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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Los tipos duros no leen poesía (18 page)

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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Hacia la derecha, se distinguía el extremo de lo que debía de ser una piscina, también iluminada.

—Qué manera de gastar luz, coño —susurró Monroy encaramándose a la tapia y saltándola.

Unas buganvillas amortiguaron su aterrizaje. De la bandolera, extrajo un mechero desechable y cerró fuertemente el puño derecho sobre él. Si había perro, era el momento de prepararse para cuando apareciera.

Al acercarse a la casa, comprobó que sí había perro, pero que no debía temer nada de él. El cadáver del pobre animal, un rottweiler de tamaño respetable, se encontraba en uno de los parterres que quedaban en penumbra en la parte oriental del edificio, con la garganta abierta y un hilo de espuma seca cubriendo la parte de su lengua que estaba en contacto con la tierra. El cuerpo había comenzado ya a despedir los hedores de la muerte. Debía de llevar allí muchas horas. Mal comienzo, pensó Monroy antes de continuar avanzando, esta vez con más cautela.

No perdió el tiempo intentando entrar por la puerta principal, que estaría, seguramente, cerrada. Continuó por el pasillo entre la casa y la tapia, hasta llegar a la parte trasera. Gran piscina con grandes piedras de cantería alrededor. Gran zona de recreo
chill out
. Gran barbacoa en uno de los extremos. Nada que no hubiera visto antes. En ese lado, la casa tenía una puerta acristalada. Antes de pensar en cómo rompería el cristal sin hacer ruido (convenía no alertar a quien estuviera en la casa, si había realmente alguien vivo), comprobó si estaba cerrada. Y no lo estaba. Fue a dar a un salón, contiguo a una cocina perfectamente equipada. Pero ambas estancias estaban decoradas de modo rustico. Tampoco suponía una sorpresa. Cuanto más ricos son, más quieren imitar a los pobres, pensó avanzando hacia el interior, buscando una escalera. La encontró dos estancias más allá: una amplia escalera de dos tramos, de unos dos metros y medio de ancho, con barandilla de hierro forjado y pasamanos de nogal. Seguramente habría alguna otra escalera o incluso un montacargas en algún lado de la casa. Pero no era momento de curiosidades arquitectónicas. La escalera iba a dar al centro de un amplio salón. A su derecha había un comedor. A su izquierda, un sofá de seis plazas y varios sillones más, en torno a una gran mesa de cristal y frente a una pantalla de plasma adosada a la pared. Toda la pared que Monroy tenía ahora enfrente estaba ocupada por una cristalera tras la cual se encontraba la terraza que había visto desde la tapia. La que había a su espalda era una cristalera gemela a la de la fachada, pero daba directamente sobre la piscina y la puerta había sido reemplazada por un ancho ventanal, ahora abierto. A izquierda y derecha, se abrían sendos pasillos. Daba igual por cuál empezara, pero empezó por el de la izquierda.

Cantó pleno al quince nada más inspeccionar la primera habitación. Era un dormitorio, seguramente un cuarto de invitados, con dos camas gemelas. En una, semidesnudo, vio el cuerpo de Melania Escudero, lleno de magulladuras y cortes que habían comenzado ya a cerrarse. En la otra, vestido con su camisa y sus pantalones de lino, pero ahora sucios y sanguinolentos, hechos prácticamente jirones, el de Suárez Smith.

Ambos tenían la cara borrada a golpes. Eran dos minuciosos esquemas del sufrimiento. Dos mapas del dolor. La ceja derecha de Suárez Smith había sangrado profusamente sobre ese lado de la cara y de la almohada. También tenía un golpe, cicatrizando ya, en el labio. Tanto uno como otro estaban atados a las camas con gruesas tiras de cinta americana y amordazados con el mismo material. El abogado yacía inerte, seguramente inconsciente. Melania Escudero, en cambio, miraba fijamente a Monroy con su ojo derecho (el izquierdo estaba completamente cerrado por una hinchazón de tonos violáceos). Le miraba. Nada más. No hacía gesto ni movimiento alguno. Le miraba como una res miraría a un empleado del matadero, con la misma ignorante resignación.

Monroy identificó el olor acre proveniente de la mancha que había en la entrepierna del abogado. Debían de llevar muchas horas así. Probablemente casi tantas como llevaba muerto el perro.

Sin decir una sola palabra, bajó a la cocina y volvió con el primer cuchillo afilado que vio. Tampoco habló ninguno de los dos cuando fue cortando ataduras y mordazas. Suárez Smith porque continuaba sin sentido. Melania Escudero porque estaba llena de dolor, de asco y de vergüenza. En cuanto Monroy la liberó, se limitó a cubrirse los pechos y el sexo con la sábana y fue a lo que debía de ser su dormitorio. Allí, se encerró en el baño. Monroy, que la siguió, la escuchó orinar y luego abrir el grifo para prepararse un baño.

Cuando regresó a la cámara de torturas, Suárez Smith estaba sentado, con la frente entre las manos, llorando.

