Los tontos mueren (35 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Me llevó a un sitio llamado Pearl's, del que nunca había oído hablar. Tan ignorante era yo, que no sabía que se trataba del restaurante chino de moda de Nueva York. Era la primera vez que probaba comida china, y cuando se lo dije a Eddie quedó asombrado. Asumió la tarea de mostrarme los diversos platos chinos mientras me indicaba las celebridades que había en el lugar, e incluso llegó a abrir mi pastelito de la fortuna y a leérmelo. Y me impidió comerlo.

—No, nunca se come —dijo—. Sería una terrible vulgaridad. Aunque no sea otra cosa, por lo menos aprenderás esta noche algo valioso: no comer jamás el pastelillo de la fortuna en un restaurante chino.

Fue todo un ritual que sólo resultaba divertido entre dos amigos en el contexto de la relación mutua. Pero meses más tarde leí un relato de Lancer en
Squira
en el que utilizaba el incidente. Era un relato conmovedor, en el que se burlaba de sí mismo y de mí. Le conocí mejor después de leer aquel relato, entendí que su buen humor enmascaraba su soledad básica y su distanciamiento del mundo y de la gente que le rodeaba. Y pude entrever algo de lo que realmente pensaba de mí. Me retrataba como a un hombre que controlaba la vida y que sabía adónde iba. Me pareció muy divertido.

Pero se equivocaba en lo de que el asunto del pastelillo de la fortuna pudiese ser lo único valioso que yo sacaría de aquella noche. Porque, después de cenar, me convenció de que fuéramos a una de aquellas fiestas literarias de Nueva York, en la que me encontré de nuevo con el gran Osano.

Estábamos tomando el postre y el café. Eddie me hizo pedir helado de chocolate. Me explicó que era el único postre que iba con la comida china.

—No se te olvide —me dijo—. Nunca comas tu pastelillo de la fortuna y pide siempre helado de chocolate de postre.

Luego, sobre la marcha, me animó a que le acompañara a la fiesta. Yo me mostré algo reacio. Tardaba hora y media aproximadamente en coche hasta Long Island, y estaba deseando llegar a casa y quizá trabajar un poco antes de irme a la cama.

—Vamos —dijo Eddie—. No puedes ser siempre un eremita. Tómate esta noche libre. Habrá buena bebida, buena charla y algunas chicas guapas. Y puedes hacer contactos valiosos. A un crítico le resulta más difícil machacarte el cráneo si te conoce personalmente. Y un editor siempre puede leer con más gusto una cosa tuya si te ha conocido en una fiesta y le caes bien.

Eddie sabía que yo no tenía editor para mi nuevo libro. El editor del primero no quería volver a verme porque sólo había vendido dos mil ejemplares y no había conseguido edición de bolsillo.

Así que fui a la fiesta y me encontré con Osano. Osano no indicó que recordase la entrevista, y yo tampoco hice alusión a ella. Pero al cabo de una semana recibí una carta suya pidiéndome que fuese a verle y a comer con él para hablar de un trabajo que quería ofrecerme.

23

Acepté el trabajo que me ofreció Osano por varias razones distintas. El trabajo era interesante y prestigioso. Como Osano había sido nombrado director del suplemento literario más importante del país unos años atrás, tenía problemas con la gente que trabajaba para él y por eso me quería de ayudante. El sueldo era bueno y el trabajo no me impediría seguir con mi novela. Y además, me sentía demasiado feliz en casa; estaba convirtiéndome en un ermitaño burgués. Era feliz, pero mi vida era tediosa. Anhelaba emociones, peligros. Tenía vagos y fugaces recuerdos de mi escapada a Las Vegas y de cómo había conseguido liberarme de la soledad y la desesperación que entonces sentía. ¿Es locura el recordar la desdicha con tal gozo y despreciar la felicidad que uno tiene en la mano?

Pero, sobre todo, tomé el trabajo por Osano mismo. Era, sin duda, el escritor más famoso de Norteamérica. Alabado por su serie de novelas de gran éxito, famoso por sus roces con la justicia y su actitud revolucionaria hacia la sociedad. Denostado por su escandalosa conducta sexual. Luchaba contra todos y contra todo. Y sin embargo, en la fiesta a la que Eddie Lancer me había llevado, encantaba y fascinaba a todos. Y en aquella fiesta estaba la crema del mundo literario. Gente muy predispuesta a ser fascinante y quisquillosa por derecho propio.

Y tengo que admitir que Osano me entusiasmó. En la fiesta se enzarzó en una furiosa discusión con uno de los críticos literarios más poderosos de Norteamérica, que además era íntimo amigo suyo y defendía su obra. Pero el crítico se atrevió a formular la opinión de que los ensayistas creaban arte y que algunos críticos eran artistas. Osano se lanzó contra él.

