoluta en los encuentros casuales. Si fuera devoto de una santa, éste sería santa Casualidad.

–Pareces contento de verme.

Consideró estas palabras sin quitarme los ojos de encima.

–¿Sabes? –dijo–, considerando los pros y los contras, es así.

–Wardley, en el fondo no eres malo. Siéntate, por favor.

Aceptó la invitación, lo que fue un alivio. Por fin no tenía que mirarle a los ojos constantemente. Sin embargo, su muslo, que había engordado igual que el resto de su cuerpo, se apoyaba contra el mío, como un objeto suave, grandote y amable. La verdad es que si mis gustos hubieran ido en esa dirección, hubiera podido meterle mano a Wardley, y todo lo demás. Su carne tenía una especie de núbil pasividad que invitaba a abusar de ella. Recuerdo que en presidio solían llamarle el duque de Windsor. A más de un presidiario le oí decir: «Si, chico, el duque de Windsor, tiene el ojete ancho como un balde.»

–Tienes mal aspecto –murmuró Wardley.

–¿Cuánto tiempo llevas por aquí? –le pregunté sin darme por aludido.

Con estas palabras igual hubiera podido referirme a la playa Marconi, a South Wellfleet, a Cape Cod, a Nueva Inglaterra, incluso a Nueva York o a Filadelfia, pero Wardley se limitó a agitar vagamente la mano y a decir:

–Hablemos de asuntos importantes.

–Sí, es más fácil.

–Sí, es más fácil, Mac, tienes toda la razón. Siempre he dicho… bueno, se lo decía a Patty Lareine: «Tim Madden tiene unos buenos modales innatos. Es como un don. Lo mismo que tú, llama a las cosas por su nombre. Pero lo hace con mucha educación.» Desde luego, sólo trataba de meter disimuladamente esa idea en su terca cabecita. ¡Los esfuerzos que hice intentando inculcarle buenos modales!

Wardley se echó a reír. Tenía esa hilaridad propia de las personas solitarias que se han pasado la vida riéndose de sus propias gracias, de modo que su risa, aunque dejaba traslucir una tremenda soledad, también ponía de manifiesto una extraordinaria individualidad, como si le importara un comino mostrar los más recónditos vericuetos de su alma. La libertad de ser él mismo, sin cortapisas, compensaba todo lo demás.

Cuando ya comenzaba a preguntarme qué diablos sería lo que tanto le divertía, se calló y me dijo:

–Dado que tú, Patty y yo nos hemos enfrentado al mismo problema antes, seré breve. ¿Quieres matar a Patty?

En sus ojos había un rasgo de esperanza al proponérmelo, como si se tratara de robar el diamante Koh-i-noor.

–¿Lo dices en serio?

–¡Pues claro!

–No te andas con rodeos.

–Es otro de los consejos de mi padre. Me dijo: «Cuanto más importante sea un asunto, tanto más pronto debes plantearlo. De lo contrario, la propia importancia del asunto te refrenará, y entonces nunca te atreverás a hacerlo.»

–Tal vez tu padre estuviera en lo cierto.

–Estoy convencido de ello.

Evidentemente, Wardley, después de haberme hecho aquella sugestión, dejaba la iniciativa en mis manos.

–La pregunta que me viene a los labios –le dije– es: ¿cuánto?

–¿Cuánto quieres?

–Patty Lareine me prometía la luna –le dije–. «Cárgate a ese maricón de mierda», me decía, «y tendrás la mitad de todo lo que pueda conseguir.»

Dije esto con la intención de ofender a Wardley. Aquel elogio de mis buenos modales me había cabreado. La adulación se notaba a la legua. Dije aquellas palabras para ver si sus heridas habían cicatrizado. No acabo de estar seguro de que fuera así. Wardley parpadeó rápidamente, como si se esforzara por reprimir las ganas de llorar, y me dijo:

–No me extrañaría que ahora Patty dijera de ti cosas igualmente agradables.

Me eché a reír. No pude evitarlo. Siempre había dado por sentado que Patty me trataría mejor que a Wardley. Tal vez había sido demasiado optimista.

–¿Te ha incluido en su testamento? –me preguntó Wardley.

–Ni idea.

–¿La odias lo bastante para hacerlo?

–Sería capaz de hacerlo cinco veces.

Lo dije sin pensarlo. Aquella conversación en la playa parecía dar pie a que expresáramos nuestros pensamientos sin el menor reparo. Pero aquel número rebotó en mi cerebro. ¿Había expresado mis verdaderos sentimientos, o era simplemente un eco de la desagradable idea de que Regency, el marido de Madeleine Falco, sabía eyacular cinco veces cada noche dentro de aquel templo que había sido objeto de mi adoración? Me ocurría lo que a mucho boxeadores: sentía los efectos del combate horas después de que hubiera terminado el intercambio de golpes.