37

L
es habían dado una paliza descomunal. Les habían golpeado con saña. Les habían hecho cortes sistemáticos, lenta, concienzudamente. Cortes tremendamente dolorosos que, sin embargo, no habían tocado ningún punto vital. No les habían hundido ninguna costilla. No les habían dañado ningún músculo ni les habían roto ningún hueso. Ni siquiera necesitarían puntos de sutura. Todo el daño infligido se subsanaría con algo de reposo, analgésicos y contrainflamatorios. Quien había hecho eso, lo había hecho solamente para hacerles hablar o darles un escarmiento. Quien había hecho eso (y Eladio Monroy sabía que no podía haber sido otro que el hombre grande), quería sacarles información, advertirles o castigarlos. O, como sospechaba él, todo a un mismo tiempo.

El embajador estaba ahora sentado en el sofá, vestido con unos pantalones cortos y una camiseta. Con una mano sostenía un paño contra su ceja sangrante. Con la otra, empuñaba un vaso ancho en el que había un lingotazo de whisky. Melania Escudero regresó del baño envuelta en un albornoz y calzando unas pantuflas. Se descalzó y subió los pies al sillón, formando una especie de ovillo protector. Desde donde estaba, en el sillón de enfrente, tomándose, él también, un whisky que le ayudara a olvidar lo que había visto, Monroy podía ver aquellas piernas de piel antes perfecta y suave y ahora cubiertas por una miríada de pequeñas heridas. Ninguno de los tres había pronunciado una sola palabra. Suarez Smith aún lloraba. Ella, en cambio, parecía observarlo todo con un alejamiento que al ex marinero le hacía sospechar que se encontraba en estado de shock.

El cuchillo que Monroy había utilizado para cortar la cinta estaba sobre la mesa, junto a la botella de Dimple y el cenicero.

Había partido de fútbol. El partido del siglo de esa semana. De vez en cuando, se oían voladores y bocinas. Monroy consultó su reloj. No hacía ni media hora que los había encontrado. Parecía llevar allí una eternidad.

—Gracias —dijo, repentinamente, Melania.

—No hay de qué. Me gustaría saber qué es lo que ha pasado, pero eso será mejor que se lo expliquen a la Policía. Por cierto, creo que ya es momento de llamar —dijo, abriendo su bandolera, que estaba en el suelo junto a él, e introduciendo la mano. Se paró en seco al observar la expresión de pavor que mostraron el abogado y la mujer.

—No, Eladio —dijo ella.

Monroy sacó la mano.

—Convénzame de que no lo haga.

—Pues, para empezar, tendría que explicar cómo entró aquí. De hecho, nosotros podríamos decir que fue usted quien nos hizo esto. ¿Verdad, Fredi? —preguntó a Suárez Smith, quien se limitó a asentir.

—Hija de puta —dijo Monroy—. Seguro que sería muy capaz.

—Y tanto que lo sería —repuso Melania, arrancando el vaso de la mano del embajador y dando cuenta de él de un solo trago—. No me malinterprete: yo sé que usted es el tipo más duro de su barrio, y todo eso. Pero, por peligroso que sea, al lado del que nos hizo esto, usted es un teleñeco. Las cosas como son.

Suárez Smith prorrumpió en sollozos, pero ella los atajó.

—¡Cállate ya, coño! Por tu culpa estamos así —a esto, Melania añadió otro insulto, no tan hiriente por las palabras utilizadas como por el desprecio absoluto con que fueron escupidas—: Puto maricón.

De pronto, la mujer pareció crecer gracias a la vejación que hacía de aquel hombre maltrecho. Puso los pies descalzos en el suelo y se hizo hacia delante. El albornoz se abrió por varios sitios mostrando los muslos y el nacimiento de los senos, pero ella no hizo ademán de cubrirse. Apoyó los codos en las rodillas y adelantó la cabeza, encarándose con Monroy.

—Todo empezó a joderse cuando este idiota me convenció de que lo llamáramos a usted. Teníamos que haber pasado de todo y haber ido directamente a por esa arpía.

—¿Por qué no me lo empieza a contar desde el principio, y esta vez sin mentirme?

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

—De entrada porque me han metido en un lío de mil pares de cojones. El mismo tío que les hizo esto me hizo una visita a mí esta tarde.

—¿Y por qué coño sigue usted tan entero?

—Porque soy bastante más listo que ustedes. Yo ya había cogido lo que había en la caja y lo había puesto a buen recaudo.

—Dios santo —dijo Melania con verdadero horror al oír esto. Después, reponiéndose, añadió—: Pues, si es tan listo, ¿por qué tengo que contarle nada?

—Porque todavía me falta tener algunos datos. O confirmarlos. Por ejemplo, nada de recuerdo familiar ni de valor sentimental: usted siempre supo lo que había en la caja, ¿verdad?

Melania dio un suspiro. Monroy supo que se disponía a hablar. Cogió la botella de whisky y le sirvió otro trago.

—Cuando Gustav empezó a trabajar con esa gente, todo fue bien, al principio. Él y sus socios cogían el dinero y lo invertían en sus empresas o lo depositaban en las cuentas de algunos amigos.

—Los intereses y los dividendos eran para ellos, supongo.

—Eso es.

—Una lavandería en toda regla. Sin preocuparles que el dinero viniera de.