—Pero qué dices tú, vampiro mamón —gritó, balanceando el vaso en una mano y colocando la otra mano como si estuviese a punto de lanzarle un directo—. Tenéis la cara de vivir a costa de los verdaderos escritores y encima pretendéis ser artistas. No sabéis siquiera lo que es el arte. Un artista crea de la nada, lo saca todo de sí mismo, ¿no lo entiendes, tonto del culo? Es como una araña, va extrayendo la tela de su cuerpo. Y vosotros, pijoteros, lo único que hacéis es aparecer con vuestras escobitas después de que el verdadero artista crea arte. Sois magníficos para barrer los desperdicios, eso es lo que hacéis.

Su amigo se quedó asombrado porque acababa de alabar los libros de ensayo de Osano diciendo que eran arte.

Osano se apartó de allí y se dirigió a un grupo de mujeres que estaban esperando para agasajarle. Había en el grupo un par de feministas, y no llevaba con ellas dos minutos, cuando el grupo volvió a convertirse en centro de atención. Una de las mujeres le gritaba furiosa mientras él escuchaba con irónico menosprecio; sus maliciosos ojos verdes brillaban como los de un gato.

Luego habló él:

—Vosotras las mujeres queréis la igualdad y ni siquiera entendéis los juegos de poder —dijo—. Vuestra única carta es vuestro coño, y se lo enseñáis al adversario. Lo regaláis. Y sin vuestros coños no tenéis poder ninguno. Los hombres pueden vivir sin afecto pero no sin sexo. Las mujeres han de tener afecto y pueden arreglárselas sin sexo.

Ante esto último, las mujeres se lanzaron contra él con furiosas protestas. Pero él no se amilanó.

—Las mujeres no hacen más que quejarse del matrimonio cuando en realidad obtienen las mayores ventajas de él. El matrimonio es como las acciones de bolsa. Hay inflación y hay devaluación. El valor no hace más que bajar para los hombres. ¿Sabéis por qué? Las mujeres valen cada vez menos, a medida que envejecen. Y llega un momento en que uno está atado a ellas como a un coche viejo. Las mujeres no envejecen igual que los hombres. ¿Podéis imaginaros a una tía de cincuenta años engatusando y llevándose a la cama a un chaval de veinte? Y muy pocas mujeres tienen poder económico para comprar juventud como los hombres.

—Yo tengo un amante de veinte años —gritó una mujer. Era una mujer de buen ver, de unos cuarenta años.

Osano la miró sonriendo malévolamente.

—Te felicito —dijo—. Pero, ¿y cuando tengas cincuenta? Con las jovencitas dándolo tan fácilmente, tendrás que ir a cazarlos a la salida de los institutos y prometer que les comprarás una moto. ¿Y crees además que tus jóvenes amantes se enamorarán de ti como se enamoran las jovencitas de los hombres? Vosotras no tenéis a vuestro favor esa vieja imagen freudiana del padre, como nosotros; y, debo repetirlo, un hombre a los cuarenta resulta mucho más atractivo que a los veinte. Y aún puede ser muy atractivo a los cincuenta. Es algo biológico.

—Cuentos —dijo la atractiva cuarentona—. Las chicas jóvenes se burlan de los viejos como tú. Y vosotros os creéis sus mentiras. No es que seáis más atractivos. Es simplemente que tenéis más poder. Y todas las leyes de vuestra parte. Cuando cambie eso, cambiará todo.

—Claro —dijo Osano—. Conseguiréis que se aprueben leyes y someter a los hombres a operaciones para que parezcan más feos cuando se hagan viejos. En nombre de la justicia y la igualdad de derechos. Puede que lleguéis incluso a castrarnos legalmente. Pero eso no cambia las cosas ahora.

Hizo una pausa y luego continuó:

—¿Conocéis el peor verso de toda la poesía? Browning. «¡Envejece a mi lado! Lo mejor aún está por llegar...»

Yo simplemente andaba por allí, escuchando. Lo que decía Osano me parecía básicamente palabrería. Por una parte, teníamos ideas distintas sobre lo que era escribir. Yo odiaba la charla literaria, aunque leía a todos los críticos y compraba todas las revistas de crítica.

¿Qué demonios era ser artista? No era cuestión de sensibilidad. Ni de inteligencia. No era angustia. Ni éxtasis. Todo aquello era palabrería.

En realidad eras como una especie de ladrón de cajas de caudales que intentabas dar con la clave para conseguir abrir la puerta. Y al cabo de un par de años podías abrirla y podías empezar a escribir. Y lo infernal del asunto era que la mayoría de las veces lo que había en la caja no resultaba tan valioso.

Era sólo trabajo duro y el culo dolorido a cambio. No podías dormir de noche. Perdías toda la confianza en la gente y en el mundo exterior. O te convertías en un cobarde, en un simulador en la vida cotidiana. Eludías las responsabilidades de tu vida emocional, pero, en realidad, no podías hacer otra cosa. Y quizá fuese por eso por lo que yo me sentía incluso orgulloso de toda la basura que había escrito para las revistuchas baratas, y de mis críticas de libros. Era una habilidad que yo tenía; era, en definitiva, un oficio. No era sólo un artista de mierda.

Osano nunca entendió esto. Él siempre había procurado ser un artista e intentado producir arte o casi arte. Lo mismo que años después no conseguiría entender lo que era Hollywood, que el negocio del cine era joven, como un niño que aún no sabía controlar sus necesidades, y no podías, por tanto, reprocharle el que cagase por encima de todo. Una de las mujeres dijo:

—Osano, tú tienes un magnífico historial con las mujeres, ¿cuál es el secreto de tu éxito?