–Me han dicho que Patty no ha sido nada considerada contigo –dijo Wardley.

–Hombre, es una manera de decirlo.

–Sí, tienes pinta de perro abandonado. Me parece que no eres capaz de hacerlo.

–Diría que estás en lo cierto.

–Pues no me hace ninguna gracia.

–Oye, ¿por qué no lo haces tú? –le pregunté.

–Tim, si te lo dijera, no me creerías.

–Dímelo, quizá pueda descubrir la verdad comparando las mentiras.

–Es una buena ocurrencia.

–No es mía. Es de Trotsky.

–¡Vaya…! Es digna de Ronald Firbank.

–¿Dónde está Patty Lareine?

–No creo que ande muy lejos. Puedes estar seguro de ello.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque los dos vamos detrás de la misma finca.

–Bueno, ¿qué es lo que quieres en realidad, que se quede con un palmo de narices en lo de la finca o matarla?

Poniendo los ojos en blanco, Wardley contestó:

–Lo que ocurra primero.

–Pero preferirías que muriera –insistí.

–No por mis propias manos.

–¿Por qué?

–No te lo vas a creer. Quiero que Patty mire a los ojos a quien la mate y que no comprenda lo que ocurre. No me gustaría que la última imagen que viera en su vida fuera la mía y que dijera: «¡Vaya, pero si es Wardley, que quiere vengarse!» Eso sería demasiado fácil. Se quedaría la mar de tranquila. Y sabría a quién tendría que ir a incordiar así que se hubiera rehecho un poco en el más allá. No le costaría nada encontrarme. Prefiero que muera en un estado de profunda confusión. Que se diga a sí misma: «¡Es increíble que Tim haya hecho una cosa así! ¿Me habré equivocado al juzgarle?»

–Eres lo que no hay, Wardley.

–Bueno, ya sabía que no me comprenderías. Es lógico, teniendo en cuenta lo diferentes que somos por orígenes y formación.

Wardley había girado la cabeza de modo que volvía a mirarme a los ojos. Y encima le olía el aliento.

–Pero si consigues pirarle el negocio de la finca, sabrá que lo haces por vengarte de ella.

–Sí, claro que lo sabría. Y es lo que deseo. Quiero que mis enemigos, mientras están vivos, vean mi expresión. Quiero que sepan, cada vez que respiran, que sí, que ha sido Wardley quien los ha fastidiado. Pero la muerte es otra cosa. Quiero que al diñarla se sientan confundidos, eso es todo.

No me habría tomado demasiado en serio aquellas palabras si no hubiera sabido de lo que era capaz. En la cárcel, pagó para que mataran a un hombre que le amenazaba. Yo estaba presente cuando compró los servicios del asesino, y en aquella ocasión estaba tan seguro de sí mismo como ahora. Los presidiarios se reían de él, pero no delante de él.

–Háblame de lo que os lleváis entre manos con la finca ésa –le dije.

–Puesto que tu esposa y yo nos interesamos por la misma finca, dudo que sea oportuno explicarte el negocio. Patty Lareine puede aparecer en cualquier momento y echarte los brazos al cuello.

–Sí, puedo hablar más de la cuenta.

Pero no podía quitarme de la cabeza que Patty Lareine apestaría al cuerpo de Regency, el jefe de policía interino.

–No debería decírtelo –dijo Wardley. Hizo una pausa y añadió–: Pero me dejaré llevar de mi intuición y confiaré en ti.

No tuve más remedio que fijar la vista en aquellos ojos abominablemente saltones e inquisitivos.

–No quiero herir tu susceptibilidad, Tim, pero dudo que nunca hayas comprendido a Patty Lareine. Finge que no le importa lo que la sociedad piense de ella, pero te puedo asegurar que en su fuero interno es la persona más orgullosa del mundo. Lo que pasa es que ese mismo orgullo le impide hacer esfuerzos para ascender por la escala social. Por eso finge que no le interesa.

Recordé la primera fiesta a la que fui con Patty Lareine cuando llegamos a Provincetown, cinco años atrás. Una fiesta en la playa. Algunos amigos míos contribuyeron con la bebida, y las mujeres trajeron pastas de té, así como unos cuantos porros de Acapulco, de Jamaica e incluso tailandeses. Había luna llena. Antes de la fiesta Patty estaba muy nerviosa –luego me enteré de que le ocurría siempre–, cosa bastante rara si se tiene en cuenta lo que disfrutaba dándolas, pero, según dicen, Dylan Thomas tenía la costumbre de vomitar antes de dar sus inolvidables recitales de poesía. No obstante su nerviosismo inicial, Patty acabó desmelenándose, saltó, bailó y tocó el cornetín como una desesperada a la luz de la luna. Fue el alma de aquella fiesta, y de muchas otras que vinieron después.

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