Melania Escudero le apostrofó:

—¿Y a quién le importaba de dónde viniera? Podía venir de simples evasores de impuestos. Eso a todo el mundo le daba igual. Ni sabíamos exactamente ni nos importaba. Un tipo llamado Santos les conseguía el dinero, ellos lo invertían cuarenta días y luego lo devolvían. Flujo regular y constante. Tranquilidad absoluta. Sigilo total.

—Pero Gustav se volvió ambicioso.

—Gustav se volvió tremendamente ambicioso —precisó Melania—. Me dijo que guardaría algo por si venían malos tiempos. Y me dijo que las claves de acceso estaban allí, en el doble fondo de la caja. Sisaba algo de aquí, algo de allá, pero siempre en la caja B; quiero decir, en las transacciones con esa gente.

—¿Y por qué pensó que no se iban a dar cuenta?

—Porque como siempre quedaba un remanente que iba reponiendo, mes a mes, el mismo Gustav, nadie se había dado cuenta nunca. Ni tenía por qué dársela.

—Vale. Todos son felices y nadie se da cuenta de que Gustav es un chorizo de los chorizos.

Melania le miró con asco, pero tuvo que reconocer que tenía razón y asintió.

—Y, entonces —prosiguió Monroy—, aparece Laura.

—Entonces aparece la gran ramera de Laura Jordán —volvió a precisar la mujer— y Gustav se vuelve loco y prácticamente se va a vivir con ella. Y, si quiere que le diga la verdad, a mí eso me daba exactamente igual, Eladio. Incluso que se llevara la caja. Él hacía su vida y yo la mía, como ya le conté. Lo que nadie imaginaba era que a Gustav le iba a fallar el corazón de repente. Quizá fuera por acostarse con una mujer que podría haber sido su hija.

A Monroy, pese a haberse acostumbrado ya a la habilidad de Melania para los comentarios malignos, no dejó de causarle repugnancia esa observación.

—El agujero no tardó en descubrirse. A los socios de mi marido empezaron a presionarlos. Y ellos empezaron a presionarme a mí. Para quitarme de encima a Konrad —aquí creyó necesario aclarar—: Konrad Weinberg, uno de los socios. Para quitármelo de encima, no se me ocurrió otra cosa que hablarle de la caja. Él se lo dijo a Quiroga, el otro socio y, seguramente, a los de más arriba. Pero, hace poco, a Weinberg.

—A Weinberg le hicieron el mismo tratamiento que a ustedes, pero con propina —la interrumpió Monroy, que estaba impaciente por acabar llegando a donde él quería llegar.

—Digamos que sí. Quiroga se asustó todavía más y, qué quiere que le diga, yo también. Contamos con usted porque nos dijeron que era un tipo bragado. Pero resultó que tenía sus remilgos y subcontrató a ese rubio asqueroso.

Monroy mostró la palma de su mano, para hacerla callar un momento, mientras decía:

—Melania, dejo que insulte lo que quiera a Laura. Al fin y al cabo, tenía el corazón, y el resto del cuerpo, en su sitio, y a usted debió de joderle mucho que Gustav la dejara por ella. Pero ese
rubio asqueroso
se llamaba José María y era un pobre tipo sin suerte en la vida, al que le pegaron un tiro que se merecía más su Gustav de los cojones. Así que como vuelva a faltarle al respeto, el único ojo que le va a quedar sano va a ser el del culo.

—Bueno, pues ese hombre
tan respetable
le traicionó a usted. Nos pidió seis mil euros por la caja. El hombre que estuvo aquí fue a verse con él, pero, por lo visto, lo que quería era timarnos. Se trataba de una caja parecida, pero no la misma.

—Y entonces pensaron que estaría en casa de Laura.

—Lógicamente. Si su amigo el rubio no le había dado el cambiazo a Laura, la caja tenía que seguir en La Minilla.

—Pero no estaba allí —supuso Monroy.

—Eso es.

—Así que solamente quedaba yo.

—Solamente quedaba usted.

—Pero, antes, el tipo grande decidió darles un repaso, por si estaban haciéndole luz de gas.

—Dijo que si usted no la tenía, volvería para matarnos. Pero, por suerte, usted la tenía.

—No exactamente —dijo Monroy.

Aquellas dos palabras tuvieron en la extraña pareja el efecto de un latigazo. El abogado, que había permanecido inmóvil y en silencio, medio adormilado, durante toda la conversación, dio un respingo y preguntó:

—¿Qué quiere decir con «No exactamente»?

—Quiero decir que no la tuve hasta hoy. Verán, el Ministro, mi amigo el rubio, sí que dio el cambiazo. Pero como no se fiaba de ustedes, cosa en la que le doy la razón, en lugar de una caja falsa, compró dos. Una la dejó en casa de Laura Jordán; la otra fue la que llevó al encuentro en el Muelle. Supongo que lo haría para contar con una especie de seguro de vida, aunque, al parecer, no le sirvió de mucho. Yo pensé que la muerte del Ministro no tenía nada que ver con todo esto, hasta que me enteré de la de Laura Jordán. Entonces empecé a atar cabos.

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