Todos se echaron a reír, Osano incluido. Le admiré más aún. Un tipo con cinco ex esposas, que podía permitirse reír.

—Antes de que se vengan conmigo, les digo —dijo Osano— que todo ha de ser según mi deseo en un cien por cien. Comprenden mi posición y aceptan. Les digo siempre que cuando dejen de estar contentas de la relación, no tienen más que irse. Sin discusiones, sin explicaciones, sin negociaciones. Simplemente irse. Y no logro entenderlo. Dicen que sí cuando vienen, y luego violan todas las normas. Intentan que un diez por ciento sea como ellas quieren. Y cuando no lo consiguen, empiezan a pelearse conmigo.

—Una proposición maravillosa —dijo otra mujer—. ¿Y qué reciben a cambio?

Osano miró alrededor y absolutamente serio dijo:

—Soy de lo mejor en la cama.

Algunas mujeres empezaron a abuchearle.

Cuando decidí aceptar el trabajo con él, volví a leer todo lo que había escrito. Sus primeras obras eran excelentes, con escenas precisas y agudas, como bocetos. Las novelas se mantenían en pie, perfectamente integrados argumento y personajes. Y llenas de ideas. Sus últimos libros se hacían más profundos, más reflexivos, la prosa más engolada. Era como un hombre importante que se colocara sus condecoraciones. Todas sus novelas parecían invitar a los críticos, darles abundante material de trabajo, para interpretar, para discutir, para manejar. Pero mi opinión era que sus tres últimos libros no valían nada. Los críticos no opinaban igual.

Inicié así una nueva vida. Iba todos los días a Nueva York en coche, y trabajaba de once de la mañana hasta el final del día. Las oficinas eran inmensas, parte del local del periódico que distribuía el suplemento. El ritmo resultaba agotador; los libros llegaban literalmente a miles cada mes, y sólo teníamos espacio para unas sesenta críticas por semana. Pero había que echar a todos una ojeada por lo menos. En el trabajo Osano era realmente amable con todos sus colaboradores. Siempre me preguntaba por mi novela, y se ofreció a leerla antes de que se publicase, y darme algunos consejos editoriales. Pero yo era demasiado orgulloso para enseñársela. Pese a su fama y a mi falta de ella, me consideraba el mejor novelista.

Tras largas sesiones trabajando en la selección de libros que incluiríamos y a quién encargaríamos la tarea de hacer la crítica de cada uno, Osano sacaba la botella de whisky que tenía en su mesa y echaba unos tragos, y me daba largas conferencias sobre literatura, sobre la vida del escritor, sobre los editores, sobre las mujeres; sobre cualquier cosa que le rondase la cabeza en aquel momento concreto. Llevaba cinco años trabajando en su gran novela, la que pensaba que iba a darle el premio Nobel. Había recibido ya un anticipo enorme por ella, y el editor empezaba a ponerse nervioso y a presionarle. Esto le fastidiaba muchísimo.

—Ese pijotero —decía—. Me aconsejó que leyera los clásicos para inspirarme. Ignorante de mierda. ¿Has probado a leer otra vez a los clásicos? Dios mío, esos pelmas de Hardy y Tolstoi y Galsworthy. Tardaban cuarenta páginas en tirar un pedo. ¿Y sabes por qué? Porque tenían atrapados a los lectores. Les tenían cogidos por los huevos. No había televisión, ni había radio, ni había cine. Ni viajes, a menos que quisieses romperte el culo saltando en diligencias. En Inglaterra no podías joder siquiera. Quizá por eso los escritores franceses fuesen más disciplinados. Los franceses por lo menos jodían, no como los mierdas Victorianos ingleses, que tenían que meneársela. En fin, ¿por qué, dime, se va a poner a leer a Proust un tipo que tiene un televisor y una casa en la playa?

Yo nunca había sido capaz de leer a Proust, así que le di la razón. Pero había leído a todos los demás y no podía aceptar que el televisor o una casa en la playa ocupasen su lugar.

Osano siguió con lo suyo:


Ana Karenina
. Lo consideran una obra maestra. Es una mierda de libro. Un tipo culto de clase alta que condesciende con las mujeres. Nunca te muestra lo que piensa o siente de verdad una tía. Te da la visión convencional de la época y del lugar. Y luego se tira trescientas páginas explicando cómo se lleva una hacienda rusa. Como si a alguien le importase el asunto. ¿A quién le importa un carajo, dime, el imbécil de Vromsky y su alma? Dios mío, no sé quiénes son peores, si los rusos o los ingleses. Ese jodido Dickens, y Trollope; quinientas páginas no eran nada para ellos. Las escribían cuando el cuidado de su jardín les dejaba tiempo libre. Los franceses por lo menos eran más breves. Pero, ¿qué me dices del cabrón de Balzac? ¿Quién es capaz de leerlo hoy?

Bebió un trago de whisky y lanzó un suspiro.

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